—Volvemos a vernos —dijo él, y de inmediato carraspeó al advertir lo desafortunado de su comentario.
Iris Azul sonrió. Sus dientes eran una invitación a la lujuria. Observó que el
hanfu
se le entreabría, dejando a la vista la turgencia de uno de sus pechos. Sin reparar en su ceguera, Cí apartó la mirada, temeroso de que ella le descubriera. La mujer le invitó a que se sentara. Sin esperar a que él aceptara, comenzó a servirle una taza de té. Sus manos acariciaron la tetera con una suavidad que Cí ambicionó.
—Os agradezco vuestra invitación —acertó a decir.
Ella inclinó la cabeza en señal de cortesía. Luego se sirvió a sí misma con igual delicadeza mientras le preguntaba por la recepción del embajador. Cí conversó con amabilidad, si bien evitó mencionar el asesinato del fabricante de bronces. Luego se hizo un silencio que a Cí no le incomodó. Sus ojos la contemplaban absorto, como si cada movimiento de Iris Azul, cada pestañeo o cada respiración le sacudiera los sentidos. Apartó la vista. Al sorber el té, Cí percibió en sus labios el burbujeo del agua hirviente y, para simular normalidad, se quejó.
—¿Qué sucede? —preguntó Iris.
—Nada. Me quemé un poco —mintió.
—Lo siento —se disculpó ella, azorada. De inmediato, humedeció a tientas un pañuelo con el que calmarle la quemadura. Al hacerlo, sus dedos rozaron los labios de Cí, que temblaron de vergüenza.
—No es nada. Sólo me asusté. —Se separó de ella—. ¿Y vuestro marido? —se interesó.
—Vendrá pronto —dijo con el rostro tranquilo, sin asomo de rubor—. ¿De modo que te alojas en palacio? Para ser un simple consejero, parece un privilegio fuera de lo común...
—Tampoco es común que una dama de vuestra categoría no tenga los pies vendados —contestó sin pensar en un intento de desviar la conversación. La mujer escondió los pies bajo el largo
hanfu
.
—Quizá te parezca detestable, pero gracias a ello no soy una inválida total. —Su semblante se endureció—. Una costumbre moderna que, por fortuna, mi padre rechazó.
Cí lamentó su falta de tacto. De nuevo enmudeció.
—Llevo poco en palacio —dijo por fin Cí—. Kan me ha invitado unos días, pero lo cierto es que espero irme pronto. Éste no es mi lugar.
—¿No? ¿Y cuál es?
Pensó qué responder.
—Me gusta el estudio.
—¿Sí? ¿Qué tipo de estudio? ¿Los clásicos? ¿La literatura? ¿La poesía?
—La cirugía —respondió sin meditarlo.
Un gesto de aversión borró la belleza del rostro de Iris Azul.
—Tendrás que disculparme, pero no entiendo qué interés puede albergar abrir un cuerpo —se asombró—. Y menos aún, qué tiene que ver eso con tu trabajo como consejero de Kan.
Cí empezó a lamentar su propia indiscreción. Temió que la invitación de Iris Azul, en lugar de suponerle una ayuda, obedeciera a su propio interés, así que se prometió mostrarse más cauto, recordando que se enfrentaba a la sospechosa de un comportamiento criminal.
—Los Jin poseen unos hábitos alimenticios distintos a los nuestros, unos hábitos que provocan la presencia de algunas enfermedades y la ausencia de otras. Ése es el objeto de mi investigación y la causa de que ahora me encuentre aquí. Pero, decidme, ¿a qué debo el honor de vuestra invitación? La otra noche no parecíais muy dispuesta a hablar de los Jin.
—Las personas cambian —ironizó mientras le servía un poco más de té—. Pero, desde luego, no es ésa la razón. —Le sonrió como si pudiera verle—. Si quieres que te sea sincera, me interesó tu comportamiento de la otra noche, cuando defendiste a la cortesana frente a la violencia de aquel energúmeno. Es algo inusual entre los hombres de palacio. Y me sorprendió.
