—Interesante... Proseguid.
Cí asintió con la cabeza. Se detuvo un instante para aclarar sus ideas y señaló de nuevo al cadáver más joven.
—En mi opinión, el asesino, o bien se vio sorprendido por alguna circunstancia que le acució o no le importó que se pudiera identificar el cuerpo de un pobre obrero al que tal vez ni su madre fuera capaz de reconocer. Sin embargo, se preocupó bien de evitar que esto mismo sucediera con los otros dos, pues conociendo la identidad de los muertos, podríamos hallar un vínculo con su ejecutor.
—Así pues, vuestro veredicto...
—Ojalá lo tuviera —se lamentó Cí.
—¡Os lo advertí, Majestad! ¡No puede leer en los cuerpos! —intervino Kan.
—¿Pero puedes sacar alguna conclusión? —le preguntó el emperador. Su rostro no reflejaba ningún sentimiento.
Cí apretó los dientes antes de contestar.
—Siento defraudaros, Majestad. Supongo que vuestros expertos acertaron al aventurar que estos asesinatos obedecen al designio de alguna secta maléfica. Quizá, de haber dispuesto de los materiales precisos, podría haberos sido más útil. Pero sin pinzas ni vinagre, sin sierras ni químicos, difícilmente me atrevería a aventurar más de lo que hasta ahora he sugerido. Estos cadáveres presentan tal grado de putrefacción que lo único deducible es que ambos crímenes fueron cometidos en fechas cercanas. Por la extensión de la corrupción, primero murió el anciano y después el obrero.
Ningzong se atusó los exiguos bigotes que colgaban transparentes a ambos lados de sus labios mientras permanecía un rato en silencio. Finalmente, hizo una señal a Kan, que se acercó a él como si fuera a besarlo. El emperador murmuró algo y la faz de Kan cambió. El consejero miró a Cí con desprecio y se retiró acompañado de un funcionario.
—Bien, lector de cadáveres, una última cuestión —susurró el emperador—. Antes mencionaste a mis jueces. ¿Hay algo que aún no hayan hecho y que quizá debieran hacer? —Señaló a dos miembros de su séquito ataviados con túnicas verdes y bonete que aguardaban alejados.
Cí contempló sus rostros circunspectos. Parecían del tipo de funcionarios que despreciaban a los médicos. Supuso que a él también.
—¿Lo han dibujado? —señaló al joven cuyo rostro aún era reconocible.
—¿Dibujado? No entiendo.
—En un par de días sólo quedará el cráneo. Yo de ellos elaboraría un retrato lo más preciso posible. Tal vez lo necesiten para una futura identificación.
* * *
Salieron de las mazmorras y se trasladaron a una sala contigua. Era una estancia austera, pero al menos olía a limpio y no pendían cadenas de las paredes. El emperador no llegó a entrar. Comentó algo a un oficial de pelo blanco y piel cetrina, quien asintió una y otra vez. Luego Ningzong se retiró escoltado por todo su séquito, dejando a solas a Cí con el oficial al que acababa de instruir.
Una vez cerradas las puertas, el oficial se acercó a Cí.
—El lector de cadáveres... curioso nombre. ¿Lo elegiste tú? —Lo examinó de arriba abajo mientras giraba a su alrededor.
—No. No, señor. —Cí observó sus pequeños ojos vivarachos brillar bajo unas cejas pobladas.
—Ya. ¿Y qué significa? —El hombre de cabello blanco siguió girando alrededor de Cí.
—Imagino que se refiere a mi habilidad para observar los cadáveres y comprender las causas de la muerte. Me lo pusieron en la academia donde estudio... donde estudiaba —se corrigió.
—En la Academia Ming... Sí. La conozco. Todo el mundo la conoce en Lin’an. Mi nombre es Bo —le confió con gesto afable—. El emperador acaba de asignarme a ti como oficial de enlace, lo cual significa que, a partir de ahora, cuanto necesites y averigües deberás comunicármelo a mí. —Se detuvo frente a él—. Presencié tu intervención de ayer, durante el examen del eunuco... He de reconocer que me dejaste impresionado. Y, por lo visto, al emperador también.
—No sé si es algo de lo que deba alegrarme... Su excelencia el consejero de los Castigos no parecía muy complacido.
—Ya. —Vaciló, pensando en cómo continuar—. Este caso lo lleva personalmente Kan, pero la idea de consultarte ha procedido del emperador. El consejero es un hombre seco, disciplinado, férreo, un hombre a la vieja usanza. Un guerrero acostumbrado a masticar piedras y beber fuego. —Sonrió condescendiente—. En palacio se dice que su educación fue tan estricta que en su niñez nunca lloró, aunque yo apostaría a que nació sin lágrimas. Kan asistió al padre del emperador hasta su muerte y con el tiempo se ha convertido en uno de los consejeros más fieles del emperador Ningzong. Es íntegro. Quizá excesivamente rígido, e incluso en ocasiones tal vez pueda parecer retorcido, como esos árboles que crecen encorvados y que ya jamás se pueden enderezar. Pero es de fiar. Respecto a lo que mencionas, que no se ha mostrado complacido con tus nuevas funciones, al parecer no le gustó tu actitud cuando empuñaste el puñal y abriste el vientre de esa mujer sin su autorización. Si hay algo que Kan no tolera, diría más, si hay algo que le encoleriza, eso es la soberbia. Y tú ayer traspasaste una frontera que pocos han sido capaces de desandar.
