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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (36 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—Rosemund es una niña mala —protestó Agnes.

Kivrin se sintió inclinada a darle la razón, pero no podía decirlo, y tampoco le apetecía defender a Rosemund, así que no dijo nada.

—Y yo no soy una cría —prosiguió Agnes, mirando a Kivrin en busca de confirmación, pero no había nada que decir a eso tampoco. Kivrin abrió la pesada puerta y contempló la iglesia.

No había nadie dentro. La nave estaba oscura, casi negra, y el día gris del exterior apenas proyectaba ninguna luz a través de las estrechas vidrieras, pero la puerta entornada permitía ver que estaba vacía.

—Tal vez está en el presbiterio —aventuró Agnes. Entró en la oscura nave, se arrodilló, se persignó, y luego miró impaciente a Kivrin por encima del hombro.

Tampoco había nadie en el presbiterio. Desde allí Kivrin vio que no había velas encendidas en el altar, pero Agnes no iba a darse por satisfecha hasta que hubieran recorrido toda la iglesia. Kivrin se arrodilló y se persignó junto a ella, y avanzaron hacia la reja en la oscuridad. Las velas delante de la imagen de santa Catalina se habían apagado. Percibió el intenso aroma del sebo y el humo. Se preguntó si el padre Roche las había apagado antes de marcharse. El fuego habría sido un gran problema, incluso en una iglesia de piedra, y no había palmatorias para que las velas ardieran sin problemas.

Agnes se dirigió a la reja, apretó la cara contra la madera tallada, y llamó:

—¡Padre Roche!

Se volvió inmediatamente y anunció:

—No está aquí, lady Kivrin. Tal vez se haya ido a su casa —dijo, y salió corriendo por la puerta.

Kivrin estaba segura de que la niña no debería hacer eso, pero no pudo hacer más que seguirla por el patio hasta la casa más cercana.

Tenía que pertenecer al sacerdote, porque Agnes se encontraba ya ante la puerta gritando «¡Padre Roche!» y por supuesto la casa del cura estaba siempre junto a la iglesia, pero Kivrin no dejó de sorprenderse.

La casa era tan destartalada como la choza donde había descansado, y no mucho más grande. Se suponía que el sacerdote obtenía un diezmo de todas las cosechas y ganados, pero no había ningún animal en el estrecho patio a excepción de unas cuantas gallinas escuálidas, y un poco de madera apilada delante.

Agnes había empezado a aporrear la puerta, que parecía tan frágil como la de la choza, y Kivrin tuvo miedo de que la abriera de golpe y entrara, pero antes de que pudiera alcanzarla, la niña se volvió.

—Tal vez esté en el campanario.

—No, no lo creo —dijo Kivrin, cogiendo la mano de Agnes para que no volviera a escaparse. Se dirigieron juntas hacia la valla—. El padre Roche no toca la campana hasta vísperas.

—Podría estar —insistió Agnes, ladeando la cabeza como si quisiera escuchar la campana.

Kivrin prestó atención también, pero no había ningún sonido, y de repente advirtió que la campana del suroeste había cesado. Había estado tocando de forma casi ininterrumpida mientras tuvo neumonía, y la había oído cuando salió al establo la segunda vez, buscando a Gawyn, pero no recordaba si la había vuelto a oír desde entonces.

—¿Habéis oído eso, lady Kivrin? —preguntó Agnes. Se zafó de la mano de Kivrin y echó a correr, no hacia el campanario, sino alrededor de la iglesia, hacia la cara norte—. ¿Veis? —dijo, señalando lo que había encontrado—. No se ha marchado.

Era el burro blanco del sacerdote, que pastaba plácidamente entre la nieve. Tenía una cuerda a modo de brida y varias bolsas de arpillera al lomo, obviamente vacías y destinadas a la hiedra y el acebo.

