—Por mucho que mires hacia otro lado, no podrás cambiar la verdad.
—¿Y cuál es la verdad? ¿Tu verdad? Porque la mía es que le necesito. Que me ha cuidado. ¿Qué esposo no comete errores? ¿Quién no comete errores? ¿Acaso tú, Cí?
—¡Maldita sea, Iris! ¡No estamos hablando de pequeñas equivocaciones! ¡Hablamos de un asesino!
Iris negó con la cabeza mientras balbuceaba palabras ininteligibles. Cí masculló. No lograría nada presionándola. Se mordió los labios y asintió. Luego, se levantó dispuesto a marcharse. Estaba haciéndolo cuando se giró.
—No puedo obligarte —le recriminó—. Eres libre de acudir al juicio o delatarme esta noche a Feng, pero nada de lo que hagas o digas cambiará la verdad. Feng es un criminal. Ésa es la única realidad. Y sus acciones te perseguirán mientras vivas, si es que a permanecer a su lado se le puede llamar vivir.
Cí no quiso ver a Feng, argumentando que la cabeza le reventaba y precisaba descansar. Para evitar sus sospechas, dejó dicho que confiaba en él y en cuantas pruebas hubiese reunido para su defensa. Iba a encerrarse en su habitación cuando Iris Azul le sujetó.
—¿Sabes, Cí? Tienes razón. Feng conoce infinitas formas de morir. Y no dudes que escogerá la más dolorosa cuando le toque matarte a ti.
C
í no durmió en toda la noche y, sin embargo, le faltaron horas para aborrecerse a sí mismo y para odiar a Feng. Cuando los primeros rayos del alba salpicaron las cortinas, se preparó. Había empleado todas sus energías en buscar una estrategia que dejara en evidencia a Feng, pero lo que para él resultaba meridianamente claro, quizá sólo fuera palabrería para el emperador.
Cuando llegó el momento de partir, hubo de esforzarse para guardar la compostura y no dejar traslucir sus sentimientos hacia el juez. Feng aguardaba en la puerta, ataviado con su antigua toga de magistrado, el gorro alado y una sonrisa afable que Cí ahora sabía cínica. Al joven le costó balbucear un saludo amargo que justificó por la falta de sueño. Feng no desconfió. Afuera esperaba la guardia imperial para escoltarles hasta el salón donde se celebraría la audiencia. Al contemplar sus armas, Cí se cercioró de que llevaba bien ocultas las suyas: el libro de juicios, la misiva de su padre, la bolsita de pólvora y la pequeña esfera de piedra ensangrentada que había encontrado en el cajón de Feng. Después se giró con la esperanza de encontrar el apoyo de Iris Azul. No la vio.
Dejaron atrás el Pabellón de los Nenúfares sin que la
nüshi
saliera a despedirles. Durante el trayecto intentó evitar a Feng. Miraba al suelo para no verle, porque estaba convencido de que si el juez volvía a sonreírle, se abalanzaría sobre él y le arrancaría el corazón.
Una vez en el Salón de los Litigios, Feng ocupó su puesto junto a los magistrados del Alto Tribunal que conducirían la acusación. A su lado, Cí distinguió a un Astucia Gris en cuyo rostro resplandecía una histriónica mueca de triunfo mientras presumía ante sus colegas de haber propiciado su detención. A Cí le obligaron a arrodillarse frente al trono vacío del soberano. El joven tembló. Tras permanecer un rato con la frente en el suelo, un toque de gong anunció la presencia del emperador Ningzong, quien, ataviado con una túnica roja cuajada de dragones dorados, avanzó escoltado por un nutrido séquito encabezado por el consejero supremo de los Ritos y el nuevo consejero de los Castigos. Cí, sin variar la postura, aguardó.
