—¿El qué? —le interrumpió Kan.
—Lo ignoro. Quizá el extremo de una flecha, cuya punta se partió al intentar extraerla. Puede que estuviese forjada en un metal precioso o que contuviera alguna marca identificativa, no lo sé, pero lo cierto es que el asesino se ocupó de eliminar cualquier detalle que pudiera incriminarle.
—Como las amputaciones...
—Con su proverbial prudencia, el maestro Ming apostó por una mujer perteneciente a la nobleza, cuyos pies deformados hasta la miniatura habrían delatado su condición. Y, sin embargo, precisamente ésa era la baza con la que el asesino pretendía confundirnos. Porque, ¿qué otra cosa si no habríamos pensado de un cuerpo suave y femenino, con pechos y formas de mujer?
»El asesino mutiló cuanto pudiera indicar su verdadera condición. Cercenó la cabeza para impedir su identificación, serró sus grandes pies, que lo habrían delatado como hombre, para hacernos creer que se trataba de una mujer noble y amputó la zona de su tallo de jade y sus bolsas de las semillas de la fertilidad. Sin embargo, ladinamente, dejó intactos sus senos femeninos. Y a buen seguro habría conseguido su propósito de no haber reparado en el tamaño de sus manos, desproporcionadamente grandes, aunque suaves y delicadas como las de una mujer.
—Pero, entonces, no entiendo... —Kan sacudió la cabeza—. Tallo de jade... senos de mujer... Si no es una cosa ni la otra, ¿qué clase de monstruo es?
—Ningún monstruo, consejero de los Castigos. Ese pobre desgraciado sólo era un eunuco imperial.
Kan resopló como un búfalo. Pese a no ser habitual, la existencia de eunucos de aspecto afeminado era algo conocido en la Corte, sobre todo, entre aquellos cuya castración había tenido lugar antes de la pubertad. Apretó los puños con rabia y se maldijo por no haber contemplado esa posibilidad. Si había una cosa que Kan odiase más que la rebeldía, era que alguien se revelase más astuto que él. El consejero miró a Cí como si éste fuera el responsable de su propia ignorancia.
—Podéis marchar —le espetó—. No necesito nada más.
* * *
De regreso a la academia, Ming interrogó a Cí.
—Por más que lo pienso, aún no comprendo cómo dedujiste...
—Fue durante vuestra intervención —le contestó Cí—. Cuando mencionasteis que habría sido fácil reconocer a la mujer por sus pies deformados y que por tal razón el asesino se los cercenó...
—¿Sí? —Le miró sin entender.
—Como vos mismo señalasteis, el vendaje de los pies es una costumbre relativamente moderna, extendida sólo entre la nobleza. Algo que, obviamente, Kan conoce. Por tanto, era de suponer que ya hubiese interrogado a todas las familias acaudaladas sobre la desaparición de alguno de sus miembros. Si con posterioridad os pidió consejo, debió de ser porque, tras sus investigaciones, no sacó nada en claro.
—Pero lo del eunuco...
—Como dijo Kan, el muerto no era ni hombre ni mujer... Fue algo inconsciente, una imagen relampagueante. Al poco de mi llegada a Lin’an tuve la desdicha de presenciar la emasculación que le practicaron a un chiquillo cuyos padres anhelaban convertirlo en eunuco imperial. El muchacho murió desangrado sin que pudiera hacer nada por él. Aún puedo verlo como si hubiera ocurrido ayer...
* * *
Durante el resto del trayecto, Ming permaneció en silencio. Su rostro serio y sus mandíbulas apretadas hicieron recelar a Cí. Antes de acudir a la Corte, Ming le había anunciado su propósito de expulsarle de la academia. Ahora temía que su revelación sobre el eunuco hubiera herido su orgullo e influyera negativamente en su decisión. Se acordó del día en que ayudó a Feng en la aldea y las nefastas consecuencias de aquella colaboración. Enmudeció.
Poco antes de llegar a la academia, Ming le informó de que debía ausentarse. Le dijo que regresaría a la noche y entonces hablarían. Cí prefirió no preguntar. Le cumplimentó y se encaminó solo hacia el edificio con la convicción de que aquélla era la última vez que cruzaría sus puertas. Se disponía a entrar cuando, nada más verle, el criado que vigilaba la entrada salió a su encuentro, lo agarró del brazo y sin darle tiempo a que replicara lo condujo corriendo hasta el jardín. Cuando Cí le preguntó qué sucedía, el hombrecillo enrojeció.
—Vino a verte un hombre extraño. Dijo que era tu amigo, pero parecía un borracho. Al decirle que no estabas, se enfureció y comenzó a gritar como un energúmeno, así que lo despedí sin miramientos. Mencionó que era adivino, no sé qué de una recompensa y que volvería al anochecer —le susurró—. Pensé que deberías saberlo. Me caes bien, chico, pero yo de ti intentaría evitar determinadas compañías. Si los profesores te ven con ese hombre, no creo que les agrade.
Cí enrojeció. Xu le había encontrado y parecía dispuesto a cumplir su amenaza.
