El lector de cadáveres (51 page)

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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El lector de cadáveres
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—¡Muchacho! —Le alborotó el pelo con entusiasmo—. ¡Cuánto me alegro de tenerte entre nosotros!

Al calor de un delicioso té negro, Feng se interesó por las circunstancias que habían rodeado la muerte de su padre. Cí le narró la pérdida de su familia, sus vicisitudes en la ciudad, su encuentro con el adivino, la trágica desaparición de su hermana, su ingreso en la Academia Ming y su posterior llegada a palacio, pero evitó los detalles referentes a su fuga y al motivo de su presencia en aquella habitación. Feng le escuchaba boquiabierto, como si no diera crédito a sus palabras.

—Pero todas esas penalidades... ¿por qué no trataste de buscarme? —le preguntó.

—Lo intenté. —Pensó en confesarle su condición de fugitivo. Finalmente, bajó la mirada—. Señor, no debería estar aquí. Yo no soy digno de compartir...

Feng lo detuvo poniendo un dedo sobre sus labios. Le aseguró que ya había sufrido lo suficiente como para discutir qué era o no lo conveniente. Celebraba haberle encontrado y compartiría sus cuitas con la misma voluntad que sus alegrías. Cí enmudeció. El remordimiento le atenazaba la garganta. Permaneció en silencio hasta que Feng le preguntó por los exámenes.

—Querías presentarte, ¿no es así?

Cí asintió. Le contó que había intentado conseguir el certificado de aptitud, pero que le había sido denegado a causa del comportamiento deshonroso de su padre. Sus ojos se humedecieron.

Feng bajó la cabeza con tristeza.

—De modo que te has enterado —se lamentó—. Nunca quise contártelo. Fue algo muy desagradable. Ni siquiera cuando en la aldea te preguntabas por el cambio de actitud de tu padre, cuando me preguntaste por qué se negaba a regresar a Lin’an, me atreví a decírtelo. —Se mordió los labios—. En aquel momento ya tenías bastantes complicaciones con la detención de tu hermano. Pero tal vez ahora pueda ayudarte. Tengo influencias y quizá ese certificado...

—Señor, no quiero que hagáis nada por mí que pueda perjudicaros.

—Sabes cuánto te he apreciado siempre, Cí. Y ahora que has aparecido, quiero que formes parte de esta familia para siempre.

Le habló sobre su esposa, Iris Azul.

—Nos conocimos al poco de vuestra marcha. Lo cierto es que las cosas no fueron fáciles. Las habladurías nos acompañaban allá donde íbamos, pero puedo asegurarte que junto a ella he encontrado la felicidad.

Cí observó a la
nüshi
de reojo. La mujer descansaba en el jardín, mirando plácidamente al infinito. La luz bañaba su sedoso cabello negro, recogido en un moño que dejaba al descubierto un cuello firme y terso. Entonces apartó la vista como si estuviera a punto de robar un bocado prohibido y sorbió té para esconder su rubor. Cuando terminó, solicitó a Feng permiso para retirarse a sus habitaciones. Le dijo que debía estudiar y Feng se lo concedió. Ya se marchaba cuando el juez le detuvo para obsequiarle con un dulce de arroz. Cí lo aceptó avergonzado. Al girarse escuchó de nuevo la voz templada de Feng.

—Cí.

—¿Sí, mi señor?

—Gracias por quedarte. Me haces muy feliz.

Cí se dejó caer sobre la cama de plumas y contempló la riqueza que se exhibía a su alrededor. En cualquier otra circunstancia habría disfrutado de la situación, pero en aquel instante se sentía igual que un perro salvaje acogido por un amo al que devoraría en cuanto tuviera oportunidad.

Sus ojos se nublaron al mismo tiempo que su entendimiento. Pero ¿qué podía hacer? Si desobedecía a Kan, el consejero de los Castigos ejecutaría a Ming con la frialdad de quien aplasta a una babosa. En cambio, si accedía a sus deseos, traicionaría a Feng. Se metió un pastelillo de arroz en la boca y le supo a hiel. Fue incapaz de tragarlo. Lo escupió con asco, como si lo que le amargara fuera su propia alma. Quizá no mereciera la pena vivir así.

