—¿Eso es lo que te ha contado? —Le miró con gesto severo—. Me extraña que no estés al corriente de una historia que todo el mundo conoce.
—¿Y cuál es esa historia? —le desafió Cí.
Ming compuso un gesto recriminador.
—Pues que el viejo emperador no se volvió loco por su rechazo. Los médicos que lo atendieron encontraron veneno en el té que ella le preparaba.
Cí sintió como si le estrujaran el estómago mientras las palabras de Ming restallaban en su interior. Se resistía a creerle, pero el rostro del maestro no dejaba lugar a dudas. Maldijo su debilidad por querer creer en la inocencia de Iris Azul, lo mismo que la hora en la que había sucumbido a sus encantos. Se sintió infinitamente estúpido, como si hubiera vendido su alma por un par de miserables monedas. Iba a preguntarle a Ming por los detalles cuando la presencia de un centinela le obligó a interrumpirse. Aguardó a que se fuera, pero el guardia se recostó sobre una de las paredes y prestó atención a la conversación. Tras esperar un rato, Cí renunció a su propósito, insistió a Ming en que se dejara visitar por el médico y abandonó la estancia acompañado de una terrible confusión.
Aún anonadado, intentó contemplar desde otra perspectiva los acontecimientos en los que se había visto involucrada Iris Azul. Al fin y al cabo, ella tenía un motivo: un rencor exacerbado hacia el emperador que no sólo no ocultaba, sino del que parecía envanecerse sin recato ante el primer desconocido que se le cruzara. Y si había sido capaz de envenenar al emperador, sin duda podía planear otros crímenes. Además, a ello podía sumar su falta de escrúpulos al traicionar a Feng, por mucho que él mismo hubiera sido cómplice en su infidelidad, o el asunto del perfume, que la vinculaba directamente con los cadáveres encontrados. Sin embargo, aún le quedaba encontrar la razón por la que Iris Azul mataría a unos desconocidos ajenos al emperador. O al menos, a uno de ellos. Porque en cuanto la relacionara con uno, estaba convencido de que los demás caerían detrás.
Decidió visitar de nuevo las estancias del eunuco. Había algo que necesitaba cotejar.
Las dependencias de Suave Delfín continuaban vigiladas por un centinela que le franqueó el paso tras comprobar el sello y registrar su nombre en el libro de entradas. Una vez dentro, Cí se dirigió directamente hacia la sala que el eunuco había convertido en su museo de antigüedades particular. En ella seguía colgado el majestuoso cuadro que en su primera visita le había llamado la atención. No había errado. Era la poesía del inmortal Li Bai. La número once. La que faltaba en la colección de Iris Azul.
Advirtió que la moldura blanca que lo enmarcaba era curvada, como la serie que había admirado en el pabellón de la
nüshi
. Desplazó el bastidor ligeramente para comprobar su huella en la pared. Después repitió la operación con el resto de los lienzos de la estancia. Cuando concluyó, en su rostro se mezclaban la rabia y la satisfacción. Al salir, recordó el libro de registro en el que quedaban reflejadas las personas que penetraban en las dependencias. Quizá no encontrara nada, pero tampoco tenía mucho que perder. Unas monedas cambiaron de mano y el guardia accedió a que lo consultara. Cí repasó los datos con avidez. Aunque la mayoría de los nombres le resultaban desconocidos, sus ojos brillaban sobre los renglones verticales. Por fortuna, también figuraba el cargo que desempeñaban en palacio, así que le fue fácil descartar a la servidumbre que había trabajado en los aposentos. Entre otros, en el listado figuraban Kan y Bo, pero finalmente encontró el nombre que realmente buscaba. La caligrafía era clara, determinante. Dos días después de la desaparición del eunuco, había visitado aquellas estancias alguien llamado Iris Azul.
Su corazón palpitó al sentir que rozaba la verdad. Aún faltaba una hora para su encuentro con la
nüshi
, así que aprovechó para ir al almacén donde se amontonaban los restos calcinados del taller del broncista y echar un vistazo.
