—Mirad, excelencia, todos sabemos que hay muchas clases de asesinos. Pero descartemos por un momento a aquellos que no piensan en matar: gente normal que un día pierde la razón durante una disputa o sorprende a su mujer en los brazos de otro. Esas personas cometen una locura que en su sano juicio jamás habrían ni imaginado y acarrean con las consecuencias durante toda su vida. —Terminó de colocar su instrumental—. Y ahora pensemos en los otros: en los asesinos de verdad, en los monstruos.
»En este grupo encontramos distintos tipos. Por un lado, están los que actúan impulsados por la lujuria, seres insaciables como tiburones. Por lo general, sus víctimas son mujeres o niños. No se conforman con matarlos: primero los profanan y destrozan, y después los masacran. Por otro lado, están los violentos, los viscerales: hombres irascibles capaces de destruir una vida a la mínima por el motivo más absurdo, como tigres apaciblemente dormidos que te devorarían por rozarles un bigote. También están los iluminados: los que fanatizados por ideales o por sectas cometerían la más execrable de las barbaries, igual que un perro de presa entrenado para pelear. Por último, encontraríamos a los más extraños: los que disfrutan con el placer de matar. Este tipo de asesino no puede compararse a ningún animal, porque el mal que anida en él le hace infinitamente peor. Y ahora, decidme, ¿en qué grupo clasificaríais a esa mujer? ¿En los lujuriosos? ¿En los coléricos? ¿En los dementes?
Kan miró a Cí de soslayo.
—Muchacho, muchacho... Te aseguro que no pongo en duda tu habilidad con los huesos, con las armas o con los gusanos. ¡Adelante! ¡Por mí puedes hasta escribir un libro y dar luego charlas en el mercado! —bramó—. Pero, con toda tu sabiduría, has olvidado a una especie fundamental, sanguinaria como pocas, inteligente, pausada. Has desdeñado a la serpiente: es capaz de aguardar agazapada el momento propicio, hipnotizar a su víctima y descargar de un latigazo su mordedura ponzoñosa. Hablo de aquellos que actúan movidos por el veneno de la venganza. O lo que es lo mismo: por un odio tan atroz que les corrompe las entrañas. Y te aseguro que uno de ellos es Iris Azul.
—¿Y con qué los hipnotiza? ¿Con sus ojos muertos? —espetó.
—¡No hay mayor ciego que el que no quiere ver! —Descargó un puñetazo sobre la mesa—. Te obcecas en tus absurdos conocimientos prácticos y desdeñas el sentido común. Ya te he dicho que utiliza a cómplices.
Cí prefirió silenciar que le había visto conversar a escondidas con el embajador de los Jin, a sabiendas de que un enfrentamiento con Kan no le conduciría a nada. Así pues, optó por cambiar la estrategia.
—De acuerdo. Entonces, ¿quién la ayuda en sus asesinatos? ¿Su marido, tal vez?
Kan miró hacia la puerta tras la que aguardaba el inspector.
—Salgamos fuera —sugirió.
Cí guardó su instrumental y siguió a Kan mientras se maldecía por su fortuna. A cada instante que pasaba confiaba menos en él. No entendía por qué Kan le había ocultado el detalle de los anillos y, menos aún, que tras revelarle que el asesinado era el fabricante de bronces no hubiera hecho un solo comentario. Máxime considerando que, probablemente, el consejero habría sido la última persona que había hablado con la víctima. Una vez en el exterior, Kan le condujo hasta las proximidades del estanque donde habían celebrado la fiesta la noche anterior. Frunció el ceño y miró a Cí.
—Olvida a su marido. Le conozco desde hace tiempo y sólo es un anciano cabal cuya única estupidez fue casarse con esa arpía. —Hizo una pausa—. Más bien pienso en su sirviente. Un mongol de cara de perro que se trajo del norte.
Cí se frotó la barbilla. Aparecía un nuevo personaje.
—Y si es así, ¿por qué no le detenéis?
—¿Cuántas veces habré de repetírtelo? —gesticuló—. Porque estoy convencido de que tiene más cómplices. Una única persona sería incapaz de acometer estos atroces crímenes y cuanto ellos esconden.
Cí se mordió la lengua. Estaba harto de ese gran misterio del que, al parecer, todos sabían y nadie le podía explicar. En el supuesto de que las sospechas de Kan fuesen ciertas, ¿por qué no hacía que siguieran al mongol? Y en el caso de que ya lo hubiera ordenado, ¿qué absurdo papel jugaba él en la investigación? La única explicación era que todo consistiese en una gran mentira planeada por el propio Kan. Sin embargo, había algo que no le cuadraba: el perfume encontrado en los cadáveres. No le cabía duda de que Kan, con su indudable poder, podía haberse apropiado de una partida para acusar a Iris Azul, pero lo que no entendía era que, si ese perfume pertenecía en exclusiva a las concubinas del emperador, pudiera usarlo Iris Azul.
Cuando le preguntó a Kan cómo era posible que una mujer de su posición actuara de anfitriona de cortesanas, éste no lo dudó.
