El lector de cadáveres (53 page)

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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El lector de cadáveres
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»Aprendí a ser mejor que las demás. A chupar mejor, a emplear cada orificio, a arquear con fuerza mis caderas, a sabiendas de que, cuanto más me desease, más efectiva sería mi venganza.

»Ése era mi anhelo. —Dirigió sus ojos hacia Cí—. Con el tiempo, me convertí en su favorita. Gozaba de mí día y noche. Codiciaba tenerme, lamerme, penetrarme. Y cuando lo obtuvo todo de mí; cuando ya no pudo sacar más de mi cuerpo, entonces deseó también mi alma.

Cí contempló el rostro de Iris Azul, abatido como una flor marchita. El estómago le oprimía. Las lágrimas resbalaban sin cesar por sus suaves mejillas.

—No es necesario que sigas. Yo...

—Querías oírlo, ¿no? —le interrumpió ella—. ¿Sabes lo que es que te estrujen como un limón? Sentirte usada, y lo que es peor: gastada, vacía. Cuando llegas a una situación en la que ni siquiera te queda tu propio respeto; cuando te han arrebatado tu honor, tu honra, tu estima... —Se enjugó las lágrimas.

»Sólo era una cáscara, una peladura reseca sin color ni aroma. Una juventud hueca y herida que yo misma odiaba. Y lo gracioso es que era la envidia de mis compañeras. Cualquiera de ellas se habría cambiado por mí, incluso con mi ceguera, con tal de ser la favorita. Pero yo no podía tener hijos como ellas. —Volvió a reír con un rictus de amargura.

»Conseguí lo que pretendía a costa de mi dignidad. Te aseguro que habría hecho cualquier cosa que me hubiera pedido. O lo hice... ya no recuerdo. Pero, al final, conseguí mi propósito. La cáscara se endureció, y cuando el emperador necesitó mi piel tanto como a su vida; cuando logré que me llamara en sueños, que despertara enfebrecido buscándome para que saciara su sed de carne, entonces me negué. De repente, mi alegría se convirtió en tristeza; mi pasión en languidez; mi deseo en postración... Para lograrlo, lloré, grité y me arrastré. Alegué una enfermedad a la que sus médicos no encontraron curación. Ni tampoco a la suya, como yo sabía que sucedería. Desde aquel día, su orgulloso tallo de jade se convirtió en un suave pañuelo de seda, porque ninguna concubina, ninguna cortesana, ninguna prostituta en el reino fue capaz de darle lo que yo le daba.

Cí la escuchó mudo. Su mano se acercó a la de ella en un deseo de reconfortarla, pero en el último momento se detuvo. Se alegró de que sus ojos no pudieran advertirlo.

—No es preciso que sigas —le insistió.

—Aun así, me mantuvo a su lado. Me nombró
nüshi
para que enseñara mis habilidades a sus nuevas adquisiciones, para que adiestrara a sus concubinas en las artes del placer. Y yo lo hice para estar cerca de él y disfrutar de su deterioro. Para verle envejecer y, al mismo tiempo, enloquecer.

»Luego, cuando su hijo Ningzong ascendió al trono, pasé a un segundo plano. El nuevo emperador me regaló su indiferencia, que fue la misma con la que le traté yo. Seguí en la Corte hasta la muerte de mi padre. No podía heredarle mientras siguiera en palacio, pero entonces conocí a Feng.

Cí la miró. Sus lágrimas se habían secado. Imaginó que durante su vida en la Corte habría gastado todas las demás. Le sirvió un poco de licor.

—¿Y qué sucedió? —preguntó Cí.

—No quiero hablar de ello. —Su respuesta resonó seca como un martillazo.

Permanecieron un tiempo en silencio. Luego, ella se levantó, se disculpó por su comportamiento y se retiró a sus aposentos.

Cí continuó sentado frente al licor, con su cabeza latiendo en un torbellino de ideas y deseos. Cogió la botella y bebió de ella. Pensó en Feng. Pensó en Iris Azul. Todo le daba vueltas. Se aferró a la botella y se marchó a su habitación.

