Cí sonrió. Rememoró aquella época como la mejor de su vida.
—Te he echado de menos, muchacho —se sinceró Feng—. ¿Sabes, Iris? Además de resultar un ayudante imprescindible, con el tiempo Cí se convirtió casi en el hijo que nunca pude tener. —Su mirada se tiñó de tristeza—. Pero olvidemos las penas. ¡Ahora está con nosotros! —Sonrió—. Y eso es lo que importa.
—Nunca fui tan bueno —se sonrojó Cí.
—¿Tan bueno? —se enervó Feng—. ¡Eras el mejor! Nada que ver con los ayudantes que te precedieron. Todavía recuerdo el caso de tu aldea.
—¿Qué sucedió? —se interesó Iris Azul.
—Nada en particular. —Cí carraspeó, incómodo al recordar el delito de Lu y su trágico final—. El mérito correspondió a Feng.
—¿Cómo que nada en particular? ¡Deberías haberlo presenciado! Ocurrió en su aldea natal. Cí descubrió el cadáver de un tal Shang. Estábamos atascados. Ningún sospechoso y ni una sola pista ante un crimen pavoroso. Pero Cí no se dio por vencido y me ayudó hasta que encontré la prueba que necesitaba.
Cí rememoró el instante en que Feng espantó las moscas que volaron hasta posarse sobre la hoz de su hermano y cómo, a raíz de aquella circunstancia, el juez dedujo su implicación en el asesinato.
—No me extraña que Kan le haya contratado —repuso Iris Azul—, aunque es curioso que el motivo sean los Jin. Según me dijo, lo que le interesaba de ellos eran sus costumbres alimenticias.
—¿De veras? —Feng miró a Cí extrañado—. No sabía que te dedicaras ahora a esos menesteres. Pensé que tu trabajo tendría más que ver con tu habilidad como
wu-tso
.
Cí se atragantó al oírle, aunque se apresuró a culpar al vino de arroz. Mencionó de pasada que había estudiado a los bárbaros del norte en la Academia Ming. Por fortuna, Iris Azul no pareció reparar en ello.
—¿Y qué os separó? —preguntó la mujer—. Quiero decir: ¿por qué dejó de ser tu ayudante?
—Un hecho luctuoso —contestó Cí—. Mi abuelo falleció, y mi padre se vio obligado a solicitar la excedencia que exige el luto. Dejamos Lin’an y emigramos a la aldea, a la casa de mi hermano. —Miró a Feng, temiendo que éste ampliase las explicaciones que hacían referencia al comportamiento deshonroso de su padre. Sin embargo, el juez permaneció callado—. El pollo está delicioso —añadió, intentando desviar la atención.
Durante el resto de la comida, Feng le habló a Cí de su ascenso y su mudanza al Pabellón de los Nenúfares. El juez le confesó que todo se lo debía a Iris Azul.
—Desde que la conocí, mi vida es otra. —Acarició la mano a su esposa. Por toda respuesta, ella la retiró.
—Voy a pedir más té.
Cí observó cómo Iris Azul se levantaba y se encaminaba hacia las cocinas sin ayudarse del curioso bastón rojo que siempre la acompañaba. No podía dejar de pensar en su piel. Feng también la miró.
—Nadie diría que es ciega. —Sonrió orgulloso—. Podría recorrer hasta el último rincón de la casa sin tropezar y estaría de vuelta antes que tú.
Cí asintió mientras contemplaba alejarse su figura. Se sentía como un auténtico traidor. Los remordimientos le devoraban. Sopesó confesarle la verdad a Feng o, al menos, parte de ella. Necesitaba hacerlo para no reventar.
Aprovechó el ínterin para hablarle de Kan, pero antes hizo jurar a Feng que mantendría el secreto de cuanto le confiase.
—Incluida Iris Azul —añadió.
Feng lo juró por el alma de sus difuntos.
Entonces Cí le contó su huida de la aldea y su condición de fugitivo y le habló de Astucia Gris
.
