El lector de cadáveres (19 page)

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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El lector de cadáveres
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—¿Estás seguro? —preguntó el cocinero. Le temblaba la mano.

«No».

Pero asintió.

El pinche apretó los dientes al tiempo que empuñaba el cuchillo con firmeza. Cí percibió su tensión. La piel se estiró como la resina hasta que en un chasquido reventó. Entonces el cuchillo avanzó directo hacia su corazón. Su pecho latió bajo la hoja y de nuevo contuvo la respiración. El cocinero esperó algún signo de renuncia, pero Cí no se lo concedió.

—¡Continúa, maldito cabrón!

En ese instante escuchó la sonrisa sarcástica del gigante. Cí lo miró. Su torso era un reguero de sangre, pero el alcohol parecía haberle adormilado no sólo los sentidos, sino también la razón.

—¿Quién es el cobarde? —rugió mientras volcaba la jarra en su garganta.

Cí sabía que si continuaban, se desencadenaría la tragedia. Pero necesitaba el dinero.

«Grita de una maldita vez».

De repente, como si le hubiera leído el pensamiento, sucedió. La cara del gigante se tornó lívida y sus ojillos embrutecidos se nublaron para a continuación abrirse espantosamente, como si acabara de ver alguna terrible aparición. Se levantó empapado en sangre y avanzó hacia Cí tambaleándose, con el cuchillo hundido hasta el mango a la altura del corazón.

—¡Fu... fue él quien se movió! —balbuceó su cocinero exculpándose.

—¡Di... ablo de mu... cha... cho!

Fueron las últimas palabras del gigante. Dio un paso más y se derrumbó como una montaña, derribando a cuantos apostantes y mesas había a su alrededor.

Un tumulto de hombres intentó reanimarlo mientras unos pocos se afanaban en cobrar lo ganado.

—¡Vámonos de aquí! ¡Rápido!

Cí no tuvo tiempo de vestirse. El adivino lo enganchó del brazo y tiró de él hacia una puerta trasera aprovechando la confusión. Afortunadamente, la noche era cerrada y apenas había gente. Corrieron por el callejón que daba al canal hasta un puente de piedra bajo el que se ocultaron.

—Toma. Cúbrete y espera aquí.

Cí cogió la chaqueta de lino que le ofrecía y tapó sus heridas después de limpiárselas. Luego aguardó un tiempo, preguntándose si alguna vez volvería a ver al adivino. Para su extrañeza, apareció al poco con un saco repleto de bártulos.

—Tuve que encargar al mozuelo de la puerta que escondiera los demás trastos en un almacén. ¿Cómo estás? ¿Te duele mucho? —Cí negó con la cabeza—. Déjame ver. ¡Por Buda! Aún no sé cómo le has derrotado.

—Ni yo por qué apostaste por mí.

—Ya te lo explicaré luego. Utiliza esto. —Sacó un emplasto y se lo aplicó sobre las heridas—. Por el gran diablo Swhan, ¿cómo te hiciste esas quemaduras?

Cí no le contestó. El hombre terminó de vendarle con un trapo viejo. Luego se despojó de la piel de burro y cubrió con ella al joven. El frío de las montañas comenzaba a aterirle los huesos.

—Y dime, ¿tienes trabajo?

Cí volvió a negar con la cabeza.

—¿Dónde vives?

—No es asunto tuyo. ¿Conseguiste cobrar? —le atajó Cí.

—Por supuesto. —Se rio—. Soy adivino, pero no estúpido. ¿Es esto lo que buscas? —Le ofreció una bolsa repleta de monedas.

Cí asintió. Se guardó la bolsa con los ochocientos
qián
apostados convertidos en mil seiscientos. Aunque era menos de lo que le correspondía, prefirió no porfiar.

—Tengo que irme —dijo Cí secamente y se levantó dispuesto a marcharse.

—¡Eh! ¿A qué tanta prisa? Mírate. Con esa pierna no llegarás muy lejos.

—Necesito una farmacia.

—¿A estas horas? Además, esa herida no te la tratarán en una farmacia. Sé de un curandero que...

