El mapa y el territorio (21 page)

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Authors: Michel Houellebecq

BOOK: El mapa y el territorio
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—Sí, y me gustó mucho. Es… original. No se parece a nada que yo haya visto antes. Pero siempre he sabido que tenías talento.

Siguió un silencio limpio.

—Francesito… —dijo Olga, su tono de ironía disimulaba mal una emoción real, y Jed se sintió de nuevo incómodo, al borde de las lágrimas—. Francesito
successfull
.

—Podríamos vernos —respondió Jed rápidamente. Alguno tenía que decirlo primero; pues bien, fue él.

—Tengo muchísimo trabajo esta semana.

—¿Ah, sí? ¿Cómo es eso?

—Empezamos nuestras emisiones el 2 de febrero. Quedan muchas cosas que solventar. —Reflexionó unos instantes—. El 31 hay una cena organizada por la cadena. Puedo invitarte. —Enmudeció otra vez unos segundos—. Me gustaría que vinieras…

Por la tarde recibió un e-mail donde ella le daba todos los detalles. La cena se celebraba en el domicilio privado de Jean-Pierre Pernaut; vivía en Neuilly, boulevard des Sablons. Su tema era, cosa poco sorprendente, «las provincias de Francia».

Jed creía saberlo todo de Jean-Pierre Pernaut; la reseña de la Wikipedia, sin embargo, le deparó algunas sorpresas. Supo así que el popular animador era autor de una importante obra escrita. Además de
La Francia de los sabores, Francia en fiestas
y
En el corazón de nuestras regiones
estaban los dos tomos de
Los magníficos oficios artesanales
. El conjunto lo había publicado Éditions Michel Lafon.

Le sorprendió también el tono elogioso, ditirámbico de la reseña. Que él recordara, Jean-Pierre Pernaut había sido en ocasiones objeto de algunas críticas: todo lo cual parecía desechado actualmente. El redactor subrayaba de entrada que el toque de genialidad de Pernaut había sido comprender que después de los años ochenta, «pasta y pamema», el público estaba sediento de ecología, de autenticidad, de verdaderos valores. Aunque se pudiese atribuir a Martin Bouygues el mérito de la confianza que le había mostrado, el noticiario de las 13 horas de TF1 llevaba totalmente el sello de la personalidad visionaria de Pernaut. A partir de la actualidad inmediata —violenta, rápida, frenética, insensata—, cumplía cada día la tarea mesiánica de guiar al telespectador, aterrorizado y estresado, hacia las regiones idílicas de un campo preservado donde el hombre vivía en armonía con la naturaleza, se adaptaba al ritmo de las estaciones. Más que un noticiario televisado, el de las 13 horas de TF1 adoptaba así el cariz de una marcha hacia la estrella que culminaba en un salmo. El autor del artículo —aunque personalmente se confesaba católico— no disimulaba por ello que la
Weltanschauung
de Jean-Pierre Pernaut, si bien concordaba perfectamente con la Francia rural e «hija mayor de la Iglesia», casaba igualmente bien con un panteísmo y hasta con una sabiduría epicúrea.

A la mañana siguiente, en la librería France Loisirs del centro Italie 2, Jed compró el primer tomo de
Los magníficos oficios artesanales
. La subdivisión de la obra era simple y se basaba en los materiales trabajados: tierra, piedra, metal, madera… Su lectura (bastante rápida, se componía casi exclusivamente de fotos) no dejaba realmente una impresión de culto al pasado. Por su manera de fechar sistemáticamente la aparición de los diversos artesanados descritos, los mayores progresos que se habían producido en su práctica, Jean-Pierre Pernaut parecía erigirse menos en el apologista del inmovilismo que en el de un
progreso lento
. Jed se dijo que quizá hubiese puntos de convergencia entre el pensamiento de Jean-Pierre Pernaut y el de William Morris; anclaje socialista aparte, por supuesto. Si bien la mayoría de los telespectadores le situaba
más bien a la derecha
, Jean-Pierre Pernaut siempre había mostrado, en la conducta cotidiana de su noticiario, una prudencia deontológica extrema. Incluso había evitado parecer que se adhería a la aventura Caza, Pesca, Naturaleza, Tradiciones, movimiento fundado en 1989, justo un año después de haber él asumido el control del telediario de las 13 horas en TF1. Jed se dijo que en aquel final extremo de los años ochenta había habido claramente un vuelco; un vuelco histórico importante, que en el momento pasó inadvertido, como casi siempre sucedía. Se acordaba asimismo de «La fuerza tranquila», el eslogan inventado por Jacques Séguéla que había permitido, contra todo pronóstico, la reelección de François Mitterrand en 1988. Volvió a ver los carteles que representaban a la vieja momia petainista sobre un fondo de campanarios, de pueblos. Él tenía por entonces trece años, y era la primera vez en su vida que prestaba atención a un lema político, a una campaña presidencial.

