Read El mapa y el territorio Online
Authors: Michel Houellebecq
—No es todo… —continuó la encargada de prensa—. ¿Ves a aquel tipo de gris, allá?
Señalaba a un hombre de unos treinta años, de rostro inteligente, sumamente bien vestido y cuyo traje, corbata y camisa formaban un muestrario delicado de tonos gris claro. Se había parado delante de
El periodista Jean-Pierre Pernaut animando una conferencia de redacción
, un cuadro de Jed relativamente antiguo, el primero en que había representado a su modelo en compañía de colegas de trabajo. Se acordaba de que había sido un cuadro especialmente difícil de ejecutar, no había sido fácil pintar la expresión de los colaboradores de Jean-Pierre Pernaut escuchando las consignas de su líder carismático con una mezcla de veneración y de asco: había tardado casi seis meses en completarlo. Pero aquel cuadro le había liberado y casi inmediatamente después había emprendido
El arquitecto Jean-Pierre Martin abandonando la dirección de su empresa, y
en realidad todas sus composiciones que tenían por tema el mundo del trabajo.
—Ese tipo es el comprador de Román Abramovich para Europa —le informó Marylin—. Yo ya le había visto en Londres, en Berlín, pero nunca en París; nunca en una galería de arte contemporáneo, en todo caso.
»Es bueno que estés en una situación de competencia potencial desde el día de la inauguración —prosiguió ella—. Es un círculo pequeño, todos se conocen, van a empezar a calcular, a imaginar precios. Por tanto, es evidente que hacen falta por lo menos dos personas. Y ahí… —Esbozó una sonrisa encantadora, picara, que le hizo parecerse a una niña pequeña y que sorprendió a Jed— Ahí hay tres… ¿Ves al tipo de allí, delante del cuadro Bugatti? —Señalaba a un anciano de cara extenuada y ligeramente abotagada, con un bigotito gris y un traje negro mal cortado—. Es Carlos Slim Helú. Mexicano, de origen libanés. Por su aspecto nadie lo diría, ya lo sé, pero ha ganado montones de dinero en las telecomunicaciones: se calcula que es la tercera o la cuarta fortuna mundial, y es coleccionista…
Lo que Marylin designaba con el nombre de
cuadro Bugatti
era en realidad
El ingeniero Ferdinand Piech visitando los talleres de producción de Molsheim
, donde, en efecto, se reproducía el Bugatti Veyron 16.4, el automóvil más rápido —y el más caro— del mundo. Equipado con un motor de dieciséis cilindros en W, de una potencia de 1.001 caballos, completado con cuatro turbopropulsores, pasaba de 0 a 100 kilómetros por hora en 2,5 segundos y alcanzaba una velocidad punta de 407 kilómetros por hora. Ningún neumático disponible en el mercado era capaz de resistir unas aceleraciones semejantes, y Michelin había tenido que desarrollar gomas específicas para este vehículo.
Slim Helú permaneció delante del cuadro no menos de cinco minutos y se desplazó muy poco, alejándose y aproximándose unos centímetros. Jed observó que había adoptado la distancia de visión ideal para un lienzo de aquel formato; a todas luces, era un auténtico coleccionista.
Después, el multimillonario mexicano se volvió y se dirigió a la salida; no había saludado ni hablado con nadie. Al pasar, François Pinault le lanzó una mirada acerada; ante un competidor así, en efecto, el hombre de negocios bretón no habría tenido tanta vara alta. Sin devolverle la mirada, Slim Helú se subió a una limusina Mercedes negra, estacionada delante de la galería.
A su vez, el enviado de Román Abramovich se acercó al
cuadro Bugatti
. Unas semanas antes de empezarlo, Jed había comprado en el rastro de Montreuil, por un precio irrisorio —no más que lo que costaba el papel usado—, unas cartulinas de números antiguos de
Pékin-Information
y de
La Chine en construction
, y el tratamiento tenía algo amplio y aéreo que lo emparentaba con el realismo socialista a la china. La formación en una ancha V del grupito de ingenieros y de mecánicos que seguían a Ferdinand Piéch en su visita a los talleres recordaba mucho, como más adelante observaría un historiador de arte particularmente belicoso y bien documentado, la del grupo de ingenieros agrónomos y de campesinos medio-pobres que acompañaban al presidente Mao Zedong en una acuarela reproducida en el número 122 de
La Chine en construction
y titulada:
¡Adelante los cultivos de arroz irrigados en la provincia de Hu Nan!
Por otra parte, era la primera vez, como otros historiadores señalaban desde hacía mucho, que Jed había ensayado la técnica de la acuarela. El ingeniero Ferdinand Piéch, que caminaba dos metros por delante del grupo, parecía que flotaba más que andaba, como si levitase unos centímetros por encima del suelo de epoxi claro. Tres puestos de trabajo en aluminio acogían chasis de Bugatti Veyron en diferentes fases de fabricación; en segundo plano, las paredes, totalmente acristaladas, daban al panorama de los Vosgos. Houellebecq comentaba en su texto del catálogo que, por una curiosa coincidencia, este pueblo de Molsheim, y los paisajes de los Vosgos que lo rodeaban, estaban ya en el centro de las fotografías, del mapa Michelin y de satélite, con las cuales Jed había decidido abrir diez años antes su primera exposición personal.
