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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

El lector de cadáveres (60 page)

BOOK: El lector de cadáveres
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El primer párrafo le heló la sangre. El texto no era más que una sucesión de asientos comerciales sobre compras y ventas de partidas de sal, pero lo que en verdad le había estremecido era que conocía aquellos signos como si los hubiera escrito él: el mismo trazo, la misma cadencia. Y su nombre y su firma al final de cada balance. Aquélla era la caligrafía de su padre. Sin saber el motivo, siguió estudiándolo con avidez.

Comprobó que los balances se remontaban hasta un lustro atrás. Conforme avanzaba, advirtió que aquel volumen era una réplica exacta del que había consultado en los archivos del Consejo de Finanzas
.
Una especie de contabilidad paralela, pero idéntica a la original. Cerró el volumen y miró los bordes guillotinados. Tal y como imaginaba, las hojas se apreciaban bien prensadas unas contra otras, a excepción de dos zonas algo entreabiertas que debían de coincidir con las páginas que se habían consultado más. Introdujo la uña y separó el libro por la marca más alejada, encontrando que su contenido concordaba con las extrañas fluctuaciones encontradas en el archivo original de Suave Delfín. Luego retrocedió hasta la primera marca y leyó con atención. El patrón de movimientos se repetía hasta alcanzar un descenso máximo. A partir de ese día, la firma de su padre se evaporaba para dar paso a la de Suave Delfín.

Cerró los párpados con tanta fuerza que pensó que le reventarían. ¿Qué podía significar aquello? Volvió a repasar los datos, incapaz de comprender. La cabeza le oprimía como si le fuera a estallar.

De repente, un ruido en el exterior le alertó. Cerró el libro de inmediato y se apresuró a devolverlo a la biblioteca, pero los nervios le traicionaron y se le cayó al suelo. Estaba recogiéndolo cuando escuchó que la puerta se abría. La respiración se le cortó. En un parpadeo se levantó e introdujo el manual en su sitio justo en el instante en que alguien entraba en la habitación. Era Feng, portando una bandeja con fruta. Cí advirtió que, en lugar de dejar el libro como estaba, lo había alineado con los demás. En un suspiro consiguió sacarlo un dedo antes de que Feng, ocupado con la bandeja, alzara la vista. Entonces, mientras el juez se giraba para cerrar la puerta, descubrió con horror que, con la caída, una hoja se había desprendido del libro y yacía en el suelo junto a sus pies. De inmediato, empujó la hoja debajo de la librería con el pie. Feng le saludó y dejó la bandeja sobre la cama.

—En palacio no hay novedad. ¿Has terminado la nota?

—Aún no —mintió.

Cí corrió hacia el escritorio y ocultó en sus mangas la autorización que había preparado. Luego comenzó a escribir una nueva. Feng advirtió su temblor.

—¿Sucede algo?

—Los nervios del juicio —fingió. Terminó de escribir la nueva autorización y se la entregó.

—Come algo de fruta. —Le señaló la bandeja—. Mientras, iré a recoger el cañón de mano.

Cí asintió. Feng ya se retiraba cuando a la altura de la puerta se detuvo.

—¿Seguro que estás bien?

—Sí, sí —le aseguró.

Feng ya iba a salir, pero algo en la biblioteca le detuvo. Frunció el ceño y se dirigió hacia el lugar donde había encontrado a Cí curioseando. El joven observó que, pese a su intento por ocultarla, una esquina de la hoja que había empujado asomaba a la vista. Pensó que Feng la habría descubierto. Sin embargo, el juez alzó su mano y extrajo el libro de cuentas que momentos antes había examinado. Cí contuvo la respiración. Feng abrió el libro y comprobó que estaba boca abajo. Frunció el ceño. Le dio la vuelta y lo colocó en su sitio en la posición correcta, dejándolo un dedo más afuera que los demás. Luego se despidió y se fue.

