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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

El lector de cadáveres (16 page)

BOOK: El lector de cadáveres
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El hombre miró fijamente a Cí. Abrió el volumen por una página al azar y dirigió la mirada al texto. Luego la volvió hacia Cí, que aguardaba desafiante.

—Muy bien, sabihondo. De la división de los días...

Cí tomó aire de nuevo. Hacía meses que no releía aquella sección.

«Vamos... Recuérdalo».

El tiempo pasaba y el hombre tableteó con el pie. Iba a devolverle el libro cuando Cí se arrancó.

—«El día se divide en ochenta y seis partes conforme al almanaque imperial. Un día de obra comprende las seis horas que median entre el amanecer y el crepúsculo. La noche ocupa otras seis, haciendo un total de doce horas diarias. Un año legal se compone de trescientos sesenta días completos, pero la edad de un hombre se contabilizará siguiendo el número de años del ciclo tomados desde el día que su nombre y nacimiento fueran llevados al registro público...».

—¿Pero cómo...? —lo interrumpió.

—No os engaño, señor. El libro es mío, pero puede ser suyo por cinco mil
qián
. —Vio que el maestro no se decidía—. Mi hermana está enferma y necesito el dinero. ¡Por favor!

El hombre contempló el volumen escrupulosamente encuadernado, escrito a mano pincelada a pincelada como el más bello de los cuadros. El estilo de la letra era vibrante, conmovedor, poético. Suspiró al cerrarlo y se lo devolvió a Cí.

—Lo siento. Es realmente magnífico, pero... no puedo comprártelo.

—¿Pero por qué? Si es por el precio, puedo rebajároslo. Os lo dejo en cuatro mil... en tres mil
qián
, señor.

—No insistas, muchacho. De haberlo visto antes, sin duda lo habría adquirido, pero ya me he comprometido con el librero, y mi palabra vale más que cualquier rebaja que puedas ofrecerme. Además, no sería justo arrebatarte esa obra de arte abusando de tu necesidad. —Meditó un momento mientras contemplaba la cara de decepción de Cí—.Te diré lo que haremos: toma cien
qián
y conserva tu libro. Se nota que te duele venderlo. En cuanto al dinero, no te ofendas: considéralo un préstamo. Ya me lo devolverás cuando soluciones tu situación. Mi nombre es Ming.

Cí no supo qué decir. Pese a la vergüenza, cogió las monedas y las ensartó en su cinto, prometiéndole que antes de una semana se lo reintegraría con intereses. El anciano asintió con una sonrisa. Le saludó cortésmente y continuó su camino.

Cí guardó el libro y voló hacia la Gran Farmacia de Lin’an, el único dispensario público en el que podría encontrar la medicina que necesitaba por menos de cien
qián
. La Gran Farmacia estaba situada en el centro de la ciudad y no sólo era el almacén más grande, sino también el que proporcionaba caridad a quienes carecían de recursos.

«Pero hay que demostrar que la medicina es necesaria», se lamentó.

Ése era el problema. Si el enfermo no acudía personalmente a la farmacia, el familiar que le representaba tenía que aportar la prescripción de algún médico o pagar íntegramente el coste de los medicamentos. Pero, si no disponía de dinero para medicinas, ¿cómo demonios iba a satisfacer los honorarios de un médico? Aun así, continuó con su plan porque no quería arriesgarse a acudir con su hermana y que algún funcionario les reconociera.

A las puertas de la Gran Farmacia se encontró con el barullo provocado por unas familias indignadas que se quejaban del trato recibido. Evitó la entrada de los particulares y se dirigió hacia los mostradores de la caridad, donde los enfermos se agolpaban en dos grupos: uno, formado por una muchedumbre de tullidos, y otro menos nutrido pero más ruidoso, compuesto por emigrantes cargados de niños que corrían de un lado para otro.

Acababa de situarse junto a los segundos cuando el corazón se le paralizó. Cerca de los críos, un agente con la cara picada escoltado por un enorme perro inspeccionaba uno por uno a padres y niños separándolos a empujones. Era Kao, el alguacil que le estaba buscando. Sin duda, sabía lo de la enfermedad de su hermana y le estaba esperando. Si le descubría, no tendría la suerte que había corrido en el barco.

