«Desde luego, sabe exponer el género. ¿Pero por qué aguarda tanta gente a un embustero?».
Al aproximarse más, lo comprendió.
Sobre una mesa medio oculta por el gentío, el hombrecillo había situado un tablero de madera por cuya superficie discurrían una multitud de carriles laberínticos que confluían en el centro. Cuando logró observarla de cerca, advirtió que eran seis los pasillos horadados, cada uno pintado de un color distinto. Sin duda se trataba de un circuito de carreras de grillos, un entramado de conductos por los que los pequeños animalejos discurrirían hasta alcanzar el azúcar depositado en el centro.
«Y los hombres que aguardan turno lo hacen para apostar por su bicho favorito».
Empujó lo justo hasta hacerse un sitio junto al receptáculo.
—¡Vuestra última oportunidad! ¡Vuestra última ocasión para salir de la miseria y vivir como los ricos! —aullaba el adivino—. ¡Animaos, muertos de hambre! ¡Si ganáis, podréis casaros con cuantas queráis y luego, si os quedan fuerzas, iros de putas con las que deseéis!
La promesa de carne fresca azuzó a varios indecisos, que acabaron por depositar sus únicas monedas sobre una cajonera en la que se reflejaban las apuestas y las cantidades. Mientras tanto, los grillos que iban a competir aguardaban en sus cubículos, cada uno con el dorso pintado del mismo color que su carril correspondiente.
—¿Nadie más? ¿Nadie más tiene redaños para desafiarme? —Volvió a cacarear—: ¡Hatajo de cobardes...! ¿Acaso teméis que mi viejo grillo os desplume...? De acuerdo... Hoy me he vuelto loco. Que los dioses os perdonen por abusar de este demente, porque hoy estáis de suerte. —Cogió su grillo, que se distinguía por el pegote de pintura amarilla que llevaba sobre el lomo, y le arrancó una pata delantera. Luego dejó que el animal cojeara por el laberinto y retó de nuevo a los presentes—. ¿Y ahora? ¿Creéis que podéis vencerme...? Pues demostradlo si es que tenéis los suficientes... —Y se agarró los testículos, que sacudió bajo el pantalón.
Convencidos de su locura, los últimos dudosos acumularon monedas en los cajones. A Cí se le atenazó el estómago. Aquélla era la oportunidad que estaba buscando, la forma para conseguir el dinero que necesitaba para las medicinas. Sin embargo, algo le decía que no lo hiciera.
No sabía qué decisión tomar. Iban a cerrar las apuestas cuando finalmente se desabrochó la sarta de monedas y la depositó en el cajón azul.
—¡Cien
qián,
ocho a uno!
«Y que el dios de la fortuna me proteja».
—¡Apuestas cerradas! Y, ahora, apartad.
El adivino enderezó su grillo cojo, que se empeñaba en girar escorado sobre su costado izquierdo dentro de su cubículo. Otros cinco receptáculos de distintos colores, distribuidos por la periferia del laberinto y encarados mediante carriles hacia el centro, albergaban otros tantos grillos marcados con diferentes colores. Acto seguido, cubrió el laberinto con una redecilla de seda para impedir que los insectos saltaran y escapasen.
A un toque del gong, el adivino tensó los hilos de las trampillas que retenían a los grillos.
—¿Preparados? —rugió.
—Prepárate tú —respondió uno de los contendientes—. Mi grillo rojo va a destrozar al tuyo y luego se comerá los trozos.
El adivino meneó la cabeza con una sonrisilla y golpeó de nuevo el gong para anunciar el comienzo del evento.
Nada más levantar las trampillas, los grillos se abalanzaron vertiginosamente sobre sus conductos, a excepción del grillo del adivino, que a duras penas si logró sobrepasar la salida.
—¡Vamos, cabrón! —le gritó el hombrecillo.
