«Y el segundo par lo olvidé en la barcaza».
No podía arriesgarse a que sus quemaduras le identificaran.
—Sabes que no puedo hacerlo sin guantes —le dijo a Xu, al cual le había contado en numerosas ocasiones que le repelía examinar los cadáveres sin ellos.
—Maldita sea, Cí. Pues escóndelas o métetelas en el culo. Podrías hacerlo hasta con las manos en la espalda.
Debería haberse negado, pero Cí se confió. Al fin y al cabo, imaginó que sería otro caso más de un viejo fallecido por una enfermedad. Se colocó el disfraz en el pabellón y salió a recibir al cortejo, procurando mantener ocultas las manos bajo las mangas. Nada más ver el rostro del cadáver, adivinó que se trataba de un simple asunto de apoplejía.
«Está bien. Hagamos la escena».
Primero se inclinó ante el séquito y luego se aproximó al ataúd. El cuello del difunto presentaba cierta hinchazón. Su rostro arrugado era afable y sus ropas de gala olían a incienso y a sándalo. Nada anormal. No precisaba tocarlo. Los familiares sólo deseaban una confirmación y eso era lo que iba a darles. Se aseguró de que sus manos permanecieran bajo las mangas y simuló que examinaba el rostro, el cuello y las orejas, paseando las mangas por encima.
—Murió de apoplejía —dictaminó.
Los familiares se inclinaron con gesto de agradecimiento y Cí les correspondió. Había sido un trabajo fácil. Sin embargo, cuando ya se retiraba, una voz resonó a sus espaldas.
—¡Cogedlo!
Antes de que pudiera remediarlo, dos hombres le sujetaron y un tercero comenzó a registrarlo.
—¿Qué sucede? —intentó zafarse Cí.
—¿Dónde está? ¿Dónde lo has metido? —le increpó uno.
—Vi cómo lo escamoteaba bajo las mangas —le acusó otro.
Cí miró a Xu buscando una explicación, pero éste se mantuvo apartado. Entonces sus captores le conminaron a que devolviera el broche de perlas que acababa de robar. Cí no supo qué decir. Por más que lo intentó, no logró convencerles de que era inocente. Ni siquiera cuando lo desnudaron se quedaron tranquilos. Tras arrojarle las ropas a la cara para que se cubriera, volvieron a increparle.
—¡Maldito quemado! O nos dices dónde está el broche o te molemos a palos.
Cí intentó pensar. Uno de los familiares había ordenado a un mozo que volviera a la ciudad y comunicara el robo a las autoridades, pero el resto de los asistentes no parecían dispuestos a aguardar su regreso. Los dos hombres que le sujetaban le retorcieron los brazos, pero, para la extrañeza de ambos, Cí no se inmutó.
—¡Os repito que no he robado nada! ¡Si ni siquiera lo he rozado! —se defendió.
Un puñetazo en el estómago le dobló en dos. Sintió que le faltaba la respiración.
—Devuélvelo o no saldrás vivo.
Aquellos hombres le iban a matar. Pensó en Tercera y gritó de impotencia. No había robado nada. Tenía que ser un error. Lo repitió hasta la saciedad, pero no le creyeron. Entonces un hombre se acercó con una cuerda. Cí enmudeció.
Percibió un nudo cerrarse sobre su garganta. El hombre iba a estrangularle cuando una voz autoritaria retumbó como un trueno.
—¡Detente! ¡Suéltalo!
Cí no comprendió. De repente, los mismos que acababan de golpearle lo incorporaron mientras bajaban la testuz. Frente a ellos, el jefe de la familia enarbolaba tembloroso el broche perdido.
—Yo... No sabes cuánto lo siento. Lo acaba de encontrar mi hijo en el fondo del ataúd. Debió desprenderse durante el transporte y... —El patriarca se inclinó reconcomido por el remordimiento.
Cí no dijo nada. Se sacudió el polvo de sus ropas y se perdió entre los setos.