Un anciano con el bonete encasquetado hasta las cejas y bigotes aceitados se adelantó de entre el grupo de oficiales para presentar a Su Majestad Celestial y dar lectura a las imputaciones. El hombre aguardó a que el emperador se sentase y le otorgase su beneplácito. Cuando ocupó el trono, y sus consejeros los asientos que le flanqueaban, le hizo una reverencia y comenzó.
—Como oficial de justicia anciano de palacio, con la aquiescencia de nuestro magnánimo y honorable monarca Ningzong, Hijo del Cielo y Dueño de la Tierra, decimotercer emperador de la Dinastía Tsong, en la octava luna del mes de la granada, del primer año de la era Jiading y decimonoveno de su digno y sabio reinado, declaro el inicio del juicio que se celebra contra Cí Song, a quien se le acusa de conjura, traición y asesinato del consejero imperial Chou Kan, lo que, de forma inapelable, conlleva aparejado el cargo de traición y atentado contra el mismísimo emperador. —Hizo una pausa antes de continuar—. De acuerdo con las leyes de nuestro código de justicia, el
Songxingtong
, al acusado le asiste el derecho a su propia defensa, no pudiendo ser socorrido por otra persona ni condenado hasta que no medie su confesión.
Cí, aún postrado, lo escuchó en silencio mientras intentaba ponderar sus futuras alegaciones. Cuando el anciano concluyó, cedió la palabra a Astucia Gris, quien, tras cumplimentar al emperador y obtener su beneplácito, sacó una serie de pliegos que dispuso ordenadamente sobre la mesa que compartía junto a Feng. A continuación, con voz pretenciosa, presentó a la concurrencia la filiación del acusado y pasó a enumerar las diferentes pruebas que, a su juicio, lo señalaban inequívocamente como culpable.
—Antes de enumerarlas, permitid que os esboce una semblanza que os acerque al verdadero cariz de este falsario. —Calló y miró a Cí—. Tuve la desgracia de coincidir con el acusado en la Academia Ming. Allí mostró, no una, sino reiteradas veces, su incapacidad para respetar las leyes y las normas. Por tal motivo fue juzgado por el claustro de profesores y sometido a consulta para una expulsión, que sólo resultó frenada merced a la interesada defensa de su invertido director.
Cí lo maldijo. Astucia Gris comenzaba a socavar ante el emperador no sólo su integridad, sino también la de cualquiera que, como en el caso de Ming, pretendiera defenderle. Intentó madurar una respuesta, a sabiendas de que no podría replicar hasta que no le otorgaran la palabra.
—Lo que a ojos de un profano pudiera parecer sólo un comportamiento inapropiado —continuó Astucia Gris— es en realidad un reflejo de la rebeldía y el odio que el acusado aloja en su espíritu. Los profesores que intentaron expulsarle han ratificado la ruindad de su proceder, máxime considerando que, en un ejemplo de filantropía sin precedentes, la academia recogió al imputado de la más absoluta indigencia y le procuró instrucción y sustento. El pago que dio Cí a esta generosidad ya lo habéis escuchado: el de una alimaña que espera a ser liberada de su cepo para revolverse con saña y morder la mano de su benefactor. —Endureció el gesto—. He querido ilustrar a cuantos me escucháis del auténtico carácter de un hombre en el que habitan el egoísmo y la maldad. Un hombre que, mediante diabólicos ardides y burdos trucos de ilusionista, engañó al consejero Kan y enturbió la mente del emperador, de modo que convenció al primero para que le confiase la investigación de unos misteriosos asesinatos tras haber arrancado al segundo la promesa de la concesión de un puesto como miembro de la judicatura.
Los nervios comenzaron a hacer mella en Cí. Si Astucia Gris prolongaba su soflama, contaminaría el juicio del emperador y debilitaría la efectividad de su defensa. Por fortuna, su contrincante guardó silencio el tiempo suficiente como para que el oficial judicial entendiera que cedía la palabra al acusado. Al escuchar que le concedían el turno de defensa, sin despegar la barbilla del enlosado, Cí comenzó.
