Cí maldijo entre dientes. Extrajo la pica y se dispuso a repetir la operación. Tensó cada uno de sus músculos y volvió a pensar en las niñas. Esta vez la descarga fue más violenta, pero tampoco logró atravesarlo. Sacó la pica y escupió al suelo.
—Pueden bajarlo. —Pateó una piedra con rabia. Meneó la cabeza de un lado a otro.
No dio explicaciones. Simplemente, agradeció la colaboración y dio por concluido el ensayo.
* * *
El resto de la tarde lo empleó en aclarar sus ideas, cosa que pudo hacer hasta que Astucia Gris lo encontró. El cachorro de juez le preguntó por sus avances, pero Cí no dudó en mentirle. No estaba dispuesto a dejarse engañar otra vez.
—Según parece, ese Suave Delfín era un hombre honesto —le contestó Cí—. Sólo vivía para su trabajo, pero no he indagado mucho más. ¿Y tú? —simuló interesarse también.
—¿Quieres que te sea sincero?
Cí recordó la última vez que su rival le aseguró lo mismo. Pensó que aunque se tratara de su propio padre, Astucia Gris le mentiría igual.
—Este asunto es un regalo envenenado —farfulló Astucia Gris—. No tienen ni idea. Nos ceden un caso sin pies ni cabeza y, como no saben resolverlo, pretenden que nosotros parezcamos los ineptos.
—Sin pies ni cabeza, nunca mejor dicho —ironizó sin ganas Cí—. ¿Y qué tienes previsto hacer?
—He pensado acelerar el otro asunto. El del asesino del alguacil. Lo he madurado bien y no voy a permitir que esos ladinos salpiquen de mierda mi carrera.
Cí también se aceleró. Pese a su temor, intentó averiguar más sobre sus intenciones. Le preguntó si es que habían llegado noticias nuevas de Fujian.
—Al contrario, la valija se está retrasando. De hecho, ayer llegó un correo que esperábamos desde hacía seis días. Por esa razón he decidido acudir yo en persona. —Hizo una pausa—. Te lo aseguro. Necesito un primer éxito inmediatamente. No voy a parar hasta resolver el asesinato de ese Kao.
—Pero ¿y las órdenes de Kan? —intentó disuadirle.
—He hablado con él y no me ha puesto impedimentos. —Sonrió—. Ventajas de ser familia. Tendrás que arreglártelas solo.
Cí se arrepintió de haberle preguntado. Hasta aquel instante había albergado la esperanza de que las pesquisas de Astucia Gris resultaran infructuosas, pero ahora estaba seguro de que el joven juez averiguaría que, en realidad, él era el fugitivo a quien perseguía el alguacil asesinado. Le preguntó cuándo partía.
—Salgo esta noche. Cuanto más tiempo permanezca aquí, más fácil será que me etiqueten de fracasado.
Cí no supo si alegrarse. Por un lado, dispondría de más tranquilidad para trabajar en los asesinatos, pero hablar de tranquilidad cuando ésta dependía de la investigación de Astucia Gris se le antojó una necedad.
—Buena suerte —le dijo.
Nunca había deseado un «buena suerte» tan hipócrita. Tras despedirse, se levantó para dirigirse a su habitación. Tenía muchas cosas en las que pensar.
«Ninguna buena», se lamentó.
L
a llegada del perfumista sorprendió a Cí mientras meditaba sobre el origen de las minúsculas cicatrices en el rostro de uno de los cadáveres. Pese a barajar algunas hipótesis, aún no había llegado a ninguna conclusión, de modo que cuando el hombrecillo le aseguró que estaba de suerte, Cí se alegró. Sin embargo, lo que menos esperaba era que, por toda respuesta, el perfumista le regalara una sonrisilla mientras le tendía un frasquito sellado con cera.
—Podéis olerlo —le ofreció orgulloso.
Cí rompió el sello y aproximó la nariz al intenso aroma que brotaba del frasco y se adentraba en su pituitaria. Era un perfume profundo, denso, dulce y empalagoso como la mermelada, con notas que le recordaron al sándalo y al pachuli. Su vigor le emborrachó. Sin embargo, pese a parecerle familiar, fue incapaz de identificarlo. El perfumista agrió el gesto.
—¿No lo reconocéis?
—¿Acaso debería? —se sorprendió Cí.
—Supongo que sí. Es Esencia de Jade, la fragancia que desde hace años elaboro para el emperador.
Cí frunció el ceño. Desconocía el alcance de la revelación, así que le confesó al perfumista que su estancia en el palacio se reducía a un par de días entre legajos y cadáveres.
—Y aunque he gozado del privilegio de conocer al emperador, puedo aseguraros que las circunstancias del encuentro no ayudaron a que me fijara en su perfume.
—¡Oh, no! Esta esencia no es para él —le advirtió el perfumista.
Cí se frotó el rostro, desvelando su interés. El perfumista le contó que desde hacía años elaboraba con ingredientes secretos y en rigurosa proporción aquella fragancia, cuyo uso estaba absolutamente prohibido a cualquier otra persona que no fuese esposa o concubina del emperador.