—Está en el campanario, lo sé —dijo Agnes, y regresó corriendo por donde había venido. Kivrin la siguió por el patio, hasta verla desaparecer en la torre. Esperó, preguntándose dónde si no deberían buscar. Tal vez el sacerdote estaba atendiendo a algún enfermo en una de las chozas.

Captó un destello de movimiento a través de la ventana de la iglesia. Una luz. Tal vez el sacerdote había regresado mientras ellas miraban al burro. Abrió la puerta y se asomó al interior. Habían encendido una vela delante de la imagen de santa Catalina. Distinguió su leve brillo a los pies de la estatua.

—¿Padre Roche? —llamó en voz baja. No hubo respuesta. Entró, dejando que la puerta se cerrara tras ella, y se dirigió a la imagen.

La vela estaba colocada entre los pies de la talla, que parecían bloques. El burdo rostro de santa Catalina y su pelo estaban en sombras, inclinado de forma protectora sobre la pequeña figura adulta que se suponía era una niña pequeña. Kivrin se arrodilló y cogió la vela. Acababan de encenderla. Ni siquiera había tenido tiempo de derretir el sebo en el hueco alrededor del pabilo.

Kivrin contempló la nave. No distinguió nada. La vela iluminaba el suelo y el tocado de santa Catalina y dejaba el resto de la nave en total oscuridad.

Dio unos cuantos pasos, todavía sosteniendo la vela.

—¿Padre Roche?

La iglesia se hallaba en completo silencio, como estaba el bosque el día que lo atravesó. Demasiado silencio, como si hubiera alguien allí, de pie junto a la tumba o tras una de las columnas, esperando.

—¿Padre Roche? —llamó claramente—. ¿Estáis ahí?

No hubo respuesta, sólo aquel silencio acechante. No había nadie en el bosque, se dijo Kivrin, y avanzó unos cuantos pasos más en la oscuridad. No había nadie junto a la tumba. El esposo de Imeyne yacía con las manos cruzadas sobre el pecho y su espada al lado, pacífico y silencioso. No había nadie junto a la puerta tampoco. Ahora lo veía, a pesar del resplandor cegador de la vela. No había nadie allí.

Sentía su corazón latiendo como en el bosque, tan fuerte que podía acallar el sonido de pasos, o de respiración, o de alguien que esperara tras ella. Se dio la vuelta, y la vela dibujó un feroz trazo en el aire.

Él estaba justo detrás. La vela casi se apagó. La llama se dobló, fluctuando, y entonces se reafirmó, iluminando su cara de asesino desde abajo, como había hecho con la linterna.

—¿Qué queréis? —dijo Kivrin, tan sobresaltada que casi no emitió ningún sonido—. ¿Cómo habéis entrado aquí?

El asesino no le respondió. Simplemente se la quedó mirando como había hecho en el claro. No fue un sueño, pensó Kivrin asustada. Estaba allí. Había pretendido… ¿qué? ¿Robarle? ¿Violarla? y Gawyn le había hecho huir.

Dio un paso atrás.

—¿Qué quieres? ¿Quién eres?

Estaba hablando en inglés. Oyó su voz resonando huecamente en el frío espacio de piedra. Por favor, pensó, que el intérprete no se estropee ahora.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —dijo, obligándose a hablar más despacio, y oyó su propia voz decir—:
Whette wolde tbou withe me?

Él extendió la mano, una mano grande, sucia y enrojecida, la mano de un asesino, como si quisiera tocar su pelo rapado.

—Marchaos —dijo Kivrin. Retrocedió otro paso y tropezó con la tumba. La vela se apagó—. No sé quién eres o qué quieres, pero será mejor que te vayas.

Era inglés otra vez, ¿pero qué diferencia había? Él quería robarle, matarla, ¿y dónde estaba el sacerdote?

—¡Padre Roche! —gritó, desesperada—. ¡Padre Roche!

Hubo un sonido en la puerta, un golpe y luego el roce de madera sobre piedra, y Agnes abrió la puerta.

—Aquí estáis —exclamó felizmente—. Os he buscado por todas partes.

El asesino miró la puerta.

