—Imanes —declaró Cí—. Eso por no hablar del repelente de alcanfor con el que estaban embadurnados los tramos finales de los carriles competidores o de las trampillas que bloqueaban al grillo de tu propiedad cuando pasaba bajo los túneles, las que liberaban un segundo grillo con todas sus patas y, finalmente, las que retenían a ese segundo para soltar a un tercero, cojo de nuevo y con la lámina metálica adherida a su abdomen. Aunque claro... todo esto no hace falta que te lo explique, ¿verdad?
El adivino volvió a mirarlo de arriba abajo. Apretó los labios y le ofreció un trago que Cí rechazó.
—¿Qué es lo que quieres? —Enarcó las cejas.
—Mis ochocientos
qián.
Los que habría ganado con la apuesta.
—Ya. Pues haberlo descubierto antes. Y ahora márchate, que aquí tengo faena.
—No me iré hasta que no me pagues.
—Mira, chico, eres listo, de eso no hay duda, pero me estás cansando. ¡Zhao! —Hizo una seña al tabernero, que aguardaba cerca—. Dale un cuenco de arroz. Que se largue y cárgalo a mi cuenta.
—Te lo repito por última vez. Págame o contaré a todo el mundo...
—Ya basta —le interrumpió el tabernero.
—¡No! ¡No basta! —bramó alguien detrás, y toda la taberna se giró como si un ejército hubiera irrumpido por la puerta.
En el centro de la sala se erguía, desafiante, un gigante aún mayor que el tabernero. Cí lo reconoció. Era el mismo apostante que había anunciado venganza: el dueño del grillo azul. La cara del adivino pasó del asombro al terror al comprobar que el gigante apartaba a empellones a cuantos le salían a su paso y avanzaba directo hacia él. El tabernero intentó detenerle, pero un violento puñetazo lo derribó. Al llegar a un palmo del adivino, el gigante se detuvo. Resoplaba como un animal que paladeara el dulce momento. Su inmensa mano derecha aferró el cuello del adivino y con la otra agarró a Cí.
—Y ahora oigamos de nuevo esa historia de los imanes.
Cí no se arredró. Despreciaba a los estafadores, pero más aún a quienes abusaban de la violencia para conseguir sus propósitos. Y aquel tipo no sólo parecía dispuesto a emplearla para recuperar su dinero, sino que daba la sensación de que también arramblaría con el de todos cuantos habían apostado.
—Ése es un asunto entre el adivino y yo —le desafió Cí. El gigante apretó su zarpa sobre el hombro de Cí, pero éste no se inmutó.
—¡Al diablo los dos! —Y los lanzó contra una celosía vieja que saltó en mil pedazos.
Cí se levantó a duras penas mientras el gigante se sentaba a horcajadas sobre el adivino y oprimía su cuello como si fuera un ganso. El joven se abalanzó sobre él y descargó su puño sobre su espalda, pero fue como si le pegara a una muralla. El gigante se volvió y le soltó un manotazo que lo envió de vuelta a la celosía. Cí noto en sus labios el sabor cálido de la sangre. El resto de clientes se apresuró a rodearles al olor de la pelea. El corro era asfixiante y las monedas comenzaron a saltar de los cinturones para cambiar de manos en un incesante frenesí.
—Cien a uno a favor del gigante —gritó un jovenzuelo erigiéndose como depositario.
—¡Apúntame doscientos!
—¡Mil más a mí!
—¡Dos mil si lo mata! —terció un tercero.
El alcohol azuzaba a los congregados como lobos ávidos de sangre. Cí comprendió enseguida que su vida corría peligro. Miró a su alrededor. Pensó en huir, pero rodeado como estaba, difícilmente lo conseguiría. Para cuando quiso darse cuenta, la mole se había levantado hasta casi rozar el techo y le contemplaba con el desprecio de quien se dispone a aplastar una cucaracha y sacudirse después el polvo de los zapatos. En un momento dado, el gigante se escupió a las manos y las alzó vigorosamente reclamando más ardor en las apuestas. Cí pensó en Tercera. Entonces lo decidió.
—No es la primera vez que acabo con un afeminado —le espetó Cí.
—¿Cómo dices? —rugió el gigante y alzó su brazo para terminar con el pelele, pero Cí se apartó a tiempo y el hombre cayó de bruces.
—Apuesto a que no eres tan hombre como pareces —volvió a retarle Cí.
—Voy a comerme tus entrañas y echaré los restos a los perros. —Se levantó para arrojarse de nuevo contra Cí, que volvió a esquivar el golpe.
—¿Acaso temes que un pobre cojo te derrote? ¡Unos cuchillos! —reclamó.
El gigante se revolvió con una sonrisa en la boca. Sin duda, su rival ignoraba que él era un experto en el manejo de armas blancas.
—Tú mismo te has condenado —farfulló mientras agarraba un cuenco con licor y lo vaciaba en su garganta. Se limpió con el brazo y empuñó uno de los cuchillos que habían traído de las cocinas.
Cí sopesó el suyo. Era afilado como una espada. Se disponía a tomar posición cuando el jovenzuelo que se encargaba de las apuestas se interpuso temerariamente entre ambos.