—No la necesito para mí. —Intentó andar, pero cojeó—. ¡Maldita pierna!

—¡Maldición! ¡Siéntate o nos descubrirán! Esos que han apostado sus jornales no son monjes budistas. En cuanto se les pase la borrachera, nos matarán para recuperarlos.

—He ganado limpiamente.

—Sí. Tan limpiamente como yo con los grillos. A mí no me engañas, chico. Tú y yo estamos hechos de la misma arcilla. Me fijé cuando el gigante te apretó el hombro. Ni te inmutaste. En ese momento no le di importancia, pero luego, cuando enseñaste todas esas cicatrices y, sobre todo, las que coincidían con las del recorrido del dragón... ¡Vamos, chico! No era la primera vez que jugabas a esto, y a fe que sabías bien lo que hacías. Y te digo: no sé cómo diablos lo consigues, pero engañaste a toda esa gente y a ese montón de músculos. A todos menos a mí. A Xu, el adivino. Por eso aposté por ti.

—No sé de qué me hablas.

—Ya. Yo tampoco entiendo de imanes, pero bueno... A ver, deja que le eche un vistazo a esa pierna. —Le subió la pernera y observó la herida—. ¡Maldición, chico! ¿Te ha mordido un tigre?

Cí apretó los dientes. Estaba perdiendo un tiempo precioso y no podía esperar más. No se había jugado la vida por Tercera para permanecer toda la noche escondido.

—Tengo que irme. ¿Conoces alguna farmacia o no?

—Alguna conozco, pero no te abrirán a menos que te acompañe. ¿No puedes esperar a mañana?

—No. No puedo.

—¡Maldito muchacho! Está bien. Vamos.

Avanzaron entre las callejuelas de los muelles, ocultos por la bruma. Conforme se aproximaban a los almacenes, el olor a pescado podrido se mezclaba con el frío en un aroma vomitivo cada vez más espeso. Varios vagabundos se les quedaron mirando con ojos ambiciosos, pero la cojera de Cí y la piel raída de burro les disuadieron de atacarles. En el callejón de las raspas, el lugar donde los desechos y las vísceras de pescado encontraban su último provecho, el adivino se detuvo. Sorteó el caldo de sangre pútrida que encharcaba el suelo y llamó a la segunda puerta de un edificio que parecía un tugurio de bandidos. Al cabo de un instante, el resplandor de un farolillo anunció la presencia de un hombre.

—¡Abre! Soy Xu.

—¿Traes lo que me debes?

—¡Diablos! ¡Abre! Traigo un herido.

El sonido de un cerrojo oxidado precedió al ruido de la puerta al abrirse. Tras ella apareció un hombre plagado de diviesos. Les miró de abajo arriba y escupió con desgana.

—¿Tienes mi dinero?

Xu le apartó de un empujón y pasó dentro. Si el exterior parecía una cueva de ladrones, el interior era un estercolero. Una vez acomodados, Cí le solicitó el remedio. El hombre asintió con la cabeza y desapareció tras una cortinilla. Detrás se oyeron cuchicheos.

—No te preocupes. Es una rata, pero de fiar —dijo el adivino.

Al poco regresó el hombre con el remedio. Cí lo probó. Era el correcto, aunque la cantidad era escasa. Le pidió más, pero el hombre dijo que era cuanto tenía. El hombre le exigió mil
qián
, pero se conformó con ochocientos.

—¡Oye! Dale algo también para la pierna —le exigió Xu a su conocido.

—No necesito...

—Tranquilo, chico. Esto corre de mi cuenta.

El adivino pagó al hombre y salieron del tugurio. Comenzaba a llover y arreciaba el viento. Cí se dispuso a despedirse de Xu.

—Gracias por...

—No tiene importancia. Escucha... he estado pensando... Dijiste que no tenías trabajo...

—Así es.

