El libro del día del Juicio Final (68 page)

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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—¡Agnes! —llamó.

No obtuvo respuesta, pero un leve sonido llegó de junto al altar, como una rata huyendo.

—¿Agnes? —dijo Kivrin, escrutando la penumbra tras la tumba, los pasillos laterales—. ¿Estás aquí?

—¿Kivrin? —respondió una vocecita temblorosa.

Estaba junto a la imagen de santa Catalina, acurrucada entre las velas de la peana. Se había apretujado contra las burdas faldas de piedra de la estatua, con los ojos aterrados, envuelta en su capa. Tenía la cara roja y surcada por las lágrimas.

—¿Kivrin? —gimió, y se abalanzó a sus brazos.

—¿Qué estás haciendo aquí, Agnes? —dijo Kivrin, furiosa de puro alivio. La abrazó con fuerza—. Te hemos estado buscando por todas partes.

Ella enterró el rostro contra el cuello de Kivrin.

—Me escondía —dijo—. Llevé a Carro a ver a mi perro, y me caí. —Se frotó la nariz—. Os llamé muchas veces, pero vos no veníais.

—No sabíamos dónde estabas, cariño —la consoló Kivrin, acariciándole el pelo—. ¿Por qué has venido a la iglesia?

—Me escondía del hombre malo.

—¿Qué hombre malo? —Kivrin frunció el ceño.

La puerta de la iglesia se abrió, y Agnes se apretó contra el cuello de Kivrin.

—Es el hombre malo —susurró, histérica.

—¡Padre Roche! —llamó Kivrin—. La he encontrado. Está aquí. —La puerta se cerró y oyó los pasos del sacerdote—. Es el padre Roche. También te ha estado buscando. No sabíamos dónde te habías metido.

La niña aflojó un poco su abrazo.

—Maisry dijo que el hombre malo vendría y me cogería.

Roche llegó jadeando, y Agnes volvió a enterrar la cabeza contra Kivrin.

—¿Está enferma? —preguntó ansiosamente.

—No lo creo. Está helada. Ponedle mi capa.

Roche desabrochó torpemente la capa de Kivrin y envolvió con ella a Agnes.

—Me escondía del hombre malo —le explicó a Kivrin, volviéndose.

—¿Qué hombre malo?

—El hombre malo que os persiguió en la iglesia. Maisry dijo que viene y te coge y te da el mal azul.

—No hay ningún hombre malo —replicó Kivrin, pensando que cuando volviera a la casa sacudiría a Maisry hasta que le castañetearan los dientes. Se levantó. Agnes la abrazó con más fuerza.

Roche fue tanteando la pared hasta llegar a la puerta y la abrió. Una luz azulina los asaltó.

—Maisry dijo que él se llevó a mi perro —prosiguió Agnes, tiritando—. Pero a mí no. Me escondí.

Kivrin pensó en el cachorro negro, flácido en sus manos, con sangre en la boca.

No, pensó, y caminó rápidamente sobre la nieve. La niña tiritaba porque había estado demasiado tiempo en la iglesia helada. Notó su carita caliente contra el cuello. Es de tanto llorar, pensó, y le preguntó si le dolía la cabeza.

Agnes asintió o sacudió la cabeza contra Kivrin, pero no respondió. No, pensó Kivrin, y apretó el paso seguida de Roche. Dejó atrás la casa del senescal hasta llegar al patio.

—No fui al bosque —dijo Agnes cuando llegaron a la casa—. La niña mala sí fue, ¿verdad?

—Sí —contestó Kivrin, acercándola al fuego—. Pero no pasó nada. El padre la encontró y la llevó a casa. Y vivieron felices y comieron perdices. —Sentó a Agnes en el banco y le desabrochó la capa.

—Y nunca volvió al bosque.

—Nunca. —Kivrin le quitó los zapatos mojados y las calzas—. Acuéstate —le ordenó al tiempo que extendía la capa junto al fuego—. Te traeré un poco de sopa caliente. —Agnes se tendió dócilmente y Kivrin la cubrió con la capa.