Iba a alejarse cuando observó que el perrazo se acercaba a él para olisquearlo. Podía ser casualidad, aunque también era posible que le hubiera rastreado a partir de alguna prenda recogida en la aldea. Intentó inútilmente contener la respiración, pero el animal gruñó. Cí lo maldijo. Imaginó que el alguacil no tardaría en advertirlo. El perrazo volvió a gruñir mientras giraba a su alrededor para acercar sus fauces a su mano. Pensó en apartarla y salir corriendo, pero en ese instante advirtió que el animal le estaba lamiendo los dedos.

Respiró con alivio. Lo que le había atraído era el olor de los fideos. Le dejó hacer y esperó a que se marchara. Luego retrocedió despacio hasta situarse junto al grupo de tullidos. Estaba a punto de conseguirlo cuando una voz le hizo dar un respingo.

—¡Deténgase!

Cí obedeció en seco, con el corazón en la garganta.

—¡Si la medicina es para un niño, vuelva a situarse en el otro lado! —resonó entre el griterío.

Se volvió más tranquilo. Había sido un dependiente que ya miraba para otro lado. Sin embargo, al girarse de nuevo, se dio de bruces con los ojos encendidos de Kao. Cí rogó para que no le reconociera.

Transcurrió un instante eterno hasta que el alguacil gritó.

Cí emprendió la huida en el mismo instante en el que el perro se abalanzaba como un rayo hacia su garganta. Abandonó la farmacia y se lanzó calle abajo por entre el gentío, volcando cuantos obstáculos encontraba a mano para dificultar el avance del perro. Tenía que llegar al canal o todo habría acabado. Giró tras unos carros y atravesó el puente, chocando con un vendedor de aceite que le maldijo cuando la mercancía se desperdigó por el suelo. Por fortuna, el perro patinó sobre el vertido, permitiendo que Cí se distanciara. Sin embargo, cuando comenzaba a creerse a salvo, Cí se trastabilló y cayó al suelo, perdiendo el libro de su padre. Intentó recuperarlo, pero un rufián salido de la nada lo cogió y, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció entre el gentío. Cí hizo ademán de perseguirlo, pero los gritos del alguacil le disuadieron. Se levantó y emprendió de nuevo la carrera. En un puesto de aperos se apoderó de una azada mientras proseguía la huida hacia el canal, el cual divisó a un suspiro. La presencia de una barcaza abandonada le hizo correr hacia ella para usarla en su huida, pero cuando se disponía a soltar la amarra, el perro se le adelantó, acorralándole contra un muro. El animal, poseído por el diablo, mostraba las fauces desencajadas, lanzando dentelladas que le impedían el paso. Miró hacia atrás y vio a Kao aproximarse. En un instante lo atraparía. Enarboló la azada y se dispuso a defenderse. El animal tensó sus músculos. Cí apretó las manos antes de lanzar un primer mandoble, que el perro esquivó. Elevó de nuevo la azada, pero el animal se abalanzó sobre una de sus piernas y hundió sus fauces en la pantorrilla. Cí notó los colmillos atravesando la pernera, pero no sintió el dolor. Descargó con fuerza la azada y el cráneo del perro crujió. Un segundo golpe logró que soltara la presa. Kao se detuvo anonadado. Cí corrió hasta el canal y saltó al agua sin pensárselo. Una bocanada de líquido penetró en sus fosas nasales al sumergirse bajo la capa de porquería, juncos y frutas que flotaba en el agua. Buceó bajo una gabarra desfondada y se agarró a su casco por la borda mientras recuperaba el aliento. Alzó la mirada y advirtió que el alguacil enarbolaba ahora la azada e intentaba alcanzarlo. Volvió a sumergirse para bucear hacia el otro extremo. Comprendió que en aquella situación no podría aguantar mucho. Tarde o temprano lo capturaría. En ese momento escuchó los gritos que alertaban sobre la apertura de las esclusas, y al instante, recordó lo peligroso que resultaba permanecer en el agua cuando se abrían las compuertas y los accidentes mortales que provocaban.