Todo había acabado. Aquella misma tarde recogería sus pertenencias y abandonaría la ciudad antes de que las cosas se complicasen más. Había intentado alcanzar su sueño, pero no lo había conseguido. Ming iba a expulsarle de la academia y pretender lo contrario sólo posibilitaría que Xu le chantajeara o le denunciara. Miró el cielo nublado antes de maldecir su suerte. Todo cuanto había soñado desaparecía para siempre. Sus anhelos se oscurecían como la bruma grisácea de la ciudad.
Ya en sus aposentos, mientras recogía sus pertenencias, le sobrevino el recuerdo del juez Feng. Desde el mismo día en el que le acogió como discípulo, Feng no sólo le había instruido con honestidad y sabiduría. También se había convertido en el padre que le habría gustado tener.
Recordó el día en que, acuciado por la enfermedad de Tercera, acudió a su antiguo palacete. En aquella ocasión se preguntó qué habría sido del juez, pero luego había optado por olvidarle. Al fin y al cabo, renunciar a su encuentro se le antojaba lo más digno que podía hacer. Feng no merecía que un fugitivo le mancillara.
Deambuló por la academia por última vez. Contempló las aulas desiertas y entristecidas, como contagiadas de la pesadumbre que le aplastaba a él, testigos mudas de un intento vano e ilusorio, de un sueño del que ahora le tocaba despertar. Al pasar por delante de la biblioteca, contempló los volúmenes que descansaban en sus atriles esperando impacientes a sus dueños, deseosos de ser abiertos para compartir la sabiduría que habían recopilado de los ancestros. Los contempló con envidia y luego se despidió.
La calle empezaba a dormitar. Un reguero de somnolientos seres anónimos pululaba como un desorganizado enjambre en el que, pese al desconcierto, cada individuo sabía a dónde ir. Todos parecían tener un refugio. Todos menos él.
Se echó la saca al hombro y comenzó a andar sin destino. Caminaría hasta encontrar una carreta o un bote que le llevase lejos, a una vida distante, a una vida infeliz. Volvió un momento la cabeza para contemplar la que había sido su casa, suplicando en su interior para que de alguna de las ventanas surgiese una figura que le llamara. Pero nadie apareció. Para su sorpresa, al girarse de nuevo, se dio de bruces con un soldado imperial, escoltado por otros tres igual de armados que él.
—¿El lector de cadáveres?
—Así me llaman —balbuceó Cí al reconocer a uno de los guardias presentes durante su examen en la Corte.
—Tenemos orden de que nos acompañes.
Cí no se resistió.
Le trasladaron a la prefectura provincial a pie. Una vez allí, sin mediar palabra, le enfundaron una capucha y lo subieron a un carro tirado por mulas que le condujo durante un largo trecho por las calles de Lin’an. Durante el trayecto hubo de soportar los insultos y las burlas de los transeúntes, que se apartaban al paso de la comitiva, pero poco a poco el griterío se fue debilitando hasta convertirse en un murmullo que desapareció en el momento en el que el carro se detuvo frente a un enorme portalón. Cí apreció el chirrido de unos goznes junto a unas voces que no alcanzó a comprender. Luego, el carro reemprendió la marcha otro trecho hasta que se detuvo de nuevo y lo hicieron descender. Seguidamente, lo condujeron por un suelo empedrado que más adelante se transformó en una rampa resbaladiza. Cí comenzó a oler a moho, a frío y a suciedad. Sin saber por qué, presumió que no saldría vivo de allí. Finalmente, percibió el sonido de una cerradura antes de que un empujón le hiciera avanzar un par de pasos. La cerradura sonó de nuevo. Luego, todo enmudeció. Cuando se imaginó solo, se desprendió de la capucha que cubría su cabeza. En ese instante, escuchó los pasos de un cortejo.
—¡De pie! —ordenó una voz.
Los ojos de Cí se agazaparon ante una antorcha que amenazaba con quemarle las pestañas. Sólo cuando el soldado se apartó, comenzó a vislumbrar la negrura de la mazmorra donde le habían confinado. Una sala en la que no existían ni puertas ni ventanas. Tan sólo paredes de roca cubiertas de mugre que apestaban a una pegajosa y extraña humedad. Frente a él se percibía una gran sala de cuyos muros pendían cadenas, tenazas y otros instrumentos de tortura. Finalmente, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, logró distinguir una figura gruesa parapetada tras un grupo de centinelas. Poco a poco, el hombre se acercó.
—Volvemos a encontrarnos —celebró el consejero Kan.
Cí no pudo evitar un escalofrío. Inspiró con fuerza al advertir las cadenas y tenazas que reposaban sobre un banco y se maldijo por no haber huido antes. A lo lejos, un grito desgarrador aumentó su recelo, provocando que sus manos temblaran.
—Sí. Una coincidencia —ironizó.
—Arrodíllate.
