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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (35 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—Sí —dijo Agnes ansiosamente—. Yo podría montar a Sarraceno.

Eliwys empezó a hablar, pero Imeyne la interrumpió.

—¿No tenéis miedo al bosque, pues, aunque apenas habéis sanado de vuestras heridas?

Un error tras otro. Se suponía que la habían atacado y la habían dado por muerta, y ahora se ofrecía voluntaria para llevar a dos niñas pequeñas al mismo bosque.

—No pretendía que fuéramos solas —dijo Kivrin, esperando no estar empeorando las cosas—. Agnes me dijo que cuando cabalgaba, siempre iba uno de los hombres de vuestro esposo para protegerla.

—Sí —intervino Agnes—. Gawyn puede cabalgar con nosotras, y mi perro Blackie.

—Gawyn no está aquí —dijo Imeyne, y en el silencio que siguió se volvió rápidamente hacia las mujeres que frotaban las mesas.

—¿Adonde ha ido? —preguntó Eliwys con suavidad, pero sus mejillas se habían vuelto de un rojo brillante.

Imeyne le quitó un trapo a Maisry y empezó a frotar una mancha en la mesa.

—Ha ido a cumplir un encargo para mí.

—Lo habéis enviado a Courcy —dijo Eliwys. Era una declaración, no una pregunta.

Imeyne se volvió hacia ella.

—No es digno de nosotros estar tan cerca de Courcy y no enviar un saludo. Él dirá que lo hemos ignorado, y en estos tiempos que corren no podemos de ningún modo permitirnos desairar a un hombre tan poderoso como…

—Mi esposo nos ordenó que no dijéramos a nadie que estamos aquí —cortó Eliwys.

—Mi hijo no nos ordenó que insultáramos a sir Bloet y perdiéramos su buena voluntad, ahora que tal vez le necesitemos más que nunca.

—¿Qué le ordenasteis decir a sir Bloet?

—Le pedí que le enviara nuestros más cordiales saludos —dijo Imeyne, retorciendo el trapo en sus manos—. Le ordené decir que nos alegraría recibirlos para Navidad. —Alzó la barbilla, desafiante—. No podíamos hacer otra cosa, con nuestras dos familias a punto de unirse en matrimonio. Traerán provisiones para el banquete de Navidad, y criados…

—¿Y al capellán de lady Yvolde para decir misa? —preguntó Eliwys fríamente.

—¿Van a venir aquí? —preguntó Rosemund. Había vuelto a ponerse en pie, y su costura había resbalado hasta el suelo.

Eliwys e Imeyne la miraron sin expresión, como si hubieran olvidado que había alguien más en el salón, y entonces Eliwys se volvió hacia Kivrin.

—Lady Katherine —exclamó—, ¿no ibais a llevar a las niñas a recoger flores para el salón?

—No podemos ir sin Gawyn —adujo Agnes.

—El padre Roche puede cabalgar con vosotras —dijo Eliwys.

—Sí, buena señora —respondió Kivrin. Cogió a Agnes de la mano para sacarla de la habitación.

—¿Van a venir aquí? —repitió Rosemund, y sus mejillas estaban casi tan arreboladas como las de su madre.

—No lo sé —dijo Eliwys—. Ve con tu hermana y lady Katherine.

—Voy a montar a Sarraceno —anunció Agnes, y se soltó de la mano de Kivrin y salió corriendo del salón.

Rosemund pareció a punto de decir algo y entonces cogió su capa del pasillo tras los tabiques.

—Maisry —dijo Eliwys—. La mesa ya está bien. Ve y trae el salero y las fuentes de plata del cofre del desván.

La mujer con las cicatrices de escrófula salió de la sala e incluso Maisry no se demoró en subir las escaleras. Kivrin se puso la capa y la ató rápidamente, temerosa de que lady Imeyne dijera algo más acerca de ser atacada, pero ninguna de las dos mujeres volvió a hablar. Permanecieron de pie, Imeyne todavía retorciendo el trapo entre las manos, esperando obviamente a que Kivrin y Rosemund se marcharan.

—¿Van a…? —dijo Rosemund, y entonces echó a correr detrás de Agnes.