A medianoche, un extraño ruido le despertó. Cí se frotó las sienes. La cabeza le palpitaba como si le hubieran sacudido con una maza. Abrió los párpados y vio la botella de licor vacía a un palmo de su cara. El olor a alcohol dulzón y pegajoso le abofeteó. La habitación estaba a oscuras. Creyó escuchar el rumor de unos pasos y una puerta girar. El pulso se le aceleró. Sin moverse, dirigió la vista hacia la entrada de la habitación. Guiñó los ojos con extrañeza. En el umbral, una ligera luminosidad alumbraba la figura desnuda de Iris Azul.

La contempló en silencio imaginando su cuerpo de diosa en medio de la penumbra. La mujer entró y cerró la puerta. Un temblor le estremeció. La vio entrar despacio, caminando serena, dirigiéndose hacia él. Lentamente, Iris avanzó hasta detenerse al borde de la cama. Cí permaneció inmóvil, pero su respiración pesada delataba su rubor.

Iris separó la sábana que le cubría y se deslizó debajo con la delicadeza de quien acaricia una flor. Algo dentro de Cí quería impedirlo. Algo aún más fuerte anhelaba rozar su piel. Podía imaginar el calor que desprendía su cuerpo, a un cabello del suyo. Suspiró.

Apenas si podía pensar. Su perfume intenso penetraba en sus pulmones hasta embriagarle haciéndole enloquecer. De repente, apreció la mano de Iris deslizándose lenta sobre su pierna. Su tacto era una caricia que ascendía perezosa hacia su cintura. Aspiró con fuerza y su abdomen se contrajo. Aguantó exánime, suplicando que se marchara de su lado y a la vez rezando para que continuara. Al sentir el contacto de sus pechos contra los suyos se estremeció. Escuchó su respiración profunda junto a su cuello.

Nunca se había apoderado de él una sensación similar.

Un terrible miedo le paralizaba. Sus cicatrices le cohibían, pero se dejó arrastrar por el calor que emanaba del cuerpo de la mujer. Hundió sus labios en su cuello suave y dulce como la mermelada, notando en ellos los latidos de una garganta que exhalaba suaves gemidos, como si muriera. Sus manos buscaron las de ella, las aferraron y las apretó contra él en un desesperado intento de conservarlas para siempre. Se encorvó sobre ella buscando sus espacios, sus rincones, saboreando sus hombros y sus clavículas mientras Iris dejaba exangüe su cabeza y alzaba sus pechos para que él los tomara.

Cí los recorrió con su lengua. Sabían a deseo, temblaban en sus labios. Notó su piel erizada, la dureza de sus pezones, el rumor de sus gemidos que escapaban de su boca mientras él la besaba. Bebió de su lengua con desesperación, como si necesitara apagar una sed tan antigua como su propia vida. Y ella respondió igual. Apretándole, atrayéndole. Abrazándole como si le necesitara, como si se aferrara a una roca en medio de la tempestad.

Siguieron besándose y acariciándose. Los jadeos de ella le incitaban, aguijoneando su deseo. La mujer separó su boca y buscó su pecho. Lo lamió y lo chupó mientras Cí la contemplaba en la penumbra. La deseaba. Deseaba penetrar en ella y se lo susurró. Ella no pareció oírle. Sus labios descendieron por el vientre de Cí, sin importarle sus cicatrices, hasta alcanzar su tallo de jade, duro y vibrante. Cuando Iris lo envolvió con su boca, Cí creyó morir. La mujer deslizaba sus labios con deseo, enganchada a él, prendida con una ansiedad desconocida para el joven. Su lengua le trastornaba haciéndole enloquecer. Él cerró los ojos para grabar aquel instante. De repente, sintió que Iris le abrazaba con sus piernas, como si justo en aquel momento le precisara dentro de él. Cí intentó entrar en ella, pero Iris se lo impidió, girándose hasta sentarse a horcajadas sobre él. La mujer se elevó hasta que su cueva del placer rozó el tallo de Cí, que tembló tenso. Con una mano, Iris le tapó los ojos. Con la otra, condujo despacio el miembro hacia su interior. Cí suspiró. Intentó apartar la mano que le cegaba, pero ella se apretó contra él y le lamió los labios.