El insecto cojo pareció oírle y emprendió la caminata mientras los demás grillos progresaban a toda velocidad, con los apostantes atronándoles con su griterío. De vez en cuando, los insectos se detenían provocando la histeria de sus dueños, que alcanzaba su cénit cuando desaparecían bajo las pasarelas y túneles que salpicaban el laberinto. Cí observó que el grillo rojo avanzaba como un dardo hacia la golosina que aguardaba en el centro. Apenas faltaba un palmo para que alcanzara la meta cuando se detuvo provocando el silencio del gentío. El insecto vaciló un instante, como si frente a él se alzara un muro invisible, y retrocedió sobre sus pasos pese a los aspavientos de su dueño. Entretanto, tras salir del primer túnel, el grillo del adivino había emprendido una loca carrera que le estaba conduciendo a adelantar a sus adversarios.
—¡Maldito bicho! ¡Continúa o te despachurro! —rugió el dueño del grillo rojo cuando el animal intentó escalar la pared en lugar de continuar por su carril.
Sin embargo, el grillo no sólo desafió a los gritos y manotazos de su dueño, sino que trepó hasta cambiar de conducto, obteniendo como pago a su eliminación una oleada de improperios. Mientras tanto, Cí continuaba admirado con la velocidad que había adquirido el grillo del adivino, el cual alcanzó al de un gigantón cuando éste penetraba en el túnel que desembocaba en el último tramo. Al emerger del túnel, los dos animales se detuvieron dubitativos.
—¡Arranca de una puta vez! —bramó el gigantón. El estruendo era ensordecedor.
Cí clavó sus ojos en los dos grillos. El de la mancha amarilla permanecía confundido mientras que el azul, por el que había apostado, tomaba una ligera ventaja. Sin embargo, inesperadamente, cuando ya todos daban por vencedor al grillo azul, el insecto del adivino comenzó a avanzar a una velocidad inusitada hasta superar al del gigante a un paso de la meta.
Los reunidos se frotaron los ojos ante lo que parecía la obra de un diablo.
—¡Maldito cabrón! ¡Has hecho trampas! —bramó finalmente el gigante.
El adivino no se inmutó pese a que la mole amenazaba con machacarle el cráneo. Cogió el grillo amarillo y se lo mostró a un palmo de su cara. En efecto, le faltaba una pata delantera.
—Y ahora largaos de aquí si no queréis que llame al alguacil —espetó el adivino echando mano de un silbato.
El gigante, lejos de amilanarse, soltó un manotazo que mandó al grillo del adivino al suelo y, antes de que pudiera escapar, lo reventó de un pisotón. Luego escupió, y entre amenazas y murmuraciones se alejó, no sin antes jurar al adivino que recuperaría lo perdido. Los demás participantes recogieron sus insectos y le imitaron. Sin embargo, Cí permaneció junto al tenderete, expectante, como si aguardara a que, por arte de magia, algo le revelase lo que le resultaba inexplicable.
«¿Cómo demonios lo ha conseguido?».
—Y tú, largo también —dijo el adivino.
Cí no se movió. Necesitaba imperiosamente el dinero y estaba convencido de que aquel hombre le había estafado. De algún modo, sus propios ojos le habían engañado, aunque había presenciado con total nitidez el instante en el que el adivino le había arrancado la pata al grillo que ahora yacía en el suelo despachurrado. Y, por esa misma razón, le extrañaba que el adivino no hubiera montado en cólera ante la muerte de su campeón, que permaneciera impasible canturreando una cancioncilla, sin molestarse en mirar lo que había quedado del bicho que le había enriquecido.
Aprovechando que el adivino estaba de espaldas, Cí se acuclilló junto al insecto, que aún agitaba las patas. En ese instante, un brillo bajo su abdomen atrajo su atención.
«Qué extraño...».
Iba a examinarlo cuando advirtió que el adivino se daba la vuelta. No lo pensó. En un suspiro, estiró la mano y cogió al grillo justo antes de que el hombre le viera.
—¿Se puede saber qué haces ahí agachado? Te he dicho que te marches.
