El libro del día del Juicio Final (33 page)

Read El libro del día del Juicio Final Online

Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El libro del día del Juicio Final
13.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sí —dijo Dunworthy—. Supongo que debería leer las Escrituras al menos una vez.

Entró en la nave. Dentro hacía aún más calor, y olía intensamente a lana mojada y piedra húmeda. Velas láser fluctuaban en las ventanas y sobre el altar. Las campaneras colocaban dos grandes mesas delante del altar y las cubrían con gruesos tapetes de lana roja. Dunworthy subió al atril y abrió la Biblia por Lucas.

—«Y aconteció que por aquellos días se promulgó un decreto de César Augusto para que todo el mundo se empadronase» —leyó.

El Rey Jaime es arcaica, pensó. Y donde está Kivrin no ha sido escrita todavía.

Regresó junto a Colin. Seguía entrando gente. El sacerdote de la Santa Re-Formada y el imán musulmán fueron al Oriel por más sillas, y el vicario toqueteó el termostato de la caldera.

—He reservado dos asientos para nosotros en la segunda fila —dijo Colin—. ¿Sabe qué hizo la señora Gaddson en el té? Tiró mi chicle. Dijo que estaba lleno de gérmenes. Me alegro de que mi madre no sea así. —Enderezó el fajo de programas, que se había reducido considerablemente—. Supongo que sus regalos no han podido llegar por culpa de la cuarentena, ¿sabe? Quiero decir que probablemente tuvieron que enviar provisiones y otras cosas primero. —Volvió a enderezar el delgado fajo.

—Es muy probable. ¿Cuándo te gustaría abrir tus otros regalos? ¿Esta noche o por la mañana?

Colin intentó parecer indiferente.

—La mañana de Navidad, por favor.

Ofreció un programa de actos y una deslumbrante sonrisa a una mujer con un impermeable amarillo.

—Bien —exclamó ella, arrancándoselo de la mano—. Me alegra ver que alguien conserva el espíritu navideño, aunque haya una epidemia mortal.

Dunworthy entró y se sentó. Las atenciones del vicario a la caldera no parecían servir de nada. Se quitó la bufanda y el abrigo y los colocó en la silla que tenía al lado.

El año anterior hacía un frío helador.

—Sumamente auténtico —le susurró Kivrin—, igual que las Escrituras. «Entonces los políticos cargaron un censo a los contribuyentes» —dijo, citando al Común del Pueblo. Sonrió—. La Biblia de la Edad Media estaba escrita en una lengua que tampoco entendían.

Colin entró y se sentó sobre el abrigo y la bufanda de Dunworthy. El sacerdote de Santa Re-Formada se levantó y pasó entre las mesas de las campaneras hasta llegar al altar.

—Oremos.

Hubo un rumor de reclinatorios sobre el suelo de piedra, y todo el mundo se arrodilló.

—«Oh, Dios, que nos has enviado esta aflicción, dile a tu Ángel destructor: Deten tu mano y no dejes que la tierra sea aniquilada, y no destruyas a todos los seres vivos.»

Vaya con la moral, pensó Dunworthy.

—«Como en aquellos días en que el Señor envió una plaga a Israel y murieron del pueblo de Dan a Bersabee setenta mil hombres, ahora nos encontramos en medio de la aflicción y te pedimos que retires la plaga de Tu ira.»

Las tuberías de la antigua caldera empezaron a crujir, pero eso no inmutó al sacerdote. Continuó durante unos buenos cinco minutos, mencionando un montón de ejemplos en que Dios había aniquilado a los malvados y «llevado plagas entre ellos», y luego pidió a todo el mundo que se levantaran y cantaran
God Rest Ye Merry, Gentlemen, Let Nothing Yon Dismay
.

Montoya se sentó junto a Colin.

—He pasado todo el día en el Ministerio intentando que me concedan una dispensa —susurró—. Al parecer creen que pretendo ir por ahí corriendo y esparciendo el virus. Les dije que iría directa a la excavación, que allí no hay nadie a quien infectar, ¿pero creen que me hicieron el menor caso?

