El lector de cadáveres (56 page)

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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El lector de cadáveres
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Permaneció sentado hasta que Bo le conminó a que se levantara. Entonces, lentamente, pareció recobrar el sentido. Una vez de pie, le devolvió la nota a Bo, quien le certificó que tanto la caligrafía como los sellos pertenecían a Kan. Cí asintió. Se despidió de Bo con un balbuceo y abandonó el palacio cabizbajo en dirección a los jardines.

Caminó incrédulo, meditando qué hacer. Ya nada le retenía en palacio. Con Kan culpable e inmolado, podría exigir al emperador el puesto prometido y comenzar una provechosa carrera judicial. Ming quedaría libre, Iris Azul exculpada, Feng le excusaría de cualquier cargo que Astucia Gris pudiera presentar contra él y todos sus sueños se harían realidad. Sin embargo, mientras deambulaba entre los sauces, su corazón latía temeroso, porque aunque sus sueños estuvieran al alcance de su mano sabía que todo aquello era un sueño irreal. Lo sabía porque tenía la certeza de que la muerte de Kan no obedecía a un suicidio, sino a un acto criminal.

* * *

Se encaminó hacia el Pabellón de los Nenúfares dispuesto a preparar su equipaje. Lo había decidido. En cuanto se formalizase la liberación de Ming, se marcharía de palacio y olvidaría para siempre aquel aciago asunto. No le importaba lo que más adelante pudiera sucederle al emperador. Le habían obligado a investigar, le habían amenazado, torturado y chantajeado, habían intentado asesinarle, habían apresado a Ming... ¿Qué más podían exigirle? Ya tenían al culpable que buscaban y éste había pagado su castigo. Si alguien tenía que descubrir la verdad, que fuera alguno de esos jueces ancianos que le miraban por encima del hombro. O el propio Astucia Gris, cuando regresara de su periplo. Y si éste había averiguado algo en Jianyang, tendría que buscarle en otro lugar, porque él ya estaría lejos de Lin’an.

Divisó en la lejanía la figura de Iris Azul. Ya no sabría jamás si era culpable o no. Deseó que no lo fuera y sonrió con ironía. Le daba lo mismo. Había cometido una insensatez al enamorarse de una mujer que sabía que le estaba prohibida, y lo que era peor aún, había traicionado la confianza del único hombre que se había comportado como un padre con él. Maldijo la noche en que la conoció. Lo hizo pese a conservar aún en sus labios el recuerdo de sus besos.

Se acercó despacio, evitando su mirada, a pesar de saberla vacía.

Ascendió la pequeña escalera de la entrada y entró en el pabellón sin saludar. La
nüshi
siguió con sus ojos ciegos el rumor de sus pasos, como si de algún modo pudiera adivinar quién era su dueño. Una vez en su habitación, Cí comenzó a recoger sus pertenencias. Había doblado ya su ropa cuando se acordó de los fragmentos de los moldes que había escondido. De inmediato resolvió que, si pretendía olvidar el asunto, lo mejor sería destruirlos. Sacó el cetro de yeso que había ocultado bajo la tarima y lo dejó sobre la cama. Luego corrió a por los trozos del molde que había escondido en el armario, pero, ante su estupor, no los encontró. Se aseguró vaciando todo el contenido del mueble, pero fue en vano. No estaban. Alguien los había robado. Le asaltó un profundo temor.

Comprendió que no le resultaría fácil cerrar aquel asunto, pero estaba determinado a seguir adelante con sus planes. De hecho, tal vez la desaparición del molde fuera lo mejor que podría haberle sucedido. Si el intento de asesinato que había sufrido en el almacén era por aquel trozo de terracota, lo mejor para que le dejaran en paz era que quienquiera que lo buscara lo tuviera ya en sus manos.

Nada más terminar de cerrar el equipaje, se quedó contemplando el extraño cetro de yeso. Lo cogió y lo examinó con detenimiento. El exterior reflejaba un cuidadoso labrado con motivos florales. Respecto al interior, supuso que debería haberlo ocupado la barra cilíndrica que no había incorporado. Se preguntó si en lugar de un cetro, no sería alguna especie de flauta.