—Y que, por supuesto, fabrico para ellas en exclusiva.
Cí permaneció en silencio meditando la revelación del perfumista, que parecía esperar impaciente su aprobación. Finalmente, le preguntó si existía la posibilidad de que alguien en su taller hubiese sustraído una partida. El hombrecillo se ofendió.
—¡Eso es imposible! Cada vez que se me ordena un nuevo suministro, yo me encargo de procesar la fragancia, envasarla, numerarla y trasladarla personalmente a la Corte —aseguró categórico.
—¿Y si alguien hubiese imitado su fragancia?
—¿Imitar? Eso no sólo resultaría improbable, sino que también sería inútil. Lo primero, porque sólo yo conozco los ingredientes y le aseguro que no son fáciles de descubrir. Y lo segundo, porque de ser desenmascarado, el falsificador sería ejecutado sin remisión.
—Ya, entiendo. ¿Y existe la posibilidad de que os equivoquéis?
—¿Qué queréis insinuar? —El perfumista le miró como si le hubiera insultado.
—Me refiero a que si estáis completamente seguro de vuestro descubrimiento... Al fin y al cabo, los restos de fragancia eran mínimos y estaban contaminados con la podredumbre.
—Mirad, joven —afirmó sin atisbo de duda—. Si llevarais trabajando en esto desde el día en que nacisteis, sabríais bien de lo que hablo. Sería capaz de reconocer mi perfume aunque al lado acampara un ejército de elefantes.
Lo dijo tan convencido que Cí no lo dudó. Iba a continuar el interrogatorio cuando el perfumista añadió algo.
—Por cierto, resulta curioso, pero había algo más... Un olor extraño. Acre. Tan sólo unos retazos, pero estaba allí.
—¿Otro perfume?
—No. No era un perfume. Y tampoco procedía de la putrefacción. No sé. Intenté distinguirlo, pero me resultó imposible.
Cí lo anotó entre sus apuntes. Con aquellos datos tenía suficiente, pero se le ocurrió una última cuestión.
—Respecto a ese perfume que elaboráis, Esencia de Jade... en palacio, ¿quién es el encargado de recibirlo?
—No es él, sino ella. —Los ojos del hombrecillo se abrieron como si la contemplara desnuda en ese momento—.Una
nüshi
. La encargada de organizar los encuentros del emperador con sus concubinas. Generalmente, la surto de perfume cada primera luna. Unos treinta botes como éste, según la demanda. Tened en cuenta que, además de la
nüshi
, en el harén conviven unas mil concubinas. Ella es la que recibe y administra todos los lotes, y os aseguro que los custodia como si fueran los hijos que no puede tener.
Tras acompañar hasta la salida al perfumista, Cí se adentró en los jardines. Conocer la existencia de una
nüshi
le había intrigado, y aunque sabía que no podía franquear sus límites, sentía la necesidad de acercarse al Palacio de las Concubinas. Mientras caminaba, repasó mentalmente los datos de los que disponía.
De una parte, estaban los cadáveres. En primer lugar, el del eunuco: un hombre laborioso y minucioso, amante de su familia y aparentemente honesto, cuyo trabajo como ayudante del administrador difícilmente justificaba una colección de antigüedades tan valiosa. Le seguía el de un hombre que rondaría la cincuentena, con el rostro desfigurado y las manos extrañamente corroídas por algún ácido o enfermedad; quizá el único indicio por el que podría identificarle pero del que sabía poco más. Finalmente, quedaba el cuerpo del más joven, con la cara salpicada de unas minúsculas cicatrices de apariencia antigua, a excepción de dos extraños cercos situados sobre los ojos.
En cuanto a asuntos pendientes de indagar, sin duda destacaría los aspectos comunes a los tres asesinatos: el interés del asesino en impedir la identificación de los cadáveres, las terribles heridas en forma de cráteres horadados en sus torsos y el insólito olor a una fragancia elaborada por un único perfumista cuya custodia estaba a cargo de la
nüshi
del emperador.
Para cuando quiso darse cuenta, deambulaba por las inmediaciones del Palacio de las Concubinas, algo que podía resultar peligroso en caso de ser descubierto por algún eunuco. Se agazapó tras un árbol y miró el edificio cuyas celosías velaban hasta el último rincón. Era una construcción delicada, como las mujeres que se alojaban en su interior. Tras los estores de papel le pareció adivinar las siluetas de unas jóvenes gráciles correteando desnudas y, sin pretenderlo, se fijó en ellas. Sintió el aguijón del deseo recorriendo su cuerpo. Hacía tiempo que no yacía con ninguna
flor
.
Intentó desterrar la lujuria de su pensamiento centrándose en las palabras pronunciadas por el perfumista. La
nüshi
era la única persona que administraba aquella fragancia. Nadie más tenía acceso a ella. Ni siquiera los eunucos. Y si, tal y como afirmaba el químico, sólo él fabricaba aquella esencia, no le quedaba otro camino que interrogar a la responsable de su distribución.