Se volvió hacia Colin.

—Si consigo la dispensa, necesitaré voluntarios que me ayuden. ¿Te gustaría desenterrar cadáveres?

—No puede —dijo Dunworthy rápidamente—. Su tía no le dejará. —Se inclinó sobre Colin y susurró—: Estamos intentando decidir el paradero de Badri Chaudhuri desde el lunes a mediodía hasta las dos y media. ¿Lo vio usted?

—Shh —dijo la mujer que había replicado a Colin.

Montoya sacudió la cabeza.

—Estuve con Kivrin, repasando el mapa y la situación de Skendgate —susurró.

—¿Dónde? ¿En la excavación?

—No, en Brasenose.

—¿Y Badri no estaba allí? —preguntó Dunworthy, pero no había ningún motivo para que Badri estuviera en Brasenose. Él no le había pedido a Badri que dirigiera el lanzamiento hasta que se reunió con él a las dos y media.

—No.

—¡Shh! —siseó la mujer.

—¿Cuánto tiempo estuvo con Kivrin?

—Desde las diez hasta que tuvo que presentarse en el hospital, a eso de las tres, creo —susurró Montoya.

—¡Shh!

—Tengo que leer una «Oración al Gran Espíritu». —Montoya se levantó y avanzó por la fila de sillas.

Leyó su cántico indio americano, y después las campaneras, con sus guantes blancos y expresiones decididas, tocaron O
Chnst Who Interfaces with the World
, que sonó muy parecido al golpeteo de las tuberías.

—Son absolutamente necróticas, ¿verdad? —susurró Colin tras su programa de actos.

—Es un atonal de finales del siglo
XX
—contestó Dunworthy—. Se supone que debe sonar fatal.

Cuando las campaneras parecieron terminar, Dunworthy subió al atril y leyó las Escrituras.

—«Y aconteció que por aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto para que todo el mundo se empadronase.»

Montoya se levantó, se abrió paso hasta el pasillo lateral y salió por la puerta. Dunworthy hubiese deseado preguntarle si había visto a Badri el lunes o el martes, o si sabía de algún americano con quien pudiera haber tenido contacto.

Podría preguntárselo al día siguiente, cuando fueran a hacerse sus análisis de sangre. Había averiguado lo más importante: Kivrin no había visto a Badri el lunes por la tarde. Montoya había dicho que había estado con ella desde las diez hasta las tres, cuando se marchó al hospital. Para entonces Badri estaba ya en Balliol hablando con él, y no había llegado de Londres hasta las doce, así que no podía haberla contagiado.

—«Y el ángel les dijo: “No tengáis miedo, pues os traigo una gran alegría, que será para todo el pueblo”…»

Nadie parecía estar prestando atención. La mujer que había reprendido a Colin se desembarazó del abrigo; todo el mundo se había quitado ya el suyo y se abanicaba con los programas.

Dunworthy pensó en Kivrin durante la ceremonia del año anterior, arrodillada sobre el suelo de piedra, mirándole absorta mientras leía. Tampoco escuchaba. Imaginaba la Nochebuena en 1320, cuando las Escrituras eran en latín y las velas fluctuaban en las ventanas.

Me pregunto si es como ella lo imaginaba, pensó; y luego recordó que allí no era Nochebuena. Donde estaba Kivrin faltaban aún dos semanas. Si estaba realmente allí. Si estaba bien.

—«… María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» —terminó Dunworthy, y regresó a su asiento.

El imán anunció las horas de las misas el día de Navidad en todas las iglesias, y leyó el boletín del Ministerio de Sanidad sobre evitar el contacto con las personas infectadas. El vicario empezó su sermón.