Luego se extendió en el asunto de los extraños asesinatos que estaba investigando, aprovechando para detallarle cada una de las muertes y cuanto había averiguado. Cuando acabó con los aspectos truculentos, le aseguró que Kan estaba persuadido de que todo era un complot contra el emperador. Obviamente, omitió sus sospechas sobre Iris Azul.
Al escucharlo, Feng se asombró.
—Pero todo esto es increíble... Veré en qué puedo ayudarte. Y respecto ese joven a quien temes... Astucia Gris, no te preocupes. Cuando regrese de Fujian, hablaré con él y todo se aclarará.
Cí le miró a los ojos. El rostro de Feng rebosaba confianza y él estaba a punto de traicionarle. El estómago se le encogió. Iba a confesarle que el verdadero motivo de su presencia en el Pabellón de los Nenúfares obedecía a la presunta implicación de su esposa cuando Iris Azul volvió.
—El té.
Feng le sonrió. Hizo sitio en la mesa y se apresuró a sostenerle la bandeja para que se acomodara. Luego ella les sirvió con suavidad, acariciando la tetera. Cí la contempló absorto. Sus movimientos tranquilos le cautivaban. Sorbió el líquido al tiempo que Feng, y después ella les imitó. En ese instante, Feng se levantó como si le hubiera sacudido un rayo.
—¡Lo había olvidado! —exclamó y salió apresurado hacia su cuarto. Al poco regresó con unos papeles—. Toma, Cí. —Se los dio—. Son tuyos.
Cí se chupó los dedos antes de limpiárselos con un paño, cogió los impresos, extrañado, y los leyó con detenimiento.
—Pero esto... —balbuceó mientras miraba incrédulo a Feng.
Feng asintió.
Cí volvió a revisar el certificado de aptitud que necesitaba para optar a los exámenes. En él no constaba mención alguna al comportamiento ignominioso de su padre. Estaba limpio. Era apto. Miró a Feng con los ojos empañados, se inclinó ante él y sonrió.
Estaban apurando el té cuando les interrumpió el sirviente mongol para informar a Feng de que unos comerciantes le esperaban en la puerta. Dijo que era urgente. Feng se disculpó ante Cí y salió a atenderlos. Al poco, regresó indignado. Según parecía, uno de los convoyes que transportaban mercancías hacia la frontera había sufrido un asalto.
—Por lo visto, los atacantes fueron rechazados, pero hemos sufrido bajas y se ha perdido parte de los suministros. Tendré que partir de inmediato —se lamentó.
Cí lo lamentó aún más. Habría dado lo que fuera por confesarle los verdaderos motivos de su presencia, pero Feng no le dio oportunidad. El juez aprovechó el instante de la despedida para susurrar algo al oído de Cí.
—Cuídate de Kan... y cuida a Iris Azul. —Y partió a toda velocidad.
F
eng había asegurado que sólo estaría fuera unos días, lo suficiente como para organizar una nueva remesa desde los almacenes cercanos a la ciudad, pero, aun así, la sola idea de saberse a solas con Iris Azul hizo temblar a Cí. Quizá por ello, al escuchar el sonido de la puerta al cerrarse, no pudo evitar que se le escapara de entre los dedos el certificado de aptitud. Y cuando al agacharse para recogerlo, rozó sin pretenderlo las manos de Iris Azul, una sacudida le agitó el corazón.
Al intentar disculparse, las palabras se le atropellaron en la garganta, así que arguyó que estaba cansado y que necesitaba ir a sus aposentos para descansar. Iris Azul asintió y le ofreció continuar con la conversación sobre los Jin cuando recuperara los ánimos. Cí aceptó con un balbuceo, cogió un plato de arroz gelatinoso con la excusa de comerlo más tarde y se retiró.