No supo durante cuánto tiempo se martirizó, culpándose por el daño que iba a infligir a la única persona que le había ayudado de verdad. Afuera, la luz de los ventanales comenzaba a apagarse, igual que sus esperanzas.

Pensó en todos los asesinados: el eunuco Suave Delfín, un invertido elegante y sensible amante de las antigüedades; el hombre de las manos corroídas, relacionado de algún modo con el comercio de la sal; el joven del retrato, con el rostro picado de heridas y aún sin identificar; el fabricante de bronce, cuyo taller ardió casualmente la misma noche en la que fue decapitado... Nada tenía sentido, al menos en lo que afectaba a Iris Azul. Porque aunque la mujer realmente quisiera perjudicar al emperador, ¿por qué razón mataría a cuatro individuos sin relación aparente entre ellos? O, planteado de otra forma, ¿de qué manera afectaban aquellas terribles muertes al emperador? Al fin y al cabo, y pese a la similitud entre todos los asesinatos, ni siquiera tenía la certeza de que hubieran sido cometidos por la misma persona.

Meditó hasta bien avanzado el crepúsculo y siguió haciéndolo tras simular unas molestias en el estómago que le permitieron eludir la cena. Luego, cuando el cansancio le venció, cerró los ojos y a su mente acudió Iris Azul. Lo hizo sin pretenderlo, pero eso no evitó que se sintiera como un indeseable. Por más que lo intentó, no pudo apartarla de su pensamiento.

A la mañana siguiente se levantó antes que sus anfitriones. Necesitaba comprobar que Ming se hallaba bien. Agradeció a los sirvientes el desayuno y, tras notificarles que regresaría para comer, partió hacia las mazmorras.

Encontró a Ming en una celda convertida en un estercolero, en la que la humedad, los restos podridos de comida y los excrementos convivían con las ratas que emergían de las cloacas. La ira le abrasó las entrañas. El maestro yacía tumbado, quejándose de las llagas que laceraban sus piernas. Cí exigió a gritos una explicación al centinela, pero éste mostró la misma piedad que un matarife en su trabajo. El joven lo maldijo al tiempo que le arrebataba una jarra de agua y se agachaba junto a Ming para confortarle. De inmediato, se despojó de su camisola y con ella le enjuagó la sangre reseca de sus labios. Las heridas de sus piernas tenían mal aspecto. Cí tembló. Quizá en un hombre joven los bastonazos podrían curar rápido, pero en Ming... No sabía bien qué hacer. Intentó tranquilizarle, pero en realidad él estaba más nervioso que su maestro. Finalmente, le aseguró que le sacaría de allí. Ming sonrió sin convicción, dejando entrever sus encías ensangrentadas.

—No te esfuerces. Los afeminados nunca hemos sido del agrado de Kan —ironizó.

Cí maldijo al consejero. Lamentó que Ming se encontrara en aquella situación por su culpa. Le confesó lo delicado de la situación debido al chantaje al que Kan le estaba sometiendo y le prometió que haría cuanto estuviera en su mano para salvarlo.

Ming asintió.

—Es como dar palos de ciego. ¿De qué me sirve seguir pistas si desconozco el móvil que guía al asesino? —se quejó amargamente.

—¿Has considerado la venganza?

—Es lo que me sugirió Kan. Pero, por todos los dioses, ¡si sospecha de una ciega! —Le detalló la situación de la
nüshi
.

—¿Y acaso no podría tener razón?

—Por supuesto que podría tenerla. Esa mujer dispone de tal fortuna que podría contratar a un ejército. ¿Pero por qué habría de hacerlo? Si lo que desea es vengarse, ¿por qué asesinar a unos desgraciados?

—¿Y no hay otros sospechosos? ¿Algún enemigo de los muertos?

—Ya no sé qué pensar. El eunuco no tenía enemigos. Su única obsesión era el trabajo.

