El lector de cadáveres (22 page)

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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El lector de cadáveres
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—Disculpa, pero te recuerdo que no fui yo el que hizo las trampas.

—¡Ah! ¿No? ¿Y entonces cómo llamas a apostar contra un gigante a sabiendas de que aunque te parta en dos no soltarás ni un lamento? ¡Maldita sea! ¡Vete de aquí antes de que salga de esta fosa y te eche a palazos!

—¡Pero por Buda! ¿Qué te sucede? Ayer me suplicabas que peleara. He venido dispuesto a aceptar tu oferta, ¿lo entiendes?

—¡Y dale con ayer! Ya te he dicho que estaba borracho —rezongó.

—Pues a juzgar por el cuidado con el que contabas las monedas, no lo parecía.

—Escúchame bien: aquí el que no entiende nada eres tú. —Salió de la fosa, pala en mano—. No entiendes que por tu culpa no pueda volver al mercado. No entiendes que ya se haya corrido la voz de lo de tu ventaja especial y nadie quiera apostar contra ti. No entiendes que estás maldito y que arrastras la mala suerte contigo. Y no entiendes que tengo que acabar esta maldita tumba y que quiero que te alejes de mí. —Arrojó la pala al fondo del agujero.

Una voz ronca a su espalda le arrancó de su estupor.

—¿Te está molestando, Xu? —preguntó un hombretón de brazos tatuados salido de la nada.

—No. Ya se iba —respondió.

—Pues entonces acaba la fosa de una vez o esta noche tendrás que buscarte otro empleo —ladró, y señaló al cortejo fúnebre que se acercaba por la ladera.

El adivino agarró la pala y continuó cavando como si le fuera la vida en ello. Cuando el hombre tatuado les dio la espalda, Cí saltó a la fosa.

—¿Pero qué haces?

—¿No lo ves? Ayudar —dijo Cí mientras excavaba en la tierra con sus propias manos. El adivino lo contempló.

—Anda. Toma esto. —Y le proporcionó una azada.

Cavaron juntos hasta formar un agujero de un cuerpo de longitud por medio de profundidad. Xu no habló durante el trabajo, pero cuando terminaron, sacó una jarra sucia de su bolsa, vertió un líquido oscuro en un vaso y se lo ofreció a Cí.

—¿No temes que beba contigo un ser maldito?

—Venga. Traga de una vez y salgamos de este agujero.

* * *

Permanecieron junto a la sepultura mientras los familiares recitaban sus últimas plegarias. Luego, a una seña del que parecía el más anciano, procedieron a introducir el féretro en la fosa. Estaban terminando cuando inesperadamente Cí resbaló, con tan mala suerte que el ataúd se precipitó hasta el fondo y con el impacto se abrió.

Cí enmudeció.

«¡Dioses del cielo! ¿Qué más puede ocurrir?».

Al punto intentó colocar la tapa, cuyos clavos se habían desprendido, pero el adivino lo apartó de un empellón, como si con su vehemencia pudiese calmar los alaridos que los familiares proferían al ver el cuerpo del difunto ensuciado con la tierra. Xu intentó mover el cuerpo, pero se había lastimado un dedo y apenas podía manejarse.

—Sacadlo de ahí, hatajo de inútiles —gritó la que por su atuendo aparentaba ser la viuda—. ¿No ha sufrido lo bastante como para que le hagáis penar en muerte? —se quejó.

Ayudados por el resto de los parientes, Cí y Xu extrajeron el maltrecho ataúd de la fosa y entre todos lo condujeron al mausoleo para repararlo y repetir la limpieza del cadáver. Las mujeres permanecieron en el exterior lamentándose mientras los hombres se afanaban en adecentar el cuerpo. Cí observó que el adivino apenas podía utilizar una de sus manos, así que cogió una esponja humedecida con agua de jazmín y comenzó a limpiar la ropa del difunto. Los familiares se lo permitieron porque traía mala suerte tocar los cuerpos de los muertos e importunarlos tras su fallecimiento podía acarrear su venganza posterior.