—Iguales —le susurró.

—Iguales —respondió él, y permitió que su palma le cerrara los párpados.

La mujer bajó sus caderas hasta que su cueva le albergó ceñida, cálida, húmeda. Cí sintió un calor intenso que le dominaba y le vencía. Su bamboleo le mecía en un placer desconocido. Su boca le emborrachaba, le apasionaba, le enloquecía. Jamás había sentido nada igual. Iris siguió moviéndose, arqueándose, besándole con ansiedad como si cogiera bocanadas de aire antes de morir asfixiada, como si lo necesitara para vivir.

Luego su cuerpo se sacudió. Su cintura avanzó y retrocedió sobre Cí en una prolongada tortura de placer, cada vez más rápida, más violenta. Su boca no dejaba la de Cí ni siquiera para respirar. El joven sintió cómo ella se agitaba y se sacudía, cómo sus movimientos perdían el control y se convertían en frenesí. Luego, Cí se revolvió en impetuosos latigazos hasta derramarse dentro de ella, sintiéndose desfallecer.

Ella permaneció pegada a él, como si les hubieran cosido la piel. Sus respiraciones eran sólo un jadeo sincopado, aún atormentado por el placer. Antes de separarse, Cí notó el sabor salado de unas lágrimas que brotaban de los ojos ciegos de Iris. Deseó que fueran de felicidad.

Se equivocó.

Cuando al día siguiente se despertó, ella ya no estaba. Preguntó a la sirvienta por el paradero de su ama, pero ésta no supo darle razón.

Desayunó en la misma salita en la que habían cenado la noche anterior. El té no le supo a nada. Aspiró con fuerza, intentando recuperar el aroma de Iris Azul que aún conservaba impregnado en su piel. Sin embargo, su dulce sabor le dejaba ahora un regusto de amargura.

Pensó en Feng mientras se preguntaba si sería capaz de enfrentarse a él sin bajar la mirada. Sabía que no podría. Ni siquiera era capaz de mirarse a sí mismo frente al magnífico espejo de bronce que presidía la estancia. Apuró el té, buscando borrar los efectos del licor que aún le perseguían. Luego se levantó para asearse, como si con el agua pudiera arrastrar de su cuerpo la indignidad con la que se había cubierto. Anheló el placer de Iris Azul, pero se odió por haber perdido el alma.

De camino hacia su estancia se detuvo en el salón principal, cautivado por la belleza de las antigüedades que engalanaban sus paredes. Los jarrones, los lienzos, los espejos y los cuadros eran de tal magnificencia que ridiculizaban la colección que días atrás le había fascinado en las dependencias del eunuco Suave Delfín. Especialmente sublime era el muestrario de poesías antiguas, primorosamente caligrafiadas sobre lienzos montados en bastidores curvados que contrastaban sobre el rojo sangre de la pared tapizada en seda. Los textos pertenecían al célebre taoísta Li Bai, el poeta inmortal de la Dinastía Tang. Leyó despacio la estrofa.

Pienso en la noche.

Delante de la cama, la luna brilla.

Encima de la escarcha está la duda.

Miro arriba y hay luna llena.

Miro abajo y añoro mi vida.

Por un instante se vio reflejado en aquel verso.

Siguió leyendo hasta llegar a un pequeño epígrafe en el que se anunciaba que la composición pertenecía a una serie de once telas, cada una caligrafiada sobre un único paño. Sin embargo, en aquella pared sólo colgaban diez lienzos. Sobre el lugar que debería haber ocupado el undécimo aparecía un burdo retrato del poeta que no lograba ocultar la marca dejada por un bastidor anterior. Una impronta similar a la que los otros diez habían transferido a la seda.