—¿Y el fabricante de bronce del que me has hablado?

—Quemaron su taller. Lo estoy investigando.

Ming intentó incorporarse, pero un latigazo de dolor lo devolvió al suelo.

—Siento no poder ayudarte, Cí. En mi estado... Pero quizá puedas hacer algo por mí. —Sacó una llave que pendía de su cuello—. Cógela. Es de mi biblioteca. Hay una falsa portezuela sobre la última estantería. —Un temblor le sacudió—. Allí guardo los secretos de mi vida, pequeñas cosas que me han acompañado: algunos libros, dibujos, poesías, recuerdos... Objetos sin valor que para mí significan mucho. Si me sucediera algo, no quiero que nadie los encuentre. Pregunta por Sui. Él te dejará entrar.

—Pero, señor...

—Prométeme que los rescatarás y los enterrarás a mi lado.

—Nada de eso será necesario.

—Prométemelo —le urgió.

Cí se mordió los labios. Se lo prometió en voz alta, pero para sus adentros añadió algo de su cosecha: si su maestro Ming moría, Kan no tardaría en acompañarlo.

Su siguiente destino fue el despacho de Kan, al que accedió gracias a su sello. No esperó a que el centinela le anunciara. Simplemente, empujó la puerta e irrumpió. Sorprendió a Kan volcado sobre unos papeles que recogió a toda prisa. Sus ojos se cubrieron de ira, pero los de Cí lo hicieron aún más. No permitió que el consejero hablara.

—O sacáis ahora mismo a Ming de esa cloaca o revelo a Iris Azul todos vuestros manejos —le desafió.

Al escucharle, Kan pareció respirar tranquilo.

—¡Ah! ¿Es eso? Pensé que ya le habrían trasladado —disimuló.

Cí percibió en Kan el hedor de la mentira.

—Si no lo sacáis, se lo contaré. Si no mejora, se lo contaré. Y si muere...

—¡Y si él muere, será porque tú no has cumplido tu trabajo y entonces moriréis los dos! —le atajó—. Déjame decirte algo, muchacho: hasta ahora tus pesquisas han satisfecho al emperador, pero, desde luego, a mí no. Tus oportunidades se van agotando al mismo ritmo que mi paciencia y te aseguro que no bromeo si te digo que ésta es muy, muy escasa. De modo que olvídate de lo que le pueda pasar a ese degenerado y vuelve de una vez a tu trabajo si no quieres acabar como él. —Kan se dio la vuelta, confiado.

Cí no se movió.

—¡¿Es que no me has oído?! —gritó Kan al darse cuenta de que seguía allí.

—Cuando trasladéis a Ming —le desafió.

El consejero desenfundó un puñal del cinto y en un vertiginoso movimiento lo situó en la yugular de Cí. El joven percibió la presión del metal. A cada latido, el acero acariciaba el contorno azul de su vena, pero él ya había tomado una decisión. Contaba con que si Kan hubiera querido matarlo, hacía tiempo que lo habría ordenado.

—Cuando trasladéis a Ming —repitió.

Sintió que el filo del cuchillo vibraba por la rabia. Finalmente, Kan lo retiró.

—¡Guardia! —bramó. De inmediato, entró el centinela—. Disponed lo necesario para que el prisionero Ming sea atendido de sus heridas y trasladado a este edificio. En cuanto a ti —acercó su grueso rostro hasta rozar el de Cí—, dispones de tres días. Si en tres días no has encontrado al asesino, un asesino te encontrará a ti.

* * *

Nada más abandonar el despacho de Kan, Cí halló el aire que le faltaba. Aún se preguntaba cómo se había atrevido a desafiar de aquella forma al consejero, pero no tenía tiempo para responderse. El plazo dado por Kan coincidía aproximadamente con la fecha de regreso de Astucia Gris. Apretó los puños hasta enterrarse las uñas. Si quería salvar a Ming, su única salida pasaba por encontrar al asesino, aunque ello supusiera traicionar al juez Feng.