A Cí no le importó. Estaba acostumbrado a manejarse con cadáveres, así que no se inmutó cuando tuvo que desabrocharle la camisola para quitarle la tierra que se había metido bajo la ropa. Al frotar con la esponja, observó unas marcas en su cuello.

Dejó de limpiar y miró al que se había identificado como progenitor.

—¿Alguien maquilló el cadáver? —le preguntó.

Al hombre le extrañó la pregunta, pero negó con la cabeza. Seguidamente, se interesó por la cuestión, pero Cí, en lugar de contestar, continuó.

—¿Cómo falleció? —Apartó un poco más la camisola para inspeccionar la nuca.

—Se cayó de un caballo y se partió el cuello.

Cí meneó la cabeza. Levantó los párpados del muerto, pero Xu le interrumpió.

—¿Qué crees que estás haciendo? ¿Quieres dejar de importunar y acabar el trabajo? —le conminó.

Cí no le escuchó. Por el contrario, miró con determinación al familiar y habló sin vacilar.

—Señor, este hombre no murió como decís.

—¿A qué te refieres? —balbució el padre del muerto sin comprender—. Su cuñado lo vio caer.

—Pues tal vez fuera así, pero, desde luego, alguien aprovechó después para estrangularlo.

Sin esperar a que respondieran, Cí les mostró unas sombras púrpuras a ambos lados del cuello.

—Estaban disimuladas bajo el maquillaje. Un trabajo burdo —añadió Cí—. Pero sin duda se corresponden con las marcas de unas manos poderosas. Aquí —le señaló los hematomas separados por un hilo de piel—. Y aquí.

Los parientes se miraron asombrados e insistieron en si estaba seguro de sus observaciones. Cí no lo dudó. Les preguntó si deseaban continuar con la inhumación, pero los padres acordaron interrumpirla de inmediato y acudir al juez para denunciar el caso.

* * *

Mientras Cí le entablillaba el dedo roto, Xu no dejó de rumiar entre dientes. En cuanto el joven terminó con la cura, Xu se lo soltó.

—Dime una cosa, ¿estás endemoniado?

—Pues claro que no. —Cí se rio.

—Entonces haremos negocios —determinó.

Cí lo miró sorprendido. Sólo un rato antes, el adivino le había asegurado que nadie apostaría contra él, y ahora su rostro sonriente parecía el de un pobre menesteroso al que de repente le hubieran regalado un palacio. A Cí no le importó. Lo único que le interesaba era conseguir unas monedas de adelanto con las que pagar al posadero. Anochecía y su temor era cada vez mayor. Se lo contó a Xu, que se rio como un crío.

—¿Problemas de dinero? ¡Ja! ¡Seremos ricos, muchacho!

El hombre hurgó en su talega y sacó lo suficiente como para satisfacer una semana de hospedaje por adelantado. Sin dejar de reír se lo entregó a Cí.

—Y ahora, jura por tu honor que mañana a primera hora regresarás al cementerio.

Cí contó las monedas y luego lo juró.

—Entonces, ¿pelearemos?

—Claro que no, chico. Será más peligroso, pero mucho mejor.

____ 15 ____

P
ara cualquier otra persona, la ausencia de dolor habría supuesto un regalo del cielo, pero para Cí representaba un sigiloso enemigo que, en cuanto le volvía la espalda, le apuñalaba sin piedad. Mientras la barcaza avanzaba despacio, se palpó las costillas buscando indicios que le advirtieran de alguna fractura o contusión. Luego hizo lo propio con las piernas, acariciándolas suavemente primero y con firmeza después. La izquierda se le antojó normal, pero la derecha presentaba un preocupante color violáceo. Había poco que pudiera hacer, así que se bajó la pernera y miró los bizcochos de arroz dulce que acababa de comprar para su hermana. Imaginó su carita ilusionada y sonrió. Durante el trayecto había contado una y otra vez las monedas que le había entregado el adivino, asegurándose de que le alcanzaría para satisfacer una semana de alojamiento y otra de manutención.

