Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
La noche en que Claudia se rebeló contra mí, él se había quedado ahí, cual impotente testigo, reprobatorio pero sin intervenir, ni siquiera cuando lo llamé.
Luego alzó lo que supuso era mi cuerpo sin vida y lo arrojó al Pantano.
Oh, vástagos ingenuos, pensar que podían eliminarme tan fácilmente.
Pero, ¿para qué recordarlo ahora? En ese entonces él me amaba, con independencia de que lo supiera o no. En cuanto a mi amor por él y por esa niña enojada e infeliz, jamás tuve la menor duda.
El se condolió de mí; eso tengo que reconocérselo. ¡Pero es tan bueno para condolerse! Usa el infortunio como otros usan el terciopelo; el sufrimiento lo favorece como la luz de las velas; las lágrimas le sientan como alhajas.
Bueno, conmigo no da resultado ninguna de esas tonterías.
Regresé a mi morada de la azotea, encendí todas mis bellas lámparas eléctricas y me quedé durante dos horas regodeándome con el grosero materialismo. Miré un desfile interminable de imágenes de video en la pantalla gigante y por último dormí un rato en mi mullido sofá antes de salir a cazar.
Me sentía cansado, fuera de mi horario. Y con sed también.
Reinaba el silencio allende las luces del barrio francés y los rascacielos del centro de la ciudad, eternamente iluminados. Nueva Orleáns cae en sombras muy rápido, tanto en las calles rurales que ya he descrito como entre las viejas casas y edificios de ladrillos del centro.
Recorrí esas zonas comerciales desiertas, con sus fábricas y galpones cerrados, sus desoladas casitas de madera, y llegué hasta un lugar maravilloso próximo al río que quizá no tenga significado alguno para nadie, salvo para mí.
Se trata de los terrenos aledaños a los muelles, bajo los enormes pilotes de las autopistas que llevan hasta dos altos puentes de río que para mí, desde el primer instante en que los contemplé, fueron siempre los Portales del Sur.
Debo confesar que el mundo oficial ha puesto otro nombre a esos puentes, mucho menos simpático. Pero yo presto escasa atención al mundo oficial. Para mí siempre serán los Portales del Sur y, cada vez que regreso a esta ciudad, salgo enseguida a caminar, llego hasta ellos, y me embeleso con el parpadeo de sus miles de lucecitas.
Quiero dejar bien en claro que no se trata de finas creaciones estéticas como el puente de Brooklyn, que incitó el amor del poeta Hart Crane.
Tampoco tienen la solemne grandiosidad del Golden Gate de San Francisco.
No- obstante ello, son puentes, y todos los puentes me resultan hermosos, estimulantes para mi pensamiento; y cuando están totalmente iluminados como ésos, sus innumerables vigas y varillas adquieren una suerte de mística grandiosa...
Quiero agregar aquí que el mismo milagro de luz se produce en la negra campiña nocturna del sur, con sus inmensas refinerías de petróleo y sus usinas eléctricas que se alzan con llamativo esplendor desde la tierra plana e invisible. Y éstas tienen además la gloria de sus chimeneas y sus llamas eternamente encendidas. La Torre Eiffel no es ahora un simple andamiaje de hierro sino una escultura de deslumbrante luz eléctrica.
Pero volviendo a Nueva Orleáns, me puse a recorrer ese páramo ribereño, flanqueado por chozas ordinarias de un lado, por galpones abandonados del otro, y en el extremo norte por los maravillosos depósitos de maquinarias en desuso y sus cercos de alambre cubiertos por las infaltables enredaderas en flor.
Oh, campos del pensamiento y campos de la desesperanza. Me encantaba caminar por ahí, sobre la tierra yerma y blanda, en medio de las malezas altas y los trozos de vidrio roto, para escuchar el pulso débil del río aunque no pudiera verlo, para contemplar el lejano resplandor rosado del centro de la ciudad.
Ese lugar horrible, atroz y olvidado, esa enorme brecha en medio de pintorescos edificios viejos, donde sólo de tanto en tanto aparecía un auto, en las calles desiertas y supuestamente peligrosas, me pareció la esencia del mundo moderno.
No quiero olvidarme mencionar que esa zona, pese a los tenebrosos senderos que a ella conducían, en realidad nunca estaba del todo oscura.
Un torrente de iluminación pareja llegaba desde los faroles de las autopistas, como también de las escasas luces de la calle, y todo creaba un aspecto lóbrego constante, de origen al parecer des conocido.
Dan ganas de ir ahí corriendo, ¿no es cierto? ¿No se muere usted por ir a merodear en medio de esa mugre?
Ahora, en serio, es divinamente triste estar ahí parado, ser una silueta diminuta dentro del cosmos que se estremece al oír los ruidos apagados de la ciudad, las imponentes máquinas que gimen en lejanos complejos industriales, el rugido de ocasionales camiones sobre nuestras cabezas.
A pocos pasos del lugar había unos edificios de viviendas abandonados.