Una vez en su dormitorio, sacó de nuevo los fragmentos de terracota y comenzó a trabajar. Empezó por los trozos más grandes, los cuales numeró con un carboncillo, a fin de recordar su posición. Cuando terminó, comenzó a montarlos para intentar recomponerlos. Para mantenerlos unidos, empleó el arroz gelatinoso. Sin embargo, a cada poco, los nervios le traicionaban y los escasos fragmentos que lograba relacionar acababan desmoronados sobre el tapete de la mesa. Lo intentó una y otra vez hasta que maldijo el molde y lo apartó. Al fin y al cabo, sabía que, por mucho que quisiera engañarse, el temblor de sus manos no procedía ni de la falta de pulso ni del miedo al fracaso. El origen de su intranquilidad residía en su fuero interno, en la irrefrenable seducción que ejercía sobre él Iris Azul.
Se dejó caer en la cama e intentó descansar, pero no lo consiguió. Las sábanas de seda acariciaban su piel haciéndole soñar con ella. Trató de contenerse pensando en Feng, pero sólo logró imaginar los senos turgentes de su esposa.
Decidió darse un baño para intentar relajarse. Pidió unos paños a una sirvienta. La tina, situada en una sala contigua, aguardaba llena de agua. Una vez solo, se desnudó despacio y se metió lentamente. La frescura le tranquilizó. Cerró los ojos y sumergió la cabeza, dejándose abrazar por la reconfortante masa líquida. Cuando emergió, se miró las manos, cubiertas de cicatrices. Contempló las que cruzaban su torso; el torso quemado de un mutilado. Hasta aquel instante, las marcas que recorrían su cuerpo no le habían preocupado demasiado, quizá porque, al igual que un cojo lo haría con su torcedura o un sordo con su silencio, se había acostumbrado a vivir con ellas. Sin embargo, ahora que las miraba, se avergonzaba de su aspecto. O lo que era peor aún: se despreciaba. Las quemaduras que surcaban su piel como enroscadas raíces de carne le parecían ahora tan retorcidas como sus pensamientos.
Volvió a entornar los párpados, en busca de una paz que sabía que no habitaba en su interior, y permaneció en silencio, con el tiempo arrastrándose lentamente mientras sentía de vez en cuando el ponzoñoso aguijón del deseo.
¿Cómo era posible que le estuviese sucediendo algo así? ¿Cómo podía ni siquiera pensar en la esposa del hombre que le había acogido? Cuanto más intentaba razonar, cuanto más trataba de apartarse de aquella dulce tentación, más se aferraba ésta a él, atrapándole, venciendo su voluntad como aquel que, agotado, se rinde ante la placidez de un sueño profundo.
Poco a poco, su nuca se fue relajando, sus hombros perdieron tensión y sus brazos se dejaron llevar por el leve chapoteo con el que el agua serena le acariciaba. Un dulce sopor comenzó a adueñarse de él y le condujo hasta un lugar brumoso en el que la paz que añoraba le acogía entre sus brazos. De pronto, percibió un perfume intenso, embriagador. Tan penetrante como si fuera real. Y entonces la oyó.
Al abrir los ojos, la encontró frente a él, con sus ojos ciegos clavados en su cuerpo. Se intentó cubrir, sin advertir que ella no podía verle.
—¿Te encuentras bien? —dijo Iris Azul suavemente—. La sirvienta me ha dicho que ibas a bañarte, pero ha transcurrido toda la tarde y...
—Lo siento —respondió, azorado—. He debido de quedarme dormido.
Por toda respuesta, la mujer tanteó las paredes hasta topar con una arqueta sobre la que se sentó delicadamente. A Cí le incomodó. No entendía por qué Iris Azul permanecía junto a él. Observó que su mirada no se fijaba en él, sino que se desviaba ligeramente, y su desacierto, de algún modo, le tranquilizó.
—De forma que eres
wu-tso
. Extraña profesión.
—Tan sólo me interesan las causas de la muerte —se excusó—. Como a vuestro marido...
—No desde que le ascendieron. Desde entonces sólo se ha dedicado a asuntos burocráticos. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas realmente? —Se levantó y se acercó a la tina.
Cí carraspeó.
—Ya os lo dije. Trabajo como asesor de Kan. ¿Y una
nüshi
? ¿A qué se dedica una
nüshi
?