Aunque constituyese el elemento más significativo y más duradero de este amplio vuelco ideológico, Jean-Pierre Pernaut siempre se había negado a invertir su inmensa notoriedad en una tentativa de carrera o compromiso político; había querido permanecer hasta el final en el campo de los
entertainers
. Al contrario que Noel Mamére, ni siquiera se había dejado bigote. Y aunque compartiese probablemente el conjunto de los valores de Jean Saint-Josse, el primer presidente de Caza, Pesca, Naturaleza, Tradiciones, siempre se había negado a apoyarle públicamente. Tampoco lo había hecho en el caso de su sucesor, Frédéric Nihous.

Nacido en Valenciennes, en 1967, Frédéric Nihous había recibido su primera escopeta a los catorce años, regalo de su padre por el BEPC
[11]
titular de un DEA
[12]
de Derecho Económico Internacional y Comunitario, así como de un máster de defensa nacional y seguridad europea, había enseñado derecho administrativo en la facultad de Cambrai; era además presidente de la asociación del norte de cazadores de palomas y de aves de paso. En 1988 había conquistado el primer puesto en un torneo de pesca organizado en Hérault al capturar una carpa nakin de 7,256 kilogramos. Veinte años más tarde habría de provocar la caída del movimiento que había encabezado al cometer el error de suscribir una alianza con Philippe de Villiers, lo que no le perdonarían nunca los cazadores del sudoeste, tradicionalmente anticlericales y de tendencia más bien radical o socialista.

El 30 de diciembre, a media tarde, Jed telefoneó a Houellebecq. El escritor estaba en plena forma: le informó de que acababa de cortar leña durante una hora. ¿Cortar leña? Sí, en su casa del Loiret tenía ahora una chimenea. Tenía también un perro, un mestizo de dos años que había ido a buscar el día de Navidad al refugio de la sociedad protectora de animales de Montargis.

—¿Piensa hacer algo la noche del 31? —preguntó Jed.

—No, nada de particular; estoy releyendo a Tocqueville. Ya ve, en el campo uno se acuesta pronto, sobre todo en invierno.

Jed tuvo por un instante la idea de invitarle, cayó en la cuenta a tiempo de que no podía invitar a alguien a una velada que él no organizaba; de todas maneras, el escritor sin duda lo habría rechazado.

—Voy a llevarle su retrato, como le prometí. A principios de enero.

—Mi retrato, sí… Con mucho gusto, sí.

Daba la impresión de que le traía totalmente sin cuidado. Mantuvieron una charla agradable durante unos minutos. Había en la voz del autor de
Las partículas elementales
algo que Jed nunca le había conocido, que en absoluto no esperaba encontrar en él y que tardó tiempo en identificar, porque en el fondo ya no lo había encontrado en nadie, desde hacía muchos años: parecía feliz.