Tras asegurarse de que no regresaba, Cí se abalanzó sobre la hoja caída. Al examinarla advirtió que no era una página desprendida, sino una carta que Feng había debido de guardar en el interior del volumen. Estaba fechada en su aldea natal. Era de su padre. La desplegó y comenzó a leer.

Respetado Feng:

Aunque aún faltan dos años para que concluya el luto por el que hube de cesar en mi puesto, deseaba comunicaros mi anhelo por reincorporarme inmediatamente a vuestro servicio. Como ya os he manifestado en anteriores misivas, mi hijo Cí ambiciona retomar sus estudios en la Universidad de Lin’an, y yo comparto esa ilusión
.

Por vuestro honor y por el mío, no puedo aceptar que se me acuse de una infamia que no he cometido ni permanecer en esta aldea un día más mientras soportáis y tapáis los rumores sobre mi malversación. Las ignominiosas insidias que me acusan de corrupción no me desaniman. Soy inocente y quiero demostrarlo. Por fortuna, dispongo de copias de los asientos que reflejan las irregularidades que encontré en vuestras cuentas, por lo que no nos será difícil rebatir cualquier imputación
.

No es necesario que vengáis a la aldea. Si, como decís, el motivo por el que os oponéis a mi regreso es protegerme, os ruego me permitáis acudir a Lin’an y demostrar con pruebas mi inocencia
.

Vuestro humilde servidor
.

A Cí le paralizó el estupor.

¿Qué era lo que estaba sucediendo? Según aquel documento, su padre parecía ser inocente de los cargos que se le imputaban. Y obviamente, Feng lo sabía. Sin embargo, cuando le confesó al juez que en la universidad le habían denegado el certificado de aptitud por el comportamiento indigno de su padre, Feng había dado por probada la culpabilidad de su progenitor.

Aspiró con fuerza e intentó recordar los hechos que habían acaecido en la aldea durante la visita de Feng. Si su padre tenía la firme intención de regresar a Lin’an, ¿por qué cambió de opinión? ¿A qué presión tan terrible se hubo de ver sometido para, de la noche a la mañana, renunciar a su honra y aceptar cargar con un delito que afirmaba no haber cometido? ¿Y por qué Feng viajó a la aldea, pese al expreso deseo de su padre en sentido contrario? ¿Y por qué inculpó a su hermano?

Se maldijo por haber renegado de su padre. El hombre que le había engendrado había luchado por él hasta su último suspiro, y a cambio él le había pagado desconfiando y repudiándole. Era él, y no su padre, el auténtico estigma de su familia. Cí dejó escapar un alarido de dolor.

Un sufrimiento desconocido le oprimió los pulmones mientras el aire se viciaba en su garganta y la sangre se le atropellaba en el corazón. Su pensamiento se turbó por la ira.

Tardó en serenarse. Cuando lo hizo, se preguntó qué papel jugaba Feng en aquel laberinto, pero no encontró una respuesta que satisficiera sus dudas. Feng, el hombre al que había imaginado como un padre, era un traidor en el que no podía confiar.

Se levantó y guardó la carta bajo la chaqueta, cerca del corazón. Luego apretó los dientes y trazó un plan.