Meneó la cabeza. No sabía ni por qué divagaba sobre su forma ni sobre su utilidad. Lo elevó para destrozarlo contra el suelo cuando, de repente, se detuvo. Bajó la mano lentamente y dejó de nuevo el cetro sobre sus ropas. Acababa de pensarlo mejor. Si tan relevante era, haría bien en conservar una pieza de la que, al fin y al cabo, nadie sabía de su existencia. Si la mantenía escondida, conservarla no sólo no le reportaría ningún riesgo, sino que, llegado el momento, podría usarla como prueba.

Una vez decidido, sólo necesitaba un lugar para esconderla. Algo sencillo en el caso de disponer de un domicilio, pero complicado en su situación.

Mientras intentaba imaginar un sitio seguro, se frotó el pecho con una de sus manos, hasta toparse con la llave que llevaba colgada al cuello. La había olvidado. Era la llave que Ming le había entregado para que, en previsión de un desenlace fatídico, se hiciera cargo de sus pertenencias más valiosas. Y si no recordaba mal, éstas permanecían ocultas en su despacho, en un compartimento secreto.

Entonces se decidió. Camufló el cetro entre sus ropas y salió con su equipaje de la habitación. En el salón vio a Iris Azul de pie, junto a la puerta. Llevaba un vestido de tul bajo el que se adivinaba una figura turbadora. Sin embargo, él sólo tuvo ojos para su rostro. Cuando advirtió la humedad de sus párpados, no pudo evitar una punzada de amargura. Al pasar a su lado estuvo a punto de explicarle por qué se iba. Lo intentó, pero no se atrevió. Sólo pudo pronunciar un «adiós» avergonzado. Después bajó la cabeza y abandonó el pabellón en dirección a la academia.

Aunque imaginaba que los centinelas le franquearían la salida, decidió asegurarse pidiéndole a Bo que le acompañara. El oficial renegó en un primer momento, pero Cí le persuadió, aduciendo que aunque su trabajo en la Corte hubiera terminado, quizá en la muralla aún no lo supieran. Además, deseaba entregarle a su maestro Ming un libro que tenía que recoger de su biblioteca y, si salía solo, quizá a su regreso volviera a tener problemas. Finalmente, Bo accedió. Cruzaron las murallas sin que le registraran y, juntos, se encaminaron hacia la academia.

Cuando llegaron, Cí preguntó por Sui, el sirviente de Ming. El jardinero que les recibió desapareció un instante y al poco regresó acompañado de un hombre de mediana edad que le miró con extrañeza a través de sus cejas pobladas. Sin embargo, en cuanto Cí le mostró la llave, su expresión cambió por otra de preocupación.

—¿El maestro ha...?

Cí negó con la cabeza. Le confesó que, aunque el maestro continuaba débil, pronto se restablecería y que le había encargado que le llevase un libro de su biblioteca para leer durante su convalecencia. El sirviente asintió y le invitó a que le siguiera. Bo esperó en el jardín.

Una vez en el despacho, Sui se acercó a unas estanterías de las que extrajo parsimoniosamente varios libros que hacían de parapeto hasta dejar a la vista una trampilla de caoba protegida por una cerradura. Cí esperó a que el sirviente se retirara, pero, para su contrariedad, Sui no se movió.

Cí apretó los dientes. Aquélla era una situación inesperada que le obligaba a alterar sus planes y debía hacerlo rápido o Sui sospecharía. Introdujo la llave en el cerrojo y abrió la portezuela que daba acceso a un diminuto receptáculo repleto hasta reventar. Cí se maldijo al comprobar que en aquel agujero no cabría el molde que intentaba esconder. Intentó ganar tiempo examinando los volúmenes almacenados en el escondrijo hasta que de repente sus ojos se posaron en uno que le llamó poderosamente la atención. Era un manuscrito moderno titulado
Ingmingji, Procesos judiciales al descubierto
, y la caligrafía pertenecía al propio Ming. Lo sacó para no quedar en evidencia ante Sui, argumentando que precisamente aquél era el libro que le había pedido Ming. Sin embargo, aún seguía sin encontrar la forma de ocultar el cetro.