Kivrin corrió tras ellas. Gawyn no estaba, pero tenía permiso para ir al bosque y también medios de transporte. Y el sacerdote las acompañaría. Rosemund había dicho que Gawyn se había encontrado con él en el camino, cuando la traía a la casa. Tal vez Gawyn lo había llevado al claro.

Cruzó prácticamente corriendo el patio hasta el establo, temiendo que en el último instante Eliwys la llamara para decirle que había cambiado de idea, que Kivrin no estaba lo bastante recuperada, y que el bosque era demasiado peligroso.

Por lo visto las niñas habían pensado lo mismo. Agnes estaba ya montada en su pony, y Rosemund ataba la cincha de la silla de su yegua. El pony no era tal, sino un rechoncho alazán más pequeño que la yegua de Rosemund, y Agnes parecía imposiblemente alta sobre la silla con respaldo. El muchacho que le había dicho a Eliwys que su yegua había perdido una herradura sujetaba las riendas.

—¡No te quedes ahí mirando con la boca abierta, Cob! —le gritó Rosemund—. ¡Ensilla el ruano para lady Katherine!

Obediente, el muchacho soltó las riendas. Agnes se inclinó hacia delante para cogerlas.

—¡La yegua de madre no! —exclamó Rosemund—. ¡El rocín!

—Cabalgaremos hasta la iglesia, Sarraceno —informó Agnes—, y le pediremos al padre Roche que nos acompañe, y luego iremos de paseo. A Sarraceno le encanta ir de paseo. —Se inclinó demasiado hacia delante para acariciar la crin rizada del pony, y Kivrin tuvo que contenerse para no agarrarla.

Obviamente, era perfectamente capaz de montar a caballo (ni Rosemund ni el muchacho que ensillaba el caballo de Kivrin le dirigieron una mirada), pero parecía diminuta en lo alto de la silla con sus botas de suela blanda en el estribo, y no parecía más capaz de cabalgar despacio que de caminar despacio.

Cob ensilló al ruano, lo sacó del establo, y se quedó allí de pie, esperando.

—¡Cob! —dijo Rosemund bruscamente. El muchacho se agachó y unió las manos para formar un escalón. Rosemund lo pisó y montó en la silla—. No te quedes ahí como un idiota sin seso. Ayuda a lady Katherine.

El muchacho se apresuró torpemente para ayudar a Kivrin. Ella vaciló, preguntándose qué le pasaba a Rosemund. Era evidente que la había preocupado la noticia de que Gawyn había ido a ver a sir Bloet. Parecía que la niña no sabía nada del juicio de su padre, pero tal vez estaba más enterada de lo que Kivrin, o su madre y su abuela, creían.

«Un hombre tan poderoso como sir Bloet», había dicho Imeyne, y «su buena voluntad, ahora que tal vez la necesitemos más que nunca». Tal vez la invitación de Imeyne no era tan egoísta como parecía. Tal vez significaba que lord Guillaume tenía más problemas de los que Eliwys imaginaba, y Rosemund, sentada en silencio ante su costura, lo había calculado.

—¡Cob! —exclamó Rosemund, aunque el muchacho estaba esperando claramente a que Kivrin montara—. ¡Por tu culpa no encontraremos al padre Roche!

Kivrin sonrió a Cob para tranquilizarlo, y puso las manos sobre el hombro del muchacho. Una de las primeras cosas en las que el señor Dunworthy había insistido era en lecciones de equitación, y ella se las había arreglado bastante bien. La silla de amazona no había sido introducida hasta 1390, lo cual era una suerte, y las sillas medievales tenían un alto fuste delantero y arzón trasero.

Esta silla era aún más alta que la que le sirvió para aprender a montar.

Probablemente seré yo la que se caiga, no Agnes, pensó, mirando a la niña cómodamente aupada a su silla. Ni siquiera se sujetaba, sino que estaba vuelta, tratando con algo que tenía en la alforja tras ella.

—¡Vamonos! —dijo Rosemund, impaciente.

—Sir Bloet dice que me regalará una brida de plata para Sarraceno —comentó Agnes, todavía luchando con la alforja.

