El lector de cadáveres (25 page)

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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El lector de cadáveres
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—¿Así es como pagas lo que he hecho por ti? —dijo al fin.

—¡Cuidado, chico! ¡No te atribuyas un mérito que no te corresponde! ¡Fui yo quien pronunció el nombre de Chang! —bramó Xu. Su rostro era el de los iluminados que se sienten depositarios de la verdad absoluta.

Cí lo miró como si fuera un mercachifle y se preguntó si merecía la pena discutir con alguien cuyos únicos razonamientos se basaban en el dinero. Supuso que no, pero no estaba dispuesto a dejarse avasallar. No si de ello dependía el futuro de su hermana y el suyo.

—Comprendo —dijo—. Tal vez hubiera sido preferible dejar que te acuchillaran. O quizá podría haberme quedado callado frente al cadáver, esperando a que tú lo solucionaras.

—¡Yo dije el nombre del asesino! —repitió Xu.

—¡De acuerdo! ¡Da igual! Al fin y al cabo, ésta ha sido la primera y la última vez que discutimos por este asunto.

—No entiendo. ¿A qué te refieres?

—Pues me refiero a que jamás, te lo repito, jamás, volveré a participar en lo que para cualquier ser con algo de conocimiento sería una locura, y que para ti parece ser simplemente un negocio lucrativo. —Se detuvo en seco—. ¡Por todos los dioses! ¿De veras crees que puedo adivinarlo todo? Maldita sea. No soy más que un pobre diablo que ni siquiera ha concluido sus estudios y tú pretendes que me comporte como un dios frente a unos energúmenos que no habrían dudado un instante en rebanarnos el cuello... De verdad, por más que lo pienso, todavía no entiendo cómo se te ha ocurrido.

Xu sacó la bolsa con las monedas y la sacudió frente a su cara.

—¡Son de plata!

—No quiero un ataúd de plata. —Cí las apartó de sí.

—¿Y de qué lo prefieres? ¿De cáñamo? Porque eso es lo que conseguirás si sigues tu camino. ¿A dónde crees que irás sin mí? Dime. ¿Acaso piensas que soy estúpido? Si tuvieras algo mejor que hacer, o algún sitio a donde ir, no estarías aquí conmigo, de modo que agradéceme lo que hago por ti y déjate de remilgos. Ten. —Y le dio un tercio de las monedas—. Es más de lo que sacarías en seis meses de trabajo.

Cí las rechazó. Sabía bien a qué lugar conducía la avaricia. Su padre se lo había enseñado.

—Maldita sea, muchacho. ¿Pero qué pretendías? ¿Ganar dinero sin arriesgar nada?

—Tal vez ese hombre... Chang...

—¿Qué? —bramó Xu.

—Ese Chang, ¿por qué lo acusaste? Tal vez fuera inocente.

—¿Inocente? ¡Ja! No me hagas reír. De todos los que había allí, hasta el más inocente es capaz de apuñalar a su propio hijo y luego enterrarlo vivo. ¿O de qué crees que viven? ¿Qué piensas que habrían hecho con nosotros? Conocía a Chang. Todo el mundo le conocía. Ese hombre envidiaba el puesto del fallecido. Y ya viste que confesó. Además: ¿qué más da si era inocente o no? Era un ladrón, un indeseable, y tarde o temprano habría acabado así, de modo que mejor si con su muerte ha contribuido a hacernos menos pobres.

—Me da igual lo que fuera —alzó la voz Cí—. No tenías la certeza. No tenías las pruebas, y sin eso no se puede condenar a nadie. Quizá confesó porque lo torturaron. No. No volveré a prestarme para algo así. ¿Lo has comprendido? No me importa trabajar, ni cavar fosas, ni auscultar pacientes, ni examinar a vivos o a muertos... lo que sea. No me importa. Pero te lo advierto: no me pidas que vuelva a acusar a alguien sin tener pruebas... porque entonces te acusaré a ti.

