Agnes quiso tocar la campana, pero la convencí para que fuéramos a la iglesia a buscar al padre Roche.
No estaba allí. Agnes me dijo que probablemente acompañaría aún al campesino, «que no muere aunque ha sido confesado», o estaría en algún lugar rezando.
—Al padre Roche le gusta mucho rezar en el bosque —observó, contemplando el altar desde la reja.
La iglesia es normanda, con un pasillo central y pilares de arenisca, y un ajado suelo de piedra. Las vidrieras son muy estrechas, pequeñas y de colores oscuros. Casi no dejan entrar la luz. Hacia la mitad de la nave hay una sola tumba, que puede ser aquella en la que trabajé en la excavación. Tiene encima la efigie de un caballero con armadura, las manos enfundadas en guanteletes, cruzadas sobre el pecho, y la espada al lado. La inscripción reza:
«Requiescat cum Sanctis tuis in aeternum»
Descanse eternamente con Tus santos. La tumba de la excavación tenía una inscripción que empezaba con
«Requiescat»
; cuando estuve allí aún no se había excavado nada más.
Agnes me contó que es la tumba de su abuelo, que murió de fiebre «hace mucho tiempo», aunque parece casi nueva y por lo tanto me resulta muy distinta de la tumba de la excavación. Tiene varias decoraciones de las que carece la otra tumba, pero podrían haberse roto o simplemente gastado.
A excepción de la tumba y una burda estatua, la nave está completamente vacía. Los contemporáneos permanecían de pie en la iglesia, así que no hay bancos, y la práctica de llenar la nave de monumentos e imágenes no se afianzó hasta el siglo
XVI
.
Una reja de madera tallada, del siglo
XII
, separa la nave de los oscuros huecos del presbiterio y el altar. Encima, a cada lado del crucifijo, hay dos burdas pinturas del Juicio Final. Una es de los fieles entrando en el cielo y la otra de los pecadores siendo confinados al infierno, pero parecen casi iguales. Las dos están pintadas con rojos chillones y sus expresiones parecen igualmente compungidas.
El altar es sencillo, cubierto con una tela de lino blanco, con dos candelabros de plata a cada lado. La estatua mal tallada no es, como había supuesto, la Virgen, sino santa Catalina de Alejandría. Tiene el cuerpo corto y la cabeza grande de la escultura prerrenacentista, y una cofia extraña y cuadrada que se acaba justo bajo las orejas. Con un brazo rodea a un niño del tamaño de un muñeco y con el otro sostiene una rueca. Delante, en el suelo, había una pequeña vela amarillenta y dos lámparas de aceite.
—Lady Kivrin, el padre Roche dice que sois un ángel —dijo Agnes cuando volvimos al exterior.
Era fácil comprender a qué se debía la confusión esta vez, y me pregunté si había pasado lo mismo con la campana y el Diablo con el caballo negro.
—Me pusieron el nombre por santa Catalina de Alejandría —expliqué—, igual que a ti por santa Ana, pero no somos santas.
Ella sacudió la cabeza.
—El padre dice que en los últimos días Dios enviará a Sus santos al hombre pecador. Dice que cuando vos rezáis, habláis en la lengua de Dios.
He intentado tener cuidado al hablar al grabador, registrar mis observaciones sólo cuando no hay nadie en la habitación, pero no sé qué pasó cuando estuve enferma. Recuerdo que pedía que me ayudaran, y que usted viniera y me rescatara. Y si el padre Roche me oyó hablar en inglés moderno, bien pudo creer que hablaba otra lengua. Al menos piensa que soy una santa, y no una bruja, pero lady Imeyne estaba también presente en la habitación. Tendré que ir con más cuidado.