—¡Agnes, deja de hacer el tonto y vamonos!

—Sir Bloet dice que me la traerá cuando venga por Pascua.

—¡Agnes! ¡Vamos! ¡Parece que va a llover!

—No, no lloverá —replicó Agnes, sin preocuparse en lo más mínimo—. Sir Bloet…

Rosemund se volvió furiosa hacia su hermana.

—Oh, ¿ahora entiendes del tiempo? ¡Si sólo eres una cría! ¡Una cría llorona!

—¡Rosemund! —dijo Kivrin—. No hables a tu hermana de esa forma. —Avanzó hasta la yegua de Rosemund y agarró las riendas—. ¿Qué te pasa, Rosemund? ¿Estás preocupada por algo?

Rosemund tensó las riendas, furiosa.

—¡Sólo que nos retrasamos aquí mientras la cría charla!

Kivrin soltó las riendas, con el ceño fruncido, y dejó que Cob uniera las manos para ayudarla a montar. Nunca había visto a Rosemund actuar de esta forma.

Salieron del patio y dejaron atrás los corrales ahora vacíos mientras se dirigían al prado. Era un día plomizo, con una capa de densas nubes y ni el menor soplo de viento. Rosemund tenía razón: parecía que iba a llover. Había una sensación húmeda y brumosa en el aire frío. Kivrin espoleó su caballo.

La aldea se preparaba para la Navidad. Salía humo de todas las cabanas, y había dos hombres al fondo del prado, cortando madera y formando una gran pila. Un trozo de carne, grande y renegrido (¿la cabra?) se asaba en una espeta junto a la casa del senescal. Su mujer estaba delante, ordeñando a la huesuda vaca en la que Kivrin se había apoyado el día que intentó encontrar el lugar de recogida. El señor Dunworthy y ella habían discutido sobre la necesidad de aprender a ordeñar. Ella le había dicho que nadie ordeñaba a las vacas en los inviernos del siglo
XIV
, que los contemporáneos dejaban que se secaran y usaban la leche de cabra para hacer queso. También le había dicho que las cabras no se comían.

—¡Agnes! —gritó Rosemund, furiosa.

Kivrin levantó la cabeza. La niña se había detenido y se había vuelto en la silla otra vez. Avanzó obediente.

—¡No te esperaré más, mocosa! —amenazó Rosemund, y salió al trote, asustando a las gallinas y atropellando a una niñita descalza con una carga de leña.

—¡Rosemund! —llamó Kivrin, pero ya estaba demasiado lejos para que pudiera oírla, y no quería dejar sola a Agnes para seguirla—. ¿Está enfadada tu hermana porque vamos a recoger acebo? —le preguntó a Agnes, sabiendo que no era así, pero con la esperanza de que la niña le contara algo más.

—Siempre está enfadada. Abuela se enfadará porque cabalga como una niña. —Hizo trotar a su pony decorosamente por el prado, un modelo de madurez, saludando con la cabeza a los aldeanos.

La niña que Rosemund había estado a punto de arrollar se detuvo y las miró con la boca abierta. La mujer del senescal levantó la cabeza y sonrió cuando pasaron, y luego continuó ordeñando, pero los hombres que cortaban leña se quitaron los gorros y se inclinaron.

Cabalgaron ante la choza donde Kivrin se había refugiado, la choza donde se había sentado mientras Gawyn traía sus cosas a la mansión.

—Agnes —dijo Kivrin—, ¿fue el padre Roche con vosotros cuando fuisteis a por el tronco de Nochebuena?

—Sí. Tenía que bendecirlo.

—Oh —dijo Kivrin, decepcionada. Esperaba que tal vez hubiera ido con Gawyn a traer sus cosas y supiera dónde estaba el lugar de recogida—. ¿Ayudó alguien a Gawyn a traer mis cosas a la casa?

—No —respondió Agnes, y Kivrin se dio cuenta de que en realidad no lo sabía—. Gawyn es muy fuerte. Mató a cuatro lobos con su espada.