«Es mi única oportunidad».

Sin pensarlo, se soltó de su agarradero para dejarse arrastrar por la corriente. La masa de agua voló hacia la esclusa zarandeándole en una ola violenta, hundiéndole y elevándole como una cáscara de nuez. Pasada la primera compuerta, el peligro provenía ahora de las barcazas que irrumpirían, impulsadas por el agua. Nadó dejándose el alma hacia el segundo portón, pendiente de no resultar aplastado contra los diques. Cuando la ola rompió contra la esclusa, logró agarrarse a un cabo suelto. Luego el nivel se elevó rápidamente mientras las barcazas se apretujaban en el recinto, amenazando con atraparle. Una vez aferrado a la cuerda, intentó salir trepando por la pared. Sin embargo, la pierna derecha no le respondió.

«Por los dioses de la bruma, ¿qué sucede ahora?».

Al examinarse, comprobó la gravedad de las mordeduras.

«¡Maldito animal!».

Buscó apoyo sobre la pierna izquierda y se aupó hasta el borde del dique. Desde allí divisó a Kao, impotente al otro lado de las esclusas. El alguacil pateó el cadáver del perro.

—¡No importa dónde te escondas! ¿Me oyes? ¡Te atraparé vivo o muerto, aunque sea lo último que haga en este mundo!

Cí no respondió. Ante el asombro de los presentes, se marchó cojeando y se perdió entre la muchedumbre.

____ 12 ____

M
ientras se arrastraba por las callejuelas menos concurridas, Cí se maldijo por su infortunio. Ahora, para comprar la medicina, tendría que acudir a alguna de las herboristerías privadas, en las que, a buen seguro, le sacarían hasta los ojos. Se detuvo en la primera que encontró, un establecimiento oscuro dedicado a la compraventa de raíces y remedios medicinales. No había ningún cliente y, pese a ello, los propietarios le miraron de arriba abajo como si fuese un desahuciado. A Cí no le importó. Nada más solicitar el medicamento, los hombrecillos cuchichearon algo entre sí para a continuación explayarse sobre su escasez y la dificultad para conseguirlo. Finalmente, le informaron de que el precio ascendía a ochocientos
qián
el puñado molido.

Cí intentó negociar, pues todo su capital se reducía a las cien monedas que le había entregado el anciano profesor en el mercado de libros. Se desató el cinto.

—No necesito un puñado. La cuarta parte me servirá —dijo, y depositó el cinto con las monedas sobre un mostrador repleto de raíces y hojas secas diseminadas entre un revoltijo de hongos deshidratados, semillas, vainas, tallos troceados y minerales.

—Entonces serían doscientos
qián
. Y aquí sólo cuento cien —denegó uno de ellos.

—Es cuanto tengo. Pero siguen siendo cien
qián
. —Miró el local vacío y simuló reflexionar—. No parece que marche bien el negocio. Mejor ganar algo que no ganar nada.

Los hombres se miraron incrédulos.

—Eso sin considerar que podría conseguirlo gratuitamente en la Gran Farmacia —agregó Cí al comprobar su impasibilidad.

—Mira, chico —dijo el más corpulento mientras recogía el remedio y lo guardaba—, esa treta está más repetida que los granos de un saco de arroz. Si hubieras podido adquirir esta raíz por menos dinero, ya lo habrías hecho, de modo que suelta los doscientos
qián
o vete por donde has venido.

«Cómo he podido ser tan iluso».

Cí frunció los labios e hizo un último intento. Se descalzó.

—Son de cuero bueno. Cien
qián
más los zapatos. Es todo de cuanto dispongo.

—Dime una cosa, chico, ¿tú ves que necesitemos alpargatas? ¡Venga! ¡Largo!