Cí se preparó para lo peor. Sus rodillas se clavaron sobre el suelo y su cabeza descendió hasta mojarse en un charco, a la espera del golpe definitivo. Sin embargo, en lugar de eso, otra figura se adelantó. Cuando el resplandor de las antorchas alcanzó a iluminarle, advirtió la presencia de un hombre delgado de aspecto enfermizo y mirada inquietante. A un palmo de sus ojos, contempló las puntas curvadas de unos zapatos negros labrados en oro y pedrería. Lentamente, su vista ascendió por la túnica de brocado rojo, siguió temerosa por el cinturón de madreperla y continuó trepando hasta detenerse incrédula en el extraordinario collar dorado que colgaba de su pecho. Un escalofrío le invadió. El sello que en su extremo refulgía más que el oro era el sello del emperador.
Cerró los ojos y agachó la cabeza. Contemplar al Hijo del Cielo significaba la muerte si se hacía sin su autorización. Pensó que el emperador deseaba contemplar personalmente su ejecución. Apretó los dientes y esperó.
—¿Eres tú a quien llaman el lector de cadáveres? —Su voz sonó quebrada.
Cí enmudeció. Intentó tragar saliva, pero su garganta estaba seca como si hubiera engullido una cucharada de arena.
—Así me dicen, honorabilísimo emperador.
—Levántate y síguenos.
Unos brazos ayudaron a un Cí aún sobrecogido por lo que estaba sucediendo. De inmediato, un cortejo de guardias armados seguidos de una cohorte de ayudantes rodearon al emperador Ningzong, el cual, flanqueado por el consejero de los Castigos, emprendió la marcha a través de un tenebroso pasillo. Cí, escoltado por dos centinelas, le siguió.
Tras avanzar por un angosto sumidero, la comitiva desembocó en una estancia abovedada en cuyo centro descansaban dos ataúdes de pino. Varias antorchas crepitaban en la oscuridad, extendiendo su lúgubre luz sobre los cuerpos que permanecían dentro. Los centinelas se apartaron, dejando solos al consejero y al emperador. Kan hizo una seña y los guardias que custodiaban a Cí lo condujeron hasta ellos.
—Su Alteza Imperial requiere vuestra opinión —dijo Kan con cierto tono de rencor.
Cí buscó el permiso del emperador. Advirtió que su demacrado semblante era una capa de cera untada sobre una calavera viviente. El mandatario lo autorizó.
Cí se acercó al primer féretro. El cuerpo pertenecía a un varón de edad avanzada, su complexión era delgada y sus miembros alargados. Advirtió que los gusanos habían invadido su rostro hasta desfigurarlo por completo y devoraban su vientre a través de una brecha cuyo aspecto le resultó familiar. Estimó que llevaría muerto unos cinco días.
Permaneció en silencio. A continuación, se dirigió al segundo ataúd, un varón más joven y en un estado de descomposición similar. Las larvas asomaban por los orificios naturales y cubrían la herida que se abría sobre su corazón.
Sin duda, ambos hombres habían perecido a manos del mismo asesino. El mismo que había acabado con el eunuco del día anterior. Se lo comunicó a Kan, pero el emperador le interrumpió.
—Dirígete a mí —le ordenó.
Cí se humilló ante él. Al principio no se atrevió a hablar, pero poco a poco, conforme la sangre regresó a sus venas, adquirió el valor para mirarle y se atrevió a confirmar con voz firme que su vaticinio se apuntalaba sobre las insólitas coincidencias que presentaban todas las muertes.
Lo más importante era que en los tres casos la última causa de los fallecimientos obedecía a una única clase de herida: la que aparecía abierta en el torso y extrañamente excavada después. Por la amplitud de la hendidura y la apariencia de sus bordes, daba la impresión de que habían sido causadas con el mismo objeto, alguna especie de cuchillo de bordes curvados, y todas con el mismo propósito: extraer algo de su interior. Pero esto tampoco tenía demasiado sentido. Una flecha podía partirse, pero difícilmente sucedería en dos ocasiones seguidas, y menos aún, en tres. Curiosamente, en ninguno de los cuerpos se apreciaban indicios de resistencia o de lucha. Por último, era preciso señalar lo que a su juicio resultaba más turbador: pese al hedor de la putrefacción, todos desprendían una leve pero intensa fragancia a un perfume similar.
Sin embargo, también existían diferencias. Tanto en el caso del eunuco, como en el del cuerpo contenido en el primer ataúd, el asesino se había esforzado en eliminar cualquier detalle que pudiera facilitar su identificación: con el eunuco, amputándole el sexo, los pies y la cabeza, y con el cadáver del primer féretro, desfigurando su rostro con decenas de cortes que habían favorecido la proliferación de los gusanos.
—Pero si prestáis atención al tercer cuerpo, advertiréis que, pese a la acción de las larvas, conserva el rostro casi intacto.
El emperador dirigió su cadavérica mirada hacia el punto que señalaba la mano quemada de Cí. Asintió sin comentarios y le pidió que continuara.
—A mi juicio, tal hecho no se debe ni a un descuido ni es fruto de la improvisación. Si atendemos a las manos, advertiremos que las del más joven presentan las callosidades y suciedad propias de un desheredado. Sus uñas están astilladas y las pequeñas cicatrices de sus dedos nos hablan de un trabajador rudo y de baja extracción social. En cambio, las del eunuco y las del anciano son delicadas y están cuidadas, lo que nos conduce a establecer su alta posición.