En sus habitaciones convertidas en basurales encontré a dos asesinos, embotadas de narcóticos sus mentes, con quienes me alimenté lenta y calladamente dejándolos sin conocimiento pero con vida.
Retorné al campo vacío y solitario y me puse a recorrerlo con las manos en los bolsillos, pateando las latas que encontraba a mi paso. Durante largo rato di vueltas bajo las autopistas propiamente dichas; luego pegué un salto y me marché por el brazo norte del Portón más cercano.
Qué profundo y turbio mi río. El aire estaba fresco sobre las aguas y, pese a la deprimente niebla que lo cubría, alcanzaba a ver profusión de estrellas crueles y diminutas.
Largo rato permanecí cavilando acerca de todo lo que me había dicho Louis y todo lo que David me había dicho, pero aún seguía entusiasmado con la idea de encontrarme a la noche siguiente con Raglan James.
Por último, me aburrí hasta del hermoso río. Revisé mentalmente la ciudad en busca del loco espía mortal, pero no lo pwie hallar. Exploré el sector alto de la ciudad y tampoco lo encontré. Pero no estaba del todo seguro.
Cuando ya terminaba la noche regresé a la casa de Louis — ahora vacía y a oscuras— y paseé por las callejuelas buscando de tanto en tanto al mortal espía, siempre en guardia. Con seguridad Louis estaba a salvo en su refugio Secreto, oculto dentro del ataúd donde se escondía todos los días antes del amanecer.
Luego volví caminando al campo una vez más, cantando solo, y pensé que los Portales del Sur, con todas esas luces, me recordaban aquellos bonitos vapores del siglo XVIII que parecían enormes tortas de bodas. flotantes, adornadas con velitas. ¿Es esto una metáfora mixta? No me interesa.
Mentalmente oía la música de los vapores.
Traté de imaginar el siglo venidero, con qué formas nos recibiría, cómo combinaría la fealdad y la belleza con la nueva violencia, tal como lo hacía cada siglo. Contemplé los pilotes de las autopistas, gráciles arcos elevados de acero y hormigón, pulidos como esculturas, sencillos y monstruosos, hojas de pasto incoloro suavemente doblegadas.
Hasta que por fin llegó el tren, traqueteando por la lejana vía delante de los galpones, con su tediosa sarta de vagones sucios, odioso, perturbador, enviando con el chillido de su silbato señales de peligro a mi alma demasiado humana.
Cuando terminó de retumbar el último traqueteo, la noche replicó con total vacuidad. No había autos visibles que se desplazaran sobre los puentes y una niebla espesa avanzaba silenciosa todo a lo ancho del río, ocultando las estrellas esfumadas.
Una vez más me encontré llorando. Pensaba en Louis, en sus advertencias. Pero, ¿qué podía hacer? Yo no sabía lo que era la resignación; jamás lo iba a saber. Si el miserable de Raglan James no aparecía a la noche siguiente, lo buscaría por el mundo entero.
No quería hablar más con David; no quería oír sus consejos, no podía escucharlo. Sabía que debía seguir adelante con esto.
Continué con la mirada clavada en los Portales del Sur. No podía sacarme de la mente la belleza de sus luces titilantes. Me dieron ganas de ver una iglesia con velas, montones de velas encendidas como las que había visto en Notre Dame. Y elevarse, cual plegarías, el humo de los pabilos.
Una hora aún para el amanecer. Tiempo suficiente. Lentamente me encaminé al centro de la ciudad.
La catedral de San Luis había estado cerrada toda la noche, pero esas cerraduras no eran nada para mí.
Me paré a la entrada misma de la iglesia y clavé los ojos en una hilera de velas encendidas que había bajo la estatua de la Virgen. Antes de encenderlas, los fieles dejaban su óbolo en una alcancía de cobre. Velas de vigilia, les decían.
A menudo me sentaba en la plaza al anochecer y escuchaba el ir y venir de esas personas. Me gustaba el olor a cera; me gustaba la iglesita en penumbras que parecía no haber cambiado un ápice en más de un siglo.
Respiré hondo; luego metí la mano en el bolsillo, saqué un par de arrugados billetes de dólar y los introduje en la ranura.
Tomé una mecha larga, la acerqué a una llama ya encendida, la llevé a una vela nueva y observé cómo la lengüita se ponía anaranjada, luminosa.
Qué milagro, pensé, que una sola llamita pudiera hacer tantas llamas. Una llamita podía prender fuego al mundo entero. Con ese simple gesto yo acababa de aumentar la cantidad total de luz en el universo, ¿o no?
Notable milagro, para el cual no habrá nunca explicación, nunca una charla de Dios y el diablo en un café de París. Sin embargo, las alocadas teorías de David me tranquilizaban cuando las rememoraba. “Creced y multiplicaos», dijo el Señor, Yahvé; de la carne de los dos, multitudes de descendientes, como nace un gran fuego a partir de dos pequeñas
llamas...