Sonrió. Las piezas comenzaban a encajar.
Todo parecía ir encauzándose hasta que llegó al almacén y descubrió que la puerta permanecía abierta y sin vigilancia. Miró a un lado y a otro, pero no vio a nadie. De inmediato, su alegría se tornó en preocupación. Dentro, la negrura aguardaba amenazadora. Se adentró lentamente, con cautela, pero a los pocos pasos tropezó con un bulto y cayó, advirtiendo al tantear para levantarse que la mayoría de los objetos que él y Bo habían clasificado yacían desperdigados por el suelo. Maldijo a los culpables. Rápidamente, abrió las puertas, que dejaron pasar la suficiente luz como para descubrir que habían saqueado el almacén. De inmediato se dirigió hacia el lugar donde habían dispuesto los moldes, para advertir con desesperación que la mayoría habían sido destrozados hasta convertirlos en arena. Parecían haber empleado una maza sobre el enorme yunque que se hallaba a su lado. De repente, escuchó un ruido sobre su cabeza, e instintivamente empuñó la maza para dirigir la mirada hacia el altillo en el que habían amontonado las piezas de hierro.
No distinguió a nadie, así que continuó inspeccionando los restos hasta encontrar una talega que contenía yeso del utilizado para extraer positivos de los moldes. La cogió y se la guardó. Luego sonó un nuevo crujido, esta vez más intenso. Cí elevó otra vez la mirada lo suficiente como para distinguir sobre el altillo una figura agazapada. No le dio tiempo a más, porque súbitamente una avalancha de barras, rejas y maderas le cayó encima hasta sepultarle.
Cí sólo se atrevió a abrir los ojos cuando el polvo dejó de adherirse a sus pulmones. Apenas distinguía nada, pero, al menos, seguía vivo, de modo que agradeció a la fortuna haber resbalado bajo el yunque, que había hecho las veces de parapeto. Sin embargo, uno de los hierros le mantenía atrapada la pierna derecha impidiéndole cualquier movimiento. Intentó liberarse, pero no lo consiguió. Poco a poco, los rayos del sol se fueron filtrando en medio de la polvareda, recortando contra la luz la tenebrosa figura de un desconocido. Cí se quedó paralizado. Permaneció en silencio, por si se trataba de la misma persona que había provocado el derrumbe, pero eso no evitó que la figura se aproximase hacia él. Cí tragó una saliva pastosa. Aferró una barra de metal cercana y se dispuso a vender cara su vida. La figura estaba a un paso de él. Tensó sus músculos mientras escuchaba el borboteo de su sangre golpeándole en las sienes. De repente, la figura lo vio. Cí permaneció inmóvil, atento al movimiento de la víbora. Su respiración se aceleró. Estaba dispuesto a descargar el hierro sobre su cabeza cuando el desconocido habló.
—¡Cí! ¿Eres tú?
Cí dio un respingo. Era la voz de Bo. Por un momento se tranquilizó, pero aun así mantuvo la barra en la mano.
—¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? —preguntó Bo mientras se afanaba en retirar los hierros que atrapaban a Cí.
Cí le ayudó hasta conseguir liberarse. Luego se apoyó en Bo para salir del almacén. En el exterior, aspiró una bocanada de aire limpio. Aún desconfiaba de Bo, así que le preguntó qué había ido a hacer allí.
—El centinela que descubrió los destrozos me informó de que alguien había aprovechado la ausencia de la guardia nocturna para reventar la puerta, así que vine para comprobarlo.
Cí dudó de Bo. De hecho, dudaba de todos. Intentó caminar, pero sólo logro hacerlo con dificultad, así que le pidió al oficial que le acompañara hasta el Pabellón de los Nenúfares, pues temía que, en su estado, pudieran volver a atacarle. Durante el trayecto, Cí se interesó por los avances en el asunto del retrato del cadáver que se había difundido por la ciudad.
—Aún no hay nada —se excusó Bo—. Sin embargo, tengo novedades sobre la mano cercenada. El extraño tatuaje con forma de llama que encontraste bajo el pulgar no era tal.