—¿Y por eso me invitasteis?
—Digamos que simplemente... me apeteció.
Cí sorbió el té para disimular su embarazo. Nunca antes una mujer le había hablado de tú a tú. Su sonrojó aumentó cuando la
nüshi
se inclinó y se le abrió de nuevo el
hanfu
. Desconocía si Iris Azul era consciente de sus movimientos, pero, aun así, miró hacia otro lugar.
—Bonitas antigüedades —dijo por fin.
—Quizá para quien pueda apreciarlas. No las colecciono por mí, sino para complacer a cuantos me rodean. Es el espejo de mi vida —sentenció.
Cí percibió la amargura de sus palabras, pero no supo qué decir. Iba a preguntarle sobre su ceguera cuando escuchó cierta algarabía en el exterior.
—Debe de ser mi marido —le informó.
Iris Azul se levantó sosegadamente y esperó que la puerta se abriera. Cí la imitó. Observó que a la mujer se le ceñía el vestido.
Al fondo del pasillo, Cí divisó la figura de un hombre entrado en años. Le acompañaba Kan y ambos charlaban animadamente. El anciano llevaba en sus brazos unas flores que Cí supuso que regalaría a Iris Azul. El desconocido saludó a su mujer desde la entrada y celebró que ya hubiera llegado el invitado. Sin embargo, cuando avanzó lo suficiente como para contemplar a Cí, sus brazos flojearon y las flores se cayeron al suelo.
El anciano no consiguió articular palabra. Tan sólo se quedó de pie, mirándole incrédulo, igual que Cí a él mientras la sirvienta se apresuraba a recoger las flores que les separaban. Al ver que ninguno reaccionaba, Iris Azul se adelantó.
—Amado esposo, tengo el gusto de presentarte a nuestro invitado, el joven Cí. Cí, os presento a mi marido, el honorable juez Feng.
C
í permaneció de pie frente al juez, paralizado. Feng tan sólo balbuceó. Cuando por fin se sobrepuso, el juez hizo ademán de preguntarle algo, pero el joven se le adelantó.
—Honorable Feng. —Se inclinó ante él.
—¿Qué haces tú aquí? —acertó a pronunciar el juez.
—¿Os conocéis? —intervino Kan, sorprendido.
—Sólo un poco... Hace años mi padre trabajó para él —se apresuró a contestar Cí. El joven advirtió que Feng no terminaba de comprender. Sin embargo, el anciano tampoco le desmintió.
—¡Excelente! —aplaudió Kan—. Entonces, todo resultará más fácil. Como te venía comentando —se dirigió a Feng—, Cí me está ayudando en la elaboración de unos informes sobre los Jin. Pensé que la experiencia de tu esposa podría beneficiarnos.
—¡Y pensaste bien! Pero sentémonos y celebremos este encuentro —les invitó Feng, aún azorado—. Cí, te suponía en la aldea, dime, ¿qué tal sigue tu padre? ¿Y qué te ha traído por Lin’an?
Cí bajó la cabeza. No le apetecía hablar de su padre. En realidad, no le apetecía hablar de nada. Le avergonzaba la posibilidad de haber llevado la deshonra a Feng y, más aún, de haber deseado a su mujer. Intentó evitar la conversación, pero el juez insistió.
—Mi padre murió. Se derrumbó la casa. Murieron todos —resumió Cí—. Vine a Lin’an pensando en los exámenes... —De nuevo bajó la mirada.
—¡Tu padre, muerto! ¿Pero por qué no viniste a verme? —Asombrado, pidió a Iris que sirviera más té.
—Es una larga historia —intentó zanjar Cí.
—Pues eso vamos a remediarlo —repuso Feng—. Kan me ha comentado que te estás alojando en palacio, pero ya que has de trabajar con mi esposa, te propongo que te traslades aquí. Si Kan no se opone, por supuesto...