—¿Alguien apuesta por el mequetrefe? —Sonrió—. ¡Vamos! ¡Necesito cubrir las apuestas! El muchacho se mueve rápido. Al menos por que dure un asalto...
Todos se carcajearon, pero nadie apostó.
—Ya lo hago yo por mí —dijo el propio Cí ante el estupor de los presentes—. ¡Ochocientos
qián
! —Y miró al adivino buscando su consentimiento.
El adivino le observó, extrañado. Meditó un momento mordiéndose los labios y luego asintió. Hurgó bajo su faldón, sacó las ochocientas monedas que se correspondían con la deuda de Cí y se las entregó al encargado. Después meneó la cabeza como si acabase de tirar el dinero y volvió a su taburete, donde ya le esperaba una nueva prostituta.
—Muy bien. ¿Alguien más? ¿No? Pues entonces... ¡Torsos al aire y que comience el duelo!
El gigante sonrió, guiñó el ojo a un conocido y fanfarroneó con otros colegas sobre cómo iba a trinchar a aquel insolente de rasgos agraciados. Lentamente, se desprendió de su bata dejando a la vista una capa de músculos capaz de competir con un toro. Sin ropa era aún más inmenso, pero a Cí no le impresionó. El gigante agarró un cuenco con aceite y se lo volcó sobre el pecho para embadurnarse por completo. Luego aguardó a que lo hiciera Cí.
—¿Te has cagado? —le preguntó el gigante al ver que no se movía.
Cí no respondió. En una especie de ritual, se despojó de sus pertenencias, que depositó cerca de él tras apilarlas con cuidado. Lo hizo con calma, despreocupado, como si de antemano conociese su destino y también el del oponente, que le esperaba ofuscado. Luego retiró los cinco botones que aseguraban su camisola, dejando que descansara suelta sobre sus hombros. Los presentes le miraban atentamente, contagiados de la lentitud de cada movimiento, de su extraña tranquilidad, impacientes por que se desencadenara la masacre, pero Cí continuaba impávido. Poco a poco se abrió la camisa y la dejó caer hasta el suelo provocando un murmullo de estupor.
En contraste con la armonía de sus facciones, todo su torso era un amasijo de carne quemada; una maraña de jirones cicatrizados, piel abrasada y músculo herido, testigos mudos de algún episodio atroz. Al advertirlo, hasta el propio gigante retrocedió.
Cí plegó la camisola y la colocó sobre una mesa. Cuando lo hizo, los comensales abrieron un pasillo para permitirle el paso.
—Estoy listo —declaró, y el gentío bramó—. ¡Pero antes...! —Los presentes callaron expectantes—. Pero antes quiero brindarle a este hombre la oportunidad de salvar su vida.
—¡Ahórrate toda esa mierda para cuando estés en el ataúd! —respondió el gigante en una mezcla de asombro e indignación.
—Deberías tomarme en serio. —Cí entornó los ojos—. ¿O acaso crees que alguien que ha sobrevivido a estas cicatrices es fácil de matar?
El gigante abrió la boca estúpidamente, pero Cí continuó.
—No disfruto ejecutando a nadie, así que voy a ofrecerte algo distinto. ¿Qué tal el desafío del dragón? —increpó Cí.
El gigante parpadeó. El desafío del dragón era un reto que equilibraba las fuerzas, pero que pocos se atrevían a afrontar. Consistía en emplear los cuchillos para autoinfligirse heridas conforme a un patrón dibujado sobre sus cuerpos, tan peligrosas como ellos mismos establecieran, tan extensas y profundas como los contendientes fueran capaces de soportar. El primero que gritase, sería el perdedor.
—Yo la haría aquí, sobre el pezón izquierdo, encima del corazón —sugirió Cí, esperando que la sensibilidad de la zona jugara en su beneficio.
—¿Crees que soy estúpido? ¿Por qué habría de herirme si puedo liquidarte sin sufrir un rasguño? —balbució el gigante. Comenzaba a sentirse nervioso y Cí lo advirtió.
—No te lo reprocho. He conocido antes a cobardes como tú, así que no tienes por qué hacerlo —dijo Cí bien alto para que todos pudieran escucharlo.
El gigante adivinó en los rostros de los presentes el calado del desafío. No temía al muchacho, pero si rechazaba su reto, la duda sobre su hombría se extendería por todo el puerto. Y eso era algo que no se podía permitir.
Justo como lo había planeado Cí.
—De acuerdo, renacuajo. Vas a tragarte tus palabras junto con el resto de tus dientes —bramó.
El gentío acogió la decisión con júbilo y el dinero corrió de nuevo. Cuando los ánimos se calmaron, Cí intervino.
—Llamaremos a los cocineros para que sean ellos quienes se encarguen. Si nadie tiene inconveniente, las reglas serán las habituales: empezarán cortando por el pezón, continuarán rajando a su alrededor siguiendo la trayectoria de un caracol, prolongarán el corte hacia el exterior, profundizando cada vez más, y sólo se detendrán cuando uno grite de dolor.