—¿Qué queréis decir?
—Hice que lo examinara Chen Yu, un reputado tatuador del mercado de la seda. Uno de los mejores de Lin’an. El hombre le dedicó un buen tiempo antes de afirmar que, en su opinión, parte del círculo externo se había borrado por culpa de la sal. —Se agachó sobre el suelo arenado y dibujó una achaparrada llama ondulada. Luego la bordeó con un círculo—. En realidad, no son unas llamas. Es un yin-yang.
—¿El símbolo de los taoístas?
—Más concretamente, el de un monje alquimista. El tatuador me aseguró que el pigmento empleado era cinabrio, el elemento identificativo de los ocultistas que buscan el elixir de la vida eterna.
A Cí no le sorprendió su respuesta. En realidad, después de lo ocurrido en el almacén, ya no le sorprendía nada. Recordó que la única persona a la que le había contado su intención de acudir al almacén había sido a Iris Azul, y al punto comprendió lo necio que había sido al pretender creer en su inocencia. La
nüshi
tenía un motivo: la venganza contra el emperador. Había dispuesto de la oportunidad a través de su sirviente mongol y poseía la necesaria sangre fría, como demostraba el hecho de haber intentado envenenar al emperador años atrás y ahora de intentar matarle a él. Lo más conveniente sería ir a ver a Kan y revelarle sus descubrimientos. Pero antes debía proteger su bien más valioso: el molde que había ocultado en el pabellón.
Cuando los sirvientes del Pabellón de los Nenúfares advirtieron lo penoso de su estado, hicieron ademán de avisar a la señora, pero Cí les ordenó que le condujesen directamente a sus aposentos y le dejaran solo. Le agradeció la ayuda a Bo y se despidió de él.
Nada más entrar a su habitación, Cí corrió hacia el lugar donde guardaba el molde de terracota verde. Aún desconocía el motivo, pero presentía que ésa precisamente era la pieza que buscaba la persona que había pretendido asesinarle. Por suerte, los fragmentos continuaban en el mismo lugar. Estaba escondiéndolos de nuevo cuando Iris Azul entró sin llamar. A Cí le tembló el corazón.
—Me han dicho que has sufrido un accidente —dijo Iris, sobresaltada.
Cí no se conmovió. Terminó de esconder los restos del molde, sabedor de que Iris no podía verle y se incorporó.
—Sí. Un accidente bastante extraño. De hecho, yo casi lo denominaría un intento de asesinato. —Se arrepintió al momento de su incontinencia verbal.
Al escucharlo, Iris abrió los ojos, evidenciando aún más su extraño matiz.
—¿Qué...? ¿Qué ha sucedido? —balbuceó.
Era la primera vez que Cí la veía vacilar.
—No lo sé. Esperaba que me lo contaras tú. —Se arrancó la blusa hecha jirones y la arrojó sobre la cama.
—¿Yo? No entiendo...
—Dejémonos de mentiras. —La agarró por una muñeca—. Desde el primer momento no quise creer a Kan, pero él tenía razón.
—¿Pero qué necedades dices? ¡Suéltame! ¡Suéltame o te haré azotar! —Se zafó.
Iris comenzó a temblar mientras sus pies retrocedían titubeantes. Cí se apresuró a cerrar la puerta. Al oír el portazo, ella dio un respingo. Cí la acorraló.
—Por eso me sedujiste, ¿no? Kan me advirtió sobre ti; sobre tus planes contra el emperador. No quise creerle y casi me cuesta la vida, pero todas tus argucias han fracasado. Igual que tus mentiras.
—Estás loco. ¡Déjame!
—El eunuco trabajaba en el monopolio de la sal. Ignoro si descubrió algo en las cuentas y tú le sobornaste o simplemente te chantajeó, pero sabías de su obsesión por las antigüedades y le pagaste con una a la que no pudo renunciar. Y cuando te siguió chantajeando, acabaste con él.
—¡Vete de aquí! ¡Vete de mi casa! —sollozó.