Esa misma tarde meditó sobre la cubierta de la barcaza hasta bien entrada la noche. Quizá su incapacidad para percibir el dolor físico provocaba que el dolor de su espíritu fuera mayor, pero lo cierto era que en buena parte se culpaba a sí mismo por lo sucedido. Si en lugar de preocuparse por mantener ocultas las quemaduras de sus manos, hubiera inspeccionado el cadáver con esmero y pulcritud, tal vez nadie habría sospechado de él. Tampoco le reprochaba a Xu su actitud. Simplemente se había mantenido al margen porque no entendía lo que estaba pasando. En cualquier caso, había aprendido que jamás debía tomar un examen a la ligera por muy evidente que pareciera su resultado y que el más mínimo error podía conducirle a la muerte o, cuando menos, a graves problemas.
Se recostó mirando las estrellas. No había sido una buena jornada. Pronto llegaría el año nuevo y cumpliría veintiún años. Era un mal presagio para comenzarlo.
Dos días después, las cosas fueron a peor.
Aquella mañana se encontraba junto a Xu abrillantando un féretro en el Mausoleo Eterno cuando de repente le llamó la atención un extraño murmullo que provenía del exterior. Al principio lo achacó al canturreo del mozo que rastrillaba en los jardines, pero poco a poco el rumor fue acentuándose hasta transformarse en los ladridos de un perro. Al reconocerlo, su vello se erizó. La última vez que había escuchado ladridos había sido cuando huyó del alguacil Kao. En el cementerio no solían entrar perros. Corrió hacia la puerta y se asomó a través de una rendija. Su rostro se demudó.
Por la colina ascendía un sabueso azuzado por un alguacil uniformado. Era Kao. Instintivamente, Cí se agachó.
—¡Tienes que ayudarme! —le imploró al adivino.
—¿Que te ayude? ¿A qué? —preguntó Xu sin entender nada.
—¡El hombre que viene! Sal y entretenlo mientras pienso algo.
Xu acercó los ojillos a la rendija.
—¡Un alguacil! —se giró incrédulo hacia Cí—. ¿Pero qué has hecho, maldito diablo?
—¡Nada! ¡Dile que me he ido!
—¿Qué te has ido? ¿A dónde?
—No sé. ¡Invéntatelo!
—Ya... Y al perro, ¿qué le cuento?
—¡Te lo ruego, Xu!
El adivino se incorporó y salió del pabellón justo en el instante en el que el alguacil alcanzaba el soportal del mausoleo. Xu respiró al ver que sujetaba al perro.
—Bonito animal —comentó a cierta distancia—. ¿Puedo ayudaros en algo? —Cerró la puerta y se inclinó con respeto.
—Supongo que sí —gruñó el alguacil. El perro le imitó—. ¿Es a ti a quien apodan el adivino?
—Mi nombre es Xu —afirmó.
—Verás, Xu. Hace un par de días interpusieron una denuncia sobre el robo de un broche, aquí, en el cementerio. ¿Sabes de lo que hablo?
—¡Ah! ¿Aquello? Vaya si lo recuerdo... Un bochornoso malentendido. —Sonrió nervioso—. Unos familiares irritables pensaron que les habíamos sustraído un broche, pero enseguida descubrieron que en realidad se había desprendido y descansaba en el fondo del ataúd. Todo acabó solucionado.
—Sí. Eso fue lo que confirmó después uno de los parientes.
—¿Entonces...? —se extrañó Xu.
—El caso es que hablaron de un joven que te ayudaba. Alguien disfrazado, con las manos y el torso quemados... Coincide con la descripción de un fugitivo al que ando buscando. Un joven alto y delgado, bien parecido, con el pelo moreno recogido en un moño...
—¡Ah! ¿El bastardo ese? ¡Maldigo la hora en la que le contraté! —escupió indignado—. Se largó ayer con mi bolsa sin dar explicaciones. Precisamente iba a denunciarle en cuanto acabara la jornada y...