—Se me cayó una manzana —disimuló, y cogió una fruta perdida en el suelo—. Pero acabo de encontrarla. Ya me voy.
—¡Un momento! ¿Qué escondes ahí?
—¿Eh? ¿Dónde? —Intentó pensar una respuesta.
—No me hagas enfadar, chico.
Cí retrocedió unos pasos, cojeando, antes de retarle.
—¿Acaso no eres adivino?
El hombrecillo frunció el ceño. Pensó en soltarle un guantazo por la insolencia, pero en su lugar dejó escapar una risotada estúpida. Luego continuó recogiendo el tenderete sin importarle que Cí le observara. Cuando terminó, colocó sus trastos en un carro y tiró de él en dirección a una taberna cercana.
Cí se quedó observando el grillo del adivino. El insecto apenas se movía, así que utilizó el extremo de su uña para desprender cuidadosamente la pequeña lámina brillante que permanecía adherida a su abdomen. Una vez en su mano, examinó lo que le pareció una simple lasca de hierro con restos de cola en su anverso. La superficie estaba alisada y se apreciaba que su perímetro había sido tallado para hacerlo coincidir con el del cuerpo del animal. No comprendió su cometido. A simple vista, más que ayudar, suponía un peso adicional que sin duda retrasaría al insecto.
Aún se preguntaba por su utilidad cuando, inesperadamente, el trozo de metal saltó de entre sus dedos y voló hasta pegarse en el cuchillo que portaba en el cinto. Cí abrió la boca casi tanto como los ojos. Luego recordó la forma del laberinto. Por último, se fijó en los restos del insecto, que recogió con igual cuidado que si siguiese vivo.
«Maldito bastardo. Así es como lo consigue».
Envolvió el cuerpo del insecto en un paño y se encaminó hacia la taberna donde había entrado el adivino. Fuera, un mozuelo vigilaba su tenderete. Cí le preguntó cuánto cobraba por el trabajo y el pequeño le mostró unos caramelos.
—Te daré una manzana si me dejas mirar una cosa —le propuso Cí.
El muchacho pareció pensárselo.
—De acuerdo. Pero sólo mirar. —Y extendió la mano como un rayo.
Cí le entregó la fruta y de inmediato se dirigió hacia el tablero del laberinto. Iba a cogerlo cuando el crío se lo impidió.
—Si lo tocas, le aviso.
—Sólo voy a mirarlo por detrás —aclaró.
—Dijiste sólo mirar.
—¡Por el Gran Buda! Muerde la manzana y calla de una vez —lo amedrentó.
Cí cogió el tablero y lo examinó con cuidado. Accionó las compuertas, olió los conductos y prestó atención a su base inferior, de la que extrajo una pieza metálica similar a una galleta que escamoteó bajo sus mangas. Luego dejó el tablero a su sitio, se despidió del chico y entró en la taberna de Los Cinco Gustos dispuesto a recuperar su dinero.
* * *
No le resultó difícil encontrar al adivino. Tan sólo tuvo que fijarse en el par de prostitutas que cuchicheaban encantadas sobre cómo desplumar al viejo de la piel de burro que estaba derrochando sus ganancias tras las cortinas.
