El lector de cadáveres (23 page)

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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El lector de cadáveres
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—¡Eh! No te equivoques, chico. Yo pongo la idea. Pongo el lugar. Y pongo los muertos.

—Y si yo no acepto, eso es exactamente lo que tendrás: los muertos. Quiero la mitad o no hay trato.

—¿Pero qué te has creído? ¿El dios del dinero?

—Dijiste que sería peligroso.

—También lo será para mí.

Cí lo meditó. Sin la debida autorización, la manipulación de cadáveres era un delito gravemente penado, y por lo que sabía de los métodos de Xu, le daba la impresión de que en el trabajo que había planeado para él se incluía examinar a los muertos. Hizo ademán de incorporarse, pero el adivino le agarró. El hombrecillo sacó una jarra con licor de arroz y lo vertió en dos cuencos. Se bebió el primero y a continuación el segundo. Eructó.

—De acuerdo. Te daré la quinta parte —concedió.

Cí lo miró. Sintió que su corazón temblaba tanto como las manos del adivino.

—Gracias por la comida. —Y se levantó.

—¡Condenado muchacho! ¡Siéntate de una vez! Esto tiene que ser un negocio para los dos, y soy yo quien más arriesga. Si averiguan que ando mercadeando con los cadáveres, me echarán a la calle.

—Y a mí a los perros.

El adivino frunció el ceño y se sirvió otro trago de licor. Esta vez le ofreció un cuenco a Cí. Vació el suyo un par de veces más antes de hablar. Luego se levantó y cambió el tono de voz.

—Mira, hijo, tú crees que todo este negocio va a depender de esos poderes especiales que pareces poseer, pero las cosas no funcionan así. Hay que convencer a los familiares para que nos permitan acceder a los cuerpos, averiguar cuanto podamos sobre ellos, interrogarles con anterioridad para conocer hasta el último detalle de sus deseos y de sus anhelos. El arte de la adivinación se compone de una parte de verdad, diez de mentiras y un resto de ilusión. Tendremos que seleccionar a las familias más pudientes, hablar con ellas durante el velatorio, y todo ello con el mayor sigilo para que nadie nos estropee el negocio. Un tercio de lo que saquemos. Mi última oferta. Es justo para los dos.

Cí se levantó, juntó los puños sobre su pecho y se inclinó ante él.

—¿Cuándo empezamos? —preguntó.

* * *

Durante el resto de la mañana Cí ayudó a Xu a enderezar lápidas, limpiar fosas y cavar sepulturas. Mientras trabajaban, Xu le confesó que en ocasiones acudía a un templo budista para ayudar con las cremaciones. Añadió que los confucianos denostaban aquel horrible método que consumía el cuerpo, pero la creciente influencia budista y lo oneroso de los enterramientos empujaban a muchos necesitados a cruzar la frontera del más allá mediante el fuego purificador. A Cí le interesó la posibilidad de acompañarle, pues sería una oportunidad para volver a practicar el estudio con cadáveres, algo que no hacía desde que dejó de ayudar a Feng. Cuando Xu le preguntó cómo había conseguido sus habilidades, Cí improvisó que su don era un rasgo de su familia.

—¿El mismo que te impide notar el dolor?

—El mismo, sí —mintió.

—Pues entonces no te quejes tanto y ponte a trabajar. —Y le señaló una nueva tumba.

Comieron arroz aderezado con una horrible salsa preparada con agua turbia, de la que Xu se mostró especialmente orgulloso. Pasado el mediodía, Cí se dedicó a limpiar y ordenar el Mausoleo Eterno. La habitación contigua en la que el adivino almacenaba su instrumental era lo más parecido a un estercolero, así que dedujo que la casa de Xu sería una pocilga o algo peor. Por eso, cuando el adivino le propuso que él y Tercera se trasladaran a vivir con él, la idea no le entusiasmó.

—¿Qué opinas? —preguntó el adivino sin reparar en el rostro de Cí—. Si vamos a ser socios, es lo mínimo que puedo hacer por ti, ¿no? —Se detuvo un instante y frunció el ceño—. Claro que, obviamente, tendrías que pagarme... Pero al menos solucionarías el problema de tu hermana.

—¿Pagar? Pero si no tengo dinero.

—Por eso no te preocupes. Sería apenas una bagatela que además me cobraría de tus honorarios. Digamos que... ¿la décima parte?

—¿¡La décima parte!? —Cí abrió los ojos desmesuradamente—. ¿A eso lo llamas bagatela?

—¡Por supuesto! —dijo convencido—. Y ten en cuenta que a ese precio deberás añadir que tu hermana ayude a mi mujer en la pescadería, que no quiero inútiles en mi casa.

Aunque el coste se le antojó exorbitante, a Cí le tranquilizó escuchar que su mujer cuidaría de Tercera. Xu le explicó que vivía con sus dos esposas. Había tenido tres hijas, pero por fortuna ya había conseguido casarlas, así que se había librado de ellas. A Cí sólo le preocupaba la salud de su hermana. Cuando se lo expuso a Xu, éste le comentó que de lo único de lo que debería ocuparse Tercera sería de limpiar el pescado y de ordenar el género. Cí se relajó. Parecía como si de repente toda su vida comenzara a enderezarse.