Este simple comentario, en el que Houellebecq, espíritu racional y hasta estrecho, no veía realmente nada más que la relación de un hecho interesante, pero anecdótico, induciría a Patrick Kéchichian a redactar un artículo inflamado, más místico que nunca: tras habernos mostrado un Dios copartícipe con el hombre en la creación del mundo, escribía, el artista, culminando su movimiento hacia la encarnación, nos mostraba ahora a Dios descendido entre los hombres. Lejos de la armonía de las esferas celestiales, Dios había venido ahora a «hundir las manos en la grasa sucia» para que se rindiera homenaje, mediante su presencia plena, a la dignidad sacerdotal del trabajo humano. Hombre verdadero y Dios verdadero Él mismo, había bajado a ofrecer a la humanidad laboriosa el don sacrificante de su amor ardiente. ¿Cómo no reconocer, insistía Kéchichian, en la actitud del mecánico de la izquierda que abandonaba su puesto de trabajo para seguir al ingeniero Ferdinand Piéch, la actitud de Pedro dejando sus redes como respuesta a la invitación de Cristo: «Sígueme y yo te haré pescador de almas»? Y hasta en la ausencia del Bugatti Veyron 16.4 en su última fase de fabricación discernía una referencia a la Nueva Jerusalén.
El artículo fue rechazado por
Le Monde
, Pepita Bourguignon, la jefa de sección, había amenazado con dimitir si se publicaba aquella «chorrada de meapilas»; pero aparecería en el
Art Press
del mes siguiente.
—De todas formas, la prensa en esta fase nos importa tres cojones. La cosa ya no se juega ahí —resumió Marylin al final de la velada, mientras que Jed se inquietaba por la ausencia reiterada de Pepita Bourguignon.
Hacia las diez de la noche, cuando se habían marchado los últimos invitados y los empleados del
traiteur
recogían los manteles, Franz se derrumbó en una silla de plástico blando cerca de la entrada de la galería.
—Joder, estoy derrengado… —dijo—. Totalmente derrengado.
Se había empleado a fondo, reconstruyendo sin cansarse, para todos los posibles interesados, el recorrido artístico de Jed o la historia de su galería, había hablado sin interrupción; Jed, por su lado, se había limitado a mover la cabeza de vez en cuando.
—¿Me vas a buscar una cerveza, por favor? En la nevera de la trastienda.
Jed volvió con un pack de Stella Artois. Franz vació una de un trago, a morro, antes de volver a hablar.
—Bueno, ahora ya sólo queda esperar las ofertas —resumió—. Haremos el balance dentro de una semana.
Cuando Jed desembocó en la anteiglesia de Notre-Dame de la Gare, empezó a caer bruscamente una lluvia fina y glacial, como una advertencia, y luego escampó con igual rapidez, al cabo de unos segundos. Subió los pocos peldaños que llevaban a la entrada. Los dos batientes de la puerta de la iglesia estaban abiertos de par en par, como siempre; el interior parecía desierto. Vaciló, después se volvió. La rue Jeanne-d'Arc descendía hasta el boulevard Vincent-Auriol, dominando el metro aéreo; a lo lejos se divisaba la cúpula del Panteón. El cielo era de un gris oscuro y mate. En el fondo, no había gran cosa que decirle a Dios; no en aquel momento.
La Place Nationale estaba desierta y los árboles despojados de sus hojas dejaban entrever las estructuras rectangulares, encajadas, de la facultad de Tolbiac. Jed dobló hacia la rue du Château-des-Rentiers. Llegaba temprano, pero Franz ya estaba allí, sentado a una mesa y delante de una vasija de tinto corriente, y visiblemente no era la primera. Con la cara colorada y el pelo revuelto, daba la impresión de no haber dormido desde hacía semanas.
—Bueno —resumió en cuanto Jed se hubo acomodado—. He tenido ofertas para casi todos los cuadros. He hecho subir las pujas, todavía puedo subirlas quizá un poco, total, que en este momento el precio medio se estabiliza alrededor de los quinientos mil euros.
—¿Perdón?
—Has oído bien: quinientos mil euros.
Franz se retorcía nervioso unos mechones de su pelo blanco y despeinado; era la primera vez que Jed le veía aquel tic. Apuró su vaso y pidió de inmediato otro.
—Si vendo ahora —continuó—, cobraremos alrededor de treinta millones de euros.
Se restableció el silencio en el café. Cerca de ellos, un viejo muy flaco, con un abrigo gris, se adormilaba delante de su cerveza Picón. A sus pies, un perrito ratonero blanco y rojizo, obeso, dormitaba a medias, al igual que su amo. Empezó a lloviznar de nuevo.
—¿Entonces? —preguntó Franz al cabo de un minuto—. ¿Qué hago? ¿Vendo ahora?
—Como quieras.