—¿Qué os sucede? —preguntó finalmente el sirviente.

Cí lo miró. Le entregó el cetro y una bolsa con monedas.

—Necesito que me hagas un favor. Necesito que lo hagas por Ming.

* * *

Con Kan muerto, Cí regresó a palacio con el único objetivo de conseguir la liberación de su maestro. Bo le acompañó para acelerar los trámites, pero los enfermeros que atendían a Ming aún desconocían las consecuencias de la muerte de Kan, así que sus gestiones resultaron infructuosas. Una vez a solas con Ming, Cí intentó reconfortarle. Sus piernas habían mejorado y la sangre volvía a animar sus mejillas, así que dio por hecho que en pocos días podría caminar y retomar sus tareas. Mientras eso sucedía, lo mismo le daba recuperarse en la academia que en aquellas
acogedoras
dependencias. Ming sonrió ante la ocurrencia de Cí. Sin embargo, cuando éste le informó de las circunstancias del suicidio de Kan, la lividez retornó al rostro del enfermo. Había algo extraño en la voz de Cí, un tono que le intranquilizó.

—¿Qué me ocultas? —le preguntó.

Cí observó a los centinelas a su alrededor. Parecían atentos a su conversación. Le respondió que nada.

—¿Estás seguro? —insistió Ming.

Cí mintió mejor que nunca, algo de lo que se dio cuenta porque el semblante de Ming recuperó el sosiego en la misma medida en que el suyo se ensombrecía. Odiaba mentir, pero últimamente parecía haberse convertido en un consumado maestro. Había mentido a Iris Azul, al juez Feng y, ahora, a Ming. Se despidió de él asegurándole que se ocuparía de que le trasladaran cuanto antes a la academia. Sin embargo, le ocultó que había cogido un libro de su biblioteca para no alertarle aún más.

Una vez fuera, Cí meneó la cabeza. No estaba precisamente orgulloso de sí mismo. Al contrario, se despreciaba. Allá donde se mirase se veía reflejado en la figura de su padre, y todo cuanto repudiaba de él, lo veía ahora en sí mismo. Su padre había sido un farsante, y lo mismo que tanto había odiado entonces, lo cometía él ahora. Se descubrió como un ser sin escrúpulos que prefería mirar hacia otro lado para favorecer sus intereses sin importarle la verdad; sin distinguir entre culpables e inocentes. Atrás quedaban las sabias enseñanzas de Feng y los honestos consejos de Ming. Pensó en su hermana Tercera. No se sentiría orgullosa de él.

El fantasma de la niña le sacudió las entrañas. Se sentó abatido en el suelo mientras se preguntaba qué era lo que estaba haciendo, qué pretendía conseguir y en qué se estaba convirtiendo... Su cabeza le exigía que olvidase sus remordimientos y aprovechase una oportunidad para escapar que no se le volvería a presentar. Pero dentro de él algo le roía lentamente. Una agonía que adivinaba jamás le dejaría en paz.

Pateó una piedra con rabia. Ni siquiera sabía si sería capaz de olvidar a Iris Azul. Seguía recordando el calor de su piel, igual que la tristeza de su mirada. La añoraba. De repente, un relámpago en su interior le impulsó a despedirse de ella... No lo pensó. Se levantó y echó a andar hacia el Pabellón de los Nenúfares, sin discernir si tal impulso obedecía a un deseo carnal o a un postrer resquicio de dignidad.

Estaba aproximándose al edificio cuando a lo lejos creyó distinguir la figura de Feng. Algo más cerca comprobó que, en efecto, el juez permanecía junto a un carro dirigiendo el traslado de su equipaje junto a media docena de sirvientes que trajinaban con fardos y sacas. Al advertir su presencia, Feng dejó su ocupación y se acercó con una sonrisa.