Discutieron sobre la forma en que organizarían el trabajo. Xu le contó a Cí la cadencia de entierros, que estimó en unos cincuenta diarios, de los cuales una buena parte eran causados por accidentes, ajustes de cuentas o asesinatos. Le explicó que existían otros enterradores, pero que intentaría adjudicarse los sepelios más beneficiosos. Además, entre sus planes no sólo figuraba averiguar cosas de los muertos. También aprovecharían para hacer negocio con los vivos.

—Al fin y al cabo, tú sabes algo de enfermedades. Seguro que de un vistazo puedes adivinar si alguien padece mal de estómago, o de tripas, o de intestinos...

—Tripas e intestinos son lo mismo —aclaró Cí.

—¡Eh, chico! No te hagas el listo conmigo —le atajó—. Como te decía, la gente siempre viene aquí con remordimientos. Ya sabes: algún mal comportamiento, alguna pequeña traición, algún hurto que el difunto cometió en vida... Si establecemos una relación entre el mal que pueda aquejarles con el alma atormentada del muerto, querrán desembarazarse de la maldición y podremos sacarles el dinero.

Para disgusto de Xu, Cí se negó en redondo. Una cosa era aplicar sus conocimientos para averiguar detalles sobre las circunstancias de los fallecimientos y otra muy distinta aprovecharse de unos incautos con necesidad de consuelo.

Xu no se dio por vencido.

—De acuerdo. Tú identifica la dolencia, que yo me ocuparé del resto.

Cí se rascó la cabeza. Estaba claro que trabajar con Xu le iba a ocasionar más de un disgusto.

Esa misma tarde asistieron a seis entierros. Cí trató de examinar un cadáver cuyos párpados inflamados parecían anunciar una muerte violenta, pero los familiares del difunto se lo impidieron. Cuando sucedió por tercera vez, Xu comenzó a plantearse si realmente había hecho un buen negocio. Le dijo a Cí que tendría que espabilar o que rompería el acuerdo.

Cí se quedó pensativo. Anochecía y pronto cerrarían las puertas del cementerio. Tomó aliento y miró el cortejo que ascendía lento por la ladera. Podría ser su última oportunidad. Enseguida advirtió que se trataba de una familia de posibles, porque el féretro estaba lujosamente labrado y porque, tras ellos, un grupo de músicos pagados entonaba una melodía lúgubre. Rápidamente buscó entre los asistentes al que le pareció más afectado, un joven enlutado cuyos ojos enrojecidos mostraban un palpable sufrimiento. A Cí le avergonzaba lo que iba a hacer, pero no lo dudó. De un modo u otro tenía que alimentar a Tercera, así que se aseguró de que sus manos permanecieran ocultas bajo los guantes y se acercó al joven con la excusa de acompañarle en el sentimiento. Luego le ofreció una varilla de un incienso al que atribuyó un poder especial. Mientras fabulaba sobre las cualidades del perfume, buscó en el aspecto del joven el rastro de alguna dolencia. Pronto advirtió un tono amarillento en sus ojos que gracias a sus conocimientos médicos identificó con una afección del hígado.

—A veces, la muerte de un familiar agrava los vómitos y las náuseas —le confesó—. Si no lo remediáis, el dolor que sufrís en vuestro costado derecho tarde o temprano os llevará a la tumba.

Al escucharlo, el joven empezó a temblar como si un espectro acabara de anticiparle un fatídico destino. Cuando le preguntó si acaso era adivino, Cí enmudeció.

—Y de los buenos —intervino Xu con una sonrisa.

Xu no perdió el tiempo. Se acercó al joven y, tras hacerle una reverencia pasmosamente exagerada, lo agarró del brazo y lo apartó un poco del cortejo. Cí no supo de qué hablaron, pero por el rostro de satisfacción de Xu y la bolsa que le mostró después, dedujo que el negocio comenzaba a dar sus frutos.

* * *

Aquella noche Cí conoció la barcaza en la que vivía el adivino. Sin duda, la nave había hecho su última singladura hacía tiempo y lo que quedaba de ella permanecía amarrado al muelle, merced a unas sogas de cáñamo que impedían que se fuera al fondo. Crujía a cada paso y apestaba a pescado podrido. A Cí le pareció cualquier cosa menos una vivienda, pero Xu se mostró orgulloso de ella. El joven iba a traspasar la loneta que hacía de puerta, cuando de repente se dio de bruces con una mujer que gritaba como si le estuvieran robando. La mujer intentó echar a Cí y a la niña, pero el adivino la detuvo.

—Ésta es mi esposa, Manzana —se rio Xu, y al instante salió otra mujer más joven que se inclinó al verlos—. Y ésta también, Luz —presumió sin dejar de reír.

Mientras cenaban, Cí hubo de soportar los cuchicheos de las dos mujeres. Ambas renegaron una y otra vez de la idea de hospedar a dos personas más en un lugar en el que no cabía ni un grillo, pero cuando Xu les arrojó la sarta de monedas que gracias a Cí había ganado en el cementerio, las mujeres mudaron el rostro y dibujaron una exagerada sonrisa.