Tragó saliva. No podía ser.

Iba a cerciorarse cuando un ruido a sus espaldas lo alarmó. Al girarse se dio de bruces con Iris Azul. Dio un respingo. La mujer se había puesto un llamativo vestido rojo.

—¿Qué haces aquí? —preguntó ella.

—Na-da —tartamudeó Cí.

—Me ha dicho la sirvienta que has preguntado por mí.

—Así es. Pero me dijo que no sabía dónde estabas. —Intentó acariciar su mano, pero ella la retiró.

—Salí a dar un paseo —dijo circunspecta—. Siempre lo hago.

Cí la contempló. Había algo en su gesto que le parecía extraño. Volvió a mirar el lugar en el que suponía que habría estado el undécimo lienzo.

—Impresionantes poemas. ¿Siempre hubo diez? —preguntó.

—No lo sé. No puedo verlos.

Cí frunció los labios. No comprendía su actitud.

—¿Sucede algo? Anoche estabas más...

—Las noches son siempre oscuras. Los días nos traen la claridad. Dime, ¿qué has pensado hacer hoy? Aún no hemos hablado de los Jin.

Cí carraspeó. En realidad, no sabía muy bien cómo plantear la cuestión de los norteños. Quizá podría consultárselo a su maestro Ming. Así, de camino, comprobaría si Kan había cumplido con la promesa de cuidarle. Se excusó con Iris Azul diciéndole que debía visitar a un amigo enfermo y luego acudir a un almacén.

—¿A mediodía, entonces? —sugirió ella.

—Sí.

—De acuerdo. Te esperaré aquí. Cí abandonó el edificio agobiado por la inquietud. Aunque se resistía a admitirlo, cada vez creía menos en la inocencia de Iris Azul. Pero ansiaba confiar en ella. Dudó si contárselo a Ming.

Encontró al viejo maestro en una habitación modesta pero limpia, cercana a las estancias donde se alojaba el oficial Bo. Su aspecto había mejorado, aunque sus piernas aún mostraban un tono violáceo que le preocupó. Le preguntó si le había visitado el médico. Ming negó con la cabeza.

—No necesito a esos matasanos —refunfuñó. Se incorporó entre quejidos ahogados—. Pero he podido lavarme y no me dan mal de comer.

Cí miró la escudilla con restos de arroz seco que yacía junto a él. De haberlo sabido, le habría traído fruta y vino. Se lamentó por ello. Cuando se aseguró de que nadie les escuchaba, le confesó sus inquietudes sobre Iris Azul. Unas sospechas en las que no quería creer, pero que no paraban de aumentar. Le enumeró las circunstancias que le llevaban a recelar de la
nüshi
, si bien inmediatamente después la defendió.

Ming le escuchó con atención. Su rostro denotaba preocupación.

—Según cuentas, esa mujer parece tener motivos —argumentó Ming.

—Os repito que son sólo circunstanciales. No hay ninguna prueba contra ella. Además, ¿cómo no va a aborrecer al emperador? Si hubierais sufrido lo que ella, vos también le odiaríais, pero de ahí a que pretenda matarlo, media un abismo... Deberíais conocerla. —Bajó la mirada—. Esa mujer es pura dulzura.

—¿Y quién te dice que no la conozco? Lo extraño es que tú no supieras de ella. Me has hablado mucho de su encanto, pero ¿acaso no estarás confundiendo tus pensamientos con tus deseos?

El rubor se apoderó de Cí.

—¿A qué os referís? —saltó Cí—. Iris Azul sería incapaz de matar una mosca.

—¿Eso crees? Entonces supongo que sabrás el motivo por el que el emperador Ningzong la retiró de su cargo como
nüshi
.

—¡Claro que lo sé! Cuando Ningzong subió al trono, se deshizo de ella porque fue la causante de la enfermedad de su padre. El viejo emperador se volvió loco cuando ella le rechazó.

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