Rebuscó rápido en su talega. Sus dedos temblaban sin encontrar el remedio. Volcó el contenido y lo desparramó violentamente por el suelo hasta encontrar unas raíces secas. Era la última dosis de hierbas, apenas unas briznas
.
Pronto necesitaría más. Se las metió en la boca y le dijo que las masticara. Tercera sabía lo que debía hacer. Al poco de tragarlas, la tos se le alivió.
—Eso te ocurre por comer tan rápido —desdramatizó Cí, pero su rostro le traicionó.
—Lo siento —dijo ella.
A Cí se le encogió el corazón.
* * *
Le urgía encontrar un lugar donde atender a la pequeña, así que se encaminaron hacia la colina del Fénix, el barrio residencial donde se ubicaba la casa que habían ocupado años atrás en el extremo sur de la ciudad. Obviamente, no podían hospedarse allí, pues las viviendas que la prefectura cedía a los oficiales sólo se adjudicaban a los funcionarios en activo, pero iba a intentar que Abuelo Yin, un antiguo vecino amigo de su padre, les acogiese durante unos días.
Poco a poco, los edificios de cinco plantas que atestaban el empedrado de la avenida Imperial fueron dejando paso a solitarios palacetes de aleros curvados y jardines primorosamente engalanados, el bullicio y el sudor de las intransitables calzadas se transformó en aroma de jazmines y la barahúnda de fardos que cimbreaban sobre los balancines de bambú y los lomos de las mulas se transformaron en séquitos de sirvientes y lujosos palanquines ocupados por nobles y damas. Por un instante, Cí volvió a sentirse parte de un mundo en el que una vez había vivido.
Cuando llamó a la puerta labrada, el sol ya descendía. Abuelo Yin siempre les había tratado como a sus nietos, pero quien abrió la puerta fue su segunda esposa, una mujer altiva y huraña. Al reconocerlos, su rostro avinagrado se arrugó.
—¿Qué hacéis aquí? ¿Acaso pretendes arruinarnos la vida?
Cí enmudeció. Hacía un año que no se veían y, en lugar de sorprenderse, parecía que aquella mujer hubiera estado esperando que aparecieran. Antes de que le diera de bruces con la puerta, Cí preguntó por Abuelo Yin.
—¡No está! —respondió secamente—. ¡Y no os recibirá! —añadió.
—Por favor, señora. Mi hermana está muy enferma...
La mujer contempló a Tercera con cara de asco.
—Pues razón de más para que os larguéis.
—¿Quién es? —Se oyó una voz lejana que Cí reconoció como la de Abuelo Yin.
—¡Un pordiosero! ¡Ya se va! —Y salió resuelta al jardín cerrando la puerta, agarró a la niña del brazo y la arrastró hacia la calle obligando a Cí a seguirla—. ¡Y ahora me vas a escuchar! —agregó—. Ésta es una casa decente, ¿sabes? No necesitamos que ningún ladrón venga a empañar nuestro buen nombre.
—Pero...
—¡Y por favor, no te hagas el inocente! —Se mordió los labios antes de continuar—: Esta mañana se ha presentado en el barrio un alguacil con un perrazo. Husmearon por toda la casa. ¡Qué vergüenza! Nos contó lo que hiciste en la aldea. Nos lo contó todo... Y dijo que seguramente vendrías por aquí. Mira, Cí, no sé por qué huiste con ese dinero, pero te aseguro que de no ser por el aprecio que le teníamos a tu padre, ahora mismo te arrastraría a la prefectura y te denunciaría. —Soltó el brazo de la niña y la empujó hacia él—. Así que procura no regresar por aquí, porque te aseguro que si vuelvo a verte a un
li
de nuestra casa, haré sonar hasta el último gong de la ciudad y no habrá lugar en Lin’an donde puedas esconderte.
Cí cogió a su hermana y retrocedió, trastabillándose, con la sensación de que se hubiera hecho la noche y el día nunca fuese a regresar. Era obvio que o bien el Ser de la Sabiduría había cumplido su amenaza de involucrarle en el asesinato de Shang, o bien el Señor del Arroz le había denunciado por el robo de los trescientos mil
qián
que se había apropiado el Ser, inculpándole del robo a él. Y el alguacil Kao, con quien se había encontrado en el río, era su brazo ejecutor.
Imaginó que el alguacil habría advertido al resto de los vecinos, de modo que se encaminaron hacia las murallas para evitar ser descubiertos. De regreso hacia el muelle, pensó que tal vez pudieran alojarse en las posadas cercanas al puerto. Desde luego, no era el lugar más recomendable de la ciudad, pero las habitaciones eran baratas y allí nadie les buscaría.
A media tarde encontró un edificio medio en ruinas en el que se anunciaban habitaciones baratas. Sus paredes desniveladas se apuntalaban sobre un restaurante contiguo que atufaba a podrido. Descorrió la manta raída que hacía de cortina de entrada y se dirigió hacia el encargado, una especie de bruto que dormitaba entre vahos de alcohol. El dependiente ni siquiera le miró. Extendió la mano y pidió cincuenta
qián
por adelantado. Justo cuanto poseía. El joven intentó negociar una reducción, pero el borracho escupió como si le importara una boñiga. Cí estaba recontando sus monedas cuando Tercera tosió. La miró preocupado. Si aceptaba aquel precio, no podría comprar su medicina.