—Supongo que sí... —Se preocupó—. Lo que no he comprendido es lo de que vos seáis mi oficial de enlace y eso de que cuanto averigüe... ¿Qué es lo que tengo que averiguar?
—La pericia que demostraste ayer cautivó al emperador, quien ha considerado que podrías sernos de utilidad. Descubriste hechos que los jueces de palacio ni siquiera fueron capaces de sospechar. —Guardó silencio, como si de repente dudara sobre la conveniencia de continuar. Miró a Cí, tomó aire y prosiguió—: En fin. He sido autorizado, así que presta atención. Lo que voy a contarte debes escucharlo como si no tuvieras lengua. Si hablas de ello con alguien, nada en este mundo te salvará. ¿Lo has entendido?
—Seré una tumba, señor —lo pronunció y al punto se lamentó de lo desafortunado de la metáfora.
—Me alegra oírlo —suspiró—. Desde hace unos meses, el peor de los males habita en Lin’an. Algo que se esconde y amenaza con devorarnos. Quizá aún es débil, pero su peligro es de una dimensión inabarcable. Letal como una invasión, terrible como una plaga, y mucho más difícil de derrotar. —Se mesó la perilla cana que brotaba de su piel cetrina.
Cí no entendía nada. De las palabras del oficial Bo parecía desprenderse que sus sospechas se concentraban en algún ente sobrenatural, pero, desde luego, los tres cuerpos que él había examinado habían sido asesinados por alguien muy concreto. Iba a decírselo cuando Bo se le adelantó.
—Nuestros alguaciles se esmeran en vano. Establecen conjeturas, persiguen indicios que parecen conducirles a otros más oscuros, y cuando nuestros jueces creen haber encontrado a un sospechoso, o bien éste desaparece o aparece asesinado. —Se levantó y volvió a pasear por la estancia—. Tu intervención de anoche hizo que el emperador determinara involucrarte en la investigación. Lamento si te han sorprendido los modos, pero era preciso actuar con prontitud y discreción.
—Pero, oficial, yo sólo soy un simple estudiante. No entiendo cómo podría...
—Estudiante, tal vez, pero simple, desde luego que no. —Lo miró como si lo juzgara—. Hemos indagado sobre ti. Incluso el emperador habló personalmente con el magistrado de la prefectura, el mismo que avaló tu presencia durante el examen de ayer y que, por lo visto, es íntimo amigo del profesor Ming. El magistrado tuvo la bondad de desvelarnos muchos de tus logros en la academia, e incluso mencionó que estabas compendiando una serie de tratados forenses que dicen mucho de tu capacidad de organización.
Cí sintió el peso de la responsabilidad.
—Pero ésa no es la realidad, señor. La gente se hace eco de los éxitos porque su repercusión se extiende como una mancha de aceite, pero a menudo olvidan mencionar los fracasos. Decenas de veces he equivocado mi vaticinio, y en cientos de ellas sólo aporté datos que hasta un recién nacido habría podido averiguar. Me paso el día entre cadáveres. ¿Cómo no voy a acertar? La mayoría de los casos que pasan por la academia obedecen a asesinatos burdos, a arrebatos de celos, a peleas de cantina o a disputas por tierras. Cualquiera que preguntara en el entorno de los fallecidos sería capaz de emitir un veredicto sin ni siquiera asistir al entierro. Sin embargo, aquí no nos enfrentamos a un asesino cualquiera con el seso nublado por el vino. La persona que ha perpetrado estos crímenes es alguien no sólo extremadamente cruel: sin duda, su inteligencia supera a su maldad. ¿Y vuestros magistrados? Ellos jamás consentirán que un recién llegado, sin estudios ni experiencia, les diga cómo actuar.
—No obstante, ninguno de nuestros jueces reveló que la mujer muerta era en realidad un eunuco...
Cí calló. Le enorgullecía que en la Corte valoraran sus conocimientos, pero temía que, si se involucraba demasiado, acabaran descubriendo su condición de fugitivo. Su rostro habló por él.
—Olvida a los magistrados —insistió Bo—. En nuestra nación no hay lugar para los privilegios. Somos justos con quienes desean progresar, con quienes se esfuerzan, con quienes demuestran su valor y su sabiduría. Hemos sabido que tu sueño es presentarte a los exámenes imperiales. Unos exámenes a los que, como bien sabes, cualquiera puede acceder independientemente de su procedencia o de su estrato social. En nuestra nación, un labriego puede llegar a ser ministro, un pescador, juez, o un huérfano, recaudador. Nuestras leyes son severas con quienes delinquen, pero también premian a quienes lo merecen. Y recuerda esto: si vales más que ellos, no sólo mereces tener derecho a ayudar. También tienes la obligación de hacerlo.
Cí asintió. Presentía que nada le libraría de un compromiso emponzoñado del que le sería difícil escapar.