De regreso a la Corte exterior, acudió al encuentro del retratista para comprobar el progreso de su trabajo. Una vez en su taller, Cí lanzó una exclamación de admiración. Frente a él, en un lienzo sobre un caballete, se erguía un rostro tan nítido y vívido que parecía que pudiese hablar. El artista había reflejado con absoluta perfección cada rasgo del cadáver hasta devolverlo a la vida. Perfecto en todo, con la excepción de un tremendo error.
—Debí haberlo mencionado, pero tendríais que haberlo dibujado con los ojos abiertos.
La noticia sorprendió al retratista, que se inclinó una y otra vez en señal de arrepentimiento, pero Cí le disculpó asumiendo su parte de responsabilidad. Por fortuna, el artista le aseguró que podía remediarlo.
—Al revés habría sido más complicado.
—¿Podríais añadirle también unas cicatrices?
Sobre el propio retrato, Cí le explicó el tipo, tamaño, forma, número y distribución, especificándole que se abstuviera de pintarlas alrededor de los ojos. Esperó a que terminara el trabajo en previsión de nuevos errores, pero cuando concluyó y pudo contemplar el resultado, Cí le mostró su satisfacción.
—Es realmente magnífico.
El retratista respiró con orgullo, se inclinó ante Cí y le entregó el lienzo de seda, que éste enrolló como si fuera de oro, para a continuación guardarlo en una talega de tela. Se despidieron y Cí se encaminó hacia su cuarto. Una vez allí, desenrolló el lienzo y lo contempló con detenimiento. En efecto, la imagen parecía tener vida. El único problema residía en la imposibilidad de su duplicación, lo cual impedía su distribución y publicidad de forma masiva. Pero, aun así, seguía pensando que le sería útil en cuanto descubriese el origen de aquellas minúsculas cicatrices.
Después de un rato sin saber cómo proseguir, pensó en su maestro Ming, del que añoraba sus consejos y su templanza. Recordó que Ming siempre sabía qué decir o cómo actuar. Se sentía en deuda con él en la misma medida en que se avergonzaba por haberle defraudado. Debería ir a visitarle y compartir las cuestiones que le mantenían intrigado. Enrolló de nuevo el retrato, se pertrechó con sus notas y salió dispuesto a reconciliarse con la única persona que le había ayudado desde su llegada a Lin’an.
Atravesó el jardín sin problemas. Sin embargo, cuando intentó franquear la muralla de palacio, el centinela se lo impidió de malos modos.
—Ahórrate el esfuerzo —le espetó el guardia mientras miraba despectivamente el sello que Cí se empeñaba en mostrarle. Cuando éste le informó de que era un salvoconducto expedido por el mismísimo consejero de los Castigos, el centinela no se inmutó.
—Entonces habla con él. Es Kan quien lo ha ordenado.
Cí no dio crédito a sus palabras, pero el centinela no retrocedió.
Apretó los dientes y pateó un guijarro con la misma rabia con la que habría pateado a Kan de haberlo tenido enfrente. Finalmente, se giró. Si el emperador deseaba que él avanzara en la investigación, tendría que decidir qué hacer con un ministro que parecía más pendiente de ponerle impedimentos que de facilitarle el trabajo. Por fortuna, el salvoconducto parecía conservar su validez en el interior del complejo, lo que le permitió acceder hasta el despacho del secretario personal del emperador. Cí se identificó y solicitó una entrevista, pero el secretario, un anciano de aspecto relamido, le miró como si acabara de posársele una mosca. Resultaba no sólo insólito, sino también insultante que un simple trabajador pretendiese una audiencia con el emperador.
—Hay quienes han muerto por menos —señaló casi sin mirarlo.
Cí se dijo que, si lo quisieran muerto, ya le habrían matado.
Insistió, pero lo único que consiguió fue que la indignación del secretario aumentara. El hombre le ordenó que se retirara bajo amenaza de llamar a la guardia, pero Cí no se arredró. Estaba dispuesto a aclarar aquella situación a costa de lo que fuese, así que permaneció de pie, desafiante, sin ni siquiera pestañear cuando el secretario le amenazó con enviarle a juicio y asistir a su decapitación. Mientras el hombre alzaba cada vez más la voz, Cí advirtió que se aproximaba el séquito imperial, en el que marchaban Kan y el emperador. No dio opción a que le detuvieran. Dejó con la palabra en la boca al secretario y, antes de que la guardia pudiera impedírselo, se arrojó de bruces al suelo frente a ellos. Al reconocerle, Kan ordenó que lo prendieran, pero Ningzong se opuso.
—Extraño modo de presentarte ante tu emperador.
Consciente de su insolencia, Cí no se atrevió a mirar. Golpeó el suelo con la frente y suplicó indulgencia. Al no obtener respuesta, balbuceó que se trataba de un asunto relacionado con los crímenes que no admitía dilación.
—Majestad, ¡esto es intolerable! —bramó Kan.
—Tiempo habrá para los castigos. ¿Has descubierto algo? —se limitó a preguntar el emperador.