—Verás... Lo cierto es que desde hace años mi verdadero oficio es el de enterrador. Una profesión bien pagada si sabes cómo tratar a los familiares de los difuntos. Trabajo en los Campos de la Muerte, en el Gran Cementerio de Lin’an. Lo de adivino es sólo un apaño. En cuanto engañas a un par de paletos, se corre la voz y el truco del grillo ya se ha jodido. Tengo que ir cambiando de zona, pero los cabrones del hampa lo controlan todo. O les pagas, o más vale que te largues a otro lado. Lin’an es grande, pero no tanto.

—Ya. Entiendo... —Tenía prisa, pero no quería parecer desagradecido.

—Al final, para sacar cuatro
qián
, tienes que vender dulces, reparar cacerolas, adivinar el porvenir o contar cuentos. Y lo que he ganado esta noche tampoco es tanto. ¡Joder! ¡Tengo familia, y el vino y las putas cuestan dinero! —Se rio.

—Perdona, pero...

—Vale, vale. ¿Hacia dónde vas? ¿Al sur? Venga, vamos. Te acompaño.

Cí le dijo que tomaría alguna barca en el Canal Imperial, ahora que podía permitírselo.

—Es la ventaja de ser rico. ¿Te gustaría ganar más dinero? —Se carcajeó y golpeó con el codo a Cí en las costillas, olvidando que lo habían pateado.

—Vaya pregunta. ¡Por supuesto!

—Pues como te decía, lo de los grillos tan sólo cubre gastos... En cambio, tú y yo juntos... Yo conozco los mercados, los rincones. Sé embaucar a la gente, y tú con ese don... Podríamos hacernos de oro...

—¿A qué te refieres?

—Sí, hombre. Lo haríamos con cuidado. No como con ese gigante, no. Buscaremos chulos, bravucones y perdonavidas, charlatanes y fanfarrones borrachos... El puerto está lleno de imbéciles dispuestos a apostar su pellejo contra un muchacho imberbe. Los desplumaremos y, antes de que se den cuenta, estaremos lejos con su dinero.

—Te agradezco la oferta, pero lo cierto es que tengo otros planes.

—¿Otros planes? ¿Lo dices por el reparto? Si es por eso, estoy dispuesto a cederte la mitad de las ganancias. ¿O acaso crees que podrías hacerlo tú solo? ¿Es eso? Porque si es eso, te equivocas, muchacho. Yo...

—No. No es eso. Es que prefiero un empleo menos arriesgado. He de dejarte. Ten. Tu piel —dijo mientras se acercaba a la barcaza que cubría el trayecto.

—Da igual. Quédatela. Espera... ¿Cómo te llamas?

Cí no le contestó. Le dio las gracias por todo, se encaramó a la barca de un salto y se perdió entre las brumas.

* * *

El trayecto de vuelta se le antojó odiosamente interminable, como si por más que avanzara, los dioses se empeñaran en alejar una y otra vez el horizonte. Cuando desembarcó junto a la pensión, sólo pensaba en su hermana Tercera. Desconocía el motivo, pero tenía la horrible sensación de que algo malo le había sucedido. Subió las escaleras a trompicones sin reparar en su pierna herida. No había faroles y apenas se veía nada. Al llegar a la puerta encontró la cortina echada. Sólo escuchó los latidos de su corazón. El silencio le pareció tan inquietante como el de un sepulcro profanado. Apartó la cortina despacio. La lluvia entraba por el agujero de la pared encharcándolo todo.

Llamó a Tercera, pero no contestó nadie.

Mientras se acercaba al escondrijo en el que la había ocultado, sus manos comenzaron a temblar. Rezó para que Tercera estuviera dormida. Lentamente, separó las ramas de bambú. Detrás, apareció un bulto agazapado, inmóvil, inerte. A Cí se le heló el corazón. Aguardó un instante temiendo lo peor. Intentó pronunciar su nombre, pero la voz se le quebró en la garganta. Lentamente, alargó la mano, despacio, como si temiese tocarla, hasta que sus dedos rozaron el enredo de trapos que descansaban sobre el suelo. Entonces su garganta dejó escapar un grito de horror.

Bajo el bulto no había nada. Tan sólo una manta empapada y los restos de la ropa que vestía Tercera cuando la había dejado aquella mañana.