—¡Como quiera, así sin más, mierda! ¿Te das cuenta de la pasta que representa? —Casi había gritado, y el viejo de al lado despertó sobresaltado; el perro se incorporó penosamente, gruñó en dirección a ellos.
—Quince millones de euros… Quince millones de euros cada uno… —prosiguió Franz en voz más baja, pero estrangulada—. Y tengo la sensación de que a ti ni fu ni fa…
—Sí, sí, disculpa —respondió rápidamente Jed—. Digamos que estoy conmocionado —agregó un poco después.
Franz le miró con una mezcla de suspicacia y asco.
—Bueno, de acuerdo —dijo, finalmente—. Yo no soy Larry Gagosian, no tengo nervios para este tipo de rollos. Voy a vender ahora.
—Seguramente tienes razón —dijo Jed al cabo de un minuto largo. Se había restaurado el silencio, únicamente alterado por los ronquidos del ratonero que había vuelto a tumbarse, tranquilizado, a los pies de su amo.
—Según tú… —dijo Franz—. ¿Según tú cuál es el cuadro que ha conseguido la mejor oferta?
Jed reflexionó un instante.
—Quizá Bill Gates y Steve Jobs… —sugirió al final.
—Exactamente. Ha ascendido a un millón y medio de euros. Ofrecidos por un intermediario americano que parece ser que opera por cuenta del propio Jobs.
»Desde hace mucho… —continuó Franz con voz tensa, al borde de la exasperación—, desde hace mucho el mercado del arte está dominado por los hombres de negocios más ricos del planeta. Y hoy, por primera vez, tienen la ocasión de comprar lo más vanguardista en el ámbito estético, al mismo tiempo que compran un cuadro que les representa. No quieras saber la cantidad de peticiones que he recibido de empresarios e industriales para que les hagas un retrato. Hemos vuelto a los tiempos de la pintura de corte del Antiguo Régimen… Resumiendo, lo que quiero decir es que hay presión, una fuerte presión sobre ti en este momento. ¿Sigues teniendo intención de regalarle el cuadro a Houellebecq?
—Evidentemente. Se lo prometí.
—Como quieras. Es un buen regalo. Un regalo de setecientos cincuenta mil euros… Lo cierto es que lo merece. Su texto ha desempeñado un papel importante. Al insistir sobre el aspecto sistemático, teórico, de tu trayectoria, ha logrado evitar que te incluyan entre los nuevos figurativos, todas esas nulidades… Obviamente no he dejado el cuadro en mi almacén de Eure-et-Loir, he alquilado cajas fuertes en un banco. Voy a firmarte un papel y podrás ir cuando quieras a buscar el retrato de Houellebecq.
He recibido una visita, también —siguió Franz, tras una nueva pausa—. Una joven rusa, supongo que sabes quién es. —Sacó una tarjeta de visita, se la tendió a Jed—. Una muchacha muy bonita…
La luz comenzaba a descender. Jed se guardó la tárjeta en un bolsillo interior de su chaquetón y se lo puso a medias.
—Espera… —le interrumpió Franz—. Antes de que te vayas, quisiera cerciorarme de que comprendes exactamente la situación. He recibido unas cincuenta llamadas de hombres que figuran entre las más grandes fortunas mundiales. A veces mandan telefonear a un ayudante, pero casi siempre llaman ellos mismos. Todos quieren que les hagas un retrato. Todos te ofrecen un millón de euros… como mínimo.
Jed terminó de ponerse el chaquetón, sacó la billetera para pagar.
—Yo invito —dijo Franz, con una mueca socarrona—. No respondas, no vale la pena, sé exactamente lo que vas a decir. Vas a pedirme tiempo para pensarlo, y dentro de unos días me llamarás para decirme que no. Y luego vas a parar. Empiezo a conocerte, siempre has sido igual, ya eras así en la época de los mapas Michelin: trabajas, te encarnizas en tu rincón durante años; y en cuanto expones tu obra, en cuanto obtienes el reconocimiento, lo dejas.
—Hay pequeñas diferencias. Empezaba a estancarme cuando dejé
Damien Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercado del arte
.
—Sí, lo sé; es incluso lo que me decidió a organizar la exposición. Por otra parte, estoy contento de que no hayas terminado ese cuadro. Sin embargo, me gustaba la idea, el proyecto tenía una pertinencia histórica, era un testimonio bastante certero de la situación del arte en un momento determinado. Hubo, en efecto, una especie de división: por un lado el
fun
, el sexo, el kitsch, la inocencia; por el otro el
trash
, la muerte, el cinismo. Pero en tu situación habría sido forzosamente interpretado como la obra de un artista de segunda fila, celoso del éxito de colegas más ricos; de todas formas estamos en un punto en que el éxito en términos comerciales justifica y valida lo que sea, sustituye a todas las teorías, nadie es capaz de ver más allá, absolutamente nadie. Ahora podrías permitirte ese cuadro, te has convertido en el artista francés mejor pagado actualmente, pero sé que no lo pintarás, vas a pasar a otra cosa. Quizá simplemente dejes los retratos, o la pintura figurativa en general; o dejes la pintura, lisa y llanamente, y quizá vuelvas a la fotografía, no tengo ni idea.