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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (33 page)

BOOK: El laberinto de oro
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Pero la historia de esta capilla tenía algo de siniestro. Desde siempre ha estado envuelta en oscuras leyendas, algunas de ellas de origen tan sombrío y maligno que difícilmente podrían ser fruto de la superchería popular. La oscura nombradía de esta capilla llegó hasta tal extremo que, en 1748, la diócesis resolvió, en una muy controvertida decisión enfrentada al criterio de las autoridades eclesiásticas superiores, que se suprimiera el carácter litúrgico del lugar y cesase por completo el culto religioso.

Desde entonces, nunca más se volvió a saber de los antiguos cofrades, como si hubieran sido borrados de la faz de la tierra por una fuerza tan oscura como poderosa y que todavía mantiene la capilla cerrada, sin que nadie sepa qué ocurre entre sus gruesos muros.

Grieg, al contemplar de nuevo la capilla después de tanto tiempo, sintió un profundo escalofrío, ya que frente a su altar hacía diez años habían tenido lugar los acontecimientos que le habían sumido en el peligro en que se encontraba inmerso.

«La capilla Marcús está lo suficientemente cerca de las gruesas rejas de la joyería secreta como para que sea sensato pensar que ambas están relacionadas», pensó mientras esperaba que la calle Carders quedara desierta para entrar en el recinto vallado.

Se detuvo delante de la antigua y oxidada verja, y extrajo de su bolsa una copia de las viejas llaves de la capilla, que aún conservaba de cuando realizó un estudio de campo para una investigación arquitectónica.

«Espero que aún sirvan, porque si no me será totalmente imposible entrar ahí dentro», y se puso manos a la obra.

Tras abrir y cerrar rápidamente las dos cerraduras con llave, la de la verja y la del gran portón, traspasó un polvoriento umbral de mármol y accedió al interior de la capilla, que en aquel momento apareció ante sus ojos, aún no acostumbrados a la oscuridad, como una masa brumosa y gris cruelmente perforada por algunas inclinadas columnas de luz.

La iglesia era pequeña pero suficientemente espaciosa como para contener una docena de bancadas de madera orientadas hacia la epístola, que antiguamente era el lugar donde estaba situada la capilla de Nuestra Señora de la Guía, de la que sólo quedaba una pequeña talla medio destruida que, bañada por la potente luz de la linterna, parecía una mujer aterrorizada, sola en un mundo hostil que le había dado la espalda.

El resto de las pequeñas y desacralizadas capillas habían sido profanadas y mostraban únicamente la fría piedra, y en su conjunto, el pequeño templo emanaba un fuerte olor a cerrado y a humedad.

Al fondo de la nave estaba situado lo que antaño fue el altar, y que en la actualidad tan sólo era un bloque de piedra despojado de cualquier elemento para el rito. Y detrás se ubicaba una pequeña capilla incrustada en la pared.

En esa pequeña capilla podía apreciarse un relieve de ocho columnas de metro y medio de altura, esculpidas en alabastro, entre las que estaba insertada una imagen elaborada con bronce brillante de apenas un palmo de altura, que representaba a san Eloy, patrón de los joyeros y plateros de Cataluña. Sobre la imagen se podía leer una inscripción en letras doradas, que una década antes había sido premonitoria para Grieg:

ILLE ME MONUIT, NE HOCFACEREM

«Él me exhortó a que no lo hiciera.»

La pequeña figura de san Eloy le había metido en aquel problema. Frente a aquella imagen, Grieg cometió dos graves equivocaciones.

La primera fue que mientras llevaba a cabo otros estudios que no tenían nada que ver con la talla, se planteó la cuestión de cómo era posible que una advocación tan importante como san Eloy hubiera caído en el olvido. El segundo error, y mucho más grave, fue dejarse embaucar por el infausto anciano, que una fría mañana de diciembre se había dirigido a él mientras analizaba la pequeña talla.

Incluso le pareció volver a oír sus palabras.

—Es un craso error investigar este lugar, señor Grieg. Esto ya no es una iglesia… Aléjese de aquí.

—Dígame quién es usted y cómo ha abierto la puerta —inquirió Grieg en aquella ocasión—. Yo mismo me he asegurado de que nadie pudiera acceder a la capilla mientras estoy trabajando. Eso forma parte de las condiciones que he pactado previamente con el Colegio de Arquitectos y el Arzobispado de Barcelona para la realización de mi tesis doctoral.