En compañía de Bo, regresó a las mazmorras para comprobar que se cumplían las órdenes de Kan. Allí, cuatro sirvientes acompañados de un médico atendieron a Ming y lo trasladaron en unas parihuelas. Una vez satisfecho, acordó con Bo acercarse a la sala en la que habían depositado los objetos encontrados en el taller del broncista.

Al entrar en el almacén, pudo comprobar que el lugar no era mejor que el estercolero donde habían encerrado a Ming. Tan sólo era más grande y acumulaba más suciedad. Pateó un trozo de madera chamuscada y apartó unos atizadores de hierro. Quienes hubieran efectuado el traslado de los enseres no sólo habían olvidado etiquetar su procedencia, sino que los habían dejado acumulados en un altillo y desperdigados por el suelo. Bo se disculpó ante Cí y le ayudó a organizar el material. Primero separaron todos los objetos de metal. Luego el oficial se encargó de clasificar las maderas y Cí de numerar los moldes. Sin embargo, lo que en principio se le había antojado una tarea sencilla acabó convirtiéndose en un quebradero de cabeza. En la mayoría de los moldes, los fragmentos de terracota y cerámica eran tan numerosos y pequeños que la sola idea de reconstruirlos le parecía inalcanzable, pero los diferentes tonos de las arcillas, modificados por el calor de la fundición, le permitieron individualizar cada una de las piezas.

Estaba a la mitad del trabajo cuando de repente encontró un trozo que le sorprendió.

—Olvidad los hierros. ¿Habéis visto esto? —le enseñó el fragmento a Bo—. Es distinto a los demás.

Bo contempló el trozo de terracota verduzca con el mismo entusiasmo que si le hubiera enseñado cualquier otra piedra.

—¿Qué es? —acertó a decir.

—¡Busquemos más!

Entre ambos localizaron un total de dieciocho fragmentos que, por su aspecto, parecían formar parte de la misma horma. Cuando Cí se cercioró de que no había más, los guardó en un paño que introdujo en un saco aparte. Bo le preguntó el motivo, pero cuando iba a contestarle, Cí receló de él. Para evitar sospechas, le dijo que hiciera lo mismo con el resto de los moldes mientras él terminaba de examinar los artículos de metal. Al llegar la hora del almuerzo, dejó de disimular y se despidió de Bo para regresar al Pabellón de los Nenúfares con el saco a la espalda.

Nada más llegar a su habitación, sacó los fragmentos para proceder a su recomposición. Por comparación con el resto de los moldes, le había llamado la atención no sólo su tono olivino, sino también su uniformidad, lo que a su juicio denotaba un uso muy escaso. Sin embargo, tal razonamiento contradecía el sentido de un molde, ya que éstos se construían con el fin de reproducir numerosas piezas seriadas. La conclusión a la que llegó fue que aquella matriz sería relativamente nueva. Había comenzado a combinar los trozos cuando advirtió que desde el quicio de la puerta una figura le contemplaba.

—La mesa está dispuesta —anunció Iris Azul.

Cí carraspeó y de inmediato recogió las piezas como si le hubieran sorprendido robándolas. Cuando las escondía bajo la cama comprobó que la mujer miraba al vacío mientras su silueta se recortaba al contraluz como un laúd bellamente tallado. Le agradeció el aviso y la siguió hacia el salón, donde Feng ya aguardaba.

Durante la comida, Feng reveló a Iris Azul el vínculo que le unía a Cí.

—Tendrías que haberlo conocido: de mozuelo era un manojo de nervios, ¡y listo como el hambre! —aseguró—. Su padre trabajaba para mí, así que lo tomé a él como ayudante. Recuerdo que, según acababa la escuela, ya estaba en la puerta aguardando a que iniciara la ronda para acompañarme en mis investigaciones. —Su rostro se iluminó—. Me volvía loco con sus preguntas y sus discusiones... ¡Y por el viejo Confucio! ¡Había que explicárselo todo! Nunca se conformaba con un simple «porque sí».

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