Le trajo sopa, pero Agnes la rechazó, y se quedó dormida casi de inmediato.

—Ha cogido frío —le dijo a Eliwys y Roche casi ferozmente—. Ha estado fuera toda la tarde. Ha cogido frío.

Pero después de que Roche se marchara a decir vísperas, destapó a Agnes y le palpó bajo los brazos y en la ingle. Incluso le dio la vuelta, buscando un bulto como el del niño entre sus omóplatos.

Roche no tocó la campana. Volvió con una colcha ajada, sin duda de su propia cama, la tendió en el suelo y trasladó a Agnes a ella.

Las otras campanas de vísperas sonaban. Oxford, Godstow y la campana del suroeste. Kivrin no oyó la doble campana de Courcy. Miró ansiosamente a Eliwys, pero ella no parecía estar escuchando. Miraba hacia la puerta.

Las campanas cesaron, y la de Courcy comenzó. Parecía extraña, apagada y lenta. Kivrin miró a Roche.

—¿Es un funeral?

—No —respondió él, mirando a Agnes—. Es un día sagrado.

Kivrin había perdido cuenta de los días. El enviado del obispo se había marchado la mañana de Navidad y por la tarde ella descubrió que se trataba de la peste, y después de eso todo pareció un único día interminable.

Cuatro días, pensó, han sido cuatro días.

Había querido venir por Navidad porque había tantos días de fiesta que incluso los campesinos sabían qué día era, y así no perdería el encuentro.

Gawyn fue a Bath por ayuda, señor Dunworthy, pensó, y el obispo se llevó todos los caballos, y no sabía dónde estaba.

Eliwys se había levantado y escuchaba las campanas.

—¿Son las campanas de Courcy?

—Sí —dijo Roche—. No temáis. Es la Matanza de los Santos Inocentes.

La matanza de los inocentes, pensó Kivrin, mirando a Agnes. Dormía, y había dejado de temblar, aunque aún estaba caliente.

La cocinera gimió algo y Kivrin se acercó a ella. Estaba encogida en su jergón, intentando levantarse.

—Debo ir a casa —murmuró.

Kivrin la obligó a acostarse y le llevó un poco de agua. El cubo estaba casi vacío, así que lo cogió y salió con él.

—Decidle a Kivrin que quiero que venga —prorrumpió Agnes. Estaba sentada.

Kivrin soltó el cubo.

—Estoy aquí —dijo, arrodillándose junto a la niña—. Aquí mismo.

Agnes la miró, la cara roja y distorsionada por la furia.

—El hombre malo me cogerá si Kivrin no viene —gimoteó—. Pedidle que venga ahora mismo.

T
RANSCRIPCIÓN
DEL
L
IBRO
DEL
D
ÍA
DEL
J
UICIO
F
INAL

(073453-074912)

No fui al encuentro. Perdí la cuenta de los días, cuidando de Rosemund, y no encontraba a Agnes, y no sabía dónde estaba el lugar.

Debe de estar usted muy preocupado, señor Dunworthy. Probablemente pensará que he caído entre asesinos y ladrones. Bueno, así ha sido. Y ahora tienen a Agnes.

Tiene fiebre, pero no le han salido bubas, y no tose ni vomita. Sólo fiebre. Es muy alta… no me conoce y sigue pidiendo que yo vaya. Roche y yo intentamos bajarle la fiebre lavándola con compresas frías, pero sigue aumentándole la temperatura.

(Pausa)

Lady Imeyne está enferma. El padre Roche la encontró esta mañana en el suelo. Tal vez llevaba allí toda la noche. Las dos últimas noches se negó a acostarse y permaneció de rodillas en el rincón, rezándole a Dios para que la protegiera a ella y al resto de los piadosos de la peste.

No lo ha hecho. Tiene la neumónica. Tose y vomita mucosidad manchada de sangre.

No quiere que Roche ni yo la atendamos.

