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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (39 page)

BOOK: El laberinto de oro
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—¡Fíjese, señor! —exclamó mientras señalaba hacia el reservado contiguo.

Grieg observó cómo al otro lado del cristal el hombre de la Font del Gat se colocaba la misma vieja levita que llevaba puesta la noche anterior. A continuación, dibujó sobre la mesa un pentáculo con tiza de color rojo, y colocó a cinco chicas en las puntas de la estrella. El sátiro, como si se encontrara en trance, sacó de su zurrón los instrumentos para realizar una misa negra o un aquelarre. Las chicas que lo acompañaban asistían a la ceremonia demoníaca entre sonrisas y bromas.

La chica sentada a la derecha de Grieg soltó otra risotada y comenzó a imitar al sátiro.

—¡Oh, gran Maimón! ¡Oh, gran Maimón! —exclamó entre risas—. Yo te convoco como hizo el gran Pico de la Mirandola…
Hin. Etan emen! Aio archime! Aio archime! Super abrac ruens!
Super abrac ruens!

Grieg se percató de que las chicas pensaban que él y el sátiro iban juntos y les seguían la broma.

—Tu amigo, el del gorro, está contando lo mismo que nos cuenta siempre que ha pillado dinero fresco… —reveló la chica que había hecho la réplica de la invocación demoníaca—. Siempre nos dice que convocará al demonio. Sí, sí… Uno que al parecer vive en Barcelona y se pasea por las calles con una levita muy elegante como la que tú, Satán, llevas puesta…, y con esa misma joya…

La chica observó a Grieg y, a escasos centímetros de su cara, repitió las palabras con las que el sátiro finalizaba siempre sus grotescas invocaciones:

—Yo te convoco, Lucifer… ¡Haz acto de presencia!

Después acercó sus labios a los de Grieg, quien notó el húmedo y caliente contacto de su lengua.

Con mirada sombría, Grieg tomó la caja que contenía el puro Montecristo que le había regalado el director del club de fumadores. Abrió los brazos y atrajo hacia sí a las dos chicas, mientras esbozaba una sonrisa mefistofélica.

«Sé qué hacer para que el sátiro se postre ante mi voluntad —pensó—. Tengo que averiguar qué evento tendrá lugar esta noche en el Liceo y por qué Lorena trató de ocultármelo.»

64

En el reservado, las cinco sacerdotisas del grotesco sabbat formaban un imperfecto círculo alrededor del sátiro. Tenían las manos suspendidas en el aire y con las palmas vueltas hacia abajo, recubriendo con ellas los rudimentarios símbolos cabalísticos que el tipo había dibujado sobre la mesa.

El oficiante conducía el improvisado
occultum
implantando sus manos sobre los símbolos del Sol y la Luna, mientras declamaba en voz baja:


Radius Dei seu… Sphaera luminis seu… Lucís creatae… Sphaera Spiritus… Empyrei…
Yo te convoco, ¡Oh, amo y señor!, en nombre de Collin de Planci, de cuya sabiduría aprendimos que la visión astral es como tener un millón de ojos.

—¡Materialízate! —concluyó el oficiante con el rostro desencajado.

De repente, el pentáculo se cubrió de un intenso humo. Las cinco chicas se asustaron e, instintivamente, saltaron de la mesa y se dirigieron hacia la barra.

Mientras el humo se elevaba hacia el techo ennegrecido, apareció un hombre luciendo una fabulosa joya en la solapa de su levita. El sátiro se quedó lívido al ver, en el fondo del reservado, a aquella elegante figura envuelta en humo y sombras. No sabía si aquel hombre era la mismísima encarnación del demonio, una jugarreta de su mente o una elaborada broma. Aunque, a decir verdad, las dos últimas posibilidades le importaban muy poco.

Nadie podía entender mejor que él la pureza de demoníacas líneas que mostraba aquel hombre al que no podía ver el rostro, aunque le bastaba con admirar la joya que llevaba prendida en la solapa. Sin duda, se trataba del auténtico Ojo de Geburah, que refulgía como las brasas en el fuego.

El sátiro se regocijó contemplando aquella aparición; creía firmemente que aquél era el mismísimo diablo.

—¿Me habías convocado? —preguntó Grieg, aún sin desvelar sus facciones, y se sorprendió a sí mismo realizando los mismos gestos que empleaba el anciano del Liceo.

El sátiro continuaba sin decir nada, completamente pálido, mientras observaba cómo la oscura figura que tenía enfrente depositaba el puro en un cenicero y dejaba encima de la mesa un lingote de oro. A continuación, se desprendió la joya de la solapa y la puso encima del lingote.

Ziripot de Lanz continuaba inmóvil porque sabía que en aquel mundanal lugar estaba sucediendo algo muy extraño, diabólicamente sobrecogedor.