(Pausa)
Volví al establo (después de asegurarme de que Maisry estaba en la cocina), pero Gawyn no estaba allí, ni Gringolet. Pero sí estaban mis cajas y los restos desmantelados de la carreta. Gawyn debió de hacer una docena de viajes para traerlo todo. Estuve rebuscando, pero no encontré el cofre. Espero que Gawyn lo pasara por alto y esté todavía en la carretera, donde lo dejé. En ese caso, probablemente ahora estará completamente sepultado bajo la nieve, pero hoy ha salido el sol, y está empezando a derretirse un poco.
Kivrin se había recuperado de la neumonía tan rápidamente, que estaba convencida de que finalmente algo había activado su sistema inmunológico. El dolor de su pecho se desvaneció de la noche a la mañana, y la herida de la frente desapareció como por arte de magia.
Imeyne la examinó recelosa, como si sospechara que Kivrin había falsificado la herida, y Kivrin se alegró de que no hubiera sido fingida.
—Debéis dar gracias a Dios de que os haya sanado en este día de Sabbath —desaprobó Imeyne, y se arrodilló junto a la cama.
Había ido a misa y llevaba su relicario de plata. Lo enrolló entre las palmas («como el grabador», pensó Kivrin) y recitó el Paternoster. Luego se levantó.
—Ojalá hubiera podido ir con vos a misa —suspiró Kivrin.
Imeyne esbozó una mueca.
—Consideré que estabais demasiado enferma —dijo, con insinuante énfasis en la palabra «enferma»—, y fue una misa pobre.
Se lanzó a recitar los defectos del padre Roche: había leído el Evangelio antes del Kirie, llevaba el alba manchada de cera, había olvidado parte del Confíteor Deo. Enumerar sus fallos pareció ponerla de mejor humor, y cuando terminó palmeó la mano de Kivrin y dijo:
—Aún no os habéis recuperado del todo. Quedaos en cama un día más.
Kivrin lo hizo, aprovechando el tiempo para grabar sus observaciones, describiendo la mansión y la aldea y todo el mundo a quien había conocido hasta el momento. El senescal la visitó y le llevó otro cuenco del amargo té de su esposa. Era un hombre ceñudo y cetrino, que parecía incómodo con su mejor pelliza de los domingos y un cinturón de plata demasiado elaborado. Un muchacho de la edad de Rosemund fue a decirle a Eliwys que la herradura de su yegua se había perdido. Pero el sacerdote no regresó.
—Ha ido a confesar al campesino —le dijo Agnes.
La niña seguía siendo una excelente fuente de información, contestaba al momento todas las preguntas de Kivrin, supiera las respuestas o no, y ofrecía voluntariamente todo tipo de información acerca de la aldea y sus ocupantes. Rosemund era más silenciosa y le preocupaba mucho parecer adulta.
—Agnes, es una chiquillería hablar así. Debes aprender a tener la boca cerrada —decía constantemente, un comentario que por fortuna no tenía ningún efecto sobre su hermana. Rosemund hablaba acerca de sus hermanos y su padre, que «ha prometido venir para Navidad sin tardanza». Obviamente, le quería mucho y lo echaba de menos—. Ojalá yo fuera un chico —dijo cuando Agnes mostraba a Kivrin el penique de plata que sir Bloet le había dado—. Entonces me habría quedado con padre en Bath.
Entre las dos niñas, los fragmentos de las conversaciones de Eliwys e Imeyne, más sus propias observaciones, Kivrin consiguió recoger muchos datos acerca de la aldea. Era más pequeña de lo que Probabilidad había predicho que sería Skendgate, incluso para una aldea medieval. Kivrin supuso que no tenía más de cuarenta habitantes, incluyendo a la familia de lord Guillaume y la del senescal, que tenía cinco hijos además del bebé.
Había dos pastores y varios granjeros, pero era «la más pobre de todas las posesiones de Guillaume», según comentó Imeyne, quien se quejó de tener que pasar la Navidad allí. La mujer del senescal era la arribista social del lugar, y la familia de Maisry los inútiles locales. Kivrin lo grabó todo, estadísticas y cotilleos, uniendo las manos en oración cada vez que tenía la oportunidad.