—¡Agnes! —gritó Kivrin—. ¡Corre!

La niñita se quedó inmóvil, la mano todavía en la pesada puerta.

—¡Sal de aquí! —gritó Kivrin, y advirtió con horror que seguía hablando en inglés. ¿Cuál era la palabra para «correr»?

El asesino avanzó otro paso hacia Kivrin. Ella se encogió contra la tumba.


Runne!
¡Huye, Agnes! —gritó, y entonces la puerta se cerró y Kivrin echó a correr tras ella, dejando caer la vela.

Agnes casi había llegado a la valla, pero se detuvo en cuanto Kivrin salió por la puerta y luego corrió hacia ella.

—¡No! —le gritó Kivrin, agitando los brazos—. ¡Corre!

—¿Es un lobo? —preguntó Agnes, con los ojos muy abiertos.

No había tiempo de explicar ni de obligarla a correr. Los hombres que cortaban leña habían desaparecido. Cogió a Agnes en brazos y corrió hacia los caballos.

—¡Había un hombre malo en la iglesia! —explicó, colocando a Agnes sobre su pony.

—¿Un hombre malo? —preguntó Agnes, ignorando las riendas que Kivrin le tendía—. ¿Fue uno de los que os asaltaron en el bosque?

—Sí —dijo Kivrin, desatando las riendas—. Debes cabalgar tan rápido como puedas hasta la mansión. No te detengas por nada.

—No le vi —dijo Agnes.

Era bastante normal. Al venir del exterior, no podría haber visto nada en la oscuridad de la iglesia.

—¿Era el hombre que robó vuestras posesiones y os pegó en la cabeza?

—Sí. —Kivrin cogió sus riendas y empezó a desatarlas.

—¿Estaba el hombre malo oculto en la tumba?

—¿Qué? —dijo Kivrin. No podía desatar el tenso cuero. Miró ansiosamente hacia la puerta de la iglesia.

—Os vi al padre Roche y a vos junto a la tumba. ¿Estaba el hombre malo escondido en la tumba del abuelo?

16

El padre Roche.

Las tensas riendas se aflojaron de pronto en su mano.

—¿El padre Roche?

—Fui al campanario, pero no estaba allí. Estaba en la iglesia —asintió Agnes—. ¿Por qué se escondía el hombre malo en la tumba del abuelo, lady Kivrin?

El padre Roche. Pero no podía ser. El padre Roche le había administrado los últimos sacramentos. Le había uncido las sienes y las palmas de las manos.

—¿Hará daño el hombre malo al padre Roche?

No podía ser el padre Roche. El padre Roche le había sostenido la mano. Le había dicho que no tuviera miedo. Intentó recordar el rostro del sacerdote. Se había inclinado sobre ella y le había preguntado su nombre, pero no pudo ver su cara debido al humo.

Y mientras le administraba los últimos sacramentos, ella vio al asesino, y tuvo miedo porque le habían dejado entrar en la habitación, había intentado huir de él.

Pero no era un asesino. Era el padre Roche.

—¿Viene el hombre malo? —preguntó Agnes, mirando ansiosamente hacia la puerta de la iglesia.

Todo encajaba. El asesino inclinado sobre ella en el claro, colocándola sobre el caballo. Kivrin había supuesto que era una visión provocada por su delirio, pero se equivocaba. Fue el padre Roche, que fue a ayudar a Gawyn a llevarla a la mansión.

—El hombre malo no va a venir —suspiró Kivrin—. No hay ningún hombre malo.

—¿Se esconde todavía en la iglesia?

—No. Me he equivocado. No hay ningún hombre malo.

Agnes no parecía convencida.

—Pero habéis gritado.

Kivrin ya imaginaba cómo le diría a su abuela: «Lady Kivrin y el padre Roche estaban juntos en la iglesia y ella gritó.» Lady Imeyne se sentiría encantada por añadir esto a la letanía de pecados del padre Roche. Y a la lista de la sospechosa conducta de Kivrin.