—Majestad... —Apretó los dientes, a la espera de su autorización—. Majestad —repitió al recibirla—. Astucia Gris se limita a lanzar conjeturas infundadas que en modo alguno guardan relación con el delito del que se me acusa. En este juicio no se dirime ni mi rendimiento académico ni la naturaleza o procedencia de mis conocimientos forenses. Lo que aquí se juzga es si soy o no culpable de la muerte del consejero Kan. Y en contra de lo que Astucia Gris presume, yo nunca ideé un plan para beneficiarme, ni mentí o empleé trucos con los que nublar mente alguna. Quien lo desee podrá confirmar que fui conducido por los soldados de Su Majestad y trasladado a la Corte cuando me disponía a abandonar la ciudad. Su Majestad estaba presente el día que fui invitado o, mejor dicho, requerido a implicarme en la investigación de unos asesinatos cuya existencia ignoraba. Y yo me pregunto: ¿por qué un hombre sabio como el consejero Kan y hasta el mismísimo Hijo del Cielo se fijaron en un ser tan indeseable como yo? ¿Por qué, de entre todos sus jueces, obligaron a un simple estudiante a aceptar una responsabilidad para la que, a tenor de sus precedentes, no estaba preparado?
Cí, arrodillado y con la frente en el suelo, guardó silencio a propósito. Al igual que Astucia Gris, debía ir utilizando sus argumentos con mesura. Y debía hacerlo sembrando la duda en quienes le escuchaban, para que fueran ellos mismos quienes se proporcionaran las respuestas.
El emperador le contempló con rostro pétreo, inmóvil. Sus ojos mortecinos y su expresión hierática lo situaban por encima del bien y del mal. Un leve gesto de su mano indicó al oficial que devolviese la palabra a Astucia Gris.
El cachorro de juez repasó sus notas antes de proseguir.
—Majestad. —Le hizo una reverencia hasta que recibió su autorización—. Me ceñiré al asunto que nos ocupa. —Sonrió mientras cogía una hoja y la colocaba sobre las demás—. Leo en mis informes que, poco antes del asesinato de Kan, concretamente el mismo día que examinó al eunuco, el acusado blandió un cuchillo ante el propio consejero. Lo hizo sin recato. Se lo apropió y asestó una brutal puñalada al cuerpo de Suave Delfín, abriéndolo en dos.
«Un cuerpo muerto», murmuró Cí lo suficientemente alto como para que le oyeran. Un varetazo lo premió.
—Sí. Un cuerpo muerto. ¡Pero tan sagrado como uno vivo! ¿O acaso ha olvidado el acusado los preceptos confucianos que rigen nuestra sociedad? —Astucia Gris alzó la voz—. No. Claro que no los ha olvidado. ¡Al contrario! El acusado posee una memoria excepcional. Conoce los preceptos y los transgrede. Sabe perfectamente que el espíritu de un fallecido permanece en el cuerpo hasta que éste recibe sepultura y también sabe que, por esa misma razón, las leyes confucianas prohíben abrir los cuerpos muertos. Porque hacerlo significa agredir al espíritu que aún reside en ellos. Y quien es capaz de hacer algo así a un espíritu indefenso también es capaz de asesinar a un consejero del emperador.
Cí se mordió los labios. Astucia Gris le estaba acorralando contra un precipicio con dos puentes. Uno conducía a la muerte y el otro a la perdición.
—Jamás mataría a nadie —dijo entre dientes.
—¿Jamás? ¡Perfecto! —sonrió Astucia Gris al escucharlo—. Entonces, solicito de Vuestra Majestad permiso para que declare el testigo que confirmará mi declaración.
El emperador hizo una nueva seña al oficial para que autorizara el testimonio.