—Ya... —Sacudió la cabeza—. Y, obviamente, no sabes a dónde puede haber ido...
—Pues no sé... A cualquier lado. Quizá al puerto. ¿Por qué? ¿Ha hecho algo?
—Robó un dinero. Y hay una recompensa que podría interesarte... —añadió.
—¿Una recompensa? —Su rostro cambió.
De repente, un ruido procedente del interior del mausoleo advirtió al alguacil.
—¿Quién hay ahí dentro? —Clavó la vista en el templete.
—Nadie, señor. Yo...
—¡Aparta! —le interrumpió Kao.
Desde dentro, Cí observó cómo Xu intentaba retener al alguacil sin éxito. De un vistazo comprobó que la estancia era una cárcel, un ataúd gigante sin ningún lugar para esconderse. Si intentaba huir por la ventana trasera, el perro le cazaría en campo abierto. No había escapatoria. No tenía opción.
—Ahí no hay nada más que muertos —escuchó gritar al adivino mientras Kao pateaba la puerta, que estaba atrancada por dentro.
—Después de que entre, eso es lo que habrá —bramó el alguacil.
Kao se ensañó con el portalón sin lograr que el cerrojo cediera. La puerta era recia y el cierre resistía. Volvió a patearla hasta que descubrió una pala en el suelo. La aferró y sonrió a Xu. El primer golpe hizo saltar las astillas del repujado. Aguantó el segundo, pero al tercero crujió. Se disponía a reventar el cierre cuando de repente, sin que mediara violencia, la puerta se abrió desde dentro. El alguacil retrocedió al contemplar una figura ataviada con un disfraz de adivino que alzó los brazos temblando.
—¡Sal fuera! —ordenó—. ¡La máscara! ¡Quítatela! ¡Vamos! ¡Obedece! —Y azuzó al perro, que ladró como si ansiara devorarlo.
El enmascarado intentó obedecer, pero sus trémulas manos enguantadas no conseguían liberar los nudos.
—¡No me hagas perder la paciencia! ¡Quítate los guantes! ¡Rápido!
El enmascarado, dedo a dedo, se despojó lentamente del guante de la mano derecha. Luego hizo lo propio con la izquierda. Cuando terminó, los dejó caer al suelo. Entonces el rostro de Kao cambió su gesto triunfal por una mueca de estupor.
—Pero... Pero tú...
El alguacil observó unas manos arrugadas sin rastro de quemadura alguna, como si un milagro las hubiese borrado. Desbordado por la rabia, le arrancó la máscara para darse de bruces con el rostro de un viejo asustado.
—¡Aparta!
Empujó al impostor y entró en el mausoleo golpeando y desperdigando cuanto encontró a su alcance. Miró por todos lados, pero el lugar estaba vacío. Kao aulló como un animal herido. Luego salió de la sala y agarró a Xu por la pechera.
—¡Maldito embustero! ¡Dime ahora mismo dónde está o probarás sus colmillos en tu garganta! —El perro dentelleó a su lado.
Pese al pavor, Xu juró que lo ignoraba. El alguacil lo aferró por el cuello.
—¡Voy a vigilarte día y noche, y si ese joven regresa para ayudarte en tus asquerosos negocios, me aseguraré de que lo lamentes el resto de tu vida!
—Señor —intentó hablar Xu—, contraté a ese quemado por pena. Inventé sus habilidades y lo del disfraz para que los incautos no desconfiasen de mí, pero era yo quien le susurraba lo que debía decir. Por eso busqué un nuevo ayudante... —Señaló al jardinero, que temblaba en silencio a unos pasos—. Ese joven no volverá. Ya os dije que me robó. Si regresase, yo mismo le arrancaría los ojos.
Kao escupió sobre los pies de Xu. Luego apretó los dientes y abandonó el cementerio entre una oleada de juramentos.
* * *
Cuando Cí explicó a Xu que había convencido al jardinero para que se ocultase bajo su disfraz, el adivino rompió a reír.