—¿No te lo dijo ella? —se extrañó—. Iris Azul fue una
nüshi
. La favorita del emperador.
* * *
Una
nüshi
... Por esa razón, Iris Azul ejercía de intermediaria entre los nobles y las
flores
: porque conocía el arte del cortejo como si de una sacerdotisa del placer se tratara.
—Al emperador le complace tratar bien a sus invitados y, siempre que puede, invita a Iris Azul —masculló Kan—. Esa mujer es puro fuego, y aún hoy, pese a sus años, te aseguro que te consumiría.
Kan le contó que, pese a su ceguera, las noticias sobre su belleza habían traspasado las murallas de palacio cuando reinaba el antiguo emperador. El entonces soberano no lo dudó. Ordenó que compensaran a su familia y la condujeran a su harén.
—Entonces, era una niña, pero yo mismo vi cómo hechizó al emperador. El padre de Ningzong olvidó al resto de sus concubinas y se obsesionó con ella, disfrutándola hasta la extenuación. Cuando la enfermedad se apoderó de los miembros del soberano, la nombró
nüshi
imperial. Aunque ya sólo era un anciano achacoso, ella siguió ocupándose de que copulara con mayor frecuencia con las mujeres de menor rango y, una vez al mes, con la reina. Conducía a las concubinas a la alcoba real, les entregaba el anillo de plata que debían ponerse en la mano derecha antes de entrar, las desnudaba, las perfumaba con Esencia de Jade y presenciaba la consumación del acto. —Kan pareció imaginarlo—. Aunque no puede ver, decían que disfrutaba mirando.
Le contó que, a la muerte de su padre, Iris Azul abandonó su puesto de
nüshi
con la anuencia del nuevo emperador. A pesar de su ceguera, manejó con mano de hierro los negocios que había heredado antes de contraer matrimonio con su actual marido, al que también hechizó.
—Tiene algo que enloquece a los hombres. Embrujó al emperador, ha embrujado a su marido, y si no tienes cuidado, también te embrujará a ti —añadió.
Cí meditó las palabras de Kan. Él no era una persona que creyese en hechicerías, pero lo cierto era que no podía quitarse a Iris Azul del pensamiento. Aquella mujer tenía algo que la diferenciaba del resto y que no sabía explicar. Sacudió la cabeza intentando razonar. Aún quedaba pendiente el asunto del fabricante de bronces, así que se lo hizo saber a Kan.
—Anoche, cuando lo dejé, parecía nervioso —contestó el consejero—. Le pregunté sobre la nueva aleación en la que estaba trabajando y de la que no paraba de presumir. Ya te darías cuenta de que era un fanfarrón, pero no me imagino quién querría matarle.
—¿Ni siquiera Iris Azul? —preguntó Cí.
—Eso tendrás que averiguarlo tú.
«S
i no tienes cuidado, también te embrujará a ti».
Cí pensó que tal vez Kan acertara con su vaticinio sobre Iris Azul, porque algo en aquella mujer le atraía como una pulsión. Quizá fuera la suficiencia que mostraba pese al quebranto de su ceguera, quizá la imposibilidad de que apreciara sus cicatrices o quizá el temple mostrado ante los envites de Kan, pero, fuera lo que fuese, en su mente parecían haber anidado sus grisáceos ojos ciegos, su rostro delicadamente ovalado y la profundidad de su voz serena. Y por más que intentara arrinconarlos, sólo conseguía arraigarlos más.
Cuando quiso advertirlo, había desperdiciado casi toda la mañana. Sacudió la cabeza. Necesitaba centrarse en la investigación. Sobre todo, porque se aproximaba el regreso de Astucia Gris, y la información que éste trajese de Fujian podría conducir a su propia ejecución.
Determinó trabajar por partes.
En primer lugar, se centró en el hombre del retrato. Tenía su imagen, pero nada más. En un principio había supuesto que el dibujo le ayudaría a identificarlo, pero ante la ausencia de nuevas pruebas, preguntar uno por uno a los dos millones de habitantes que poblaban Lin’an resultaría una tarea imposible, y éste era un problema que debía resolver. Se mesó los cabellos mientras clavaba la vista en el boceto, como si su sola contemplación fuera capaz de proporcionarle una solución. Después de un rato se preguntó cuál sería el origen de la miríada de cicatrices que salpicaban su cara. No parecían las secuelas de una enfermedad, así que sólo restaba la posibilidad de un accidente. Pero en ese caso, ¿cuál? No encontró respuesta. Sin embargo, parecía claro que, fuera lo que fuese lo que hubiera ocasionado las heridas, éstas le habrían provocado un grave dolor. Y, en tal supuesto, ese mismo dolor le habría conducido a buscar ayuda en algún dispensario u hospital.
Se sorprendió a sí mismo por lo acertado de su reflexión. ¡Eso era! ¡Lo tenía! El número de hospitales y dispensarios a los que podría haber acudido era limitado y el médico que lo hubiera atendido seguramente recordaría haber tratado a un paciente con la cara marcada por un patrón de laceraciones tan inusual.