La nieve había empezado a caer cuando la llevaron de vuelta a la casa y continuó durante toda la noche hasta la tarde siguiente, cubriendo casi un palmo de terreno. El primer día que Kivrin se levantó, estuvo lloviendo, y Kivrin esperó que la lluvia derritiera la nieve, pero sólo convirtió la superficie en hielo.
Temía no poder encontrar el lugar de recogida sin la carreta y las cajas. Tendría que pedir a Gawyn que se lo mostrara, pero era más fácil decirlo que hacerlo. Gawyn sólo iba al salón para comer o pedirle algo a Eliwys, e Imeyne estaba siempre allí, vigilando, así que Kivrin no se atrevía a abordarlo.
Kivrin empezó a llevar a las niñas a dar pequeñas excursiones (alrededor del patio, a la aldea), con la esperanza de encontrarse con él, pero no estaba en el granero ni en el establo. Gringolet tampoco. Kivrin se preguntó si había ido tras sus atacantes a pesar de las órdenes de Eliwys, pero Rosemund dijo que había salido a cazar.
—Caza ciervos para el banquete de Navidad —dijo Agnes.
A nadie parecía importarle adonde llevaba a las niñas o cuánto tiempo pasaban fuera. Lady Eliwys asentía distraída cuando Kivrin le preguntaba si podía llevarlas al establo, y lady Imeyne ni siquiera le decía a Agnes que se cerrara la capa o se pusiera los guantes. Era como si hubieran entregado las niñas al cuidado de Kivrin y se hubieran olvidado de ellas.
Estaban muy ocupadas con los preparativos de la Navidad. Eliwys había reclutado a todas las niñas y ancianas de la aldea, y las había puesto a hornear y cocinar.
Sacrificaron los dos cerdos y la mitad de las palomas. El patio estaba lleno de plumas y del olor a pan en el horno.
En el siglo
XIV
la Navidad era una celebración de dos semanas, con banquetes, juegos y bailes, pero a Kivrin le sorprendía que Eliwys hiciera todos aquellos preparativos dadas las circunstancias. Debía de estar convencida de que lord Guillaume regresaría para la Navidad, tal como había prometido.
Imeyne supervisaba la limpieza del salón, quejándose constantemente de las pobres condiciones y la falta de ayuda decente. Aquella mañana trajo al senescal y a otro hombre para que ayudaran a retirar las grandes mesas de las paredes y las colocaran sobre dos bastidores. Supervisó a Maisry y a una mujer con las cicatrices blancas de la escrófula mientras frotaban la mesa con arena y gruesos cepillos.
—No hay lavanda —le dijo a Eliwys—. Ni sebo suficiente para el suelo.
—Tendremos que arreglarnos con lo que tenemos, entonces —dijo Eliwys.
—No tenemos azúcar para las ambrosías, ni canela. En Courcy hay de sobra. Nos recibirían bien.
Kivrin le estaba poniendo las botas a Agnes, preparándose para llevarla a ver de nuevo su pony en el establo. Levantó la
cabeza
, alarmada.
—Sólo está a medio día de viaje —dijo Imeyne—. El capellán de lady Yvolde dirá la misa y…
Kivrin no oyó el resto porque Agnes dijo:
—Mi pony se llama Sarraceno.
—Um —murmuró Kivrin, intentando oír la conversación. La Navidad era una época en que la nobleza hacía visitas. Tendría que haber pensado eso antes. Cogían todas sus pertenencias y se marchaban durante semanas, al menos hasta la Epifanía. Si iban a Courcy, podrían quedarse allí hasta mucho después del encuentro fijado.
—Padre le llamó Sarraceno porque tiene corazón de pagano.
—Sir Bloet se ofenderá cuando descubra que hemos estado aquí tan cerca de la Navidad y no le hemos hecho una visita —continuó lady Imeyne—. Pensará que el compromiso se ha roto.