—Ya te pagaré tu parte —le susurró a Cí, y se encogió de hombros.

Se acostaron prensados como arenques. A Cí le tocó junto a los pies de Xu, y se preguntó entonces si no habría sido preferible dormir junto al pescado podrido. Pensó si su incapacidad para distinguir el dolor le proporcionaba una especial habilidad para percibir los aromas, y al punto saltó a su mente el extraño olor que había advertido en su casa el día que fue abatida por un rayo. Aquel olor acre e intenso... aquel olor... Intentó girarse para encontrar una posición más cómoda, pero no lo consiguió.

Mecido por el chapotear del agua, trató de conciliar el sueño. En la lejanía se escuchaban los tenues golpes de gong que anunciaban el paso de las horas. No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que el sopor comenzó a vencerle. Imágenes de su época en la universidad afloraron a su pensamiento y una extraña felicidad le embargó. Estaba soñando con su graduación cuando de repente sintió que le tapaban la boca y le agitaban con violencia. Abrió los ojos asustado y se encontró con el aliento de Xu, que le conminaba a que se levantara en silencio.

—¡Tenemos problemas! ¡Deprisa! —susurró.

—¿Por qué? ¿Qué sucede?

—Te dije que sería peligroso.

____ 16 ____

D
urante la noche apenas si circulaban barcazas por Lin’an, así que tuvieron que prescindir de los canales y seguir a pie al desconocido que les había despertado. Cí logró vislumbrar un rostro oscuro embozado bajo una túnica raída que tiempo atrás pudo haber sido naranja. El hombre se desplazaba con sigilo y en cada esquina se detenía para comprobar si alguien les seguía, haciéndoles indicaciones para que se pararan o avanzaran. Cí volvió a preguntar a Xu qué sucedía, pero éste le aconsejó que guardara silencio y caminara.

Atravesaron la ciudad empleando los callejones peor iluminados para evitar los pelotones de la prefectura que habitualmente patrullaban la ciudad. Cí advirtió que se dirigían hacia las montañas occidentales, el lugar donde se asentaba el principal monasterio budista de la ciudad. Aunque su nombre oficial era el Palacio de las Almas Elegidas, la mayoría de los ciudadanos se referían a él como el Asador de Cadáveres, porque era allí donde noche y día se quemaba a los muertos que no se podían enterrar. Cuando alcanzaron la Gran Pagoda, con la interminable torre de los mil escalones que presidía el complejo, la luna aún brillaba entre nubes amenazadoras.

El hombre que les había conducido hasta allí les hizo una seña para que se detuvieran y se identificó ante el que custodiaba la entrada. Luego entró en el recinto y les ordenó que esperaran. Cuando el hombre desapareció, Cí insistió a Xu para que le contase lo que ocurría, pero el adivino sólo acertó a decirle que le siguiera la corriente y mantuviera la boca cerrada.

Poco después apareció un anciano de ojos pálidos y voz temblorosa. Xu se inclinó ante él y Cí le imitó. El hombre devolvió la reverencia y les solicitó amablemente que le acompañasen. Ambos avanzaron despacio tras él, mientras Cí se asombraba de la exuberante decoración que engalanaba las paredes, en contraste con la sobriedad de los templos erigidos en honor al maestro Confucio. Atravesaron las dependencias del edificio principal y se encaminaron hacia el ala septentrional, donde decían que la carne de los muertos ardía hasta consumirse. Allí tomaron un pasadizo cuya descarnada desnudez contrastaba con la fastuosa decoración que habían dejado atrás y que parecía descender hasta las profundidades de los infiernos. Un hedor nauseabundo anunció la proximidad de la sala de incineración. El lugar atemorizó a Cí.

La sala era una caverna mohosa excavada en la ladera, cubierta por una niebla de cenizas que dificultaba la respiración. Entre la neblina, Cí distinguió una enorme pira sobre la que descansaba un cadáver desnudo y varias figuras de pie a su alrededor. Contó unos diez.

Como si supiera lo que debía hacer, Xu se acercó a la pira.

—¿Es éste? —preguntó, y le hizo una seña a Cí para que se aproximara. Luego pidió a los presentes que le dejaran espacio suficiente para examinar el cadáver—. No quise contártelo para no alarmarte —le susurró a Cí mientras palpaba descuidadamente los miembros del muerto—, pero esta momia era el jefe de una de las bandas de delincuentes más poderosas de la ciudad. Los que nos rodean son sus hijos y quieren que averigüemos quién le mató.

—¿Y cómo pretenden que hagamos eso? —Su voz fue otro bisbiseo.

—Porque ayer les aseguré que tú podrías hacerlo.

—¿Tú? ¿Acaso has perdido el juicio? Pues diles que te equivocaste y marchémonos —susurró.

—No puedo hacer eso.

—¿Por qué?

Xu tragó saliva.

—Porque ya cobré el dinero.

Cí observó a los familiares. Sus miradas eran frías y cortantes como el filo de las dagas que empuñaban. Imaginó que si fallaba, habría más de un cadáver en la sala.

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