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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

El lector de cadáveres (45 page)

BOOK: El lector de cadáveres
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Cí pensó si no sería más conveniente hablar a solas con el soberano. Estuvo a punto de solicitarlo, pero no quiso tentar más su suerte. Pese a continuar postrado, miró a Kan de soslayo.

—Majestad, con todos mis respetos, creo que alguien intenta sabotear mi trabajo —se atrevió a decir finalmente.

—¿Sabotear? ¿A qué te refieres? —Hizo un gesto a la guardia para que se apartara unos pasos. Cí no se movió.

—Hace unos instantes, cuando me dirigía a realizar unas gestiones en el exterior, los centinelas me han impedido salir de palacio —dijo con un hilo de voz—. De nada me ha servido el sello que me facilitó su excelencia el consejero, y...

—Comprendo. —Miró a Kan, quien apenas prestó atención a la denuncia de Cí—. ¿Alguna cosa más?

Cí abrió la boca perplejo. Sin embargo, mantuvo la frente pegada al suelo.

—Sí, Majes-tad —tartamudeó—. En los informes que se me han entregado no constan las pesquisas practicadas por los jueces de palacio. No hay ni un solo dato sobre el lugar y la forma donde se encontraron los cuerpos. No constan testigos ni denuncias sobre desapariciones, ni ningún apunte sobre sospechas, ni ninguna referencia a un móvil. —Miró de reojo a Kan, quien evitó el enfrentamiento—. Ayer interrogué a un amigo íntimo de Suave Delfín, un joven eunuco que se mostró colaborador hasta que dejó de serlo. Y la explicación a su repentino silencio fue que el consejero de los Castigos le había prohibido hablar de ello.

El emperador guardó silencio un instante.

—¿Y por esa razón crees que puedes importunarme presentándote ante mí como un animal salvaje?

—Alteza, yo... —Se sorprendió al tiempo que comprendía lo necio de su comportamiento—. El consejero Kan manifestó que nadie había entrado en las dependencias privadas de Suave Delfín, pero eso es falso. No sólo entró él, sino que prohibió al centinela hablar de ello. ¡Vuestro consejero no quiere que descubra nada! Desprecia cualquier método que provenga del examen y de la razón y se empecina en ocultar aquello que podría dejarle en evidencia. No puedo interrogar a las concubinas, no puedo acceder a los informes, no puedo salir de palacio...

—¡Ya he escuchado suficientes impertinencias! ¡Guardias! ¡Conducidlo a sus aposentos!

Cí no se resistió, pero mientras los guardias lo incorporaban, pudo advertir cómo la sonrisa envenenada de Kan acompañaba el brillo de su único ojo.

* * *

Oyó cómo los guardias cerraban la puerta y se apostaban en el exterior. Luego se mordió las uñas hasta que al cabo de un rato se abrió la puerta de nuevo. Bo entró sin saludar, con el rostro enrojecido por la ira.

—¡Vosotros los jóvenes os creéis los dueños del mundo! —murmuró mientras deambulaba por la estancia—. Llegáis con vuestros aires de conocimiento, con vuestras técnicas novedosas y vuestros expertos análisis, os presentáis ante vuestros mayores, soberbios y orgullosos, confiados en vuestra capacidad de averiguar lo imposible y olvidáis las más elementales normas de protocolo. —Hizo una pausa para clavar los ojos en Cí—. ¿Se puede saber qué pretendes? ¿Cómo se te ha ocurrido acusar a un consejero?

—A un consejero que me impide investigar, encerrándome como a un reo...

—¡Por el Gran Buda, Cí! Lo de la muralla no fue idea suya. Sólo siguió las órdenes del emperador.

Cí palideció.

—Pero... —balbuceó sin comprender.

—¡Estúpido iluso! Si salieses sin escolta de palacio, tu vida duraría menos que un huevo entre las fauces de un zorro. —Hizo una pausa, buscando la comprensión de Cí—. No es que no puedas salir. Es que si lo haces, debes hacerlo protegido.