A un gesto del oficial, un hombre arrugado y encanecido, escoltado por dos guardias, hizo su aparición. El recién llegado caminaba descuidadamente, dejando en evidencia que las costosas ropas que lucía se las habían prestado para el evento. Bajo su aspecto desmañado, Cí reconoció al adivino Xu, el hombre para el que había trabajado en el Gran Cementerio de Lin’an.
Astucia Gris hizo que el testigo se acomodara cerca de él, leyó su nombre y obtuvo su promesa de que cuanto diría se ajustaría a la verdad. Luego alzó la vista hasta detenerla sobre Cí. El adivino intentó hacer lo propio, pero no fue capaz.
—Antes de su testimonio —siguió Astucia Gris—, para comprender fehacientemente la naturaleza criminal del acusado, me veo obligado a relatar los informes que preceden a la llegada de Cí Song a Lin’an. A tal fin, preciso destacar un hecho que de inmediato nos acerca a la familiaridad del imputado con el crimen.
»Hará cuestión de dos años, en Jianyang, su aldea natal, alguien de su misma sangre, su hermano mayor para más detalles, degolló a un campesino. El acusado Cí, contaminado del mismo instinto delictivo que su hermano, robó trescientos mil
qián
a un honrado terrateniente y acto seguido huyó con su hermana a Lin’an, sin saber que un alguacil llamado Kao había salido en su persecución. Ignoro los vicios que rodearon su éxodo, pero, a pesar de la cantidad robada, él y su hermana cayeron pronto en la indigencia. Fue entonces cuando un hombre pobre pero magnánimo —señaló al adivino— se apiadó de sus penurias y le confió un trabajo como peón en el cementerio de la ciudad.
»Según confirmará el adivino Xu, poco tiempo después, el alguacil Kao acudió al cementerio preguntando por un fugitivo llamado Cí. Xu, ajeno a los delitos de su pupilo y engañado por él respecto a su identidad, le protegió. Como de costumbre, Cí respondió a la generosidad con traición. Abandonó a su salvador cuando éste más le necesitaba y desapareció.
»Meses después, Xu recapacitó y decidió colaborar con la justicia. Sabedor de que Cí se ocultaba en la Academia Ming, reveló el dato al alguacil. Sin embargo, Kao nunca llegó a capturarle, porque antes encontró la muerte a manos del propio Cí.
Seguidamente, Astucia Gris otorgó la palabra al adivino. El hombre se postró frente al emperador y cuando el oficial lo autorizó, Xu empezó su alocución.
—Todo ocurrió como lo ha relatado el ilustrísimo juez —cumplimentó a Astucia Gris—. Ese alguacil, Kao, me pidió que le acompañara a la academia porque desconocía su ubicación, asegurándome que detendría a Cí aunque le costase la vida. Le dije que yo no quería líos, pero al final me convenció. La noche antes de su muerte lo dejé allí. Yo me quedé curioseando por los alrededores hasta que vi salir juntos a Cí y a Kao en dirección al canal. Me fijé en que el alguacil llevaba en su mano una jarra de la que bebía. Al principio hablaron con normalidad, pero, de repente, comenzaron a discutir acaloradamente y, entonces, en un descuido, Cí se acercó al alguacil, le hizo algo en la cabeza, y antes de que cayera desvanecido, lo empujó al canal y huyó. Yo corrí a intentar socorrerle, pero sólo tuve tiempo para ver cómo el desgraciado desaparecía bajo las aguas.
Cientos de ojos acusadores se clavaron en Cí mientras crecía un murmullo de indignación. El joven buscó el modo de aportar pruebas con las que rebatir a Xu.
—¡Ese adivino miente! Con la aquiescencia de Su Majestad, si se me permite hablar, demostraré que el adivino que me acusa no sólo me calumnia, sino que pretende engañaros a vos —dijo con la intención de involucrar al emperador.
Nada más invocarle, el oficial de justicia miró a su soberano en busca de un gesto de reprobación. Sin embargo, tal y como esperaba Cí, Ningzong se interesó.