Cuando alcanzó la pensión, encontró al posadero discutiendo a gritos con un joven mal encarado. Al verle, el hombre le hizo una seña para indicarle que Tercera se encontraba arriba y continuó la disputa sin prestarle mayor atención, así que Cí subió los escalones de dos en dos rezando para que la cría no hubiera empeorado.

La encontró dormida bajo una manta de lino, respirando plácidamente como un cachorro recién amamantado. Aún tenía restos de arroz en la comisura de los labios, así que imaginó que habría cenado bien. Le acarició la frente con suavidad. Su temperatura, aunque alta, no era la de por la mañana y eso le sosegó. La despertó con un arrullo para preguntarle si había tomado la medicina y sin abrir los ojos la niña afirmó. Entonces Cí se tumbó cuan largo era, rezó por los suyos sin olvidarse de su padre y por fin descansó.

Al día siguiente se despertó con una noticia desagradable. El posadero aceptaba reservarle la habitación el tiempo que quisiera, pero, aunque pagara, no podía hacerse cargo de la niña. Cí no le entendió.

—Pues está muy claro. —El hombre siguió hirviendo el cuenco del desayuno—. Éste no es lugar para una cría. Y tú deberías ser el primero en darte cuenta —añadió.

Cí siguió sin comprender. Pensó que simplemente el posadero pretendía más dinero, de modo que se dispuso a negociar.

—¡Por los dioses del cielo! Ésa no es la cuestión —se le encaró el posadero—. ¿Tú has visto qué clase de gente entra y sale de este antro? Y digo gente por llamarles de alguna forma. Si tu hermana se queda aquí, vendrás una noche y no la encontrarás. O peor aún: la encontrarás abierta de piernas y chorreando sangre por su sagrada cueva. Luego querrás matarme y seré yo quien te mate a ti. Y la verdad, me gusta tu dinero. Pero no me apetece matarte y acabar ajusticiado. De modo que ya sabes: habitación sí, pero niña no.

Cí dudó de sus palabras hasta que vio surgir a un hombre medio desnudo de una habitación de la que después salió la hija del posadero. Entonces no lo pensó. Recogió sus cosas, pagó la cuenta y abandonó la posada con Tercera.

* * *

De nada valieron sus explicaciones. Cuando se presentó en el cementerio con Tercera, el adivino puso el grito en el cielo.

—¿Acaso crees que esto es un hospicio? Te dije que el negocio sería peligroso —masculló.

El hombrecillo les agarró y los condujo a rastras a un lugar apartado. Parecía realmente enfadado. Permaneció en silencio unos instantes meneando la cabeza de un lado a otro y rascándosela como si tuviera piojos. Finalmente se acuclilló y obligó a Cí y a Tercera a que hicieran lo propio.

—Me da igual que sea tu hermana. Tiene que irse —concluyó.

—¿Por qué siempre tengo que irme? —terció la pequeña.

Cí la miró compasivo. Luego miró a Xu.

—Eso. ¿Por qué tiene que hacerlo? —le interrogó.

—Pues porque... porque... ¿qué diablos hace una niña en un cementerio? ¿Dónde la metemos? ¿La dejamos jugando con los muertos?

—A mí me asustan los muertos —protestó Tercera.

—Tú cállate —interrumpió Cí. El joven miró a su alrededor, inspiró con fuerza y clavó sus ojos en Xu—. Sé que no ha sido buena idea, pero no tengo otro remedio —resopló—. Y como desconozco qué clase de extraño trabajo tendré que hacer, se quedará con nosotros hasta que encuentre otra solución.

—¡Ajá! ¡Perfecto! ¡El muerto de hambre poniendo condiciones a su amo! —Le pegó una patada a una piedra y sonrió.