—Hay quienes piensan que las enfermedades son un castigo de Dios, y sin embargo Cristo se pasó la vida curando a los enfermos, y aquí estamos nosotros, y sin duda él también curaría a los afligidos por este virus, igual que curó al samaritano leproso —dijo, mirando fijamente al sacerdote de Santa Re-Formada, y se lanzó a un sermón de diez minutos sobre cómo protegerse de la gripe. Enumeró los síntomas y explicó la transmisión por el aire.

—Bebed mucho líquido y descansad —aconsejó, extendiendo las manos sobre el pulpito como si fuera una bendición—, y a la primera señal de alguno de los síntomas, telefonead al médico.

Las campaneras volvieron a ponerse los guantes blancos y acompañaron al órgano con
Angels of the Realm of Glory
, que sonó reconocible.

El ministro de la Iglesia Unitaria Convertida subió al pulpito.

—Esta misma noche, hace más de dos mil años, Dios envió a Su Hijo, Su precioso Hijo, a nuestro mundo. ¿Podéis imaginar qué clase de increíble amor fue necesario para ello? Esa noche Jesús dejó su hogar celestial y entró en un mundo lleno de peligros y enfermedades. Entró como un bebé ignorante e indefenso, sin saber nada del mal, de la traición que encontraría. ¿Cómo pudo Dios enviar a Su único Hijo, Su precioso Hijo, a tal peligro? La respuesta es amor. Amor.

—O incompetencia —murmuró Dunworthy.

Colin dejó de investigar el chicle y le miró.

Y después de dejarle ir, se preocupó por Él cada minuto, pensó Dunworthy. Me pregunto si intentó detenerlo.

—Cristo llegó a este mundo por amor, y por amor él estaba dispuesto, no, ansioso por venir.

Ella está bien, pensó Dunworthy. Las coordenadas eran correctas. Sólo había un deslizamiento de cuatro horas. No estaba expuesta a la infección. Se encontraba a salvo en Skendgate, con la fecha de encuentro determinada y su grabador medio lleno ya de observaciones, sana y nerviosa y maravillosamente inconsciente de todo esto.

—Fue enviado al mundo para ayudarnos en nuestras dudas y tribulaciones —prosiguió el ministro.

El vicario hacía señas a Dunworthy, que se inclinó sobre Colin.

—Acabo de enterarme de que el señor Latimer está enfermo —susurró el vicario. Le tendió a Dunworthy una hoja doblada—. ¿Quiere leer usted las bendiciones?

—… un mensajero de Dios, un emisario del amor —concluyó el ministro, y se sentó.

Dunworthy subió al atril.

—¿Quieren ponerse en pie para las bendiciones? —dijo. Abrió la hoja de papel y la miró. «Oh, Señor, deten tu mano airada», empezaba.

Dunworthy la arrugó.

—Padre Piadoso —rogó—, protege a los que están ausentes, y tráelos sanos y salvos a casa.

T
RANSCRIPCIÓN
DEL
L
IBRO
DEL
D
ÍA
DEL
J
UICIO
F
INAL

(035850-037745)

20 de diciembre de 1320. Ya estoy casi recuperada. Los leucocitos-T potenciados o las antivirales o algo debe de haber funcionado por fin. Ya no me duele al respirar, la tos ha desaparecido, y me siento como si pudiera caminar hasta el lugar de encuentro, si supiera dónde está.

La herida de la frente también ha sanado. Lady Eliwys la miró esta mañana y luego salió y trajo a Imeyne para que la examinara.

—Es un milagro —exclamó Eliwys, encantada, pero Imeyne sólo pareció desconfiar. Sólo le falta decidir que soy una bruja.

Enseguida ha quedado claro que ahora que ya no soy una inválida, represento un problema. Aparte de que Imeyne piensa que soy una espía o que les robo las cucharas, está la dificultad de quién soy, cuál es mi estatus y cómo debo ser tratada, y Eliwys no tiene el tiempo ni la energía suficientes para tratar del tema.