—Pero entonces...

—Y claro que Kan entró en las dependencias de Suave Delfín. ¿Qué querías? ¿Que lo dejasen todo en tus manos?

—¿Y vos no comprendéis que jamás podré ayudaros si no me explicáis cuál es el peligro al que me enfrento? —alzó la voz Cí.

Bo pareció reflexionar. Se acercó a la ventana y miró al exterior. Luego se giró hacia Cí con el gesto cambiado.

—Entiendo tu impotencia, pero eres tú quien ha de comprender sus motivos. De acuerdo, el emperador solicitó tu ayuda, pero no pretendas que confíe sus secretos al primer recién llegado que le deslumbre con sus trucos.

—Muy bien. Pues si no me permitís progresar, pedid al emperador que me releve. Os contaré cuanto he averiguado y...

—¡Ah! ¿Pero has averiguado algo? —se sorprendió Bo.

—Menos de lo que podría y más de lo que me han permitido.

—¡Escúchame bien! Soy sólo un oficial, pero puedo ordenar que te azoten ahora mismo, así que olvida los sarcasmos.

Cí comprendió que su irreverencia le estaba conduciendo a un callejón sin salida. Bajó la cabeza y se disculpó. Luego sacó sus notas y las repasó mientras Bo tomaba asiento en un taburete cercano. Cí inspiró con fuerza hasta que se calmó. Una vez tranquilo, comenzó a detallarle punto por punto sus avances: el descubrimiento de las pequeñas cicatrices en el rostro del cadáver más joven, la existencia del perfume Esencia de Jade, cuya custodia recaía en la
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de palacio, y el engaño de Suave Delfín.

—¿A qué te refieres? —Los ojos de Bo centellearon.

—A que mintió a Kan. El eunuco nunca llegó a visitar a su padre, porque su padre nunca enfermó. En realidad, Suave Delfín se vio obligado a emplear esa excusa para que nadie desconfiara de su ausencia.

—Pero ¿cómo puedes afirmarlo? —se interesó Bo—. Su padre enfermaba a menudo.

—En efecto. Y cada vez que sucedía, Suave Delfín lo apuntaba en su diario. Detallaba hasta la extenuación sus cuitas y temores, los preparativos para visitarle, los presentes que le llevaría y las fechas en las que viajaría. No olvidaba nada. Y, sin embargo, en el último mes no hay ninguna referencia, ni siquiera a un resfriado.

—Pudo ser algo urgente y repentino. Tanto que no tuviera tiempo de apuntarlo —sugirió el oficial, visiblemente incómodo.

—Desde luego que podría haber sucedido así. Pero no lo fue. En los informes consta que Suave Delfín cursó su petición de licencia un día después de la primera luna del mes, si bien no partió de viaje hasta el día siguiente por la noche, intervalo más que suficiente para reflejar en su diario cuanto hubiera precisado.

—¿Y eso a qué nos conduce? —preguntó extrañado el oficial.

—A algo que supongo que debería inquietaros. Suave Delfín fue asesinado por una persona conocida, quizá alguien en quien confiaba. Recordad que en su cuerpo no había indicios de que opusiera resistencia, luego, o no se defendió, o quizá no esperaba que su asesino le matara. La razón por la que inventó una mentira para abandonar el palacio hubo de ser muy poderosa, pues sin duda sabía del castigo al que se exponía si era descubierto.

—Lo que dices es inquietante. Tendré que consultarlo con el emperador.

____ 27 ____

C
uando Cí franqueó la puerta de la Biblioteca de los Archivos Ocultos, el corazón se le encogió. El emperador había accedido a que le fueran reveladas sus sospechas a cambio de un juramento vital: podría consultar los documentos aprobados por Kan, pero si se atrevía a rozar el lomo de cualquier otro volumen, sería ejecutado con el mayor de los tormentos. Por ello, cada vez que necesitase examinar algún dato, debería hacerlo en presencia del propio consejero.