* * *

Durante el trayecto, Xu lanzó miradas envenenadas a Cí sin que éste las apreciara. El joven caminaba cabizbajo, sumido en sus pensamientos, pendiente del dilema que le planteaba su situación. Un dilema que le corroía por dentro y no sabía cómo resolver.

Si se olvidaba del adivino y desaparecía, quizá pudiera emprender una nueva vida lejos de Lin’an. Sólo tenía que coger el dinero que Xu acababa de ofrecerle, despertar a Tercera y escapar de aquel enjambre de peligros. Pero emprender la huida también significaba renunciar a cuanto había soñado: a sus ilusiones, a la universidad, a los exámenes imperiales, que, en caso de aprobar, le devolverían el honor y el respeto por los que tanto había luchado y que el delito de su padre le impedía ahora alcanzar.

Por otro lado, permanecer en Lin’an representaba quedar a merced del adivino, de sus caprichosos ardides y de sus temibles consecuencias. Y aguardar a la muerte en cuanto Kao le descubriera.

Pateó una piedra y se maldijo.

Lamentó no tener un padre íntegro a quien invocar, un espíritu recto y virtuoso al que consultar sus angustias y sus cuitas. Miró al horizonte. Los rayos del amanecer comenzaban a bañar la ciudad. Se juró que eso jamás les sucedería a sus hijos. Cuando los tuviera, haría lo imposible para que estuvieran orgullosos de él. Y todo cuanto le había arrebatado a él su padre él se lo regalaría a ellos.

Sin advertir bien cómo, alcanzaron la vivienda flotante de Xu. Cí aún no había tomado una decisión, pero Xu se la facilitó. El adivino apoyó un pie en la barcaza y mantuvo el otro en tierra firme impidiendo el paso a Cí.

—Tienes dos opciones: seguir trabajando como hasta ahora o largarte de aquí. Así de sencillo —dijo.

Cí le miró.

No tenía dos opciones. Sólo una: mantener a su hermana con vida.

Apretó los dientes y apartó al adivino.

____ 17 ____

D
urante las semanas siguientes, nada fue fácil para Cí.

Cada noche se levantaba en silencio para acudir a la lonja imperial y acarrear el pescado que diariamente adquiría la mujer de Xu. De regreso a la barcaza, ayudaba a su clasificación y limpieza para adelantar parte del trabajo que correspondía a Tercera y que ésta debía cumplir, estuviera enferma o no. Después acompañaba a Xu en la ronda matinal que practicaba por mercados y muelles para averiguar lo que pudieran de cuantas muertes accidentales o violentas se hubieran producido el día anterior. Por lo general, esto incluía una visita a los hospitales y dispensarios, donde Xu, a cambio de una módica cantidad, recababa de los cuidadores los nombres y la situación personal de los enfermos más graves, las dolencias que padecían y los tratamientos que seguían, cosa que repetía en la Gran Farmacia de Lin’an. Con este listado, Xu planificaba las actuaciones, escogiendo de entre los casos más fáciles aquellos que pudieran reportar mayor beneficio.

De camino a los Campos de la Muerte, Cí recopilaba y evaluaba la información. Examinaba los antecedentes y consultaba los datos de días anteriores para comprobar que disponían de los detalles necesarios con los que aumentar la credibilidad de sus averiguaciones. Ya en el cementerio, ordenaba el instrumental que emplearía más tarde en los reconocimientos y que poco a poco iba aumentando con una parte de los beneficios que le entregaba Xu. Después, ayudaba a Xu abriendo zanjas, acarreando tierra de un lado a otro, colocando lápidas o ayudando a transportar aquellos ataúdes que los familiares se veían incapaces de arrastrar. Tras la comida se preparaban para la actuación, lo que incluía adecentarse y ataviarse con una especie de disfraz de nigromante que la primera mujer de Xu le había confeccionado y al que él había añadido una máscara para ocultar su rostro.

