Read El Libro de los Tres Online

Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Novela, Fantástico, Juvenil

El Libro de los Tres (19 page)

BOOK: El Libro de los Tres
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—Tendríamos que ir un poco mejor armados —dijo el bardo—. El Rey con Cuernos tendrá exploradores a ambos lados del valle.

Taran desató las armas que Melyngar llevaba encima, entregándoles a cada uno de sus compañeros un arco, una aljaba de flechas y una jabalina. El rey Eiddileg les había dado escudos de bronce; su tamaño era el adecuado para los enanos y, tras haber visto a las huestes que avanzaban por el valle, Taran los encontró lastimosamente pequeños. Gurgi se colgó del cinto una pequeña espada. Era el que estaba más excitado de todo el grupo.

—¡Sí, sí! —gritaba—. ¡Ahora también el osado y valiente Gurgi es un poderoso guerrero! ¡Ahora podrá dar grandes tajos y hondas punzadas! ¡Ya está preparado para grandes combates y degüellos!

—¡Y yo también lo estoy! —declaró Fflewddur—. ¡Nada es capaz de resistir el ataque de un Fflam furibundo!

El enano se llevó las manos a la cabeza y rechinó los dientes.

—¡Dejad de parlotear y moveos! —farfulló rabioso.

Esta vez su ira era excesiva para que retuviese el aliento.

Taran se colgó el escudo al hombro. Hen Wen, lanzando gruñidos temerosos, se quedaba atrás.

—Ya sé que estás asustada —le dijo Taran, con el tono más persuasivo que pudo encontrar—, pero en Caer Dathyl estarás a salvo.

La cerda les siguió con reluctancia; pero tan pronto como Doli encabezó la marcha empezó a rezagarse y todos los intentos de Taran por animarla a que siguiese no tuvieron demasiado éxito. Su hocico rosado se estremecía; sus ojos iban locamente de un lado a otro del camino.

En la siguiente pausa Doli llamó a Taran a su lado.

—Seguid así —dijo casi chillando—, y no tendréis ninguna oportunidad. ¡Primero nos retrasa un gwythaint y ahora una cerda!

—Está asustada —trató de explicarle Taran al enfadado enano—. Sabe que el Rey con Cuernos anda cerca.

—Entonces, átala —dijo Doli—. Súbela a la yegua.

Taran asintió.

—Sí. No va a gustarle, pero no podemos hacer otra cosa.

Unos momentos antes, la cerda se hallaba agazapada entre las raíces de un árbol. Ahora, no se la veía por ninguna parte.

—¿Hen? —llamó Taran. Se volvió hacia el bardo—. ¿Adonde se ha ido? —preguntó alarmado.

El bardo meneó la cabeza. Ni él ni Eilonwy la habían visto moverse; Gurgi había estado dando de beber a Melyngar y no se había fijado para nada en la cerda.

—No puede haberse vuelto a escapar —exclamó Taran.

Volvió corriendo hacia los bosques. Cuando regresó, tenía el rostro muy pálido.

—Ha desaparecido —dijo roncamente—. Se esconde en algún lado, lo sé. Se dejó caer en el suelo y escondió el rostro entre las manos.

—No tendría que haberla perdido de vista ni tan siquiera un momento —dijo con amargura—. He fracasado dos veces.

—Deja que sigan los demás —le dijo Eilonwy—. La encontraremos y les alcanzaremos luego.

Antes de que Taran pudiese responder, oyó un ruido que le heló la sangre. De las colinas llegaban los feroces gritos de una jauría y las prolongadas notas de un cuerno de caza.

Todos se quedaron helados de terror. Con el hielo del miedo en la garganta, Taran contempló los silenciosos rostros que le rodeaban. El aire se estremecía con aquella música espantosa; en el cielo, que se iba oscureciendo, destelló brevemente una sombra.

—Por donde cabalga Gwyn el Cazador —murmuró Fflewddur—, la muerte le sigue de cerca.

18. La llama de Dyrnwyn

Apenas habían desaparecido entre las colinas las notas del cuerno de Gwyn, Taran sintió un estremecimiento, como si acabase de salir de un temible sueño. En la pradera se oía el retumbar de cascos de caballos.