Mientras estudiaba su estrategia, Cí miró a su alrededor. La taberna era un cuchitril de los que abundaban en el puerto, un antro saturado de humo de frituras en el que decenas de comensales daban cuenta de platos de cerdo hervido, salsas cantonesas y sopas de pescado del Zhe servidos por mozos agobiados por los gritos y las carreras. El aroma a pollo y camarones cocidos competía hasta mezclarse con el hedor a sudor de pescadores, estibadores y marineros que celebraban el final de la jornada cantando y emborrachándose a ritmo de flautas y de cítaras como si fuera el último día de sus vidas. Tras la barra, sobre un escenario improvisado, un grupo de
flores
cimbreaban sus caderas y entonaban melodías apagadas por el barullo, buscando con sus miradas lujuriosas a futuros clientes. Una de las
flores
, pequeña y rechoncha como una ciruela, se acercó a Cí sin que pareciera importarle su aspecto y su herida y frotó su trasero blando contra su entrepierna. Cí la rechazó. Avanzó sobre la pegajosa capa de grasa que barnizaba el suelo hasta situarse junto a las cortinas decoradas con burdos paisajes tras las que permanecía el adivino. No se lo pensó. Separó la cortina y penetró en el cubículo, dándose de bruces con el hombrecillo que, en una posición ridícula, meneaba su blanco culo sobre una jovencita. Al verle, el adivino se detuvo, extrañado, pero curiosamente no pareció molestarle. Tan sólo le mostró una sonrisa bobalicona con sus dientes podridos y siguió moviéndose. Sin duda, el licor ya le nublaba los sesos.
—Lo estás pasando bien con mi dinero, ¿eh? —Cí lo apartó de un empujón. De inmediato, la muchacha escapó hacia las cocinas.
—¿Pero qué diablos...?
Antes de que pudiera incorporarse, Cí lo enganchó por la pechera.
—Vas a devolverme hasta la última moneda. ¡Y va a ser ahora mismo!
Iba a hurgarle en el cinto cuando Cí sintió que lo agarraban por la espalda y lo elevaban en volandas hasta arrojarle contra unas macetas en medio de la sala. De repente, la música enmudeció bajo un tremendo griterío.
—No se molesta a los clientes —bramó el dueño de la taberna.
Cí observó a la mole que acababa de vapulearle con la facilidad de quien se sacude una mosca. Los brazos de aquella bestia eran más anchos que sus piernas y su mirada, la de un búfalo enfurecido. Antes de que pudiera responderle, una patada le impactó en las costillas. Cí se levantó como pudo. El tabernero iba a golpearle de nuevo, pero el joven retrocedió.
—Ese hombre es un tramposo. Me ha estafado el dinero de las apuestas.
Otra patada le sacudió. Cí se retorció, pese a no sentir dolor.
—¿Es que estáis ciegos? Os engaña como a niños.
—Aquí lo único que sabemos es que quien paga, manda. —Y volvió a patearle.
—Déjalo ya. Es sólo un mozo —dijo el adivino deteniéndole—. Venga, muchacho. Márchate de aquí antes de que te hagan daño.
Cí se levantó agarrándose a una de las prostitutas. Le volvía a sangrar la herida de la pierna.
—Me iré cuando me pagues.
—¿Que te pague? No seas necio, chico. ¿Acaso quieres que esa bestia te abra la cabeza?
—Sé cómo lo haces. He examinado tu laberinto.
La cara del adivinó mudó su expresión estúpida por un punto de inquietud.
—¡Oh! ¿Sí? Siéntate. Y dime... ¿qué has encontrado exactamente? —Se le acercó al rostro.
Cí sacó del bolsillo la lámina de metal que había encontrado adherida al grillo, apartó una botella de vino y la dejó sobre una mesa.
—¿La reconoces?
El adivino cogió la laminilla y la miró con desdén. Luego la tiró sobre la mesa.
—Lo único que reconozco es que has perdido el juicio. —Pero su mirada permaneció fija en la lámina.
—Muy bien. —Sacó la galleta de metal que había cogido del laberinto y la colocó con decisión bajo la mesa—. Entonces, aprende.
Cí movió la pieza bajo el tablero hasta aproximarla a la posición que ocupaba la laminilla sobre la mesa. En un primer momento no sucedió nada, pero, de repente, como impulsada por una mano invisible, la laminilla brincó sola hasta detenerse justo sobre el punto en el que Cí mantenía la galleta metálica. Luego desplazó la mano por debajo y la laminilla siguió sus movimientos, sorteando milagrosamente los vasos que permanecían sobre la mesa. El adivino se retorció incómodo en su asiento, pero se mantuvo en silencio.