—Así proporcionaremos más misterio —había sugerido Cí a Xu, en lugar de explicarle que siendo un fugitivo no le interesaba ser conocido.

Al adivino no le complació la idea, pero cuando Cí le insinuó que de ese modo, si algún día le sucedía algo, cualquiera podría sustituirle sin que a él se le terminara el negocio, Xu la aceptó encantado.

Habitualmente alternaban las labores en el cementerio con los desplazamientos al Gran Monasterio budista. Aunque las incineraciones les proporcionaban menos beneficios que los enterramientos, generaban una propaganda que no hacía sino engrosar la lista de clientes ávidos de conocimiento.

Por las noches, cuando regresaba a la barcaza, despertaba a Tercera para asegurarse de que se encontrara bien y de que hubiera cumplido con sus obligaciones en la pescadería. En tal caso, le entregaba pequeños regalos consistentes en figuritas de madera que él mismo tallaba entre entierro y entierro. Luego le administraba su medicina, comprobaba sus ejercicios de escritura y recitaba con ella la lista de las mil palabras que los niños debían memorizar para aprender a leer.

—Tengo sueño —se quejaba ella, pero él acariciaba su pelo e insistía un poco más.

—No querrás ser siempre pescadera... —Y entonces ella cogía el pliego de caracteres, sacaba la lengua y se aplicaba en la lectura.

Después, cuando todos dormían, él salía fuera, al duro frío de la noche, y provisto de un farolillo se dejaba los ojos bajo el reflejo de las estrellas mientras intentaba repasar los capítulos de las
Prescripciones dejadas por los espíritus de Liu Juan-Zi
, un apasionante tratado de cirugía que había adquirido de segunda mano en el mercado de los libros. Allí estudiaba hasta que el sueño le vencía o la lluvia apagaba el farol. Entonces, y sólo entonces, buscaba un hueco para descansar entre los pies de Xu y el pescado podrido.

Pero cada noche, y sin que faltara una, antes de que sus párpados se doblegaran por el cansancio, recordaba la deshonra de su padre y la amargura le embargaba.

* * *

Con el paso de los meses, Cí aprendió a distinguir las heridas accidentales de las producidas con el ánimo de matar; a discernir entre los cortes producidos por las hachas de los causados por dagas, cuchillos de cocina, machetes o espadas; a diferenciar un ahorcamiento de un suicidio; a advertir que, dado que la cantidad de ponzoña ingerida en un suicidio siempre era menor que la empleada en un asesinato, un mismo veneno producía efectos distintos dependiendo de quién lo hubiera suministrado. Descubrió que los procedimientos empleados para asesinar solían ser burdos e instintivos cuando los motivos obedecían a los celos, el arrebato o la disputa inesperada, pero que incrementaban su sofisticación y su astucia si procedían de la obsesión y la premeditación.

Cada nuevo caso representaba un reto que despertaba no sólo su inteligencia, sino también su imaginación. Sin tiempo ni medios, debía ensamblar cada cicatriz, cada herida, cada inflamación, cada induración o coloración, cada detalle por nimio que éste pareciese en un mosaico completo. En ocasiones, un simple mechón de pelo o una sutil supuración podían suministrar las claves para la resolución de un asunto inexplicable.

Y él odiaba no encontrarlas.

Cadáver tras cadáver, hubo de aceptar la magnitud de su ignorancia. Por mucho que a los demás sus averiguaciones se les antojasen cosa de magia, cuanto más aprendía, más se percataba de la escasez de sus conocimientos. A veces se desesperaba ante un síntoma desconocido, ante un cadáver mudo, ante una cicatriz imposible de identificar o ante una deducción equivocada. Cuando le sucedía esto, admiraba aún más a su antiguo maestro, el juez Feng, el hombre que le había inculcado el amor por la investigación y el detalle. Con él había aprendido cosas que nunca le enseñaron en la universidad. Y al igual que entonces, Cí ahora estaba descubriendo un nuevo mundo de sabiduría que Xu compartía con él.