—¡Los exploradores del Rey con Cuernos! —gritó Fflewddur, señalando hacia los guerreros a caballo que se les acercaban al galope—. ¡Nos han visto!

Los jinetes, venidos de las llanuras, se aproximaban cada vez más, inclinados sobre sus monturas a las que espoleaban ferozmente. Se fueron acercando, las lanzas inclinadas como si cada punta resplandeciente buscase ya su propio blanco.

—Podría intentar hacer otra telaraña —sugirió Eilonwy, para añadir luego—, pero me temo que la última no fue demasiado útil.

La espada de Taran salió de su vaina con un destello.

—Sólo son cuatro —dijo—. Al menos, les igualamos en número.

—Guarda tu hoja —dijo Fflewddur—. Primero, las flechas. Ya tendremos bastante trabajo para las espadas después.

Prepararon sus arcos. Siguiendo las órdenes de Fflewddur, formaron una línea y se arrodillaron uno al lado del otro, los hombros casi tocándose. La cabellera rubia del bardo se agitaba al viento; su rostro estaba encendido por la emoción.

—En años no he tenido un buen combate —dijo—. Esa es una de las cosas que echo de menos siendo bardo. ¡Ya verán lo que significa atacar a un Fflam!

Taran puso una flecha en el arco. Cuando se lo indicó el bardo, los compañeros alzaron sus arcos y apuntaron.

—¡Disparad! —gritó Fflewddur.

Taran vio cómo su saeta fallaba con mucho al jinete que iba en cabeza. Con una exclamación de ira, cogió otra flecha de la aljaba. A su lado, oyó cómo Gurgi lanzaba un grito de triunfo. De toda la descarga, sólo la saeta de Gurgi había hallado su blanco. Un guerrero cayó de su montura, con una flecha profundamente clavada en la garganta.

—¡Ahora saben que tenemos aguijones! —gritó Fflewddur—. ¡Disparad otra vez!

Los jinetes cambiaron el rumbo. Más precavidos, alzaron sus escudos. De los tres, dos se lanzaron directamente contra ellos; el tercero hizo volver grupas a su montura y galopó hacia el flanco de los defensores.

—Ahora, amigos —gritó el bardo—. ¡Hombro con hombro!

Taran oyó el gruñido de Doli cuando éste lanzó una flecha contra el guerrero más próximo. El tiro de Gurgi había sido afortunado; ahora, las flechas cortaban el aire entre silbidos para simplemente rebotar sobre los ligeros escudos de los atacantes. Detrás de Taran, Melyngar lanzó un relincho y pateó el suelo frenéticamente. Taran recordó con qué valor había peleado por Gwydion, pero ahora tenía las riendas sujetas y no se atrevió a apartarse de los defensores para desatarla.

Los jinetes dieron la vuelta. Uno de ellos les ofreció su costado descubierto. La flecha de Doli saltó del arco y fue a enterrarse en el cuello del guerrero. Los demás jinetes picaron espuelas y se alejaron al galope a través de la pradera.

—¡Les hemos vencido! —gritó Eilonwy—. ¡Es como si unas abejas hubiesen hecho huir a las águilas!

Fflewddur, jadeando, sacudió la cabeza.

—No van a desperdiciar más hombres con nosotros. Cuando vuelvan, lo harán acompañados de una partida de guerreros. Eso es todo un cumplido a nuestro valor, pero no creo que debamos esperarles. Un Fflam sabe cuándo hay que pelear y cuándo hay que salir corriendo. En este momento, creo que es mejor que salgamos corriendo.

—No pienso abandonar a Hen Wen —declaró Taran.

—Pues ve y búscala —gruñó Doli—. Perderás la cabeza al mismo tiempo que a la cerda.

—El hábil Gurgi irá —sugirió Gurgi—, con su osado atisbar y espiar.

—Con toda probabilidad —dijo el bardo—, volverán a atacarnos. No podemos permitirnos perder ni un minuto de nuestro tiempo, ni una sola de nuestras fuerzas. Un Fflam ¡amas se preocupa de ser superado en número, pero una espada menos podría ser fatal. Estoy seguro de que tu cerda es capaz de cuidarse; esté donde esté, corre menos peligro que nosotros.