«Aunque se trate del más cabrón de los especialistas en bromas macabras, éste no tiene ni idea de lo que aquí está sucediendo —se decía el sátiro de la Font del Gat—. Este tipo, aunque no lo sepa, ahora mismo es el diablo… y confirma mi teoría… ¡Yo estaba en lo cierto…!»

El sátiro sacó de su gabán un pequeño cuaderno de piel, ondulado y pringoso. La libreta estaba llena de anotaciones y dibujos, conjuros y grimorios. Buscó entre sus hojas y encontró un texto que cotejó con las palabras que estaban grabadas en el lingote, junto con las enroscadas figuras del Ouroboros y el Catobeplás.

Las palabras del lingote coincidían con las de la libreta:

caput est ut Quceramus

«Todo es uno» y «lo esencial es que indaguemos».

—Seáis quien seáis, os estoy agradecido —exclamó el sátiro—, ya que habéis confirmado mi Teúrgica Hipótesis Hipostática. Siempre he pensado que, para convocar al diablo, debía hacerse en sus dominios y sin usar la liturgia demoníaca imperativa… tan sólo usando la más elemental, para que así os confiaseis…

Grieg movió la cabeza para que la débil luz revelara su verdadera identidad. El oficiante se sintió profundamente conmovido al comprobar que se trataba de la misma persona a quien, la noche anterior, había acompañado hasta la reunión de los brujos.

—Así que lograsteis encontrar a la persona que buscabais anoche, porque realmente lo habéis conseguido…

A Grieg le preocupaban dos detalles: por un lado, el hecho de que varias personas se hubieran dirigido a él empleando el trato de «señor», refiriéndose al mismísimo demonio. Por otro lado, empezaba a pensar que había subestimado al sátiro al pretender gastarle una simple broma. Estaba jugando con fuego.

El sátiro volvió a acariciar el lingote de oro y tomó reverencialmente aquella joya, que algunos conocían como «las lágrimas de Fausto», otros como «la Piedra», y que él llamaba el Ojo de Geburah. Se sacó la bagatela que llevaba en su gabán y colocó la auténtica joya en su lugar. Entonces cerró los ojos y se recostó en el respaldo del sillón, suspirando de satisfacción, mientras las chicas guardaban silencio sin saber qué estaba sucediendo.

El hombre pareció haberse librado por fin de algo que le tenía atenazado desde hacía muchos años. Se quitó la joya de la solapa y volvió a dejarla sobre la mesa. A Grieg, que no decía nada, le quemaban las palabras que él mismo había pronunciado, sin pensar las consecuencias: «Me habías convocado.»

—Gracias por venir, señor. Esto es suyo. —El sátiro señaló la navaja de plata, la pluma de ánade, el tintero y la piel de macho cabrío—. Estos objetos os pertenecen, y mi humilde colaboración no merecía tanta generosidad por vuestra parte. Además, como podéis apreciar, no los he vendido. Todo este dinero que veis lo obtuve de unos cristianos que me lo dieron de buena gana, únicamente por haberlos contemplado.

El sátiro depositó sobre la mesa todos los billetes que anteriormente había exhibido impúdicamente ante las chicas.

Grieg volvió a colocarse la demoníaca joya en la solapa, y volvió a preguntarse, muy angustiado, qué estaba sucediendo realmente. Aunque también supo que acababa de aprender, de una manera tan precaria como contundente, una lección que otros no habían querido aprender: el hecho de saber que uno jamás debe menospreciar el infinito poder de seducción que esconde el Mal.

65

El sensual sonido de los tacones de Lorena se fue transformando en un eco al llegar a la diminuta y bella plaza de la Verónica, en la que destacaba, medio oculta entre las sombras, la fabulosa fachada del antiguo edificio El Bolsín.

Mientras se dirigía al lugar acordado, Lorena se preguntaba si Grieg habría logrado encontrar «la Piedra».

Un tanto desconcertada, comprobó que el arquitecto la había citado en un pequeño hotel de alto
standing.
Las paredes estaban pintadas con grandes manchas de intensos colores, como si la decoración estuviera inspirada en el arte tribal africano. Lorena contempló a varias mujeres situadas junto a un monstruo de horrendas facciones, en unos dibujos que destacaban entre columnas abombadas y sofás de piel de color rojo. Junto a la entrada, vio la palabra
mademoiselles
en grandes caracteres. Fue entonces cuando comprendió por qué Grieg había definido aquel lugar como un «pintoresco burdel».

Se trataba del Hotel Avinyó, construido donde antiguamente se ubicaba el burdel al que, a principios de siglo XX, Picasso acudía para visitar a sus señoritas predilectas durante su etapa en Barcelona, y en el que se inspiró para pintar la primera obra cumbre del protocubismo,
Les demoiselles d'Avignon.