Eso parecía improbable, pero también lo parecía el hecho de rescatar a una doncella en los bosques. Y estaba claro que él haría cualquier cosa si pensaba que eso le granjearía el amor de Eliwys, incluso arrastrar la carreta con sus manos desnudas.

—El padre Roche es fuerte —dijo Agnes.

—El padre Roche se ha ido —anunció Rosemund, que ya había descabalgado. Había atado el caballo a la valla, y se encontraba en el patio de la iglesia, con las manos en las caderas.

—¿Has mirado dentro de la iglesia? —preguntó Kivrin.

—No —le respondió Rosemund, hosca—. Pero mirad qué frío hace. El padre Roche tendrá el buen tino de no esperar aquí hasta que nieve.

—Miraremos en la iglesia —sugirió Kivrin. Cogió a la niña pequeña y la bajó del caballo—. Vamos, Agnes.

—No —dijo Agnes, y parecía casi tan testaruda como su hermana—. Esperaré aquí con Sarraceno. —Palmeó la crin del pony.

—Sarraceno estará bien. Vamos, miraremos en la iglesia primero. —La cogió de la mano y empujó la valla que daba a la iglesia.

Agnes no protestó, pero siguió mirando ansiosamente a los caballos por encima del hombro.

—A Sarraceno no le gusta estar solo.

Rosemund se detuvo en mitad del patio de la iglesia y se dio la vuelta, con los brazos en jarras.

—¿Qué estás escondiendo, niña mala? ¿Robaste manzanas y las guardaste en tus alforjas?

—¡No! —exclamó Agnes, alarmada, pero Rosemund se dirigía ya hacia el pony—. ¡No te acerques! ¡No es tu pony! ¡Es mío!

Bueno, no tendremos que ir a buscar al cura, pensó Kivrin. Si está aquí, vendrá a ver qué es todo este jaleo.

Rosemund soltó las correas de la alforja.

—¡Mirad! —dijo, y cogió al cachorrito de Agnes por el pelaje del cuello.

—Oh, Agnes.

—Eres una niña mala —la regañó Rosemund—. Tendría que llevarlo al río y ahogarlo. —Se volvió en esa dirección.

—¡No! —gimió Agnes, y corrió hacia la valla. Rosemund alzó inmediatamente el cachorrito fuera del alcance de su hermana.

Esto ya ha llegado demasiado lejos, pensó Kivrin. Dio un paso al frente y cogió al cachorro.

—Agnes, deja de llorar. Tu hermana no le hará daño al perrito.

El cachorrillo se debatió contra el hombro de Kivrin, intentando lamerle la mejilla.

—Agnes, los perros no pueden cabalgar. Blackie no podría respirar en tu alforja.

—Puedo llevarlo en brazos —apuntó Agnes, pero sin mucha convicción—. Quería cabalgar en mi pony.

—Ya ha cabalgado hasta la iglesia —dijo Kivrin—. Y cabalgará de vuelta al establo. Rosemund, lleva a Blackie de regreso. —El perro intentaba morderle la oreja. Se lo dio a Rosemund, que lo cogió por la base del cuello—. Es muy pequeñín, Agnes. Ahora debe volver con su madre y dormir.

—¡Tú eres la pequeñina, Agnes! —dijo Rosemund, tan furiosamente que Kivrin no estuvo segura de que fuera a llevar al cachorrito de regreso—. ¡Subir un perro a un caballo! ¡Y ahora perderemos aún más tiempo llevándolo de vuelta! ¡Me alegraré cuando sea mayor y ya no tenga que tratar con crías!

Montó, todavía agarrando al cachorro por el cuello, pero una vez estuvo sobre la silla, lo envolvió tiernamente con una esquina de su capa y lo abrazó contra su pecho. Cogió las riendas con la mano libre e hizo volverse al caballo.

—¡Seguro que el padre Roche se ha ido ya! —repitió furiosa, y se marchó galopando.

Kivrin temió que tuviera razón. El alboroto que habían formado era suficiente para despertar a los muertos de sus tumbas de madera, pero nadie había salido de la iglesia. Sin duda se había marchado antes de que llegaran, pero Kivrin cogió a Agnes de la mano y la condujo a la iglesia.

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