—Yo soy el protector de esta capilla. Usted está pisando un terreno mucho más peligroso que las arenas movedizas… Aléjese inmediatamente de esa puerta…

Grieg recordó aquellas palabras que el anciano había pronunciado hacía una década, especialmente la última frase: «Aléjese inmediatamente de esa puerta…»

«El viejo no dijo que me alejase de la capilla, ni de la iglesia, sino que mencionó una "puerta"…», pensó Grieg, y se colocó en la misma posición que estaba cuando el viejo le abordó aquella vez.

Analizó con detenimiento el templete, apenas algo mayor que una hornacina, y al mover la pierna se dio cuenta de que algo se le había quedado pegado a la suela del zapato. Era un trozo de cinta aislante de color negro. Apuntó la linterna hacia el suelo y vio que bajo una bancada asomaba un objeto de plástico de forma triangular. Lo cogió y comprobó, extrañado, que era un mazacote pequeño formado por papeles doblados sujetados con cinta aislante.

Grieg cortó la cinta y vio que se trataba de un ejemplar del periódico suizo
Le Temps
con fecha de treinta días antes. Eso significaba dos cosas: que alguien había estado allí hacía muy poco y que aquel taco de papel había sido utilizado a modo de cuña.

«Pero cuña, ¿para qué?», se preguntó mientras volvía a analizar la pequeña figura de san Eloy, que sospechosamente estaba situada a la derecha y sobresalía a modo de… tirador.

Grieg tiró de la estatua hacia sí y notó cómo las ocho columnas y el pequeño panel dejaban paso a una mayor abertura.

En realidad, el pequeño templete era una compuerta secreta.

53

Gabriel Grieg encajó la puerta que camuflaba la imagen de san Eloy y descendió por unos polvorientos escalones de piedra que conducían a un pequeño y sobrecogedor espacio, rodeado de jarros de porcelana con quebradizos ramos de gladiolos y candelabros de bronce con velas medio consumidas. Era una diminuta capilla de estilo románico, gruesos muros de granito y sin ninguna abertura hacia el exterior. Todo un vestigio arquitectónico, único en su género.

Al llegar al final de la escalera pisó una bolsa de plástico que tenía impresa una imagen con los últimos modelos de las cámaras digitales Nikon.

«Alguien ha estado merodeando por aquí, y desde luego le traía sin cuidado que alguien pudiera saberlo», pensó al tiempo que iluminaba el suelo y comprobaba que había pisadas y unas señales circulares que le parecieron estar causadas por los trípodes que emplean los fotógrafos profesionales.

Las pisadas eran mucho más abundantes en el fondo de la capilla, que era donde se erigía un excepcional altar de basalto negro que tenía una inquietante imagen antropomorfa y a escala real: la estatua policromada de un diablo con terrible expresión y afilados cuernos.

La talla era casi idéntica a la que se encuentra en la iglesia de Rennes-le-Cháteau, pero, a diferencia de aquélla, tenía la peculiaridad de que en la base de la peana estaba grabado, en una placa de metal, el nombre de un santo: san Eloy.

Para dejar patente la dualidad de la imagen del santo, la estatua aparecía representada con los atributos del patrón de los joyeros: de su mano izquierda pendía una balanza romana de orfebre, y con la derecha sostenía un juego de pesas de metal dorado. Del cuello le colgaba un largo collar de piedras de toque, o
glossopetrae,
también conocidas como «lenguas de víbora», las cuales cambian de color al entrar en contacto con cualquier tipo de veneno.

Los cuernos del diablo-santo tenían unos diminutos cantos rodados purpúreos que devolvían la luz de la linterna con destellos de rubí. En la antigüedad, aquellas piedras se empleaban para ahuyentar al Maligno y protegerse de las fuerzas demoníacas del averno.

Pero lo más extraño de la estatua era que en la cabeza tenía entrelazadas unas afiladas ramas de coral rojo, formando una especie de corona.

Grieg observó que delante del pequeño tabernáculo de piedra destinado a los rituales había dos sillas de bronce y varios bancos de madera maciza tallados con cincel, situados junto a una mesa donde reposaba una salvilla plateada. La bandeja tenía grabadas dos palabras en latín, que indicaban la naturaleza de los ritos que llegaron a producirse en el interior de aquel clandestino y recóndito lugar de la ciudad:
«Anulus nuptialis.»

Una capilla de enlaces demoníacos.

Tras la turbadora estatua, y situados a medio metro del suelo, podían verse unos gruesos barrotes, similares a los que estaban situados junto a la puerta blindada de la joyería El diábolo d'Or, y que al igual que sucedía allí, impedían el acceso a una escalera en forma de espiral, cuyos escalones se perdían en las profundidades.