—Al contrario —dijo Kan—. ¡Me parece una propuesta excelente!
Cí quiso rechazar la invitación. No podía traicionar a quien consideraba como su padre. En cuanto regresara Astucia Gris se descubriría que era un fugitivo y su deshonor salpicaría a Feng. Pero el juez insistió.
—Ya verás. Iris es una excelente anfitriona y recordaremos viejos tiempos. Estarás feliz aquí.
—De verdad, no quiero molestar. Además, tengo todos mis útiles y mis libros en palacio y...
—¡Menudencias! —le interrumpió—. Ni yo me lo perdonaría ni tu padre me perdonaría que te dejara marchar. Daremos orden de que trasladen tus pertenencias para que puedas alojarte de inmediato.
Hablaron de asuntos intrascendentes mientras Cí oía sin escuchar. Tan sólo miraba el rostro de Feng, curtido por las arrugas. Le hería el corazón la sola idea de permanecer bajo el mismo techo que él, así que suspiró con alivio cuando Kan se levantó para dar por terminada la reunión y solicitar que le acompañara. Feng e Iris les siguieron hasta la puerta.
—Hasta pronto —se despidió Feng.
Cí le devolvió el saludo, rezando para que en realidad fuera un «hasta nunca».
* * *
De camino a palacio, Kan se congratuló por la fortuna de aquel encuentro.
—¿No lo entiendes? —Se frotó las manos—. ¡Tendrás la oportunidad de conocer los secretos de esa mujer! ¡De indagar sin que ella se entere! ¡De seguir a su sirviente mongol!
—Con todos mis respetos, excelencia. La ley prohíbe taxativamente que un investigador se aloje en el domicilio de un sospechoso.
—La ley... —escupió—. Esa norma sólo pretende impedir que el investigador sea corrompido por los familiares, pero si éstos desconocen que están siendo investigados, difícilmente podrán corromper a nadie. Además, tú no eres juez.
—Lo siento —le atajó—. Seguiré investigando si así lo deseáis, pero no me alojaré en casa de esa mujer.
—¿Pero qué necedades dices? ¡Ésta es una ocasión única! ¡Ni a propósito la habría ideado mejor!
Cí estaba convencido de ello porque el gesto de Kan era el de un depredador. Intentó disuadirle, argumentando que no podía traicionar la confianza del hombre que había sido amigo de su padre. Deshonraría a su padre, al juez Feng y a sí mismo, y eso era algo que no se podía permitir.
—¿Y por esa confianza dejarás que su propia mujer le conduzca a la ruina? Tarde o temprano saldrá a la luz su perfidia, alcanzará a Feng y lo abatirá como a una marioneta.
—¡Muy bien! Pues si tanto os importa el porvenir de Feng, detenedla entonces —replicó.
—¡Maldito necio! —Su rostro cambió—. Ya te he explicado que necesitamos saber quiénes son sus cómplices. Si la detuviera ahora, escaparían antes de que la tortura nos proporcionase sus nombres. Además, hay mucho más en juego que el honor de un pobre anciano: está en liza el futuro del emperador.
Cí pensó bien lo que iba a decir. Sabía que podía costarle la vida, pero no lo dudó.
—Obrad como queráis, pero no lo haré. No antepondré el futuro del emperador al del juez Feng.
Kan atravesó a Cí con la mirada. El consejero no dijo nada, pero el joven paladeó en su garganta un indescriptible temor.
* * *
De regreso a su habitación, Cí comprendió que había llegado el momento de escapar. Si se apresuraba, aún podría conseguirlo. Sólo debía llamar a Bo y encontrar una excusa para que le acompañara más allá de las murallas. Luego, al primer descuido, se escabulliría y huiría de Lin’an para siempre. Llamó a un sirviente y encargó que avisaran al oficial.