—Entiendo tu perplejidad, pero, en cualquier caso, nadie pretende abrumarte con una responsabilidad que realmente no tendrás —continuó el oficial—. En la Corte hay jueces válidos a quienes no deberías subestimar. No se trata de que encabeces una investigación. Tan sólo que aportes tu visión. No es tan complicado. Además, el emperador está dispuesto a ser generoso contigo y, en caso de éxito, te garantiza un puesto directo en la administración.
Cí titubeó. Un ofrecimiento así era más de lo que jamás hubiera podido soñar. Sin embargo, seguía pensando que era un regalo envenenado.
—Señor, ¿puedo hablaros con franqueza?
—Te lo exijo. —Extendió las palmas de las manos.
—Quizá los jueces de palacio sean más inteligentes de lo que creéis.
Bo enarcó una ceja que arrugó la delgada piel de su frente.
—Ahora quien no comprende soy yo.
—La propia justicia de la que habláis. La que castiga y la que premia, y que se ve reflejada en el
Catálogo de méritos y deméritos
...
—¿Te refieres a la puntuación con la que legalmente se califica la bondad o la maldad de los hombres? Parece justo que, si castigamos a quien comete un crimen, también premiemos a quien hace el bien. ¿Qué tiene que ver eso con los magistrados de la Corte?
—Que este mismo rasero se aplica igualmente a los jueces. También ellos son recompensados cuando emiten dictámenes justos, pero duramente castigados si equivocan su veredicto. No sería la primera vez que un juez es expulsado de la carrera judicial a consecuencia de un error.
—Desde luego. La responsabilidad no sólo se mueve en una dirección. La vida de sus procesados depende de ellos. Y si yerran, han de pagarlo.
—En ocasiones, incluso con su propia vida —subrayó Cí.
—Dependiendo de la magnitud del error. Es lo justo.
—Entonces, parece lógico que teman emitir un juicio. Ante un caso peliagudo, ¿por qué arriesgarse a un veredicto erróneo? Mejor callar y salvar el pellejo.
En ese momento se abrieron las puertas y Kan entró en la sala. El consejero avanzó con gesto serio, ordenó a Bo que se retirara y después de mirar a Cí por encima del hombro se situó a su lado. Sus cejas fruncidas y sus labios apretados hablaban por sí solos.
—A partir de hoy quedarás bajo mis órdenes. Si necesitas algo, antes deberás pedírmelo. Se te proporcionará un sello que te franqueará el paso a todas las estancias de la Corte, a excepción del Palacio de las Concubinas y de mis aposentos privados. Podrás consultar nuestros archivos judiciales y tendrás acceso a los cadáveres si fuera necesario. También se te permitirá interrogar al personal de la Corte. Todo, siempre, con mi autorización previa. El resto de los detalles podrás discutirlos con Bo.
Cí notó galopar su corazón. Eran tantos los interrogantes que se cernían sobre él, tantas las dificultades y los posibles peligros que necesitaba tiempo para pensarlo.
—Excelencia —se inclinó Cí—. No sé si estoy capacitado...
Kan entornó los ojos y le arrojó una mirada fría.
—Nadie te lo ha preguntado.
* * *
Caminaron a través de las mazmorras en dirección al archivo imperial. El consejero de los Castigos avanzó rápido, como si quisiera librarse cuanto antes de Cí. Poco a poco, la humedad y las estrecheces fueron desapareciendo para dar paso a unas galerías embaldosadas. Cuando alcanzaron la Sala de los Secretos, Cí enmudeció. En comparación con la biblioteca de la universidad, aquel archivo era un gigantesco laberinto cuyos límites parecían acabar en el infinito. Ante él, miles de estanterías plagadas de legajos ocupaban cualquier rincón por el que se pudiera transitar. Cí siguió a Kan entre angostos pasillos abarrotados de volúmenes, manuscritos y pliegos que ascendían hacia el techo hasta llegar a un pequeño vano por el que apenas se filtraba la tenue luz de la mañana. Kan se detuvo frente a una mesa lacada en negro sobre la que descansaba un legajo solitario. Cogió una silla y tomó asiento, dejando a Cí de pie. Ojeó un rato el documento con parsimonia y finalmente permitió que Cí se sentara.
—He tenido ocasión de escuchar tus últimas palabras —comenzó Kan— y quiero dejarte algo claro: que el emperador te brinde esta oportunidad no significa que yo confíe en ti. Nuestro sistema judicial es inflexible con quienes lo corrompen o lo violentan, y nuestros jueces han envejecido estudiándolo y aplicándolo. Tal vez tu vanidad te lleve a especular sobre la valía de estos magistrados, tal vez los veas como ancianos anquilosados, incapaces de ver más lejos de donde alcanzan a orinar. Pero te lo advierto: no oses poner en duda la capacidad de mis hombres o haré que te arrepientas antes de que ni siquiera puedas pensarlo.
Cí simuló aceptar sus palabras, aunque en su fuero interno estaba convencido de que, si esos mismos jueces hubieran demostrado su valía, él no se encontraría ahora allí. Prestó atención a Kan cuando éste le mostró el contenido de las páginas.