Porque Xu también sabía de muertos.

—A éste no hace falta abrirlo. Mira su panza. Está reventado por dentro —le decía ufano, orgulloso de conocer algo que creía que Cí ignoraba.

En efecto, Xu dominaba la observación de los cadáveres del mismo modo que ejercía con habilidad la interpretación de los gestos en los vivos. Sabía dar la vuelta a los cuerpos, encontrar huesos rotos, adivinar palizas, reconocer hematomas, augurar causas, procedencias y determinar hasta el oficio de los muertos que pasaban por sus manos igual que si interrogara a un vivo. Llevaba años en el cementerio trajinando con cadáveres, ayudaba en la incineración de los difuntos budistas y, según contaba, hasta había trabajado de enterrador en las cárceles de Sichuan, donde las torturas y las muertes violentas se sucedían a diario. Una experiencia de la que Cí carecía.

—Allí sí que se veían ejecuciones. ¡Asesinatos de verdad y no estos juegos de niños! —presumía ante Cí—. Si sus familias no les llevaban alimentos a la cárcel, el gobierno no se los proporcionaba, así que aquello era una jauría de lobos.

Al oírle, Cí recordó a su hermano Lu y la terrible muerte que había tenido. Quiso creer que en las cárceles de Sichuan su destino no habría sido muy distinto.

La experiencia de Xu era una inagotable fuente de conocimientos de la que Cí bebía sin saciarse; un torrente del que se empapaba con ansia a la espera del día en que pudiera presentarse a los exámenes imperiales.

Pero todo aquello no era suficiente y sus escasos ratos libres los dedicaba al estudio.

Cuando llegó el invierno, le propuso al adivino ampliar su instrucción adquiriendo nuevos libros. Xu estuvo de acuerdo.

—Pero tendrás que pagártelos de tu dinero.

A Cí no le importó. Al fin y al cabo, el negocio proporcionaba lo suficiente como para alimentar a Tercera y comprar nuevas medicinas, que cada vez resultaban más caras. El resto estaría bien empleado si Xu le permitía disponer de tiempo para estudiar.

Durante la primavera, Cí adquirió aplomo. Su vista se había agudizado hasta distinguir, a la primera, el color violáceo de una contusión del tono púrpura escondido bajo un golpe seco; su olfato había aprendido a separar el hedor de la corrupción de la fetidez más dulzona de la gangrena; sus dedos percibían las durezas bajo los tejidos, las pequeñas llagas producidas por una soga alrededor de un cuello, la blandura de la vejez, las quemaduras causadas por los tratamientos de moxibustión, e incluso las ínfimas cicatrices provocadas por las agujas de acupuntura.

Cada día se sentía más seguro. Más confiado.

Y ése fue su error.

Un día lluvioso de abril, un profuso séquito de nobles lujosamente ataviados ascendió lentamente por la ladera del cementerio portando un ataúd. Los dos sirvientes que le precedían se adelantaron a la comitiva y buscaron a Xu con la intención de que ilustrase a los familiares sobre las causas del deceso. Por lo visto, el fallecido, un alto cargo del Ministerio de la Guerra, había muerto la noche anterior tras una larga enfermedad de la que apenas había trascendido su causa y sus parientes deseaban saber si el fallecimiento podría haberse evitado.

Después de acordar el precio, Xu fue a buscar a Cí. Lo encontró donde lo había dejado, enfangado en el interior de una fosa cuyas paredes se habían derrumbado mientras la ensanchaba. Sus ropas estaban tan sucias que Cí pidió a Xu tiempo suficiente para adecentarse, pero éste le urgió a que se cubriera con el disfraz y atendiera a aquella gente. Cí obedeció a regañadientes, pero los guantes que le había confeccionado la mujer de Xu para ocultar las quemaduras de sus manos estaban manchados de lodo.

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