—¡Tú no eres mi amo! —Cí se levantó.

—Tal vez no. Pero tú sí que eres un muerto de hambre. Bueno... dos —señaló a la pequeña y volvió a patear la tierra—. ¡Maldito sea mi espíritu! ¡Sabía que no era buena idea!

—¿Pero quieres explicarme cuál es el problema? Tercera es obediente. Se sentará en un rincón y no molestará.

Xu se acuclilló de nuevo y comenzó a murmurar. De repente, se levantó.

—Muy bien. Que sea lo que los dioses quieran. Fijemos, pues, el pacto.

Para discutir los términos, Xu condujo a Cí y a su hermana al Mausoleo Eterno, el pabellón donde se practicaban los amortajamientos. El adivino entró primero para encender un farol que iluminó una habitación oscura que apestaba a incienso y a cadáver. A Tercera le asustó el lugar, pero Cí le apretó la mano y la niña se tranquilizó. El adivino prendió una vela que depositó en una especie de banco alargado donde adecentaban a los muertos. Luego apartó el desbarajuste de tarros, esencias, aceites e instrumentales y sacudió los restos de dulces de las ofrendas y los trozos de arcilla provenientes de los muñecos que en ocasiones acompañaban a los difuntos.

—Aquí haremos nuestro negocio —señaló, orgulloso, alzando la vela.

Cí no entendía nada. Aquello no era más que una habitación vacía, así que permitió que Xu avanzara en su explicación.

—Lo vi desde el primer instante —continuó Xu—. Esa capacidad tuya de predicción...

—¿De predicción?

—¡Ja! ¡Y pensar que yo me las daba de adivino! ¡Qué callado te lo tenías, bribón!

—Pero...

—Escucha —le interrumpió—. Te pondrás aquí y observarás los cadáveres. Tendrás luz y libros. Cuanto creas preciso. Tú los miras y me dices lo que vayas averiguando. No sé: de qué murió el difunto, si está feliz en su nuevo mundo, si necesita algo... Te lo inventas si es preciso. Y yo se lo cuento a los familiares para que nos paguen y todos encantados.

Cí miró a Xu con estupefacción.

—No puedo hacer eso.

—¿Cómo que no? Ayer te vi hacerlo. Lo de que el hombre no murió por la caída del caballo, sino que fue estrangulado, fue algo increíble. Correré la voz y los clientes acudirán como moscas de todos lados.

Cí meneó la cabeza.

—No soy un charlatán. Lamento confesarlo, pero es así. No adivino cosas. Sólo compruebo indicios, señales... marcas en los cuerpos.

—Indicios... señales... ¿qué más da cómo lo llames? El caso es que averiguas cosas. ¡Y eso vale mucho dinero! Porque lo que hiciste ayer... podrás repetirlo, ¿no?

—Podría saber cosas, sí...

—Pues entonces, ¡trato hecho! —Sonrió.

Se sentaron en torno a un ataúd para dar cuenta del desayuno que Xu había preparado. Sobre el improvisado tablero Xu dispuso platillos de colores cubiertos con camarones de Longjing, sopa de mariposas, carpa agridulce y tofu con pescado. Desde el día en que el juez Feng les había visitado en la aldea, ni Cí ni su hermana habían comido tanto.

—Le dije a mi mujer que lo preparara. ¡Esto había que celebrarlo! —Xu sorbió la sopa.

Cí se chupó los dedos y advirtió que Xu le estaba mirando las quemaduras de sus manos. El joven las escondió. Odiaba sentirse observado como un animal de feria. Terminó con los últimos platillos y le dijo a Tercera que saliese a jugar fuera. La niña obedeció.

—Dejemos claros los términos —zanjó Cí—. ¿Qué saco yo de todo esto?

—Veo que eres inteligente... —El adivino se rio—. La décima parte de los beneficios. —Y borró la sonrisa de su rostro.

—¿Una décima parte por llevar el peso del negocio?

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