—Eras la única persona que sabía que yo iría al almacén y por eso enviaste a un sicario para que me matara. Probablemente, el mismo que acabó con la vida de Suave Delfín y de los otros.
—¡Te digo que te vayas! —gritó.
—Empleaste la Esencia de Jade para asustarles, para que supieran que una ciega podía acabar con ellos. Te sabías protegida por lo que sucedió con tu antepasado; sabías que el emperador no volvería a arriesgarse, acusando sin pruebas a la nieta del famoso héroe al que nuestro imperio traicionó. Pero tu sed de venganza no conocía límites. Me mentiste cuando mencionaste que el emperador enfermó de amor. ¡Lo envenenaste igual que a mí ayer!
Iris Azul intentó salir de la habitación, pero Cí se lo impidió.
—¡Confiésalo! —bramó Cí—. Confiesa que me mentiste. Que me hiciste creer que sentías algo por mí. —De repente, se dio cuenta de que sus propios ojos se le humedecían.
—¿Cómo te atreves a acusarme de nada? ¡Tú! Tú, que fuiste el primero en mentirme sobre tu verdadera profesión; tú, que has traicionado a tu querido Feng con su bella esposa ciega.
—¡Me embrujaste! —aulló Cí.
—Eres patético. No sé qué pude ver en ti. —Intentó salir de nuevo.
—¿Acaso crees que tus lágrimas te salvarán? Kan tenía razón en todo. ¿Me oyes? ¡En todo! —Volvió a retenerla.
Los ojos húmedos de Iris estaban inflamados por la rabia.
—¡En lo único que ese consejero puede tener razón es en que soy una estúpida! ¿Sabes? La noche que defendiste a aquella cortesana creí que serías diferente. ¡Maldita necia! —se lamentó—. No eres distinto a los demás. Te crees con derecho a acusarme y a condenarme, a usarme y a despreciarme porque sólo soy una vieja
nüshi
. Una experta en las artes de alcoba. Y sí. Es cierto. Te seduje. ¿Y qué? —le retó—. ¿Qué sabes tú de mí? ¿Acaso sabes cómo es mi vida? No. ¡Desde luego que no! Jamás podrías imaginar ni por un momento el infierno que me ha tocado vivir.
Cí pensó en su propio infierno. Sabía bien lo que era sufrir, del mismo modo que sabía que ella era culpable. Aquella mujer no tenía derecho a reprocharle nada. Y mucho menos después de lo que había descubierto.
—Kan me lo advirtió —acertó a repetir.
—¿Kan? Esa bola de sebo vendería a sus hijos con tal de conseguir su propósito. ¿Qué es lo que te ha contado? —Le golpeó en el pecho—. ¿Que intenté envenenar al emperador? ¡Pues no! ¡No lo hice, por mucho que ahora me arrepienta! ¿Acaso crees que de ser cierto el emperador me habría dejado con vida? ¿Acaso te ha revelado Kan el motivo de su rencor? ¿Te ha dicho que mil veces intentó poseerme y que siempre le rechacé? ¿Te ha contado que me pidió en matrimonio y me negué? ¿Te ha revelado la afrenta que supuso para el gran consejero de los Castigos que una
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le despreciara? —Se dejó caer al suelo, abatida entre lágrimas.
Cí la contempló sin saber qué decir. Por una parte quería creerla, pero las pruebas...
—Tu nombre aparecía en el registro de las dependencias de Suave Delfín —le confesó—. No sé cómo lograste entrar, pero lo hiciste. Y dentro cuelga un lienzo con la undécima poesía de Li Bai. Una antigüedad que te pertenece. Una reliquia que debería estar en tus paredes y que sustituiste por un burdo retrato del autor. Un texto que el eunuco jamás habría podido adquirir. —Esperó a que ella lo desmintiera, pero Iris enmudeció—. Leí los sellos de propiedad. Esas poesías pertenecieron a tu abuelo. Si es verdad que tanto le apreciabas, jamás habrías permitido que abandonaran tu hogar. A menos...