Cí siguió a la gruesa figura de Kan a través de unos pasillos sombríos devorados por una legión de legajos que amenazaban con derrumbarse sobre ellos. El consejero de los Castigos llevaba un pequeño farol que iluminaba su rostro lisiado hasta convertirlo en una máscara grotesca. El de Cí era el reflejo del temor. Lamentaba haber presionado a Kan. Antes de su conversación con Bo pensaba que el consejero no deseaba ayudarle. Ahora tenía la sensación de contar con un enemigo. Mientras caminaba, se fue fijando en algunas de las etiquetas que identificaban los legajos:
Sublevación y sofoco del ejército yurchen, Tácticas de espionaje del emperador Amarillo, Armas y armaduras de los guerreros dragón, Sistemas para provocar enfermedades y pestilencias
...

Advirtió que Kan se detenía frente a uno que rezaba
Honor y traición del general Yue Fei.
Lo sacó y se lo entregó a Cí.

—¿Lo conoces?

Cí asintió. En la escuela era obligatorio aprender la historia de Yue Fei, el héroe nacional. Yue Fei había nacido en el seno de una familia humilde un siglo atrás. A los diecinueve años se alistó en el ejército y acudió a guarnecer las fronteras septentrionales del país, donde prestó extraordinarios servicios contra los invasores Jin. A causa de su valor y su capacidad como estratega, fue promovido hasta el grado de subjefe del consejo privado del emperador. Era popular la leyenda de que, con sólo ochocientos soldados, Yue Fei había derrotado a quinientos mil hombres en las afueras de Kaifeng.

—Lo que no comprendo es el término de «traición» que encabeza el legajo —repuso Cí.

Kan cogió el legajo y lo abrió.

—Se refiere a un hecho poco divulgado, uno de los episodios más deshonrosos de la Dinastía Tsong —le confesó—. Pese a su entrega incondicional, a los treinta y nueve años el general Yue Fei fue acusado de alta traición y ejecutado con deshonor. Con el tiempo, se descubrió la execrable mentira de su acusación y su figura fue rehabilitada por el emperador Xiaozong, el abuelo de nuestro actual emperador, quien, de hecho, mandó erigir un templo en su honor en el lago del Oeste, al pie de Qixia Ling.

—Sí. Lo conozco. Su tumba la guardan cuatro estatuas arrodilladas, con los torsos desnudos y las manos atadas a la espalda.

—Las efigies representan al primer ministro Qin Hui, a su esposa y a sus lacayos Zhang Jun y Mo Qixie, los cuatro indeseables que urdieron la trama que propició su ejecución. —Movió la cabeza en señal de desaprobación—. Desde esa época estamos en lucha contra los malditos yurchen, esos bárbaros del norte a los que, en lugar de expulsar, pagamos tributos para sobrevivir. Invadieron a nuestros antepasados, se apoderaron de nuestras tierras, de nuestra antigua capital, de nuestros campos y de nuestras cosechas. Gracias a ellos, nuestros territorios sólo son hoy la mitad de lo que fueron. ¡Y todo por ser la nuestra una tierra de gente de paz! Ése ha sido nuestro gran error. Ahora nos lamentamos de carecer de un ejército que defienda nuestra nación y nos limitamos a satisfacer arbitrios que contengan su avance mientras ellos diezman todo cuanto nos perteneció. —Descargó un puñetazo sobre el legajo.

—Es terrible... —Cí carraspeó—. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con los asesinatos?