Ya tiene bastantes problemas. Lord Guillaume sigue sin venir, su valido está enamorado de ella, y se acerca la Navidad. Ha reclutado a la mitad de la aldea como sirvientes y cocineros, y se han quedado sin tantos suministros que Imeyne insiste en que manden a buscarlos a Oxford o Courcy. Agnes añade el problema de ser muy traviesa, pues se escapa constantemente de Maisry.

—Debes llamar a sir Bloet para que envíe a una mujer de espera —dijo Imeyne cuando la encontraron jugando en el desván del granero—. Y por azúcar. No tenemos ambrosías ni dulces.

Eliwys parecía exasperada.

—Mi esposo nos ordenó…

—Yo cuidaré de Agnes —dije, esperando que el intérprete hubiera traducido bien «mujer de espera» y que los vids de historia fueran correctos, y que el puesto de aya de las niñas lo ocuparan a veces mujeres de noble cuna. Por lo visto, así era. Eliwys pareció inmediatamente agradecida, e Imeyne no protestó más que de costumbre. Así que estoy a cargo de Agnes. Y al parecer de Rosemund, que pidió ayuda con su bordado esta mañana.

Las ventajas de ser su aya es que puedo preguntarles por su padre y la aldea, y que puedo salir al establo y a la iglesia, y encontrar al sacerdote y a Gawyn. El inconveniente es que a las niñas se les ocultan muchas cosas. En una ocasión Eliwys ha dejado de hablar con Imeyne cuando Agnes y yo hemos entrado en el salón, y cuando le pregunté a Rosemund por qué habían venido aquí para quedarse, me contestó: «Mi padre considera que el aire es más saludable en Ashencote.»

Es la primera vez que alguien menciona el nombre de la aldea. No figura ningún Ashencote en el mapa ni en el
Libro del Día del Juicio Final
. Supongo que existe la posibilidad de que sea otro «pueblo perdido». Con una población de cuarenta habitantes, bien podría haber sido aniquilada fácilmente durante la Peste Negra o absorbida por uno de los pueblos cercanos, pero sigo pensando que es Skendgate.

Le pregunté a las niñas si conocían una aldea llamada Skendgate, y Rosemund dijo que nunca lo había oído mencionar, lo cual no demuestra nada, ya que no son de por aquí, pero por lo visto Agnes se lo preguntó a Maisry, quien tampoco había oído ese nombre. La primera referencia escrita a la «puerta»,
gate
, a que alude su nombre (en realidad era una verja) no se produjo hasta 1360, y muchos de los gentilicios anglosajones fueron sustituidos por nombres normandos o por los de sus nuevos propietarios. Lo cual es mala señal para Guillaume d’Iverie, y para el juicio del que aún no ha vuelto. A menos que se trate de otra aldea. Lo cual sería una mala señal para mí.

(Pausa)

Los sentimientos de amor cortés de Gawyn hacia Eliwys no se ven alterados, al parecer, por sus escarceos con las criadas. Le pedí a Agnes que me acompañara al establo para ver a su pony por si Gawyn estaba allí. Y estaba, en uno de los corrales, con Maisry, haciendo sonidos guturales menos-que-corteses. Maisry no parecía más alterada que de costumbre, y sus manos se sujetaban las faldas por encima de la cintura en vez de cubrirse las orejas, así que en principio no parecía una violación. Tampoco era
l’amour courtois
.

Tenía que distraer rápidamente a Agnes y sacarla del establo, así que le dije que quería cruzar el prado para ver el campanario. Entramos y contemplamos la pesada cuerda.

—El padre Roche toca la campana cuando muere alguien —explicó Agnes—. Si no lo hace, el Diablo viene y se lleva su alma, y no pueden ir al cielo.

Supongo que forma parte de la chachara supersticiosa que tanto irrita a lady Imeyne.

Other books

Two To The Fifth by Anthony, Piers
A Lesson in Passion by Jennifer Connors
Blue Damask by Banks, Annmarie
Assassin's Haiku by Cynthia Sax
Titanic by National Geographic
Intermezzo by Delphine Dryden
Devil's Kiss by Celia Loren
Havisham: A Novel by Ronald Frame