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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Novela, Fantástico, Juvenil

El Libro de los Tres (20 page)

BOOK: El Libro de los Tres
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Taran, con un grito, se tapó el rostro con el brazo. El suelo se estremeció y, con un gran estruendo, pareció abrirse a sus espaldas. Y, después, la nada.

19. El secreto

Un torrente de sol entraba por el ventanal de una habitación, agradablemente fresca, llena de un delicioso aroma. Taran pestañeó y trató de incorporarse en el angosto catre. La cabeza le daba vueltas; el brazo, vendado con lino blanco, le latía dolorosamente. El suelo estaba cubierto de juncos secos; los brillantes rayos los hacían parecer amarillos, como si fuesen trigo. Junto al catre, una forma blanca bañada de sol se agitó, poniéndose en pie.

—¡Oink!

Hen Wen, resoplando y gruñendo, su rechoncho rostro hendido por una sonrisa. Con un resoplido de alegría, empezó a frotar con el hocico la mejilla de Taran. Él abrió la boca, pero fue incapaz de hablar. Una risa plateada sonó en un rincón del cuarto.

—En verdad que deberías verte la cara. Pareces un pez que ha trepado por error al nido de un pájaro.

Eilonwy abandonó el taburete de mimbre en el que había estado sentada.

—Esperaba que te despertaras pronto. No te puedes imaginar lo aburrido que es quedarse sentada viendo cómo alguien duerme. Es como contar las piedras de un muro.

—¿Adonde nos han traído? ¿Estamos en Annuvin? Eilonwy rió de nuevo y meneó la cabeza.

—Esa es exactamente la clase de pregunta que se puede esperar de un Aprendiz de Porquerizo. ¿Annuvin? ¡Ugh! No me gustaría estar allí por nada del mundo. ¿Por qué siempre has de pensar en cosas desagradables? Supongo que es a causa de tu herida; probablemente le hizo algo a tu cabeza. Ahora tienes mucho mejor aspecto, aunque sigues teniendo ese color verde blancuzco, como un puerro hervido.

—¡Deja de parlotear y dime dónde estamos!

Taran intentó levantarse del catre y luego se dejó caer de nuevo en él, lleno de debilidad, llevándose una mano a la cabeza.

—Se supone que aún no debes levantarte —le amonestó Eilonwy—, pero me imagino que acabas de descubrirlo por ti mismo.

Meneando la cola y emitiendo fuertes gruñidos, Hen Wen, con expresión de sumo placer, había empezado a subirse al catre. Eilonwy chasqueó los dedos.

—Basta, Hen —ordenó—, ya sabes que no se le debe molestar o inquietar y, especialmente, que no debes sentarte encima de él. —La muchacha se volvió de nuevo hacia Taran—. Estamos en Caer Dathyl —dijo—. Es un lugar precioso. Mucho más bonito que el Castillo Espiral.

Taran se sobresaltó de nuevo cuando los recuerdos le inundaron.

—¡El Rey con Cuernos! —gritó—. ¿Qué ocurrió? ¿Dónde está?

—Supongo que, seguramente, en un túmulo.

—¿Está muerto?

—Naturalmente —contestó la muchacha—. ¿Acaso crees que iba a dejar que le metiesen en un túmulo si no lo estuviese? No quedó gran cosa de él, pero los restos fueron enterrados. —Eilonwy se estremeció—. Creo que era la persona más terrible que he visto nunca, y con eso incluyo a Achren. Me zarandeó de un modo terrible…, justo antes de que fuese a golpearte. —Se frotó la cabeza—. Y, en cuanto a eso, me quitaste la espada de un modo bastante brusco. Mira que te dije y te repetí que no la desenvainases. Pero tú no me escuchabas. Eso es lo que te quemó el brazo.

Taran notó que la negra vaina de Dyrnwyn ya no colgaba del hombro de Eilonwy.

—Pero, entonces, ¿qué…?

—Fue una suerte que perdieses el conocimiento —prosiguió Eilonwy—. Te perdiste lo peor. Hubo un terremoto y el Rey con Cuernos ardió hasta que… bueno, hasta que se rompió. No fue nada agradable. La verdad es que prefiero no hablar de eso. Aún tengo pesadillas, incluso cuando no estoy dormida.