Taran asintió.

—Es cierto. Pero me apena perderla por segunda vez. Había escogido abandonar mi búsqueda y marchar hacia Caer Dathyl; entonces, después de que Gurgi encontrase a Hen Wen, había tenido la esperanza de cumplir con las dos misiones. Pero me temo que debo elegir entre una u otra.

—La cuestión es —dijo Fflewddur—, ¿hay alguna oportunidad de avisar a los Hijos de Don antes de que ataque el Rey con Cuernos? Doli es el único que puede contestar a eso.

El enano frunció el ceño y pensó por unos instantes.

—Es posible —dijo—, pero tendremos que bajar al valle. Y, si lo hacemos, nos encontraremos en medio de la vanguardia del Rey con Cuernos.

—¿Podremos atravesarla?—preguntó Taran.

—No lo sabrás hasta que lo intentes —gruñó Doli.

—La decisión es tuya —dijo el bardo, mirando a Taran.

—Lo intentaremos —contestó Taran.

Viajaron el resto del día sin detenerse. Al caer la noche Taran se habría sentido muy feliz descansando, pero el enano les disuadió de ello. Así pues, agotados, siguieron avanzando en silencio. Habían escapado al ataque que Fflewddur esperaba, pero una columna de jinetes con antorchas pasó junto a ellos a un tiro de arco de distancia. Al ver a los jinetes, se agazaparon entre los árboles hasta que los puntos de luz se perdieron serpenteando detrás de una colina. En poco tiempo Doli condujo al pequeño grupo hasta el valle, donde hallaron refugio entre la frondosa arboleda.

Pero el amanecer reveló un espectáculo que hizo desesperarse a Taran. El valle hervía de guerreros allá donde mirase. Negros estandartes chasqueaban al viento recortándose contra el cielo. Las huestes del Rey con Cuernos eran como el cuerpo de un gigante acorazado que se removiese inquieto.

Durante un momento, Taran las contempló con incredulidad. Luego, apartó el rostro.

—Demasiado tarde —musitó—. Hemos fracasado.

Mientras el enano observaba el avance de las dur dio un paso hacia adelante.

—Podemos hacer una cosa —dijo—, ya que Caer Dathyl está justo delante de nosotros. Sigamos adelante, y libremos allí nuestro último combate.

Taran asintió.

—Sí. Mi sitio está al lado de la gente de Gwydion. Doli llevará a Gurgí y Eilonwy hasta un lugar seguro. —Tomó aliento y se apretó un poco más la espada al cinto—. Nos has guiado bien —le dijo con voz sosegada al enano—. Vuelve con tu rey llevándole nuestra gratitud. Tu trabajo ha terminado.

El enano le miró, furioso.

—¡Terminado! —dijo con un bufido—. ¡Idiotas, cabezas huecas! No creáis que me importa lo que vaya a sucederos, pero no voy a quedarme quieto viendo cómo os cortan en pedazos. No puedo soportar un trabajo mal hecho. Os guste o no, voy con vosotros.

Apenas habían salido esas palabras de sus labios, una flecha pasó silbando junto a la cabeza de Doli. Melyngar se encabritó. Un grupo de soldados a pie apareció a sus espaldas emergido del bosque.

—¡Vete! —le gritó el bardo a Taran—. ¡Cabalga todo lo deprisa que puedas, o todos moriremos!

Taran vaciló y el bardo le cogió por los hombros, empujándole hacia el caballo y haciendo que Eilonwy le siguiese. Fflewddur desenvainó la espada.

—¡Haz lo que te digo! —gritó el bardo, los ojos llameantes.

