—¿A menos...? —sollozó, y se giró para marcharse.
—¿A dónde vas?
—¡Déjame en paz! —Se volvió y miró hacia donde creía que se encontraban los ojos de Cí—. ¡Pregúntale a Kan! Conserva docenas de frascos de Esencia de Jade que se apropió para agasajarme. En cuanto a la poesía de Li Bai, mi marido se la regaló a Kan, así que pregúntale a él cómo llegó a manos de Suave Delfín. —Hizo ademán de marcharse, pero se detuvo—. Y, por si no lo sabías, el día que entré en las dependencias del eunuco lo hice para recoger unas miniaturas de porcelana. Sí, el eunuco era mi amigo. Por eso Kan me advirtió que había desaparecido y por eso me pidió que acudiese a recoger las miniaturas que me pertenecían... Si no me crees, pregúntaselo a él.
Una vez a solas, Cí intentó sacudirse de la confusión que le atenazaba. Cuando se serenó, volvió a sacar el molde y se sentó en el suelo para terminar de reconstruirlo. Comenzó siguiendo el orden apuntado, pero los fragmentos se le desmoronaron. Se miró las manos. Le temblaban como las de un niño asustado. De un manotazo apartó los trozos y los lanzó lejos.
No podía quitarse a Iris Azul de la cabeza. Se arrepintió de haber sujetado con fuerza a la misma mujer que le había amado con tanta dulzura la noche anterior. Lamentaba haberse dejado llevar por su temperamento, pero creía estar en lo cierto al acusarla. Sin embargo, el comportamiento de la
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no se correspondía con el de alguien culpable. Una mujer acorralada, quizá, ¿pero culpable...? Existían pruebas que la incriminaban, pero también numerosas lagunas acompañaban la acusación.
¿Por qué razón habría querido Iris Azul matar a aquellos hombres? Era la cuestión que le atormentaba. Se la formulaba una y otra vez. Tal vez la respuesta residiera en los fragmentos de terracota o quizá en el propio Kan.
Inspiró varias veces antes de ponerse de nuevo con el molde. No podía permitirse más errores, así que se empeñó en la tarea de unir los fragmentos con los restos del arroz gelatinoso. Poco a poco, la horma fue cobrando forma hasta completar dos mitades que, una vez juntas, conformaron un bloque prismático del tamaño de un antebrazo. Apartó los fragmentos sobrantes, que parecían constituir parte de una varilla interna, y, con cuidado, enlazó los dos caparazones con un cinto. Después mezcló en una palangana el yeso que había traído del almacén y vertió su contenido en el hueco del molde. Mientras aguardaba a que fraguara, limpió con cuidado los restos blanquecinos. Finalmente, cuando se cercioró de su solidez, separó las dos mitades.
Cí contempló el resultado de su trabajo. Sobre el suelo descansaba una pieza de yeso que, por su aspecto, le recordó a una especie de cetro de mando. Su longitud rondaría los dos palmos, y su circunferencia, del grosor de la empuñadura de una espada, podía abarcarse con la mano. No imaginaba cuál podía ser su utilidad, así que escondió nuevamente los fragmentos del molde en el armario. Los que formaban parte de la varilla interior optó por ocultarlos junto al cetro de yeso en el entarimado, bajo una lama que encontró suelta. Luego abandonó el Pabellón de los Nenúfares. La ansiedad le oprimía y necesitaba respirar.
Vagó desconcertado. Estaba acostumbrado a analizar cadáveres y a examinar cicatrices, a buscar marcas y a desvelar heridas invisibles, pero ignoraba cómo enfrentarse a intrigas y rencores, a pasiones y a mentiras ante las cuales su pensamiento racional parecía no tener respuesta. Cuanto más lo meditaba, mayor era su certeza de que Kan le había manipulado desde su primer encuentro. De ser cierta la información de Iris Azul, el consejero de los Castigos habría actuado contra ella movido por un despecho aún más poderoso que el que ella profesaba hacia el emperador. Que Kan hubiese acompañado a Iris Azul a las dependencias del eunuco era una posibilidad, y si realmente el consejero tenía acceso a la Esencia de Jade, cobraba sentido que éste hubiera dejado rastros de perfume para incriminarla. Porque que lo hubiera hecho ella para autoinculparse escapaba a su comprensión. Además, Iris Azul nunca había ocultado su resentimiento hacia el emperador, lo cual la convertía en un objetivo fácil sobre el que descargar cualquier imputación. Si a ello sumaba el hecho de que Kan fue el último que vio con vida al fabricante de bronces, que fue él quien mantuvo una extraña reunión con el embajador de los Jin y su falta de claridad a la hora de proporcionar explicaciones, tal vez en el propio consejero residiese la solución.
Miró a su alrededor. Si tuviera que elegir un lugar en el que aposentarse, desconfiaría más de aquel palacio que de un nido lleno de víboras.
Meditó cómo actuar. No podía acudir a Kan, porque lo único que conseguiría sería prevenirle. Quizá el consejero fuese el asesino. O quizá el inductor. O tal vez no tuviera nada que ver y simplemente había pretendido aprovechar unos asesinatos que en nada suponían una amenaza para armar una mentira y vengarse de la mujer que le había humillado, y que, de algún modo, aún gozaba de la protección del emperador. Recordó entonces que el propio Ningzong le había advertido sobre el irascible temperamento de Kan.