Por un momento Cí pensó en coger el remedio y salir corriendo, pero la cojera le hizo desistir. Cuando se marchó de la herboristería su desesperanza era tal que, si alguien le hubiera preguntado sobre su futuro, habría respondido que acabó el mismo día en que sus padres perecieron sepultados.

* * *

En las demás herboristerías recibió un trato parecido. En la última que visitó, un puesto de mala muerte próximo al mercado del puerto, pretendieron timarle con unos polvos de bambú triturado. Por fortuna, había comprado muchas veces aquel remedio y conocía su sabor acre y su textura untuosa, así que nada más catarlo adivinó el intento de engaño. Escupió la prueba y recuperó su dinero antes de que lo guardaran, pero, aun así, hubo de escapar a toda prisa de los propios dueños, que lo acusaron arteramente de romper el trato.

Caminó desolado. Su mundo se desmoronaba.

Pese a saber que sólo le pagarían con arroz, malgastó el resto de la tarde buscando trabajo. Solicitó plaza en varios puestos cercanos, pero todos le rehuyeron al advertir su aspecto enfermizo y el estado de su pierna. Para cuando quiso vendársela, la mayoría de los comercios ya habían cerrado. Lo intentó también en los distintos muelles, pero todos estaban abarrotados de peones a la espera de faena. Probó a ofrecerse como mozo de cuerda, vendedor ambulante a comisión, sirviente, limpiador de lodos negros, remero y mulo de carga, pero en la mayoría de los lugares le advirtieron de que, para encontrar trabajo, tendría que obtener el permiso de los gremios que gestionaban los empleos vacantes, cuyas oficinas estaban situadas en las montañas próximas al lago del Oeste y la colina del Fénix. En el resto, simplemente, ni le atendieron.

El tiempo transcurría mientras Tercera se apagaba.

La desesperación le impidió respirar. Pensó en robar, o incluso en venderse bajo los puentes de los canales, como hacían los enfermos y los desahuciados, pero hasta eso estaba controlado por el hampa organizada, sociedades criminales con ramas especializadas que iban desde los robos a jóvenes ricos mediante la extorsión hasta la caja de apuestas para timadores, pasando por los cortabolsas y truhanes de poca monta que pululaban por las calles. Lo sabía bien porque Feng los había perseguido durante años.

Mientras intentaba pensar, creyó distinguir a lo lejos la figura del vendedor de caramelos al que habían visto por la mañana. El hombre continuaba ataviado con la misma piel raída de burro, pero había trocado el taburete de adivino por una suerte de estrado sobre el que reclamaba la presencia de cuantos quisieran ganar dinero. Al parecer, había embaucado a un ingenuo, que seguía con atención los extraños aspavientos que escenificaba frente a él, al tiempo que atraía la atención de otros cuantos. Pronto una multitud se congregó alrededor de sus reclamos, ante los que Cí también sucumbió.

«¿Qué demonios estará tramando?».

Se las arregló como pudo para acercarse un poco más.

Cuando estuvo a pocos pasos de él, Cí pensó que aquel hombre no sólo era peculiar por su atuendo, sino que, a juzgar por la fila de personas que aguardaban sus servicios, también debía de ser un embaucador de primera. Además del puesto de dulces, el hombrecillo había colocado a sus espaldas una suerte de escenario confeccionado con una cortina roja sobre la que pendían todo tipo de baratijas: viejas conchas de tortuga de las que se usaban para la adivinación, pequeños budas de arcilla descuidadamente pintados, pajarillos disecados, abanicos de papel mal decorados, cometas de bambú y seda, barritas de incienso de dudosa calidad, pañuelos ajados, anillos, cintos, agujas de hueso para el cabello, cajetillas y cuencos resquebrajados, sandalias de un solo pie, jaulas de todos los tipos, collares de cuentas y conchas, broches, gargantillas y pulseras, perfumes de sándalo y especias, raíces medicinales, monedas antiguas, pinceles, tintas coloreadas, farolillos de papel, esqueletos de ranas y serpientes y mil objetos más que fue incapaz de reconocer. Era como si, a modo de escaparate, toda la porquería y trastos de un basurero los hubiera amontonado sobre aquella cortina.

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