Proveniente de aquel agujero se podía escuchar, justo igual que tras el panel de la laguna Estigia en la joyería, un inquietante susurro, algo así como un grito débil mezclado con el sonido del agua.

Grieg alzó la linterna y observó aquella capilla, sin duda la más extraña que había visto en su vida. Volvió a fijarse en las pisadas y las marcas de trípode en el suelo, tratando de imaginarse qué tipo de personas habían estado allí recientemente. En el hueco que formaba la escalera al girar hacia la izquierda, comprobó que alguien había arrinconado unos jarrones de jade. Al examinarlos, descubrió que uno escondía una valiosa información. En la base del jarrón había una pequeña etiqueta plateada, con la dirección de un establecimiento que Grieg conocía. Arrancó la etiqueta y la pegó en el interior de su cartera; luego se dispuso a abandonar aquella demoníaca capilla. Subió los escalones, y cuando estaba a punto de empujar la pesada puerta camuflada, echó un último vistazo a la capilla.

De repente, se oyó un fuerte grito lastimero, y Grieg vio cómo la pequeña capilla se iluminaba de un modo fantasmagórico. La diabólica estatua empezó a brillar en la oscuridad, como si, tras ella, una fluorescencia de origen desconocido hubiera ascendido de las profundidades de la Tierra.

Grieg quiso acercarse a la estatua para averiguar qué estaba sucediendo, pero algo le paralizó de terror. Una mano, más bien una garra, surgía de entre los gruesos barrotes de hierro.

De la garra sobresalían unas largas y retorcidas uñas que aferraban un objeto, cuadrangular y oscuro.

Un escalofrío recorrió la espalda de Grieg al ver que la garra de deformes uñas se retraía de nuevo, tras haber depositado el objeto en el suelo.

«¡Dios mío! ¿Qué es eso?», se preguntó, sobreponiéndose al horror que le había provocado la súbita aparición. Al acercarse, comprobó que se trataba de un libro que tenía grabado en su tapa negra el símbolo del oro alquímico.

Grieg apuntó la linterna hacia el fondo de la escalera, pero sólo le dio tiempo a ver cómo una amarillenta y tenue luz se extinguía, mientras se atenuaba el eco de unos precipitados pasos hacia las profundidades.

«¡Tengo que salir de aquí!», pensó Grieg. Recogió el libro del suelo y cruzó la capilla a toda prisa.

Una vez en la calle, y tras haber cerrado todas las puertas con llave, se alegró de volver a ver la luz del día.

«Tengo que encontrar la clave que dé un poco de coherencia a todo este asunto», pensó, y le aterró volver a leer las palabras que habían sido escritas sobre la tapa del libro con un objeto punzante, o tal vez… con las uñas.

TIBI SOLO CONFIDO

«Sólo confío en ti.»

54

El tipo calvo y con gafas de montura amarilla seguía dando vueltas en torno al sofá del panteón de las columnas, situado al final de la escalera del cementerio secreto.

Agitaba en su mano varias cajas de eritropoyetina mientras lanzaba furiosas miradas a Flamel, el enfermo encargado de custodiar la pequeña necrópolis, que estaba tirado en el suelo sangrando por la boca y por la nariz.

El hombre calvo hizo un gesto de cabeza para que un corpulento guardián al que le faltaba media oreja levantara a Flamel del suelo y lo sentara al lado de un vaso lleno de agua. El hombre se acercó a Flamel y dejó las dos cajas de medicamentos sobre la mesa.

—Necesitas esto, ¿no? —gruñó mientras señalaba la eritropoyetina—. Pues me parece que con lo testarudo que eres, lo tendrás… ¡hasta hartarte!

—Morirás tú antes que yo —contestó Flamel, empleando una frase que había repetido ya otras veces.

—¡Eso ya lo veremos!

El tipo de las gafas amarillas abrió las cápsulas con parsimonia y las vertió todas en el vaso de agua mientras repetía todas las preguntas que no había conseguido que el viejo contestara. Tras vaciar el contenido de la última cápsula, agitó el vaso acompasadamente mientras miraba fijamente a Flamel.

—¡Escúchame bien, maldito viejo! —le gritó a un palmo de su cara—. Me ha costado un puto año de mi vida llegar hasta ti. He tenido que romperme la cabeza con el jueguecito ese de las monedas, y toda esa mierda del oro alquímico… Pero al final, he entendido de qué va todo este rollo… Te lo repetiré una vez más…

Flamel, a pesar del fuerte castigo físico al que había sido sometido mientras lo arrastraban por los panteones del cementerio secreto, se limitaba a repetir lo mismo:

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