Lorena se dirigió a la recepción, donde la esperaba una mujer sonriente.

—¿Podría indicarme si el señor Gabriel Grieg ha dejado algún recado para mí? Me llamo…

—Por supuesto. La está esperando —contestó de inmediato la recepcionista, antes de escuchar su nombre.

Lorena observó el magnífico trabajo de decoración del hotel, donde podían apreciarse, pintados al fresco, los bocetos previos y el cuadro final de Picasso, que terminó en 1907 y actualmente se expone en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.

El director del hotel entró en el vestíbulo y se dirigió a Lorena. Era un hombre alto, de pelo negro y ensortijado y vestido con un elegante pero discreto traje. Le seguían tres botones uniformados; uno de ellos llevaba una caja envuelta para regalo.

—Sea bienvenida, señorita Lorena —le saludó el director con una leve inclinación de cabeza—. Para todos los empleados del hotel, y por supuesto para mí mismo, es un honor poder atenderla.

Aunque extrañada por tan exagerado recibimiento, Lorena se dejó acompañar hasta el ascensor. Una vez allí, el director se despidió de ella.

—El señor Gabriel Grieg la está esperando en la
suite.

El botones que llevaba la caja envuelta para regalo entró en el ascensor y giró una llave en el panel.

El ascensor se detuvo en la última planta, y el botones dejó la caja de regalo sobre una pequeñita mesa en la entrada de la
suite,
que ocupaba toda la planta superior del hotel. Inmediatamente se despidió con un gesto respetuoso.

Lorena se mostraba cada vez más recelosa.

«Aquí hay algo que no cuadra —se dijo inquieta, y escuchó algo procedente del interior de la
suite
—. ¿Cómo es posible que suene esta música? ¡No puede ser casualidad!»

Rompió de un tirón el papel satinado que envolvía la caja y descubrió una cajita de joyería, forrada de piel negra y con ribetes dorados. Lorena pensó inmediatamente en la joya que anhelaba encontrar y que Grieg había prometido tener en su poder cuando volvieran a verse.

Al ver su contenido, se quedó helada de rabia.

«¿Qué clase de broma es ésta?»

Dentro había una rosa.

Lorena comprendió entonces el simbolismo que unía la flor con la música que estaba sonando. Se trataba de la ópera
Mefistofele
del italiano Arrigo Boito, y en aquel momento se oía el momento cumbre de la ópera, cuando Mefistófeles aúlla ferozmente ante Fausto mientras es arrojado hacia los infiernos y llueven rosas del cielo.

«Debo averiguar qué está ocurriendo aquí», pensó Lorena, intentando sobreponerse al imprevisto, mientras avanzaba por el pasillo en dirección al oscuro centro de la
suite.

66

Lorena recorrió el pasillo deslumbrada por los destellos que salían de la estancia principal de la
suite,
mientras seguía sonando la música de la ópera
Mefistofele.

Cuando entró en la sala, le sorprendió comprobar que sobre las cristaleras se proyectaban, como si fuera una transparente pantalla de cine, unas imágenes surgidas de un proyector conectado a un ordenador portátil. De fondo se podían ver las Ramblas y los arcos de la plaza Real.

Las imágenes del proyector correspondían a una representación de la ópera. Un corpulento tenor, sobre el escenario de la Scala de Milán, interpretaba el sobrecogedor papel de Mefistófeles, señor de los avernos, cuando se ofrece a Fausto para ser su siervo en esta tierra, con la condición de que Fausto sea su propio siervo en el infierno.

«¡Si aceptas, sólo tienes que abrir tu mantón y volar por los aires!»

—Llegas puntual —exclamó Grieg, sentado en una butaca de diseño, y en su rostro se reflejaban alternativamente las caras de Mefistófeles y Fausto.

Grieg se levantó y pulsó una tecla del ordenador. Las luces y la música cesaron al instante, y las Ramblas volvieron a alargarse onduladamente en la oscuridad de la noche como si fueran una serpiente luminosa.

Lorena, con el rictus apretado, dejó sobre una mesa la cajita con la rosa.

—Me gustaría que me aclarases a qué viene el impostado servilismo del director del hotel y, sobre todo, qué pretendes regalándome esta rosa —exigió.

—Ay, Lorena… ¡Suponiendo que ése sea realmente tu nombre…! —exclamó socarronamente Grieg mientras tecleaba una dirección en el ordenador—. Deberías comer algo y descansar, porque supongo que querrás estar radiante en la función extraordinaria que tendrá lugar en el Liceo esta madrugada. Ya sabes, nada menos que el
Mefistofele
de Arrigo Boito… Por cierto, una de mis óperas preferidas. Supongo que te habrás acordado de mí, ¿no? Lo digo por las invitaciones… ¿Me equivoco?

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