De inmediato, solicitó a Bo que iniciara el dispositivo de búsqueda, instándole a que durante el tiempo que se prolongara le reportara las novedades que se fueran produciendo y emplazándole a que, en cuanto tramitara los preparativos, regresara a sus aposentos para salir de palacio.
Una vez ultimado el asunto del retrato, pasó a ocuparse del cadáver del desfigurado, del que conservaba la mano que le había cercenado. Sacó el miembro de la cámara de conservación y lo volvió a inspeccionar. Por fortuna, el hielo había hecho su trabajo y se conservaba en un estado similar al momento en el que lo había seccionado. El carcomido blanquecino parecía un colador cuyo fondo hubieran perforado cientos de agujas. La corrosión de la piel afectaba a todos los dedos y se extendía por la palma y el dorso, como si su presencia obedeciera al efecto de algún ácido con el que hubiera trabajado. En días anteriores había confeccionado una lista con oficios tan dispares como los de tintorero de sedas, cantero, blanqueador de papel, cocinero, lavandero, pintor de fachadas, calafateador o químico, lo que constituía un panorama desalentador. Debía acotar la búsqueda. Además de todo eso, le quedaba inspeccionar el lugar donde habían encontrado el cuerpo del fabricante de bronces y visitar su taller, pero lo inmediato era trasladar el miembro cercenado para preguntar en la Gran Farmacia de Lin’an.
Los ayudantes de Bo hubieron de emplearse a fondo para dispersar la interminable turba de enfermos, lisiados y heridos que les impedían el acceso al establecimiento. Dentro, Cí se vio desbordado por una avalancha de curiosos que se abalanzaron sobre el mostrador en cuanto sacó la mano amputada de la cámara de conservación. Una vez apartados los mirones, Cí colocó el miembro mutilado frente a unos dependientes, que temblaban como si temiesen que en cualquier momento las manos cercenadas pudieran llegar a ser las suyas. Las palabras de Cí no consiguieron tranquilizarlos.
—Sólo pretendo que examinéis el miembro con atención y me digáis si habéis prescrito algún tratamiento para un padecimiento así.
Tras examinar la extremidad muerta, los dependientes se miraron extrañados, pues lo que para Cí aparentaba ser una enfermedad que requería tratamiento, para ellos no pasaba de ser una simple erosión. Cí no se conformó. Colocó la mano amputada sobre el mostrador y demandó la presencia del encargado, asegurándoles que no se irían hasta que aquél apareciera. Pasados unos instantes, acudió un hombre rechoncho de aspecto despistado, ataviado con un mandilón y un gorro rojos. Al examinar el miembro amputado se mostró bastante sorprendido, pero, aun así, ofreció a Cí la misma respuesta que le habían dado sus subordinados.
—Nadie pediría un tratamiento para algo tan vulgar.
Cí apretó los puños. Aquellos hombres no se estaban esforzando.
—¿Y puede saberse por qué estáis tan seguro? —reclamó.
Por toda respuesta, el hombre puso sus manos junto a la extremidad cercenada.
—Porque yo padezco esa misma corrosión.
* * *
Cuando Cí se recuperó de su desconcierto, comprobó que, en efecto, la erosión de las manos del encargado era prácticamente un calco de la que presentaba la mano amputada. Hubo de esforzarse para poder continuar.
—¿Pero cómo...? —balbuceó.
—Es la sal. —Le mostró bien sus manos—. Los marineros, los mineros, los que salan pescados y carnes para conservarlos... Todos los que trabajamos diariamente con la sal, tarde o temprano, acabamos con las manos picadas. Yo mismo la empleo a diario para preservar mis compuestos, pero no es una afección grave. No creo que a ese desgraciado fuera preciso amputarle la mano —ironizó.
A Cí la apostilla no le hizo ninguna gracia. Introdujo de nuevo el miembro en la cámara de conservación, les agradeció su ayuda y abandonó la Gran Farmacia de Lin’an.
* * *
Se le abría una puerta y se le cerraba otra. El hecho de descartar la presencia de un ácido como el causante de la corrosión eliminaba varios oficios, pero la irrupción de la sal añadía otros tantos o más. La cuarta parte de Lin’an vivía de la pesca, y aunque de esa cuarta parte, sólo una fracción abandonaba el río Zhe para faenar en alta mar, si se le añadían los trabajadores de los almacenes de conservas y los tratantes de sal, la cifra de sospechosos superaría con creces los cincuenta mil. Así pues, sus esperanzas residían en un último detalle: la diminuta llama ondulada tatuada bajo el pulgar. Bo le aseguró que se ocuparía de su identificación.
Aún tenía pendiente la visita al taller del broncista, un trámite en el que había depositado grandes esperanzas y del que esperaba obtener pruebas concluyentes. Encargó a los ayudantes que llevaran la cámara de conservación a palacio, instruyéndoles para que reemplazaran el hielo nada más llegar, y en compañía del oficial se encaminó hacia los barrios portuarios del sur de la ciudad.