—Ella tiene la culpa de esto —le dijo a Roche, y me señaló—. Miradle el cabello. No es una doncella. Mirad su ropa.

Mi ropa son una pelliza de chico y unas calzas de cuero que encontré en uno de los cofres del desván. Mi saya se estropeó cuando lady Imeyne me vomitó encima, y tuve que romper mi camisa para hacer vendas.

Roche intentó darle a Imeyne un poco de infusión de corteza de sauce, pero ella lo escupió.

—Mintió cuando dijo que la habían asaltado en el bosque. La han enviado para matarnos —dijo ella.

Una baba ensangrentada le resbalaba por la barbilla mientras hablaba, y Roche se la secó.

—El mal os hace creer esas cosas —dijo amablemente.

—La enviaron para que nos envenene —prosiguió Imeyne—. Ved cómo ha envenenado a las hijas de mi hijo. Y ahora quiere envenenarme a mí también, pero no permitiré que me dé nada de comer ni de beber.

—Shhh —dijo Roche amablemente—. No debéis hablar mal de quien pretende ayudaros.

Ella sacudió la cabeza violentamente, de un lado a otro.

—Pretende matarnos a todos. Es una sierva del diablo.

Yo nunca había visto a Roche enfadado. Casi volvió a parecer un asesino.

—No sabéis lo que decís. Es Dios quien la ha enviado para ayudarnos.

Ojalá fuera cierto que estoy aquí para servir de ayuda, pero se equivoca. Agnes grita para que yo vaya y Rosemund yace como hechizada, y el clérigo se vuelve negro y yo no puedo hacer nada para ayudarlos. Nada.

(Pausa)

Toda la familia del senescal la tiene. El hijo menor. Lefric, era el único con bubas, y lo he traído aquí para desbridárselas. No puedo hacer nada por los demás. Todos tienen peste neumónica.

(Pausa)

El bebé del senescal ha muerto.

(Pausa)

Las campanas de Courcy doblan. Nueve golpes. ¿Cuál de ellos es? ¿El enviado del obispo? ¿El monje gordo que ayudó a robarnos los caballos? ¿O sir Bloet?

Espero que así sea.

(Pausa)

Un día aciago. La mujer del senescal y el niño que huyó de mí cuando fui a buscar el lugar de encuentro han muerto esta tarde.

El senescal está cavando sus tumbas, aunque el suelo está tan congelado que no sé cómo puede hacerle siquiera una mella. Rosemund y Lefric han empeorado. Rosemund apenas puede tragar y su pulso es débil e irregular.

Agnes no está tan mal, pero no consigo que le baje la fiebre.

Roche dijo vísperas aquí esta noche.

—Buen Jesús —rezó después de las oraciones establecidas—, sé que has enviado la ayuda que has podido, pero me temo que no podemos prevalecer contra esta oscura plaga. Tu santa servidora Katherine dice que este terror es una enfermedad, ¿pero cómo es posible? Pues no se mueve de hombre a hombre, sino que está en todas partes a la vez.

Así es.

(Pausa)

Ulf el molinero ha muerto. También Sibbe, hija del senescal Joan, hija del senescal.

La cocinera (no sé su nombre). Walthef, hijo mayor del senescal.

(Pausa)

Más del cincuenta por ciento de la aldea la sufre. Por favor, no dejes que Eliwys la contraiga. Ni Roche.

29

—Os haré esto —dijo alguien.

Dunworthy abrió mucho los ojos y buscó las gafas, pero no estaban allí.

—Os enviaré terror, destrucción, y fiebre ardiente.

Era la señora Gaddson. Estaba sentada en la silla junto a su cama, leyendo la Biblia. No tenía puesta la mascarilla ni la bata, aunque la Biblia parecía cubierta de politeno. Dunworthy la miró con el ceño fruncido.

—Y cuando estéis congregados en vuestras ciudades, os enviaré la peste.

—¿Qué día es? —preguntó Dunworthy.

Ella hizo una pausa, le observó y continuó plácidamente.

—Y seréis entregados a las manos del enemigo.