Mientras recogía sus pertenencias, tuvo tiempo para lamentarse. Sabía que jamás se le volvería a presentar una ocasión así. Había rozado su sueño con los dedos y ahora debía dejarlo escapar para siempre. Se acordó de su hermana pequeña, de su inocente carita de melocotón. Recordó la pérdida de su familia, sus deseos de llegar a ser juez y de demostrar al mundo que existían otras formas de investigar y buscar la verdad. Eso también iba a perderlo. Ahora, lo único que podía hacer era conservar su dignidad.
Cuando escuchó la llamada a la puerta, se guardó la tristeza, y cogió una pequeña talega en la que metió sus libros de notas. Afuera aguardaba Bo, al que explicó que le necesitaba para que le acompañara de nuevo al taller del broncista. Bo no sospechó nada. Salieron del palacio y se dirigieron hacia las murallas. Cí temía que en cualquier momento un brazo desconocido le sujetara por la espalda. Aligeró el paso. Cuando se disponían a cruzar la primera muralla, un centinela les dio el alto. Cí apretó los dientes mientras Bo mostraba los salvoconductos, que el centinela examinó con parsimonia. Luego miró a Cí con detenimiento mientras comprobaba las credenciales. Tras unos instantes de duda, les franqueó el paso que comunicaba con la segunda muralla. Avanzaron. En el siguiente control, otro centinela volvió a detenerles. Bo repitió la operación mientras Cí aguardaba mirando hacia otro lado. El guardia le observó con el rabillo del ojo. Cí se mordió los labios. Era la primera vez que le ponían reparos. Aspiró con fuerza y aguardó. Al poco, el centinela regresó con los salvoconductos en la mano. Cí intentó cogerlos, pero el guardián los retuvo.
—Están firmados por el consejero de los Castigos —le observó Cí de mala gana.
Al centinela no pareció intimidarle.
—Sígueme a la torreta —le ordenó.
Cí obedeció. Al entrar, dio un respingo. Dentro aguardaba Kan. El consejero se levantó, cogió las credenciales que le ofrecía el centinela y las arrugó sin mirarlas.
—¿A dónde ibas? —preguntó Kan. Su rostro destilaba desdén.
—Al taller del broncista. —Cí sintió el galopar de su corazón—. Hay una pista que necesito investigar. Me acompaña Bo —añadió.
Kan enarcó una ceja. Aguardó antes de preguntar.
—¿Qué clase de pista?
—Una —balbuceó Cí.
—Puede que sea cierto... O puede, como sospecho, que hayas considerado la necia posibilidad de escapar. —Hizo una pausa y sonrió—. Por si fuera ése el caso, quiero advertirte de que sería muy descortés que lo hicieras sin despedirte de tu maestro Ming. Está en las mazmorras. Detenido. Y ahí seguirá hasta que accedas a alojarte en el pabellón de Feng.
* * *
Cuando Cí vio el estado en el que se hallaba Ming, la rabia le devoró. El hombre yacía en un camastro roto, con el rostro impávido y la vista perdida. Al advertir la presencia de Cí, intentó levantarse para saludarle, pero sus piernas se lo impidieron. Las tenía amoratadas, maceradas a bastonazos. El profesor balbuceó, dejando a la vista en su boca un hueco sanguinolento.
—Esos bárbaros... me golpearon —alcanzó a decir.
Cí no tenía elección. Abogó para que fuera atendido y trasladado a otro lugar. Luego le aseguró a Kan su colaboración.
* * *
Varios sirvientes le ayudaron a transportar sus pertenencias hasta el Pabellón de los Nenúfares. Cuando se retiraron, Cí admiró con tristeza su nueva habitación. Era una estancia amplia desde la que se divisaba el jardín cuajado de limoneros. El aroma de los árboles inundaba cada rincón, convirtiéndolo en un paraíso de frescor. Dejó sus cosas y salió al encuentro del juez Feng, que aguardaba afuera rebosante de satisfacción. Cuando llegó a su altura, Cí se inclinó para cumplimentarle, pero Feng lo acogió entre sus brazos antes de que terminara su reverencia.