—Pero, por las barbas de Confucio, ¿qué hiciste para que no te encontrara?
Con el temor en el cuerpo, Cí le reveló que al verse atrapado llamó al jardinero desde la ventana trasera y le convenció para que se disfrazara a cambio de un sustancioso soborno.
—E hice que claveteara el ataúd en el que me oculté, para que pareciese que estaba sellado.
Xu soltó otra carcajada mientras Cí pagaba lo convenido al jardinero. Cuando el adivino se hartó de reír, le relató a Cí la conversación que había mantenido con el alguacil.
—Según parece, todo surgió a raíz del episodio de los nobles y el broche de perlas —le confió—. Por lo visto, el que te denunció te describió como un joven disfrazado con las manos quemadas y tu descripción levantó sospechas. —Le miró fijamente—. Supongo que ahora tendrás que explicarme por qué te buscan. De hecho —se cercioró de que el jardinero no le escuchara—, mencionó una recompensa jugosa... Aunque no tanto como lo que sacamos con tus actuaciones. —Sonrió.
Cí guardó silencio. Explicar las vicisitudes que había sufrido desde la trágica desaparición de su familia no sólo era complicado, sino también difícil de creer. Por otro lado, había algo en Xu que le hacía desconfiar de él. Era una sensación parecida a la de alguien que le ofreciera un vaso de agua turbia asegurándole que era cristalina.
—Tal vez debería irme —aventuró Cí.
—De ningún modo —denegó tajante Xu—. Cambiaremos el disfraz por otro menos llamativo. Y seleccionaremos bien a los difuntos. Es más: igual que hiciste en el monasterio, amenazaremos a nuestros clientes para que no revelen el secreto. No soy ambicioso. —Sonrió—. Por ahora tenemos suficiente clientela como para tirar unos meses, así que así seguiremos.
A Cí le quedó el regusto de que Xu lo decía como si sus deseos fueran los amos de su destino. Según le había comentado, desde que trabajaba para él, había reunido más ingresos que en todo un año de estafas con los grillos. Y ahora le daba la sensación de que no iba a permitir que un negocio tan prometedor se derrumbase a las primeras de cambio por proteger a un fugitivo.
—No estoy seguro, Xu. No quiero implicarte en mis problemas —dijo Cí.
—Tus problemas son mis problemas... —le aseguró Xu—. Y tus beneficios, mis beneficios. —Rio exageradamente—. Así que no se hable más del asunto. Olvidemos por un tiempo el teatro con los cadáveres y listo.
Cí aceptó a regañadientes y Xu lo celebró.
Pero días más tarde, cuando Tercera recayó en su enfermedad, Cí comprobó que sus problemas no eran los del adivino.
Una mañana fría las dos esposas de Xu se quejaron de que Tercera sólo era un estorbo. La cría no aprendía, se distraía constantemente, confundía los camarones con las gambas y comía en exceso. Además, debían vigilarla y estar pendientes de una salud que parecía empeorar continuamente. Se lo dijeron a Xu y éste se lo trasladó a Cí.
—Tal vez deberíamos venderla —le planteó el adivino.
Xu insistió en que aquella solución era lo habitual en las familias sin recursos, pero Cí se negó en redondo.
—Pues entonces casémosla —intervino la esposa mayor.
El adivino acogió la propuesta con entusiasmo. Según él, aquélla era una idea que Cí no podría rechazar. Sólo era cuestión de buscar un candidato que valorara la juventud de la cría y se hiciera cargo de ella. Al fin y al cabo, una niña era un estorbo que sólo dejaba de serlo cuando se iba de casa.
—Es lo que hicimos con nuestras hijas —explicó el adivino—. Dijiste que había cumplido ocho años, ¿no? —Hizo ademán de coger a Tercera—. Ya verás. La maquillaremos un poco para que no parezca enferma. Conozco a algunos a los que les gustará este cachorrito.