Lo primero que hizo fue registrar hasta el último rincón de la habitación. Con cuidado de dejar todo como estaba, sacó libros buscando nuevos documentos, miró en los huecos de las estanterías, levantó los cuadros y escudriñó bajo las alfombras, pero no encontró nada de utilidad. Finalmente, se dirigió al escritorio. Los cajones superiores sólo contenían algunos instrumentos de escritura, un par de sellos y papel en blanco, nada que le llamara la atención, a excepción de una bolsita con un polvillo negro que, por su olor, identificó como pólvora. El cajón inferior estaba cerrado con llave. Intentó forzarlo, pero no lo logró. Por un instante pensó en reventarlo, pero no quería despertar sospechas, así que extrajo el cajón superior e introdujo el brazo por el hueco para ver si comunicaba con el de abajo. Desafortunadamente, un tablero de madera sellaba el vano entre cajón y cajón. Se volvió hacia la cama y aferró el cuchillo de la fruta. Luego, con cuidado, metió la mano por el hueco y comenzó a astillar el fondo del tablero para extraer una lama y acceder al cajón por el agujero. Poco a poco, la hendidura fue avanzando hasta completar la anchura del cajón. Metió el cuchillo por la grieta y apalancó la lama hasta hacerla saltar. Sacó fuera el listón y hundió la mano hasta que su propio hombro se lo impidió. Por desgracia, el hueco apenas si le permitía rozar con los dedos lo que parecían ser fragmentos de algún material. Desesperado, empujó el escritorio con el hombro haciéndolo pivotar sobre sus patas traseras para que, con la inclinación, el contenido del cajón se desplazase hacia el fondo. Al hacerlo, sintió el crujido de sus huesos bajo el peso de la madera. Rápidamente sus dedos se aferraron a los fragmentos como las garras de un ave de presa, cogió cuanto pudo y dejó caer el escritorio con violencia. Colocó los dos cajones superiores y corrió hacia la cama para examinar su botín mientras aspiraba con ansia el aire que le faltaba. No se atrevía a mirar. Lentamente, abrió la mano y prorrumpió en una exclamación. Los fragmentos se correspondían con los restos del molde de terracota verde que había desaparecido de su habitación. Pero descubrir entre ellos una diminuta esfera de piedra cubierta de sangre reseca fue lo que verdaderamente le asombró.

* * *

Intentó dejar todos los objetos en su sitio, como si ni siquiera los hubiera rozado la brisa. Luego, con el sigilo de un bandido, se deslizó hasta su habitación, llevándose las pruebas y el libro de los juicios ocultos entre sus ropajes. Una vez en el dormitorio, se dejó caer sobre el lecho de bambú para examinar el valor de sus hallazgos.

Los restos del molde no le aportaron novedad alguna, pero, al observar la esferita de piedra, advirtió que tenía incrustadas unas minúsculas astillas de madera. Un examen más profundo reveló que su superficie estaba fracturada, como si se hubiera golpeado contra algo duro y se hubiera desprendido una esquirla. De inmediato, sintió el palpitar de su corazón. Corrió hacia sus enseres y buscó la esquirla que había encontrado en la herida del alquimista. La cogió tembloroso y la acercó hacia la esferita. Cuando hizo coincidir las dos piezas, un escalofrío le sacudió. Al juntarlas, conformaban una esfera perfecta. Durante un instante, creyó estar en disposición de desvelar ante el emperador el verdadero rostro de Feng, pero pronto cayó en la cuenta de lo desesperado de su situación: no se enfrentaba a un vulgar delincuente. Feng se había revelado como un manipulador capaz de mentir, simular y, posiblemente, incluso asesinar con absoluta frialdad. Y por si fuera poco, él había sido tan necio como para revelar a Feng todos sus descubrimientos. Si pretendía desenmascararle, necesitaría ayuda. Pero ¿a quién pedir auxilio en una madriguera de lobos?

La desesperación le consumió. Desconocía el papel que desempeñaba Iris Azul en aquella trama, pero en aquel momento ella era su único asidero.

La abordó en el salón. Iris, sentada en una butaca, acogía en su regazo a un gato de color crema que agradecía con ronroneos las caricias que ella le prodigaba. Reposaba tranquila, con la vista perdida en algún lugar que sólo ella conocía. Al escuchar sus pasos adivinó a quién pertenecían. Dejó que el felino se deslizara hasta el suelo y miró hacia el lugar donde creía que aguardaba Cí. Sus ojos grisáceos lucían más bellos que nunca.

—¿Te importa que me siente? —le preguntó él.

Iris tendió su mano, indicándole el diván situado frente a ella.