Taran saltó a la grupa de Melyngar y ayudó a subir a Eilonwy. La yegua blanca se lanzó hacia adelante. Eilonwy se agarró con fuerza a la cintura de Taran mientras el corcel galopaba a través de los helechos, hacia la vanguardia del Rey con Cuernos. Taran no hizo intento alguno de guiarla; la yegua había escogido su propio camino. De pronto, se encontraron en mitad de los guerreros. Melyngar se encabritó, coceando en todas direcciones. Taran había desenvainado la espada y golpeaba a derecha e izquierda. Una mano agarró los estribos y los soltó enseguida. Taran vio cómo el guerrero caía y era sumergido por el confuso montón de hombres que forcejeaban por agarrarles. La yegua blanca logró soltarse y se lanzó como una flecha hacia la colina. Una figura a caballo galopaba ahora detrás de ellos. Con una breve y aterrorizada mirada, Taran vio las enormes astas del Rey con Cuernos.

El corcel negro les estaba alcanzando. Melyngar giró bruscamente y se lanzó hacia el bosque. El Rey con Cuernos giró también y, mientras ellos cruzaban atronando por entre los matorrales, rebasando la primera hilera de árboles, el astado gigante se fue acercando más y más hasta que los dos corceles galoparon a la par. Con un último esfuerzo, la montura del Rey con Cuernos logró adelantarse; los flancos del animal chocaron con Melyngar, que se encabritó furiosamente y golpeó con sus cascos. Taran y Eilonwy fueron despedidos de la silla de montar. El Rey con Cuernos hizo virar su montura, intentando pisotearles.

Taran logró incorporarse y con su espada lanzó un golpe a ciegas. Luego, agarrando a Eilonwy por el brazo, la hizo internarse entre los árboles para protegerse. El Rey con Cuernos saltó pesadamente al suelo y, con apenas unas zancadas, lo tuvieron encima de ellos.

Eilonwy gritó. Taran giró para enfrentarse al hombre astado. Negros temores le dominaban, como si el propio Señor de Annuvin hubiese abierto un abismo a sus pies y él estuviese cayendo hasta lo más hondo de la sima. Lanzó un gemido de dolor, como si su vieja herida hubiese vuelto a abrirse. Toda la desesperación que había conocido como cautivo de Achren volvió para minar su fortaleza.

Los ojos del Rey con Cuernos ardían detrás de la descolorida calavera mientras levantaba un brazo teñido de escarlata.

Taran alzó a ciegas su espada. La sintió estremecerse en su mano. La hoja del Rey con Cuernos se estrelló contra su arma y, de un solo golpe, la rompió.

Taran arrojó los inútiles restos del arma. El Rey con Cuernos se detuvo un instante, un gruñido de salvaje alegría desprendiéndose de su garganta, y apretó con más fuerza su espada.

Un terror mortal impulsó a Taran a la acción. Retrocedió de un salto, volviéndose hacia Eilonwy.

—¡Dyrnwyn! —gritó—. ¡Dame la espada!

Antes de que ella pudiese moverse, él le arrancó del hombro el cinto y la espada. El Rey con Cuernos vio la negra vaina y vaciló un momento, como temeroso.

Taran aferró la empuñadura. La hoja no quería salir. Tiró de ella con todas sus fuerzas. La espada apenas si salió un poco de su vaina. El Rey con Cuernos alzó su arma. Taran dio un último tirón y la vaina giró en su mano. Un relámpago cegador hendió el aire ante él. Un rayo le desgarró el brazo y él fue arrojado violentamente al suelo.

La espada Dyrnwyn, ardiendo con una blanca llama, saltó de su mano y cayó más allá de su alcance. El Rey con Cuernos se alzaba sobre él. Eilonwy, con un grito, se lanzó contra el hombre astado. Con un gruñido, el gigante le apartó a un lado.

Una voz resonó detrás del Rey con Cuernos. Con los ojos velados por el dolor, Taran distinguió confusamente una alta figura que se recortaba contra los árboles y oyó una palabra pronunciada en medio de un grito que no pudo entender.

El Rey con Cuernos permaneció inmóvil, el brazo levantado. Los relámpagos destellaban en su espada. El gigante llameaba como un árbol incendiado. La cornamenta de ciervo se convirtió en un trazado de líneas carmesíes y la máscara de calavera pareció derretirse como si fuese de cera. Un rugido de ira y dolor surgió de la garganta del Rey Astado.

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