«A menos que encuentre trabajo».
Quiso pensar que lo lograría. Tras asegurarse de que tendrían derecho a evacuar sus deposiciones por la ventana, pagó la habitación y preguntó si el cuarto disponía de puerta en la entrada.
—¿Crees que los que se alojan aquí tienen algo de valor como para necesitar una puerta? Es al fondo, en el tercer piso. ¡Ah! Y una cosa, muchacho. —Cí se detuvo y el hombre le sonrió—: No me importa que te folles a una cría, pero, si se muere, sal de aquí arreando con ella antes de que me dé cuenta. No quiero líos con la ley.
Cí tampoco los quería, así que no se molestó en replicarle. Dejó atrás las voces y las risas procedentes de los agujeros tapados con cortinas que flanqueaban el pasillo y subió por unas escaleras desvencijadas que parecía que condujeran a unas mazmorras. Dio una arcada. Apenas si entraba la luz y apestaba a sudor rancio y a orina. Por suerte, el cubículo que les habían asignado daba al río, el cual se divisaba a través de las rendijas del entramado de junco con el que habían reparado la pared de ladrillo. En el suelo, una esterilla manchada con fluidos resecos invitaba a cualquier cosa menos a acostarse, así que la apartó de una patada y sacó una tela de su hatillo. La tos de Tercera le interrumpió.
«He de conseguir la medicina ya».
Husmeó a su alrededor. La habitación era tan baja que apenas si se podía caminar erguido. No comprendía cómo aquel usurero le había cobrado tanto por aquel cajón. Además, alguien parecía haberse empeñado en emplear la habitación como basurero, pues en el suelo yacían abandonadas decenas de varas de bambú de las utilizadas para las reparaciones. Las apartó y formó con ellas un pequeño armazón que cubrió con la estera a modo de caseta. Luego ensució el rostro de Tercera con la porquería del suelo y le enseñó cómo tenía que esconderse.
—Ahora presta atención, porque lo que voy a decirte es muy importante. —La cría abrió los ojos hasta que éstos iluminaron su rostro—.Tengo que salir, pero regresaré enseguida. Mientras tanto, ¿te acuerdas de cuando te escondiste en la aldea el día que se hundió la casa? Pues ahora quiero que hagas lo mismo tras estos bambúes, y que no hables, que no salgas y que no te asomes hasta que vuelva. ¿Lo has entendido? Si lo haces bien, te traeré los caramelos que viste donde el adivino.
Tercera asintió. Cí quiso creer que le obedecería. En cualquier caso, no tenía elección.
Mientras la ocultaba, rezó a sus difuntos para que la protegieran. Luego buscó entre sus pertenencias algo que pudiese vender, más allá de los cuatro trapos y el cuchillo que había traído de la aldea y por los que no obtendría ni las gracias. Tan sólo el
Songxingtong
, el código penal heredado de su padre, poseía algún valor. Si es que daba con alguien que quisiera comprarlo.
De camino al Mercado Imperial, recordó que los mejores libros se conseguían en los puestos situados bajo los árboles que rodeaban el pabellón de verano del Jardín de las Naranjas, así que, para ahorrar tiempo, bajó al Canal Imperial y buscó acomodo gratuito entre los botes que se dirigían al norte a cambio de bogar durante el trayecto. Al ser una barcaza de reparto, tuvieron que cambiar varias veces de canal de entre los que surcaban la red interior de la ciudad, pero, aun así, navegar resultaba el medio más rápido para desplazarse por Lin’an.
Por fortuna, desembarcó en el mercadillo de libros en el mejor momento del día, cuando los estudiantes de la universidad abandonaban las aulas para tomar un té mientras curioseaban los últimos volúmenes llegados desde las imprentas de Hionha. Entre las decenas de jóvenes aspirantes a funcionarios, pulcramente ataviados con sus blusones negros, Cí se vio a sí mismo un año atrás deambulando por aquel mismo parque en busca de textos forenses con los que saciar su sed de conocimientos. Jamás encontró ninguno, pese a saber, por el juez Feng, de la existencia de raros volúmenes. Conforme caminaba hacia los puestos especializados en contenidos legales, envidió las conversaciones que llegaban a sus oídos y que le hicieron rememorar sus días en la escuela superior: discusiones sobre la importancia del saber, sobre la preocupación por las invasiones del norte o sobre los debates respecto a las últimas corrientes neoconfucianas. Se reprendió al sorprenderse ensoñado con sus anhelos en lugar de afanarse en vender el libro. Dejó atrás a los vendedores de poesías y se dirigió hacia los surtidos de textos judiciales, advirtiendo que, tal y como imaginaba, el código penal resultaba un ejemplar bastante demandado. Tal vez por ello la oferta era variada, y los precios, casi ridículos. Le llamó la atención una edición del
Songxingtong
primorosamente encuadernada en seda púrpura, muy parecida a la que él llevaba envuelta bajo el brazo. Se acercó al librero y la señaló.