—¡Oh! ¿Ya te has enterado? —La mujer giró alrededor de la tina con pasos sigilosos mientras rozaba con sus dedos el borde de la bañera—. Entre otras cosas, enjabonaba al emperador. —Y sumergió sus manos en la tina.
Cí permaneció inmóvil, incapaz de respirar, pensando que Iris Azul escucharía los latidos de su corazón. Percibió la presión de sus dedos cerca de sus pies. Tembló. Pensó que iba a acariciarle, pero en ese instante la mujer destapó el desagüe de la tina y se levantó.
—La cena está preparada. Te espero en el comedor. —Y se marchó de la estancia mientras la bañera se vaciaba.
Cí pensó que había sido como estar ante una diosa capaz de susurrarle un beso mientras planeaba su perdición.
De no ser por la descortesía que hubiese significado su ausencia, Cí habría renunciado a la cena. Limpio y perfumado, se presentó en el pequeño salón al que le guio la sirvienta, una estancia recoleta en la que aguardaba Iris Azul sentada en una banqueta. Tomó asiento frente a ella, sin osar mirarla. Nada más alzar la vista, se quedó admirado. La mujer vestía una blusa vaporosa que dejaba entrever su piel. Tragó saliva y retiró la vista, como si temiese que Iris Azul pudiera advertirlo, pero después, mientras ella le ofrecía un plato de brotes de soja, se atrevió a contemplarla. Conforme se movía, la silueta de sus pechos se recortaba contra la seda marcando la protuberancia de sus pezones. Como ella permanecía ajena, su mirada se volvió más fija, más intensa. Observó sus brazos torneados. Sus manos cuidadas exploraban los frutos con delicadeza, palpándolos y acariciándolos para percibir su madurez y su textura. La respiración de Cí se tornó pesada. No podía dejar de contemplarla.
—¿Qué miras? —le preguntó ella.
Cí dio un respingo.
—Nada —respondió.
—¿Nada? ¿No te gusta lo que nos han servido? Hay incluso uvas pasas...
—¡Oh, sí! ¡Por supuesto! —Y cogió uno de aquellos extraños frutos.
—Antes me preguntaste por mi antiguo trabajo... ¿De veras te interesa? —preguntó Iris mientras le servía.
—Mucho. —Admiró la belleza de unos ojos que le hacían olvidar todo lo demás—. ¡Perdón! —se excusó, y cogió la escudilla. Al hacerlo, volvió a rozarle las manos. Le sacudió un escalofrío.
Iris bebió y sus labios se humedecieron. Dejó lentamente la tacilla sobre el tapete de bambú y apoyó las manos sobre su regazo. Cí supuso que ella sabía que la estaba mirando.
—De modo que deseas saber a qué se dedica una
nüshi
... Deberías terminar de comer, o quizá beber un poco más, porque escucharás una historia repleta de amargura. —Inspiró mientras miraba al vacío. Luego sonrió con un rastro de angustia—. Entré al servicio del emperador siendo una niña, condición que perdí pronto porque en cuestión de días ese hombre acabó con mi infancia. Debió de ver algo en mí. Lo vio, y simplemente lo cogió. —Su mirada se entristeció—. Crecí entre concubinas. Ellas fueron las hermanas que me enseñaron a vivir. A vivir para él, para satisfacer al Hijo del Cielo con un arte refinado, sutil... y descorazonador. —Sus ojos se humedecieron—. En vez de jugar, aprendí a besar y a lamer. En lugar de reír, aprendí a complacer...
»¿Textos de Confucio...? ¿Los
Cinco Clásicos
...? Jamás los escuché. Los libros que me leían eran los clásicos del placer: el
Xuannüjing
, el libidinoso
Manual de la muchacha oscura
; el
Xufangneimishu
, el
Prefacio del arte secreto de la alcoba
; el
Ufangmijue, Las fórmulas secretas del tálamo
; el
Unüfang, Las recetas de la dama sencilla
... Mientras mi cuerpo crecía y mis pechos se formaban, se aferró a mí un odio tan profundo e intenso como mi propia ceguera. Y cuanto más le odiaba, más me deseaba él. —Entornó los párpados, como si pudiera verlo.