El propio Ningzong...
Quizá debería hablar con el emperador. De hecho, no se le ocurría otra forma de arrojar luz sobre un asunto que no sólo se había enquistado, sino que comenzaba a tornarse demasiado peligroso.
Se armó de valor. Tomó aire y fue en busca de Bo. Necesitaba su ayuda si pretendía ser recibido por el emperador.
* * *
Encontró a Bo en su habitación, aseándose. Cuando le dijo que precisaba una audiencia inmediata con el emperador, Bo se negó.
—Existe un protocolo que todos hemos de respetar. Si lo ignoramos, seremos azotados, o algo aún peor—le aseguró.
Cí conocía bien los interminables rituales que marcaban el día a día del emperador, pero también sabía que para lograr sus objetivos no debía retroceder ante las dificultades. Le dijo a Bo que había resuelto los crímenes y que precisamente por ello ni podía hablar con Kan ni podía aguardar más tiempo.
—Además, en caso de que os reprendan, diré que ha sido idea mía.
—Ya... Pero me nombraron tu escolta precisamente para evitar ideas de ese tipo —dijo mientras se secaba la cabeza.
—¿Acaso olvidáis lo sucedido en el almacén? Si no me ayudáis, puede que mañana no tengáis a quien escoltar.
Bo se maldijo. Apretó los dientes mientras miraba fijamente a Cí. Finalmente, tras unos instantes de duda, decidió trasladar la cuestión a su inmediato superior. Éste, a su vez, lo hizo al suyo, y este último, a un grupo de ancianos ceremoniosos que enmudeció al conocer la pretensión del recién llegado. Por fortuna, el más consumido pareció comprender la importancia del asunto y, aprovechando un intervalo en sus actividades, hizo llegar la petición al emperador. Pasado un tiempo que a Cí se le antojó interminable, el anciano regresó. Su rostro era árido como una piedra.
—Su Honorable Majestad te recibirá en el trono —dijo con seriedad. Encendió una varilla de incienso del tamaño de una uña y se la entregó a Cí—. Podrás hablar hasta que se extinga. Ni un suspiro más —le advirtió.
Cí siguió al anciano hasta el salón real sin ni siquiera fijarse en la magnificencia del lugar. Su único interés consistía en mantener con vida una llama que ya amenazaba con quemarle el pulgar. Se humedeció los dedos e intentó hacer lo propio con el extremo de la varilla para prolongar su existencia. De repente, el anciano se apartó y Cí se vio frente al emperador.
El dorado de su túnica le deslumbró tanto que a punto estuvo de perder la varilla cuando el anciano le sacudió un varetazo para que se arrodillase. De inmediato, Cí recuperó la compostura y se agachó para besar el suelo. Apenas le quedaba tiempo y el anciano parecía eternizarse volviendo a explicar el motivo de su presencia. Pensó en interrumpirlo, pero aguantó hasta que finalmente recibió autorización para hablar. Cí se atropelló con el relato de lo acaecido. Refirió al emperador sus sospechas sobre Kan, informándole de sus mentiras y de sus intentos sesgados para inculpar a Iris Azul.
El emperador le escuchó en silencio con sus ojos mortecinos escrutando cada una de sus palabras. Su rostro céreo permaneció impasible, sin rastro de emoción.
—Acusas de deshonor a uno de mis hombres más leales, a un consejero imperial por el que me dejaría cortar una mano. Una afrenta que, de ser falsa, está penada con la muerte —le advirtió pausadamente Ningzong—. Y, sin embargo, sigues ahí... manteniendo entre tus dedos los rescoldos de una varilla que lucha por apagarse... —Juntó las palmas de sus manos y las colocó sobre sus labios fruncidos
—Así es, Majestad. —Tembló mientras las yemas se le quemaban.
—Si doy orden de que Kan sea conducido hasta aquí y éste rebate tus acusaciones, me veré obligado a ejecutarte. Si, por el contrario, lo meditas y retiras tu acusación, seré magnánimo y olvidaré tu atrevimiento. Así pues, piénsalo atentamente y dime: ¿estás dispuesto a mantener tu denuncia?
Cí aspiró con fuerza. La llama palideció hasta desaparecer.
Dijo «sí» sin pensar. El oficial encargado de avisar al consejero de los Castigos irrumpió en la Sala del Trono temblando como si hubiera visto a un diablo. Su rostro estaba cubierto por el sudor y sus ojos escapaban de sus órbitas. Corrió como un exaltado y se lanzó de bruces a los pies del emperador, que, extrañado, retrocedió como si se le hubiera abrazado un apestado. Varios centinelas lo apartaron de él y le obligaron a levantarse. El hombre balbuceó algo ininteligible. Sus pupilas dilatadas eran el reflejo del terror.
—Está muerto, Majestad. ¡Kan se ha ahorcado en su habitación!