Taran rechinó los dientes.

—Eilonwy —dijo por último—, quiero que me cuentes muy lenta y cuidadosamente lo que ocurrió. Si no lo haces, yo me voy a enfadar y tú vas a lamentarlo.

—¿Cómo-puedo-contarte-nada —dijo Eilonwy, recalcando con gran cuidado cada palabra y acompañándola con muecas de lo más extravagante—, si-no-me-dejas-hablar- tú? —Se encogió de hombros y luego prosiguió casi sin tomar aliento, como era costumbre en ella—. Tan pronto como el ejército vio que el Rey con Cuernos había muerto, se disolvió prácticamente al instante. No del mismo modo que él, naturalmente. Con ellos fue más bien algo así como una carnada de conejos corriendo en todas direcciones… no, no es una comparación muy adecuada, ¿verdad? Pero fue lamentable ver hombres adultos tan asustados. Por supuesto que para entonces los Hijos de Don tuvieron su ocasión de atacar. Tendrías que haber visto los estandartes dorados. Y unos guerreros tan apuestos… —Eilonwy suspiró—. Era… era como… no sé ni tan siquiera a qué se parecía.

—Y Hen Wen…

—No se ha movido de este cuarto desde que te trajeron aquí —dijo Eilonwy—. Y yo tampoco —añadió, mirando un instante a Taran—. Es una cerda muy inteligente — prosiguió Eilonwy—. Bueno, de vez en cuando supongo que se asusta y entonces pierde la cabeza. Y, cuando quiere, puede ser muy tozuda, lo que a veces hace que me pregunte a mí misma si hay mucha diferencia entre los cerdos y la gente que los cuida. No me estoy refiriendo a nadie en particular, ya me entiendes.

La puerta que se hallaba ante el catre de Taran se abrió un poco. Por el hueco aparecieron los erizados cabellos y la puntiaguda nariz de Fflewddur Fflam.

—Así que has vuelto con nosotros —exclamó el bardo—. ¡O, como tú bien podrías decir, hemos vuelto contigo!

Gurgi y el enano, que habían permanecido detrás del bardo, entraron a toda prisa; pese a las protestas de Eilonwy se apiñaron todos alrededor de Taran. Fflewddur y Doli no parecían haber sufrido ningún daño, pero Gurgi tenía la cabeza vendada y cojeaba un poco.

—¡Sí! ¡Sí! —chilló—. ¡Gurgi luchó por su amigo con tajos y estocadas! ¡Qué degüellos!

¡Guerreros feroces golpearon su pobre y tierna cabeza, pero el valeroso Gurgi no huyó, oh, no!

Taran le sonrió, profundamente conmovido.

—Lamento lo de tu pobre y tierna cabeza —dijo, poniendo una mano en el hombro de Gurgi—, y que, por mi culpa, fuese herido un amigo.

—¡Qué alegría! ¡Qué estruendos y qué golpes! El feroz Gurgi llenó a los malvados guerreros de espantoso terror y griterío.

—Es cierto —dijo el bardo—. Fue el más valiente de todos nosotros. Aunque mi achaparrado amigo, aquí presente, puede hacer cosas sorprendentes con un hacha.

Doli sonrió por primera vez.

—Nunca pensé que tuvieseis ni tan siquiera un poco de temple —dijo, intentando parecer malhumorado—. Al principio creí que erais todos unos alfeñiques. Mis más sinceras disculpas —añadió, haciendo una reverencia.

—Contuvimos a la partida de guerreros —dijo Fflewddur—, hasta estar seguros de que te hallabas lo bastante lejos. Algunos podrán recordarnos con poco cariño en los tiempos venideros. —El rostro del bardo se iluminó. Empezó a gritar—. Ahí estábamos, luchando como posesos, increíblemente inferiores en número. ¡Pero un Fflam jamás se rinde! Herí a tres de un golpe. ¡Tajo! ¡Estocada! Otro me agarró por detrás, maldito cobarde. Pero logré liberarme. Les rechazamos y nos dirigimos hacia Caer Dathyl, abriéndonos camino a estocadas, acosados por todas partes…

Taran esperaba que en cualquier instante las cuerdas del arpa de Fflewddur empezasen a romperse. Para su sorpresa, se mantuvieron intactas.