De pronto se produjo un ruido nítido, que resonó por la iglesia Como si fuera un paso marcado ex profeso. Quedé petrificado, sorprendido de no haberme dado cuenta antes de que allí había alguien. entonces recordé Notre Dame y los pasos infantiles sobre el piso de Piedra. Un repentino temor me invadió. Ella estaba ahí, ¿verdad? Si ¡De daba vuelta a mirar, esta vez la vería con la capotita puesta, quizá, con los bucles desordenados por el viento y las manos enfundadas en mitones de lana, y ella me miraría con esos ojazos. Pelo dorado y hermosos ojos.
De nuevo el sonido. ¡Cómo odiaba ese miedo!
Me volví y divisé la silueta inconfundible de Louis que emergía de entre las sombras. Sólo Louis. La luz de las velas lentamente me fue revelando su rostro plácido y algo demacrado.
Llevaba puesto un detestable saco sucio y abierta la gastada camisa, y parecía tener algo de frío. Se acercó sin prisa y me aferró con fuerza del hombro.
—Te va a volver a pasar algo espantoso —dijo, al tiempo que la luz de las velas jugueteaba primorosamente en sus ojos verde oscuro—. Vas a hacer todo lo posible; lo sé.
—Voy a triunfar —respondí con una risita incierta, un tanto aturdido por la alegría de verlo. Luego me encogí de hombros—. ¿Acaso no lo sabes todavía? Siempre gano.
Pero me llamaba la atención que me hubiera hallado ahí, que hubiera venido tan cerca del amanecer. Y aún me encontraba temblando a causa de mis locas imaginaciones de que ella hubiera vuelto, como había vuelto en mis sueños, y yo hubiera querido saber por qué.
De repente me preocupé por él; lo vi tan frágil con su piel blanca y sus manos largas y delicadas. Empero, alcancé a percibir la aplomada fortaleza que emanaba de él, como siempre lo hice, la fuerza del reflexivo que nada hace por impulso, la persona que ve desde todos los ángulos, que elige con cuidado sus palabras. El que nunca juega con el sol naciente.
Se alejó de mí bruscamente y en silencio salió por la puerta. Fui tras él, pero no cerré la puerta al salir, lo cual me pareció imperdonable porque nunca hay que perturbar la paz de las iglesias. Lo observé alejarse en la mañana fría y negra, por la acera de los departamentos Pontalba, al otro lado de la plaza.
Iba de prisa, con su estilo etéreo, dando pasos largos, leves. La luz, gris y letal, se acercaba tiñiendo las vidrieras con un resplandor apagado. Yo podría soportarlo una media hora más, tal vez. El no.
Tomé conciencia de que no sabía dónde estaba escondido su ataúd, ni la distancia que debía recorrer para llegar hasta él. No tenía ni la más leve idea.
Antes de llegar a la esquina más próxima al río, se volvió. Me envió un pequeño saludo con la mano y noté en ese gesto más cariño que en todo lo que me había dicho antes.
Regresé para cerrar la iglesia.
A la noche siguiente, me dirigí sin demora a la plaza Jackson. Finalmente se había abatido sobre Nueva Orleáns el tremendo temporal del norte, trayendo consigo un viento helado. Ese tipo de fenómeno puede presentar se en cualquier momento durante los meses de invierno, si bien algunos años no ocurre en absoluto. Yo había pasado por mi departamento para ponerme un sobretodo grueso de lana, feliz de experimentar como antes esa sen sació en mi piel recientemente bronceada.
Unos pocos turistas desafiaban las inclemencias del tiempo y entraban en los bares y panaderías próximos a la catedral que aún estaban abiertos; el tránsito nocturno era veloz, ruidoso. El viejo y grasiento Café du Monde se encontraba colmado y tenía sus puertas cerradas.
A él lo vi de inmediato. Qué suerte.
Habían rodeado el perímetro de la plaza con cadenas, como se acostumbra hacer ahora al atardecer - qué fastidio- , y él se hallaba del lado de afuera, frente a la catedral, mirando nervioso a su alrededor.
Dispuse de un momento para observarlo antes de que notara mi presencia Era algo más alto que yo —un metro noventa, le calculé- y de excelente contextura, como ya había advertido. No me equivoqué en cuanto a la edad. Ese cuerpo no podía tener más de Veinticinco años. Iba vestido con ropa muy cara: impermeable forrado en piel, de muy buen corte, y una gruesa bufanda de cachemira colorada.
Noté que, al yerme, lo recorría un espasmo, mezcla de ansiedad Y satisfacción. Se dibujó en su rostro una horrible sonrisa resplandeciente y, tratando en vano de disimular su pánico, me miró fijo Cuando me le acerqué remedando el paso de los humanos.
—Oh, pero parece usted un ángel, señor de Lioncour t —murmuró—. - . Y qué estupendo el bronceado de su piel. Perdóneme que no se lo haya elogiado antes.
—Conque ha venido, señor James —dije, enarcando las cejas—. ¿Qué me va a proponer? Hable rápido, porque usted no me cae bien.
—No sea descortés, señor de Lioncour t. Sería un lamentable error que me ofendiera; sinceramente se lo digo. —Sí, voz igualita a la de David. De la misma generación, lo más probable. Y sin duda, con un dejo de acento de la India.