N
ada más conocer la noticia, Ningzong decretó la suspensión inmediata de todos los actos y ordenó que localizaran a los jueces imperiales. En cuanto se presentaron, el emperador partió hacia las dependencias de Kan, escoltado por un séquito de funcionarios cuyo número competía con el de los guardias armados encargados de protegerle. Con la aquiescencia de Ningzong, Cí les acompañó.
Al llegar al umbral de la habitación, Cí y el resto de la comitiva se detuvieron horrorizados. Frente a ellos, colgando como un grueso saco, se balanceaba el cuerpo desnudo de Kan. Su rostro abotargado era el de un sapo reventado, al igual que sus carnes fofas, desbordadas bajo su pálida piel venosa. Cerca de sus pies descansaba un enorme arcón que, aparentemente, había empleado como plataforma. Ningzong mandó que descolgaran el cadáver de inmediato, pero los jueces se lo desaconsejaron, coincidiendo en la necesidad de practicar una inspección previa. Cí recibió autorización para permanecer tras ellos a cierta distancia. Mientras los jueces comentaban el aspecto de la víctima, Cí observó en el embaldosado la finísima capa de polvo que la luz de la ventana revelaba al incidir sobre el suelo. Después comprobó la disposición y el número de muebles, y los reflejó con un bosquejo en la libreta que siempre llevaba. Cuando finalmente le permitieron examinar el cadáver, tembló como si fuera su primera vez.
Cí observó la cabeza de Kan, grotescamente ladeada hacia la izquierda. Su único ojo estaba cerrado y sus labios se veían negros, al igual que su boca, ligeramente abierta, con los dientes apretados contra la lengua. La cara se apreciaba teñida de un color azulado y en las comisuras de la boca y sobre el pecho destacaban restos de saliva espumosa. Sus manos agarrotadas aparecían ceñidas sobre los pulgares, mientras que los dedos de sus pies lo hacían contraídos hacia dentro de una forma espeluznante. El estómago y la parte inferior del abdomen se veían descolgados, de un color azul negruzco. Las piernas, gruesas como toneles, mostraban pequeñas pintas de sangre bajo la piel, parecidas a las producidas por tratamientos de moxibustión. En el suelo, a sus pies, yacían restos de orina y heces.
Solicitó permiso para subirse sobre el arcón. Una vez obtenido, se encaramó de un salto y comprobó que la soga era de cáñamo trenzado del grosor de un dedo meñique. Debido a su delgadez, la cuerda se enterraba en la garganta, por debajo de la nuez. Tras la nuca advirtió un nudo vivo, deslizante, que se distinguía del nudo muerto por ser este último fijo. La soga cruzaba por detrás de la cabeza dejando una cicatriz profunda de color negruzco sucio que corría de oreja a oreja, justo bajo la línea de nacimiento del cabello. Ante la extrañeza de los presentes, solicitó una silla y la colocó sobre el arcón. Luego se subió a ella para comprobar la traviesa sobre la que estaba anudada la cuerda. Examinó la lazada y la viga con igual interés. Finalmente, bajó de la silla, intentó mover el arcón sin éxito y dio por concluida la inspección.
Al punto, Ningzong ordenó que lo descolgaran y alertó al consejero de los Ritos para que iniciara los preparativos del funeral.
Entre dos centinelas izaron la enorme masa muerta mientras un tercero aflojaba la soga. Luego depositaron el cadáver en el suelo, momento que Cí aprovechó para practicar una comprobación adicional y confirmar o descartar la rotura de la tráquea. Los jueces le miraron por encima del hombro, pero no pusieron objeción. Mientras Cí palpaba la papada, Bo encontró una nota manuscrita sobre la misma mesilla en la que aparecía perfectamente doblada la ropa de Kan. Tras leerla rápidamente, se la entregó a Ningzong.
El emperador se apresuró a leerla en voz baja. Conforme avanzaba, sus manos comenzaron a palpitar hasta que un temblor manifiesto se apoderó de ellas. Luego, sus dedos se crisparon sobre el papel, arrugándolo como si se tratara de pura basura. Ningzong bajó la cabeza mientras su expresión de dolor se transformaba en una cólera que nadie se atrevió a contemplar. De repente, le devolvió la nota a Bo y revocó la orden que acababa de dictar, decretando en su lugar que se paralizara cualquier acto de condolencia. No se celebraría ningún funeral público; del cadáver tan sólo se ocuparía el servicio y sería enterrado en un cementerio cualquiera sin ningún tipo de ceremonial.
Un murmullo de estupor recorrió la estancia. A Cí la noticia le paralizó. Mientras todo el séquito se apresuraba a acompañar al emperador en su marcha, Bo le confió la nota a Cí, quien la desplegó temeroso, intentando alisar las arrugas que entorpecían su lectura. En ella, escrito de su puño y letra, y firmado con su sello, Kan confesaba ser el culpable de los asesinatos, afirmando haberlos cometido con el único fin de desacreditar a Iris Azul.
Cí dejó arrastrar su espalda por la pared de caoba hasta acabar sentado en el suelo. No podía creerlo. El consejero de los Castigos se declaraba culpable. Todo había terminado. No había nada más que investigar.