El lector de cadáveres (21 page)

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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El lector de cadáveres
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Necesitaba trabajar ya.

«Sí, ¿pero de qué?».

Elaboró un esquema mental de las tareas que presumía que sería capaz de desempeñar con eficiencia, y de éstas desestimó aquéllas por las que nadie le pagaría. Cuando terminó, repasó el listado y llegó a la conclusión de que era un inepto. En un mercado abarrotado de braceros, sus conocimientos legales no le servirían ni para distinguir un pez comestible de uno envenenado. Por lo demás, apenas si dominaba otro oficio manual que el propio de los campesinos, y convaleciente como estaba, dudaba que tuviera fuerzas para trabajar de mozo de carga. Aun así, tras ser rechazado en varios comercios, se acercó a un almacén de sal y pidió una oportunidad.

El encargado que le atendió lo miró como si le ofrecieran comprar un burro cojo. Tocó sus hombros sopesando cuánto resistiría y guiñó un ojo a su ayudante. Luego subió a una escalera e indicó a Cí que se colocara debajo.

Cuando el primer fardo cayó sobre sus espaldas, las costillas le crujieron como ramas secas. Al segundo saco, Cí dobló el espinazo y cayó de bruces bajo la carga.

Los dos hombres estallaron en carcajadas. Luego, el más grande apartó los sacos de sal y empujó a Cí como si fuera otro fardo, para seguidamente continuar acarreando sacos como si nada hubiera pasado.

Cí se arrastró hasta la calle mientras intentaba recuperar el resuello. No percibía dolor físico, pero las secuelas de las heridas le habían hecho mella. Pese a saber que difícilmente obtendría un empleo sin formar parte de los gremios que controlaban hasta el más calamitoso de los oficios, se levantó y continuó recorriendo negocios, talleres, almacenes y muelles, pero no logró que nadie le ofreciese trabajo ni siquiera a cambio de comida.

Tampoco le extrañó. Si alguna cosa sobraba en Lin’an, además de delincuentes y muertos de hambre, eran mozos robustos dispuestos a dejarse la piel de sol a sol por un mísero tazón de arroz.

Hasta la corporación municipal de recogida de excrementos, cuyas cuadrillas batían a diario los canales para vender las inmundicias a los agricultores, le negó un empleo. Suplicó al oficial al mando un día de prueba a cambio de alimento, pero el hombre denegó con la cabeza mientras le señalaba los cientos como él que malvivían pidiendo.

—Si quieres recoger mierda, tendrás que cagarla primero.

Cí no malgastó saliva. Simplemente, se la tragó. Echó a andar por un callejón perpendicular a la avenida Imperial y continuó sin rumbo fijo hasta plantarse al otro lado de las murallas. Llevaba vagabundeando un rato cuando un griterío procedente de un recodo junto a los baluartes atrajo su atención.

Bajo un tendal mugriento varias personas sujetaban a un niño que se debatía semidesnudo ante el regocijo de los presentes. Los alaridos del crío se tornaron aún más agudos cuando un hombre armado con un cuchillo se acercó a él.

Cí comprendió al punto que se trataba de una castración. Sin advertirlo, había llegado al lugar donde habitualmente se apostaban los
cuchilleros
de las murallas, barberos especializados que por una módica cantidad convertían a pequeños indigentes rebosantes de vida en los futuros eunucos del emperador. Lo sabía porque junto a Feng había contemplado los cadáveres de decenas de ellos tras morir consumidos por las fiebres, gangrenados o simplemente vacíos de sangre como cabritos degollados. Y por el aspecto de aquel barbero y de su descuidado instrumental, todo hacía presagiar que aquel chiquillo pasaría pronto a engrosar las fosas de los cementerios.

Apartó como pudo a un par de pordioseros y se hizo un hueco entre el público que se apostaba frente al espectáculo. Entonces Cí palideció.

El barbero, un anciano sin dientes que apestaba a licor, había intentado seccionar los genitales al niño infiriéndole un corte que, en lugar de los testículos, había sajado parcialmente su pequeño pene. Cí imaginó que el anciano jamás concluiría la intervención con éxito. Ahora tendría que incluir el pene en la amputación, y ésa era una operación que exigía una destreza de la que las manos temblorosas del anciano parecían carecer. Mientras el niño se desgañitaba como si le estuvieran abriendo en dos, Cí se acercó hasta la que parecía ser su madre, quien entre sollozos pedía a su hijo que mantuviera la calma. Cí dudó de la conveniencia de lo que iba a hacer, pero finalmente se atrevió.

—Buena mujer, si permitís que este hombre continúe, vuestro hijo morirá en sus brazos.

—¡Apártate! —balbuceó el anciano esgrimiendo torpemente el cuchillo ensangrentado.

Cí retrocedió mientras clavaba su mirada en los ojos brillantes del barbero. Sin duda, aquel hombre se había bebido ya hasta la última moneda que le hubieran pagado.

—Ya eres un hombrecito, de modo que no llorarás, ¿verdad? —balbuceó.