—¿Te encuentras mejor? —le preguntó sin rastro de emoción—. Feng me dijo que sufriste un accidente.

Cí enarcó la ceja. Él habría encontrado mil calificativos más adecuados para definir la paliza que le habían propinado en la prisión. Le contestó que se restablecería pronto.

—Sin embargo, hay un asunto que me preocupa más que mis huesos y que quizá también te preocupe a ti —espetó.

—Tú dirás —esperó ella. Su gesto continuó impasible, ajeno a cualquier sentimiento.

—Esta mañana te vi en el jardín mientras discutías con Bo, pero más tarde me aseguraste que no le conocías. Supongo que hablaríais de algo muy grave si te viste obligada a mentir.

—¡Vaya! Ahora no sólo te dedicas a espiar, sino que además te atreves a acusar —se revolvió—. Deberías avergonzarte por pedir explicaciones, tú, que desde que llegaste a esta casa no has parado de engañar.

Cí enmudeció. Sin duda, para ser Iris la única persona en la que podía confiar, había comenzado con mal pie. Se disculpó por su atrevimiento, atribuyéndolo a su desesperación.

—Por mucho que te extrañe, mi vida está en tus manos. Necesito que me digas de qué hablabas con Bo.

—Dime una cosa, Cí. ¿Por qué habría de ayudarte? Mentiste sobre tu profesión. Mentiste sobre tu trabajo. Bo te acusa y...

—¿Bo?

—Bueno. No exactamente. —Calló.

—¿Qué sucede? —Se levantó—. ¡Por el Gran Buda, Iris! ¡Está en juego mi vida!

Al escucharlo, Iris palideció.

—Bo... Bo me dijo... —Temblaba como una niña asustada.

—¿Qué te dijo? —La sacudió por los hombros. Sintió en ellos su temor.

—Me dijo que sospechaba de Feng. —Se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar.

Cí la soltó. Aquella respuesta era la mejor que podría haber esperado y, sin embargo, tras escucharla, no sabía cómo actuar. Se sentó junto a ella e hizo ademán de abrazarla, pero algo se lo impidió.

—Iris... Yo... Feng no es una buena persona. Deberías...

—¿Qué sabes tú de buenas personas? —Se revolvió con los ojos enrojecidos por el llanto—. ¿Acaso tú me recogiste cuando todos me dieron la espalda? ¿Acaso tú me has mimado y atendido durante estos años? No. Tú tan sólo me has disfrutado una noche y ya te crees con el derecho de decirme lo que debo o no debo hacer. ¡Como todos a cuantos he conocido! Te desnudan, te besan o te ultrajan, lo mismo da, y luego o se olvidan de ti o pretenden que les obedezcas y babees tras ellos como si fueras un perro. ¡No! ¡Tú no conoces a Feng! Él me ha cuidado. Él no puede haber hecho esas cosas tan horribles que dice Bo... —Rompió a llorar de nuevo.

Cí la contempló entristecido. Imaginaba lo que estaba padeciendo, porque un dolor semejante era el que seguía sufriendo él.

—Feng no es la persona que tú crees ni la que él dice ser —le aseguró—. No sólo estoy yo en peligro. A menos que me ayudes, pronto lo estarás tú también.

—¿Ayudarte yo...? ¿Pero has visto con quién estás hablando? ¡Despierta, Cí! ¡Soy una ciega! ¡Una maldita y solitaria prostituta ciega! —Miraba de un lado a otro sin ver, con los ojos rebosantes de desesperación.

—¡Escúchame! Sólo te pido que mañana acudas al juicio a declarar. Que seas valiente y respondas con la verdad.

—¡Ja! ¿Sólo eso? —Sonrió con amargura—. ¡Qué fácil es hablar de valentía cuando se dispone de juventud para luchar y de dos ojos con los que ver! ¿Sabes lo que soy? La respuesta es nada. ¡Sin Feng no soy nada!

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