—No podemos ir a Courcy para Navidad —replicó Rosemund. Estaba sentada en el banco frente a Kivrin y Agnes, cosiendo, pero ahora se levantó—. Mi padre prometió que vendría sin falta para Navidad. Se enfadará si viene y no nos encuentra aquí.
Imeyne se volvió y miró a Rosemund.
—Se enfadará cuando descubra que sus hijas son tan maleducadas que hablan cuando quieren e intervienen en asuntos que no les conciernen. —Se volvió de nuevo hacia Eliwys, que parecía preocupada—. Mi hijo seguramente tendrá el sentido común de buscarnos en Courcy.
—Mi esposo nos ordenó que esperáramos aquí hasta que llegara. Le complacerá que hayamos seguido sus órdenes. —Se dirigió al hogar y recogió la costura de Rosemund, zanjando claramente el asunto.
Pero no por mucho tiempo, pensó Kivrin, observando a Imeyne.
La anciana frunció los labios, enfadada, y señaló una mancha en la mesa. La mujer con las cicatrices de escrófula la limpió inmediatamente.
Imeyne no olvidaría el tema. Lo sacaría a colación una y otra vez, ofreciendo un argumento tras otro sobre por qué deberían ir con sir Bloet, que tenía azúcar y velas y canela. Y un capellán educado para decir las misas de Navidad. Lady Imeyne estaba decidida a no escuchar la misa del padre Roche. Y Eliwys estaba cada vez más preocupada. Podría decidir de repente ir a buscar ayuda a Courcy, o incluso a Bath. Kivrin tenía que encontrar el lugar de recogida.
Ató las rebeldes cintas de la gorra de Agnes y le colocó la capucha de la capa sobre la cabeza.
—Montaba a Sarraceno todos los días en Bath —prosiguió Agnes—. Ojalá pudiéramos ir a cabalgar allí. Me llevaría a mi perro.
—Los perros no montan a caballo —objetó Rosemund—. Corren al lado.
Agnes frunció el labio, testaruda.
—Blackie es demasiado pequeño para correr.
—¿Por qué no podéis cabalgar aquí? —preguntó Kivrin, para evitar una discusión.
—No hay nadie que nos acompañe —contestó Rosemund—. En Bath nuestra aya y uno de los secretarios de nuestro padre cabalgaban con nosotras.
Uno de los secretarios de nuestro padre. Gawyn las acompañaría, y entonces ella podría preguntarle no sólo dónde estaba el lugar, sino que también le pediría que se lo mostrara. Gawyn estaba allí. Lo había visto en el patio esa mañana, y por eso había sugerido el viaje al establo, pero hacer que cabalgara con ellas era aún mejor idea.
Imeyne se acercó al lugar donde Eliwys estaba sentada.
—Si vamos a quedarnos aquí, debemos tener carne para el pastel de Navidad.
Lady Eliwys soltó su costura y se levantó.
—Le ordenaré al senescal y a su hijo mayor que vayan a cazar —dijo tranquilamente.
—Entonces no habrá nadie para recoger la hiedra y el acebo.
—El padre Roche ha ido a recogerlo hoy.
—Lo recoge para la iglesia —replicó lady Imeyne—. ¿No tendremos ninguno en el salón, entonces?
—Nosotras lo recogeremos.
Eliwys e Imeyne se volvieron a mirarla. Un error, pensó Kivrin. Estaba tan pendiente de buscar una forma de hablar con Gawyn que se había olvidado de todo lo demás, y ahora había hablado sin que le dirigieran antes la palabra y había «intervenido en asuntos» que obviamente no le concernían. Lady Imeyne estaría más convencida que nunca de que deberían ir a Courcy y encontrar una aya adecuada para las niñas.
—Lamento si he hablado de más, buena señora —dijo, inclinando la cabeza—. Sé que hay mucho trabajo y muy pocos para hacerlo. Agnes y Rosemund y yo podríamos cabalgar hasta el bosque para recoger el acebo.