El niño asintió, pero su rostro indicaba lo contrario.

El cuchillero se frotó los ojos e intentó restañar la hemorragia mientras achacaba el error de la incisión a un movimiento del niño. Dijo que el tajo alcanzaba el conducto urinario, lo cual le obligaría a ampliar la amputación. Sacó de entre sus adminículos un tallo de paja y embadurnó el pequeño tallo de jade sanguinolento con salsa picante.

Cí meneó la cabeza. El cuchillero parecía haber contenido el flujo, pero aun así debía apresurarse. Observó cómo se apoderaba de una venda sucia y liaba con ella el pene y los testículos del crío, retorciéndolos juntos como si fueran una tripa de embutido. El niño gritó, pero el viejo no se inmutó y preguntó al padre si realmente estaba decidido. La pregunta era obligatoria, pues la emasculación no sólo convertiría al niño en un «no hombre» para el resto de sus días, sino que, conforme a las enseñanzas confucianas, le acompañaría más allá de la tumba impidiéndole descansar en paz.

El padre asintió.

El cuchillero tomó aire. Cogió una pequeña rama y la introdujo entre los dientes del aterrorizado pequeño. Le dijo que mordiera con fuerza.

—Y vosotros, sujetadlo.

Tras comprobar que todos estaban dispuestos, dirigió el vendaje que envolvía los genitales hacia la ingle derecha, alzó la lanceta, inspiró y descargó el brazo con la violencia justa como para sajar de un único tajo los testículos y el tallo de jade, al tiempo que un grito desgarrador atronaba a los presentes. De inmediato, entregó el miembro amputado al padre para que lo custodiara y procedió a contener la sangre con unos paños empapados en agua con sal. Seguidamente, introdujo un tallo de paja en el conducto urinario para impedir su cierre, ligó las venas descuidadamente, cosió los bordes de la herida y vendó el torso del niño.

Cuando el hombre anunció la conclusión de la amputación, los parientes rompieron a llorar de alegría.

—Se ha desmayado por el dolor, pero se recuperará pronto —les aseguró.

El cuchillero instruyó al padre en la necesidad de que durante dos horas el niño caminara todo lo posible. Después debería guardar reposo tres días antes de retirarle el tallo de paja. Si orinaba sin problemas, todo quedaría resuelto.

Sin comprobar que la venda ejerciera la presión adecuada, recogió su instrumental y lo metió en una bolsa de loneta sucia. Se disponía a marcharse cuando Cí le detuvo.

—Ese niño aún necesita cuidados —observó.

El hombre le miró con desdén y soltó un escupitajo.

—Pues yo lo único que necesito son críos. —Sonrió con malicia.

Cí se mordió los labios. Iba a replicarle cuando unos alaridos a su espalda lo alertaron. Al volverse, observó con horror que los familiares del pequeño eunuco gritaban acuclillados alrededor de su hijo, el cual yacía lívido sobre un charco de sangre. De inmediato intentó ayudarles, pero el pequeño era prácticamente un cadáver. Iba a exigirle al cuchillero que le auxiliara cuando al girarse advirtió que había desaparecido. No pudo hacer más porque los gritos atrajeron a un par de guardias que al comprobar que Cí retrocedía con las manos cubiertas de sangre corrieron hacia él para detenerlo.

Se escabulló como pudo entre una multitud. Poco después encontró refugio bajo uno de los puentes de piedra, donde aprovechó para lavarse las manos. Después miró al cielo.

«Mediodía. Y aún no sé cómo pagaré al hospedero».

Un pequeño grillo trepó por su zapato.

Cí lo alejó de un capirotazo. Sin embargo, cuando el animalejo se debatía por recuperar la posición, recordó algo.

«La propuesta del adivino».

Sólo de imaginarlo le entraron náuseas. Odiaba valerse de su enfermedad, pero sus circunstancias y las de su hermana le obligaban a planteárselo. Quizá fuera para lo único para lo que realmente valiese. Para ir de pelea en pelea convertido en una atracción de feria.

Miró las aguas oscuras del canal corriendo turbias hacia el río. Imaginó el frío y tembló. Pensó en saltar, pero la imagen de su hermana le contuvo.

Apartó la vista de una corriente que le atraía con la insistente promesa de una salida rápida y se levantó decidido. Tal vez aquél fuera su destino, pero al menos lucharía por evitarlo. Escupió cerca del grillo y salió en busca del adivino.

* * *

Escudriñó hasta debajo de las piedras, pero no le encontró. Recorrió los mercadillos del distrito pesquero, el rastro de las salazones, el mercado de tejidos situado junto a las sederías del muelle y el elegante Mercado Imperial, el mayor y mejor provisto de los almacenes de la capital. En todos preguntó a mozos, a tenderos, a maleantes y a desocupados, sin que ninguno supiera darle razón. Era como si la tierra se lo hubiera tragado, hubiera lamido su rastro y después hubiera vomitado cien charlatanes distintos para que pulularan de un lado a otro ocupando su lugar.