____ 14 ____

C
í se lanzó escaleras abajo aullando el nombre de su hermana. Alcanzó el piso principal casi sin resuello y se coló en la habitación del posadero, al que sacó a rastras de la esterilla en la que dormía. El hombre se protegió la cabeza pensando que iban a matarlo, pero al ver a Cí se levantó e intentó defenderse. Cí no tuvo piedad. Paró su envite y lo aferró por el cuello con rabia.

—¿Dónde está? —Le apretó hasta sofocarle.

—¿Dónde está quién? —Los ojos del posadero pugnaban por salirse de sus órbitas.

—¡La niña que vino conmigo! ¡Responde o te mato!

—Es... está ahí dentro. Yo...

Cí lo arrojó al suelo con violencia y se adentró por las habitaciones como un poseso, arramblando contra muebles y enseres mientras penetraba en un tenebroso almacén que parecía abandonado, un estercolero de taburetes viejos, baúles abiertos y armarios desvencijados que abrió uno por uno temiéndose lo peor. Finalmente, llegó a un último cuarto en el que parpadeaba un lúgubre farolillo de aceite. Entró despacio. La luz anaranjada teñía las paredes desconchadas sobre las que descansaban biombos, esteras, aperos de pesca y cajas desarmadas. La oscuridad le sobrecogió. De repente, un ruido le hizo girar la cabeza hacia el fondo de la habitación hasta distinguir la figura de una joven asustada. La muchacha, acurrucada en el suelo, temblaba como si estuviera viendo al diablo. Cí avanzó hacia ella despacio, turbado por el vacilante resplandor que iluminaba su rostro ensuciado por la mugre. No quiso aproximarse más. Sobre su regazo yacía, inerme, el cuerpecito de Tercera.

Iba a arrodillarse junto a ella cuando algo le golpeó en la cabeza con tal violencia que le hizo perder la conciencia.

* * *

Despertó entre tinieblas, con la lengua pastosa y la cabeza como si se la hubiesen coceado. Apenas podía ver y le costaba respirar. Cerca de él, la luz del farol seguía titilando, barnizando de naranja la lóbrega estancia. Intentó moverse, pero no pudo. Se encontraba boca abajo, atado y amordazado. Trató de incorporarse, pero un pie sobre su mejilla se lo impidió. No pudo apreciar de quién era, aunque apestaba al mismo tufo que el del dueño del hostal. Su voz se lo confirmó.

—¿Así es como nos lo pagas, maldito bastardo? ¡Debería matarte aquí mismo! Mira que se lo dije: «Deja que se pudra. Esa cría no es asunto tuyo...». Pero ella se empeñó en salvarla. Y ahora llegas tú, pedazo de boñiga, e intentas estrangularme y destrozas mi casa. —Apretó aún más el pie contra su cara.

—Padre, déjelo... —Se oyó una voz femenina implorar desde la oscuridad.

—¡Y tú calla, por el santo Buda! Estos cabrones se follan a las niñas, las dejan medio muertas y aún pretenden golpearnos. ¿Pues sabes lo que te digo? Que aquí se acaba tu carrera porque es la última vez que jodes a alguien. —Sacó un cuchillo y lo acercó al cuello de Cí. El joven percibió cómo la punta penetraba en su garganta y se retorció—. ¿Te duele, bastardo?

A Cí no le dolía. Tan sólo notaba la presión de la hoja fría abriéndose paso bajo su mandíbula. Creyó escuchar una vocecita antes de desvanecerse.

—Es mi her... ma-no...

Cí pensó que se moría.

* * *

De nuevo la misma sensación de pesadez... La misma oscuridad.

Apenas logró carraspear. Continuaba atado, pero la venda que antes le amordazaba cerraba ahora el corte de su cuello. Entre la penumbra logró distinguir a la hija del posadero. Seguía con Tercera en brazos y enjugaba su sudor con un paño. La pequeña tosía. Del padre de la joven no quedaba ni rastro. Supuso que estaría atendiendo a algún huésped o resolviendo cualquier otro asunto.

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