—Sé que grité. La iglesia estaba oscura. El padre Roche apareció de repente y me asusté.

—Pero era el padre Roche —insistió Agnes, como si no alcanzara a imaginar que nadie pudiera tener miedo de él.

—Cuando Rosemund y tú jugáis al escondite y ella salta de pronto desde detrás de un árbol, tú también gritas —alegó Kivrin, desesperada.

—Una vez Rosemund se escondió en el desván cuando yo buscaba a mi perro, y saltó sobre mí. Me asusté tanto que grité. Así —dijo Agnes, y dejó escapar un alarido espantoso—. Y otra vez estaba oscuro en el salón y Gawyn apareció por detrás de la puerta y dijo «¡Bu!» y yo grité y…

—Eso es. La iglesia estaba oscura.

—¿Saltó el padre Roche sobre vos y dijo «Bu»?

Sí, pensó Kivrin. Saltó sobre mí, y pensé que era un asesino.

—No. No hizo nada.

—¿Vamos a ir con el padre Roche a buscar acebo?

Si no lo he asustado, pensó Kivrin. Si no se ha marchado mientras nosotras hablábamos aquí.

Bajó a Agnes del caballo.

—Vamos. Tenemos que encontrarlo.

No sabría qué hacer si se había marchado ya. No podía llevar a Agnes de vuelta a la mansión y decirle a lady Imeyne cómo había gritado. Y no podía regresar sin darle una explicación al padre Roche. ¿Una explicación de qué? ¿De que había pensado que era un ladrón, un violador? ¿Que lo había confundido con una pesadilla de su delirio?

—¿Debemos entrar en la iglesia otra vez? —preguntó Agnes, reticente.

—No pasa nada. No hay nadie más que el padre Roche.

A pesar de las palabras de Kivrin, Agnes no tenía ningún deseo de volver a la iglesia. Escondió la cabeza en las faldas de Kivrin cuando ésta abrió la puerta, y se aferró a su pierna.

—No pasa nada —la tranquilizó Kivrin, quien contempló la nave. El padre Roche ya no estaba junto a la tumba. La puerta se cerró tras ella, y se quedó allí, con Agnes apretujada contra ella, esperando que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad—. No hay nada que temer.

No es un asesino, se dijo. No hay nada que temer. Te administró los últimos sacramentos. Te sostuvo la mano. Pero su corazón latía desbocado.

—¿Está ahí el hombre malo? —susurró Agnes, con la mano apretada contra la rodilla de Kivrin.

—No hay ningún hombre malo —repitió ella, y entonces lo vio. Estaba de pie ante la imagen de santa Catalina. Tenía en la mano la vela que Kivrin había dejado caer, se inclinó y la depositó delante de la talla, y luego se incorporó.

Kivrin pensó que tal vez fuera algún engaño de la oscuridad y la llama de la vela, al iluminar su cara desde abajo, y que acaso no fuera el asesino, pero sí lo era. Tenía una capucha en la cabeza aquella noche, así que ella no pudo verle la tonsura, pero se inclinaba ante la estatua como se había inclinado ante ella. El corazón volvió a latirle con fuerza.

—¿Dónde está el padre Roche? —preguntó Agnes, irguiendo la cabeza—. Allí. —Corrió hacia él.

—No —dijo Kivrin, y la siguió—. No…

—¡Padre Roche! —gritó Agnes—. ¡Padre Roche! ¡Os hemos estado buscando! —Obviamente, se había olvidado del hombre malo—. ¡Buscamos en la iglesia y en la casa, pero no estabais allí!

Corría hacia él a toda velocidad. Él se volvió, se agachó y la cogió en brazos en un solo movimiento.

—¿Os escondíais? —preguntó Agnes. Le pasó un brazo alrededor del cuello—. Una vez Rosemund se escondió en el granero y me sorprendió. Grité muy fuerte.

—¿Por qué me buscabas, Agnes? ¿Hay alguien enfermo?

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