—De acuerdo —concedió el gigante—. Pero yo también tengo mis condiciones.
La muchedumbre le miró expectante. Cí le temió, pero ya no podía retroceder.
—Suéltalas.
El gigante miró a todos uno por uno mientras disfrutaba del momento.
—Gane quien gane, el vencedor hundirá al otro el cuchillo en el corazón.
–¡A
puesto diez mil
qián
por el chico!
Todos, incluido Cí, se giraron estupefactos hacia el hombre que había dado la voz.
—¡Se ha vuelto loco! —cuchichearon en un remolino.
—¡Va a perder hasta los ojos! —añadió otro, sorprendido.
El adivino no se inmutó. Sacó de sus pantalones una cartera y de ésta un billete que anunciaba exactamente ese valor. El encargado de las apuestas cogió el billete para comprobar los sellos y las firmas estampadas en el anverso y el dibujo que mostraba como advertencia a un falsificador de billetes ajusticiado en el reverso. Sin duda, era legítimo. Tan sólo faltaba acreditar si entre los apostantes había suficiente dinero para cubrir la hipotética derrota del gigante. Tras asegurarse de ello, el hombre anunció con el toque de un gong el comienzo del duelo.
Cí se situó a unos tres pasos del gigante. A sus costados, dos cocineros previamente instruidos aguardaban expectantes con sendos cuchillos en cuyas hojas habían practicado las marcas que determinarían la profundidad hasta la que deberían hundirlos. El gigante miró los cuchillos de reojo, como quien vigila a una serpiente cercana sin saber si es venenosa o no, mientras embuchaba unos últimos tragos de licor. Después escupió y gritó como un energúmeno solicitando otra botella.
El desafío comenzó.
El primer cocinero empapó un pincel en tinta negra y comenzó a pintar el trayecto que debía guiar al cuchillo sobre la masa de músculos del gigante. Luego le tocó el turno a Cí. El segundo cocinero realizó una operación similar, pero al discurrir sobre su pecho izquierdo, un temblor le sacudió. Sobre el cuerpo abrasado ya se apreciaba un camino similar, labrado en la carne por una profunda cicatriz. Al instante comprendió que no era la primera vez que el joven disputaba el desafío del dragón.
Mientras el cocinero lo pintaba, Cí entornó los párpados para invocar la protección de los espíritus. Tres años atrás, para salvaguardar el honor de un familiar, se había visto obligado, a su pesar, a participar en un desafío similar. En aquella ocasión había vencido, aunque el reto estuvo a punto de costarle la vida. Era la otra cara de la moneda: no percibía el dolor, pero su ausencia no le avisaba de ningún riesgo mortal. Y ésta era una de esas ocasiones en las que no sabía si saldría victorioso. De hecho, existía la posibilidad de que su cuchillo le perforase el pulmón antes de que el otro atravesase la gruesa capa de grasa y músculo que forraba el corpachón del gigante. Sin embargo, el riesgo merecía la pena, porque Tercera necesitaba que quedara vencedor.
* * *
Cí tragó saliva. El espectáculo iba a comenzar y los bramidos de los presentes atronaban en el salón. Parecían una jauría hambrienta y él era la presa.
No sintió el pinchazo. Sin embargo, percibió con claridad el hilo de sangre que borboteaba bajo su pezón y se deslizaba por su vientre hasta mancharle el pantalón. Era el momento más complicado. Cualquier respingo podía hacerle perder la apuesta. Precisamente por ello, debía mantener la calma y esperar a que el cuchillo de su contrincante hiciera su trabajo. Respiró profundamente cuando la punta comenzó a desgarrarle la piel. Mientras el corte crecía, observó frente a él al segundo cocinero haciendo lo propio con su adversario.
El gigante esbozó un gesto de dolor cuando la punta penetró sobre la areola amarronada, pero la sonrisa cínica que seguidamente le regaló le indicó a Cí que se enfrentaba a un serio problema. Cuanto más tiempo se prolongara la prueba, más cerca estaría él del cementerio.
De manos de los cocineros, los cuchillos avanzaron lenta pero inexorablemente, abriéndose paso a través de surcos cada vez más profundos, destrozando grasa y carne, perforando músculos, salpicando sangre y rasgando tejidos que provocaban en los contendientes gestos cada vez más dolorosos e incontrolados. En Cí, fingidos, pero en el gigante, verdaderos. Sin embargo, la boca del coloso permanecía sellada, las mandíbulas encajadas y el cuello prieto, agarrotado. Sólo su mirada iracunda, clavada en la de Cí, era el espejo de su dolor.
De repente, Cí advirtió cómo la punta del cuchillo se detenía sobre sus costillas, a un suspiro del corazón. El cocinero había apretado demasiado y la hoja había chocado contra la costilla, encallándose entre ésta y el tejido cicatrizado, duro como un tendón. Cí dejó de respirar. Cualquier movimiento brusco le perforaría el pulmón. El gigante apreció el gesto de Cí, e interpretándolo como el preludio de su victoria, pidió otra jarra de licor. Cí impelió a su cocinero a que continuara, pues si se detenía más de lo convenido, caería derrotado.