—¿Cuánto?
El hombre se levantó de su taburete y avanzó parsimoniosamente hasta coger el volumen. Se sacudió el polvo de las manos y le mostró sus páginas como si acariciara a una hermosa mujer.
—Veo que sabes apreciar una auténtica obra de arte —le aduló—. Un
Songxingtong
escrito a mano con la delicada caligrafía del maestro Hang. Nada que ver con esas copias baratas, xilografiadas a espuertas.
Cí le dio la razón.
—¿Cuánto? —insistió.
—Diez mil
qián.
Y es un regalo. —Se lo ofreció para que pudiera admirarlo.
Cí lo rechazó con amabilidad. Había olvidado que cualquier cosa en Lin’an era un regalo, pero, a juzgar por los nobles que examinaban otros volúmenes, los libros que poblaban las cajas de madera de aquel librero debían de ser auténticos tesoros. Se fijó entonces en un anciano de bigotes aceitados que se interesaba por el código que el librero acababa de mostrarle. Lucía una brillante toga roja y un gorro alado a juego, la indumentaria típica de un gran maestro. El anciano lo hojeó con delicadeza mientras su rostro se iluminaba, al tiempo que deslizaba suavemente sobre el texto la alargada uña de su dedo meñique. El hombre preguntó el precio al librero y torció el gesto cuando éste se lo dijo. Sin duda, le parecía caro, pero, en lugar de devolverlo, continuó examinándolo. Antes de dejarlo en su sitio, Cí escuchó al anciano decir que iba a buscar dinero y volvería para comprarlo. No se lo pensó.
—Perdone mi atrevimiento, venerable señor —lo abordó mientras se alejaba del puesto. El anciano profesor lo miró extrañado.
—Ahora tengo prisa. Si lo que pretendes es entrar en la academia, habla con mi secretario —espetó sin aminorar el paso.
Cí se extrañó.
—No. Disculpad, señor. Os he visto interesaros por un viejo volumen y, casualmente, yo dispongo de un ejemplar similar que os vendería mucho más barato...
—¿Seguro? ¿Un
Songxingtong
escrito a mano? —desconfió.
Cí sacó el volumen del paño que lo envolvía y se lo mostró. El anciano lo cogió y lo abrió despacio. Tras examinarlo cuidadosamente, se lo devolvió a Cí, pero el joven no lo aceptó.
—Podéis quedároslo por cinco mil
qián
.
—Lo siento, joven, pero no compro a ladrones.
—Os equivocáis, señor. —El rostro de Cí se encendió—. El libro perteneció a mi padre, y le aseguro que no lo vendería si no necesitara el dinero.
—Muy bien. ¿Y quién es tu padre?
Cí frunció los labios. No deseaba revelar su identidad sabiendo que le estaban buscando. El anciano lo miró de arriba abajo mientras enarcaba las cejas. Le devolvió el libro y se giró.
—Señor, os aseguro que no miento. —El hombre continuó andando, pero Cí le persiguió hasta sujetarlo—. ¡Puedo demostrároslo!
El profesor se detuvo, contrariado. Si ya era un insulto abordar a un desconocido sin su consentimiento, más aún lo era retenerlo. Cí temió que avisara a la policía que patrullaba en el mercado, pero, por fortuna, no lo hizo. El hombre volvió a escrutarle antes de soltarse de su brazo de un tirón.
—De acuerdo. Veámoslo.
Cí carraspeó. Necesitaba el dinero. Necesitaba convencer a aquel hombre y sólo disponía de una oportunidad. Cerró los ojos y se concentró.
—El
Songxingtong
. Sección primera: de las penas ordinarias. —Cogió aire y continuó—: «La menos grave de las penas se ejecuta golpeando al reo con la parte más delgada del bambú, a fin de procurarle la vergüenza por sus torpezas pasadas y proporcionarle un saludable aviso sobre su conducta futura. La segunda pena se ejecuta con la parte más gruesa del bambú, para proporcionar mayor dolor y escarmiento. La tercera pena consiste en el destierro temporal a una distancia de quinientos
li
, con el objeto de conseguir del culpable el arrepentimiento y la corrección. La cuarta es el destierro completo y se aplica a los criminales que, siendo indeseables para la convivencia, aún no merecen el máximo tormento, decretándose para ellos un exilio mínimo de dos mil
li
. Por último, la quinta pena es la muerte de los criminales, llevada a cabo mediante degüello o estrangulación».
Esperó a que el académico emitiese su aprobación.
—No me impresionas, muchacho. Ya he visto ese truco otras veces.
—¿Un truco? —Cí no le entendió.
—Os aprendéis un par de párrafos y pretendéis haceros pasar por estudiantes, pero llevo muchos años de profesor. Y ahora, vete de aquí antes de que llame a la patrulla.
—¿Un truco? ¡Preguntadme! ¡Preguntadme lo que queráis, señor! —Le tendió el volumen.
—¿Cómo?
—Lo que queráis —le retó.