No podía llevar allí mucho tiempo. La señora Gaddson estaba leyendo a los pacientes cuando fue a ver a Badri. Tal vez era la misma tarde, y Mary aún no había acudido para echarla.

—¿Puede tragar? —preguntó la enfermera. Era la anciana de Suministros—. Tengo que darle un temp —gruñó—. ¿Puede tragar?

Él abrió la boca y la enfermera le puso el temp en la lengua. Le inclinó la cabeza hacia delante para que pudiera beber y Dunworthy oyó el crujido del delantal.

—¿La ha tragado? —preguntó, y dejó que se recostara un poco.

La cápsula se le había atascado en algún lugar de la garganta, pero asintió. El esfuerzo hizo que le doliera la cabeza.

—Bien. Entonces me llevaré esto. —Le quitó algo del antebrazo.

—¿Qué hora es? —preguntó él, tratando de no escupir la cápsula.

—Hora de descansar —replicó ella, mirando miope las pantallas tras su cabeza.

—¿Qué hora es? —repitió él, pero la enfermera ya se había marchado—. ¿Qué día es hoy? —le preguntó a la señora Gaddson, pero también ella se había marchado.

No podía llevar allí mucho tiempo. Todavía tenía fiebre y dolor de cabeza, que eran los primeros síntomas de la gripe. Tal vez sólo llevaba enfermo unas horas. Tal vez todavía era la misma tarde y había despertado al trasladarlo a la habitación, antes de tener tiempo de conectar el botón de llamada o darle un temp.

—Hora de su temp —dijo la enfermera. Era una distinta, la rubia guapa que le había preguntado por William Gaddson.

—Ya he tomado uno.

—Eso fue ayer. Vamos, tómeselo.

El estudiante de primer curso le había dicho que había contraído el virus.

—Creía que estaba enferma —comentó él.

—Lo estuve, pero ya me he curado. Y usted también se curará. —Le puso la mano detrás de la cabeza para que pudiera tomar un sorbo de agua.

—¿Qué día es?

—Once —respondió ella—. He tenido que pensarlo un poco. Al final las cosas se volvieron un poco confusas. Casi todo el personal cayó, y tuvimos que trabajar turnos dobles. Perdí la cuenta de los días. —Tecleó algo en la consola y contempló las pantallas con el ceño fruncido.

Él ya lo sabía antes de que se lo dijera, antes de intentar coger la campana para pedir ayuda. La fiebre había convertido las noches delirantes y las mañanas drogadas en una interminable tarde lluviosa, pero su cuerpo había seguido computando el tiempo, los días. Lo sabía antes incluso de que ella se lo dijera: había perdido el encuentro.

En realidad no hubo ningún encuentro, se dijo amargamente. Gilchrist desconectó la red. No habría importado que hubiera estado allí o que no hubiera estado enfermo. La red estaba cerrada y él no podría haber hecho nada.

Once de enero. ¿Cuánto tiempo había esperado Kivrin ante el lugar de recogida? ¿Un día? ¿Dos? ¿Tres antes de empezar a pensar que se había equivocado de fecha o de lugar? ¿Había esperado toda la noche en la carretera de Oxford a Bath, acurrucada en su inútil capa blanca, reacia a encender fuego por miedo a que la luz atrajera a lobos, o ladrones, o campesinos huyendo de la peste? ¿Cuándo comprendió por fin que nadie iría a rescatarla?

—¿Puedo traerle algo? —preguntó la enfermera. Introdujo una jeringuilla en la cánula.

—¿Ahí hay algo para hacerme dormir?

—Sí.

—Bien —murmuró él, y cerró los ojos, agradecido.

Durmió unos cuantos minutos, o un día, o un mes. La luz, la lluvia, la falta de sombras seguían igual cuando despertó. Colin estaba sentado junto a la cama, leyendo el libro que Dunworthy le había regalado por Navidad y chupando algo. No puede haber pasado tanto tiempo, pensó Dunworthy, todavía tiene el chicle.

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