—Lo tiene. —Su respiración agitada inflaba y vaciaba su corpachón—. Según las crónicas, Yue Fei engendró cinco hijos cuyos destinos quedaron marcados por el oprobio y la vergüenza de su progenitor. Sus carreras, sus matrimonios y sus posesiones se desvanecieron como cenizas aventadas por un huracán. Finalmente, el odio y el rencor les arruinaron hasta sumirles en el olvido y su estirpe desapareció antes de que llegase su rehabilitación. Sin embargo, según nuestros informes —buscó una página concreta—, Yue Fei también tuvo un hijo natural que consiguió escapar a la ignominia, emigró al norte y prosperó. Ahora creemos que uno de sus descendientes busca vengar aquella traición a su antepasado en la figura del emperador.

—¿Y por eso mataría a tres hombres sin nada en común entre sí?

—¡Sé de lo que hablo! —bramó. Su rostro reflejaba la gravedad de un funeral—. Nos hallamos en vísperas de firmar un nuevo tratado con los Jin. Un armisticio que afianzará la precaria seguridad de nuestra frontera a costa de más peajes. —Hizo ademán de coger un legajo distinto, pero se contuvo—. Y ahí reside el móvil del traidor.

—Lo siento, pero no consigo...

—¡Ya está bien! —le interrumpió—. Esta tarde se celebrará una recepción en palacio a la que asistirá el embajador de los Jin. Estate preparado. Se te proporcionará vestimenta e identidad adecuada. Allí conocerás a tu adversario, a la víbora descendiente de Yue Fei. La persona a la que deberás desenmascarar antes de que ella te descubra a ti.

* * *

A la espera de la llegada de la embajada, Cí se enfundó el uniforme de seda verde que acababa de suministrarle el sastre imperial y que, según sus palabras, lo identificaría como asesor personal de Kan. Cí se ajustó el bonete con brocados de plata y se contempló frente al espejo de bronce. Torció una ceja. Su aspecto le recordaba al de un falso cantante de teatro que pretendiera colarse en un banquete para almorzar sin pagar. Sin embargo, al sastre no pareció afectarle su desconfianza. Le cogió medidas con alfileres y pinzas y le aseguró que, tras ajustarlo, quedaría como un príncipe. Cí dejó que el hombre se afanara mientras él meditaba sobre las palabras de Kan. Aunque su corazón latía con fuerza ante la perspectiva de enfrentarse al asesino, no dejaba de preguntarse por qué si Kan ya lo conocía, prefería presentárselo en vez de detenerlo él.

La ceremonia se inició a media tarde, poco antes de que el sol comenzara a ocultarse tras el Palacio del Eterno Frescor. Un sirviente había conducido a Cí hasta las dependencias privadas de Kan, que ya le esperaba a la puerta, vestido de gala. El consejero aprobó el atuendo de Cí y juntos se dirigieron hasta el Salón de los Saludos, donde tendría lugar la recepción. Por el camino, Kan asesoró a Cí sobre los entresijos del ceremonial, señalándole que justificaría su asistencia a la recepción presentándole como un experto conocedor de las costumbres Jin.

—Pero si yo no sé nada acerca de esos bárbaros...

—En la mesa en la que nos sentaremos no tendrás que hablar de ellos —le resumió.

Cuando entraron en el Salón de los Saludos, Cí palideció.

En un gigantesco espacio diáfano, en el que podría caber hasta un regimiento, decenas de mesas aparecían desbordadas por una multitud de manjares de colores y formas inimaginables. El aroma a guisos de soja, camarones fritos y pescado agridulce se mezclaba con la fragancia de los crisantemos y las peonías, mientras recipientes de bronce rellenos de nieve traída de las montañas refrescaban el ambiente merced a las numerosas ruedas de viento instaladas tras las ventanas. Las paredes, lacadas de un rojo tan intenso como la sangre, brillaban ante el fulgor que penetraba por las celosías abiertas, dejando a la vista un paisaje en el que los pinos japoneses, blanquecinos como el marfil, le disputaban el privilegio de la belleza a los altos bambúes, a los macizos de jazmines, a las orquídeas y flores de canela, o a los nenúfares albos y carmín que flotaban plácidos en el lago, salpicados por el incesante chapoteo de una cascada artificial.

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