Iba a darse por vencido cuando recordó que, la noche del desafío, el adivino le había hablado de su empleo en el Gran Cementerio de Lin’an.

* * *

De camino a los Campos de la Muerte, se preguntó si estaría haciendo lo correcto. Al fin y al cabo, su presencia en la capital obedecía a su empecinada obsesión por los estudios, un empeño que de nada le serviría si terminaba convirtiéndose en el muerto más listo del imperio.

Pensó si no habría sido mejor huir a otra ciudad y buscar refugio en un lugar en el que nadie les conociese, lejos de los amenazadores tentáculos de Kao. Pero seguía allí, intentando prolongar no sabía qué, en nombre de un sueño que cualquier cuerdo calificaría de imposible.

Cerró los ojos y pensó en su padre, el hombre que ahora sabía que les había deshonrado, el hombre que había traicionado la memoria de su familia condenándoles a él y a Tercera al oprobio perpetuo. Nada más hacerlo, una punzada le atravesó el corazón. Su padre... Le parecía imposible que la persona que le había educado en la rectitud y en el sacrificio fuera la misma que había robado y traicionado la confianza del juez Feng. Pero los informes eran concluyentes. Los había leído con cuidado y recordaba detalladamente cada una de las acusaciones. Se prometió entonces que jamás sería tan indigno, tan falso y tan infame como él. Descargó su rabia pateando los tablones de la borda. Su padre era el único responsable de cuanto les estaba sucediendo. Sin embargo, mientras la razón alimentaba su odio, una pulsión en su interior le impelía a creer en su inocencia.

No abrió los ojos hasta que el suelo de madera le sacudió. La barcaza en la que se había colado se cimbreó con torpeza hiriendo su flanco contra el dique del embarcadero del lago del Oeste, justo a las faldas de la colina en la que se ubicaba el cementerio.

Mientras ascendía por la suave cumbre que precedía a los Campos de la Muerte, observó a la variopinta multitud que se afanaba por alcanzar la cima. Tras la jornada laboral, los familiares solían congregarse para acudir a honrar a sus muertos portando toda clase de viandas con las que practicar sus ofrendas. Se acordó de Tercera. Comenzaba a atardecer y ni siquiera tenía la certeza de que la hija del posadero le hubiera proporcionado algo de comida. La sola idea de imaginarla hambrienta le hizo estremecer, de modo que aceleró el paso, dejó atrás al séquito de plañideras y adelantó a los hombres que se acercaban al enorme portalón de entrada con un ataúd a hombros.

Una vez en el cementerio, deambuló entre los modestos postes funerarios buscando a algún cuidador que pudiera indicarle el paradero del adivino. Al no encontrarlo, continuó el ascenso hacia la parte más noble de la colina, donde el manto de césped rodeaba primorosamente las lápidas de piedra que anunciaban el comienzo de los jardines y los mausoleos de la colina. Allí, las familias más pudientes, vestidas de riguroso blanco, ofrecían a los difuntos té recién preparado y encendían las varillas de incienso cuyo aroma se fundía con el verdor de la hierba y la húmeda neblina. Tras coronar la cima, se alejó de los llantos y los lamentos para dirigirse hacia un pabellón de color pardo oscuro cuyos aleros curvados le recordaron las alas de un siniestro cuervo. En las inmediaciones, un jardinero sombrío le indicó que encontraría a la persona por la que preguntaba no muy lejos de allí, en los alrededores del Mausoleo Eterno.

Cí se lo agradeció. Siguiendo sus indicaciones, alcanzó un templete de planta cuadrada que emergía de entre la niebla como un espectro. A sus pies, un hombrecillo semienterrado extraía tierra de una tumba abierta, escupiendo exabruptos a cada paletada. Al reconocer al adivino, un temblor le sacudió. Se detuvo un momento mientras contemplaba al hombre resoplar. Luego se acercó despacio, dudando de si aquélla sería una elección acertada.

Estaba a punto de irse cuando el adivino elevó la mirada y clavó sus ojos en él. El hombrecillo dejó la pala sobre el montón de tierra y se enderezó. Luego se escupió en las manos y meneó la cabeza. Cí no supo qué decir, pero el adivino se adelantó.

—¿Se puede saber qué demonios haces aquí? —Hundió la pala en la fosa con cara de pocos amigos—. Si lo que buscas es más dinero, ya me lo he gastado en putas y vino, así que ya puedes largarte por donde has venido.

Cí frunció el entrecejo.

—Pensé que te alegrarías de verme. Al menos, anoche parecías más entusiasmado.

El adivino le interrumpió con un resoplido.

—Anoche estaba bebido, de modo que ahueca, que tengo trabajo.

—¿Ya no recuerdas que ayer me ofreciste participar en...?

—Mira, muchacho, gracias a ti, ahora todo Lin’an sabe lo que hacía con los grillos. Y suerte que esta mañana pude escapar, que si me agarran los energúmenos que pretendían acogotarme, sería yo ahora el que ocuparía este sitio. —Y señaló la fosa que estaba abriendo.

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