—Y de tal modo —concluyó Fflewddur encogiéndose despreocupadamente de hombros—, cumplimos con nuestro papel. Fue más bien fácil, si te paras a pensarlo; ni por un instante temí que las cosas fuesen a ir mal.

Una cuerda se partió con un sonoro tañido. Fflewddur se inclinó, acercándose a Taran.

—Aterrorizado —susurró—. Me puse verde de miedo.

Eilonwy cogió al bardo por los hombros y le empujó hacia la puerta.

—¡Fuera todos! —gritó—. Vais a cansarle con tanta charla. —La muchacha sacó a empujones a Gurgi y al enano después de haber echado a Fflewddur—. Aquí no entra nadie hasta que yo lo diga.

—¿Ni tan siquiera yo?

Taran se sobresaltó al oír aquella voz familiar. Gwydion estaba en el umbral.

Por un momento Taran no le reconoció. En vez de la sucia capa y el tosco jubón, Gwydion vestía ahora el deslumbrante atuendo de un príncipe. Su rico manto colgaba de sus hombros formando profundos pliegues. Llevaba al cuello un resplandeciente disco de oro en forma de sol. En sus verdes ojos, ahora aún más profundos, brillaba un nuevo poder. Taran le vio ahora como siempre lo había imaginado.

Sin prestar atención a su brazo herido, Taran saltó del lecho. La alta figura avanzó hacia él. La autoridad que había en el porte del guerrero hizo que Taran doblase la rodilla ante él.

—Señor Gwydion… —murmuró.

—Esa no es forma de que un amigo salude a otro —dijo Gwydion, poniendo suavemente en pie a Taran—. Siento más placer al recordar a un Aprendiz de Porquerizo temeroso de que yo fuese a envenenarle en el bosque, no lejos de Caer Dallben.

—Después del Castillo Espiral —tartamudeó Taran—, no creí que volvería a veros con vida.

Aferró la mano de Gwydion y se echó a llorar sin intentar contenerse.

—Un poco más vivo que tú —sonrió Gwydion. Ayudó a Taran a sentarse nuevamente en el catre.

—Pero, ¿cómo…? —empezó a decir Taran, al notar que Gwydion llevaba al cinto un arma negra y bastante maltrecha.

Gwydion leyó la pregunta en el rostro de Taran.

—Un regalo —dijo—, un regalo digno de un rey procedente de una joven dama.

—Yo misma se la ceñí —le interrumpió Eilonwy. Se volvió hacia Gwydion—. Le dije que no la desenvainase, pero su tozudez es inconcebible.

—Afortunadamente no llegaste a desenvainarla del todo —le dijo Gwydion a Taran—. Me temo que la llama de Dyrnwyn habría sido demasiado grande incluso para un Aprendiz de Porquerizo.

»Es un arma dotada de un antiguo poder, tal y como percibió Eilonwy —añadió Gwydion—. Es tan antigua que yo la creía una simple leyenda. Sigue habiendo profundos secretos relacionados con Dyrnwyn, que ni tan siquiera los más sabios conocen. Su pérdida destruyó el Castillo Espiral y fue un duro golpe para Arawn.

Con un solo gesto, lleno de firmeza, Gwydion desenvainó la hoja y la sostuvo en alto. El arma resplandeció con un brillo cegador. Lleno de miedo y asombro, Taran retrocedió, su herida nuevamente latiendo dolorida. Gwydion se apresuró a devolver la hoja a su vaina.

—Apenas vi al señor Gwydion —dijo Eilonwy, contemplándole con admiración—, supe que era quien debía conservar la espada. Debo decir que me alegro de haberme librado de ese trasto tan incómodo.

—Deja de interrumpir— le ordenó Taran—. Deja que me entere de lo que le ocurrió a mi amigo antes de que te pongas a parlotear.

—No voy a cansarte con un largo relato —dijo Gwydion—. Ya sabes que, por el momento, la amenaza de Arawn ha sido eliminada. Puede que vuelva a atacar, y ningún hombre puede saber cuándo o de qué modo. Pero, por ahora, no hay mucho que temer.