—¿Cí? Iris me dijo que te habías marchado, pero yo le aseguré que eso era imposible. —Le abrazó con fuerza, en un gesto poco común.

Cí nunca había abrazado a nadie sabiéndose un traidor. Sintió náuseas al percibir el cuerpo desvalido del viejo Feng dándole palmas cariñosamente en la espalda.

—Habéis vuelto antes de lo previsto —acertó a contestar Cí con la cabeza gacha. Pensó que Feng descubriría la vergüenza que le ruborizaba.

—Afortunadamente, pude organizar el nuevo convoy con rapidez. ¡Vamos! Échame una mano con estos obsequios. ¿Te das cuenta, Iris? —le gritó—. ¡Cí ha regresado!

Cargado con una alforja, Cí contempló a la
nüshi
bajo el quicio de la entrada. La saludó con timidez, pero ella entró de nuevo en el pabellón sin decir nada.

Durante la comida, Feng se interesó por lo ocurrido en su ausencia. Notaba a Iris preocupada y se lo hizo saber, pero la mujer achacó su desgana a un malestar pasajero mientras le servía con torpeza un poco más del pollo caramelizado que acababan de traerles. Luego, Feng se interesó por el suceso que todo el mundo comentaba.

—¡Un suicidio! ¡A saber qué pasó por su cabeza...! —repuso el juez—. Siempre dije que Kan albergaba algo oscuro, pero nunca imaginé que pudiera cometer un acto semejante. ¿Qué harás ahora, Cí? Trabajabas para él...

Cí tragó el pollo sin masticar. No se atrevía a mirar a Feng a los ojos. Y menos estando presente su mujer.

—Supongo que volveré a la academia —respondió.

—¿A comer cada día arroz pasado? ¡Eso ni pensarlo! ¡Te quedarás aquí con nosotros! ¿Verdad, Iris?

La mujer no respondió. Ordenó al servicio que retirara los platos vacíos y se excusó por su inoportuno dolor de cabeza. Cuando se levantó con la intención de retirarse, Feng se ofreció a acompañarla, pero ella rechazó la ayuda y se marchó a sus aposentos sola.

—Tendrás que disculparla —sonrió Feng mientras volvía a tomar asiento—. Las mujeres en ocasiones se comportan de forma extraña. Pero bueno... ¡ya tendrás tiempo de conocerla!

A Cí le resultó imposible engullir el trozo que tenía en la boca. Lo escupió en una escudilla y se levantó de la mesa.

—Lo siento. No me encuentro bien —dijo, y se retiró también a sus dependencias.

* * *

Permaneció encerrado en su habitación preguntándose qué hacer. Intentaba pensar, pero sólo lograba odiarse a sí mismo, a sabiendas de que fuera aguardaba Feng, dispuesto a ofrecerle su hogar a un lobo disfrazado de cordero. Se maldijo una y otra vez diciéndose que Feng no lo merecía. Sopesó confesarle su delito, pero enseguida comprendió que su falta no sólo no le redimiría, sino que alcanzaría a Iris Azul y arrastraría de forma irremediable a Feng con su deshonra. Se sentía atado de pies y manos, con la horrible sensación de que, hiciera lo que hiciese, causaría un daño imposible de reparar. Y lo peor de todo es que tenía la certeza de haberlo causado ya.

El sol comenzaba a ocultarse lentamente, lo mismo que sus esperanzas.

Se levantó con los ojos enrojecidos y salió de la habitación decidido a hablar con Feng. Quizá no lograra revelarle lo sucedido con Iris Azul, pero podía contarle todo lo demás sin guardarse ni una sola cosa. Lo encontró tomando té en su biblioteca, una sala confortable de grandes ventanales. Los libros descansaban igual que Feng, cuidadosamente apilados en unos atriles plenos de sabiduría. Una ligera brisa traía el aroma de los jazmines. Cuando Feng vio a Cí, desplegó una sonrisa y le invitó a que se sentara.

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