—¿Y qué hay de Achren? —preguntó Taran—. El Castillo Espiral…

—No estaba en el Castillo Espiral cuando se derrumbó —dijo Gwydion—. Achren me sacó de mi celda y me ató a un caballo. Junto con los Nacidos del Caldero, nos dirigimos hacia el castillo de Oeth-Anoeth.

—¿Oeth-Anoeth? —preguntó Taran.

—Es una fortaleza de Annuvin —dijo Gwydion—, no muy lejos del Castillo Espiral, construida cuando Arawn dominaba ampliamente Prydain. Un lugar de muerte, cuyos muros están llenos de huesos humanos. Podía imaginar muy bien los tormentos que Achren me tenía planeados.

»Pero, antes de arrojarme a las mazmorras, me cogió del brazo. "¿Por qué escoges la muerte, Señor Gwydion?" —gritó—. "¿Por qué, cuando puedo ofrecerte la vida eterna y un poder más allá del que pueden concebir las mentes de los mortales?”

«"Goberné Prydain mucho antes que Arawn" —me contó Achren—, "y fui yo quien le hizo rey de Annuvin. Yo le di el poder… aunque lo usó para traicionarme. Pero ahora, si lo deseas, tú ocuparás su lugar en el gran trono del mismo Arawn y gobernarás en su puesto".

»"Será un placer destronar a Arawn" —le contesté—. "Y usaré esos poderes para destruirte a ti al mismo tiempo que a él.”

»Llena de rabia, me arrojó a la más honda de las mazmorras —dijo Gwydion—. Nunca me he hallado más cerca de morir que en Oeth-Anoeth.

»No puedo decir con seguridad el tiempo que permanecí allí —prosiguió Gwydion—. En Oeth-Anoeth el tiempo no es tal y como lo conocéis vosotros aquí. Es mejor que no os hable de los tormentos que Achren había planeado. Los peores no eran los del cuerpo sino los del espíritu y el más poderoso de esos era la desesperación. Sin embargo, incluso en lo más hondo de mi angustia, me aferré a la esperanza. Pues esto es cierto de Oeth-Anoeth: si un hombre es capaz de resistirle, hasta la muerte debe entregarle sus secretos.

«Resistí —dijo Gwydion quedamente—, y al final muchas cosas que me habían sido ocultadas, me fueron reveladas. Tampoco os hablaré de esto. Debe bastaros saber que comprendí los mecanismos de la vida y de la muerte, de la risa y de las lágrimas, de los finales y de los comienzos. Vi la verdad del mundo y supe que no había cadenas capaces de retenerme. Mis ataduras eran tan ligeras como los sueños. En ese instante, los muros de mi prisión se derritieron.

—¿Qué fue de Achren? —preguntó Taran.

—No lo sé —dijo Gwydion—. No la volví a ver. Durante algunos días permanecí oculto en el bosque, curando las heridas de mi cuerpo. Cuando volví a buscarte al Castillo Espiral estaba en ruinas; y allí lloré por tu muerte.

—Igual que nosotros lloramos la vuestra —dijo Taran.

—Emprendí de nuevo la marcha hacia Caer Dathyl —continuó Gwydion—. Durante algún tiempo seguí el mismo camino que Fflewddur escogió para vosotros, aunque no crucé el valle hasta mucho después. Para entonces, ya os había adelantado un poco.

»Ese día, un gwythaint surgió del cielo y voló en línea recta hacía mí. Para mi sorpresa no me atacó ni se alejó a toda velocidad después de haberme visto, sino que revoloteó ante mí, lanzando extraños graznidos. El lenguaje de los gwythaint ya no es ningún secreto para mí, como no lo es el habla de ningún ser vivo, y comprendí que una partida de viajeros estaba cruzando las colinas bastante cerca y que una cerda blanca les acompañaba.

»Me apresuré a volver sobre mis pasos. En aquellos momentos Hen Wen sintió que yo estaba cerca. Cuando huyó de ti —le dijo Gwydion a Taran—, no lo hizo a causa del terror sino para encontrarme. Lo que supe gracias a ella era más importante de lo que había sospechado, y comprendí la razón de que el campeón de Arawn la buscase con tal desespero. También él se había dado cuenta de que ella conocía la única cosa capaz de destruirle.

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