XII

Campesinos vendeanos armados de bieldos montaban guardia a cada lado del pórtico que conducía al palacete de Jean-Pierre Pernaut. Jed entregó a uno de ellos el e-mail de invitación que había impreso, antes de acceder a un gran patio cuadrado, de suelo empedrado, totalmente iluminado con antorchas. Una decena de invitados se dirigía hacia las dos grandes puertas, abiertas de par en par, que llevaban a los salones de recepción. Con su pantalón de terciopelo y su chaquetón C & A de Sympatex, se sentía espantosamente
underdressed
: las mujeres llevaban vestidos largos, la mayoría de los hombres smoking. Dos metros por delante de él reconoció a Julien Lepers, acompañado de una negra espléndida que le sacaba la cabeza; llevaba un vestido largo de un blanco centelleante, con ornamentos dorados, escotado por la espalda hasta el nacimiento de las nalgas; la luz de las antorchas formaba reflejos móviles sobre su espalda desnuda. El animador, vestido con un smoking corriente, el que utilizaba con ocasión de las veladas «especiales grandes escuelas», su ropa de trabajo en cierto modo, parecía enfrascado en una conversación difícil con un hombre bajo y sanguíneo, de mal aspecto, que daba la impresión de ejercer responsabilidades institucionales. Jed pasó de largo y, al entrar en el primer salón de recepción, fue recibido por la queja hiriente de una decena de gaiteros bretones que acababan de acometer un fragmento celta torturado, interminable, de un sonido casi doloroso. Les dejó atrás, entró en el segundo salón, aceptó un knacki
[13]
aromatizado al emmental y un vaso de Gewürz-traminer «vendimias tardías», ofrecidos por dos camareras alsacianas con cofia y un delantal blanco y rojo atado a la cintura, que deambulaban con sus platos entre los invitados; se parecían tanto que podrían haber sido gemelas.

La zona de recepción se componía de cuatro grandes salones en hilera, de una altura de por lo menos ocho metros hasta el techo. Jed nunca había visto un apartamento tan grande; no sabía siquiera que pudiese existir uno semejante. Sin embargo, probablemente no era gran cosa, se dijo, en una ráfaga de lucidez, comparado con las residencias de los que hoy compraban sus cuadros. Debía de haber unos doscientos o trescientos invitados, la algarabía de las conversaciones acalló poco a poco los aullidos de las gaitas, tuvo la sensación de que iba a ser víctima de un mareo y se apoyó en el puesto de productos de Auvergne, aceptando una brocheta Jésus-Laguiole y una copa de Saint-Pourçain. El olor potente, terroso del queso le devolvió un poco de aplomo, apuró su vino de un trago, pidió otro y prosiguió su avance entre la concurrencia. Empezaba a tener demasiado calor, debería haber dejado el abrigo en el guardarropa, se reprochó de nuevo que su abrigo desentonaba realmente con el
dress code
, todos los hombres vestían de gala, absolutamente todos, se repitió con desesperación, y justo en aquel instante se encontró delante de Pierre Bellemare, vestido con un pantalón de tergal azul petróleo y una camisa blanca con chorreras cubierta de manchas de grasa, le sostenían el pantalón unos tirantes anchos con los colores de la bandera norteamericana. Jed tendió la mano calurosamente al rey francés de la teletienda, que, sorprendido, se la estrechó, y continuó su recorrido, un poco reconfortado.

Necesitó más de veinte minutos para encontrar a Olga. De pie en un hueco, oculta a medias por una cortina, estaba enfrascada con Jean-Pierre Pernaut en una conversación visiblemente profesional. El que hablaba era sobre todo él, acompasando sus frases con movimientos resueltos de la mano derecha; ella movía la cabeza de vez en cuando, concentrada y atenta, formulaba muy pocas objeciones o comentarios. Jed se inmovilizó a unos metros de ella. Dos bandas de tela color crema atadas alrededor del cuello, incrustadas de pequeños cristales, cubrían sus pechos y se juntaban a la altura del ombligo, sujetas por un broche que representaba un sol de metal plateado, para unirse más abajo con una falda corta y ceñida, también sembrada de cristales, que dejaba entrever el corchete de un liguero blanco. Sus medias, también blancas, eran de una finura extrema. El envejecimiento, en especial el aparente, no es de ningún modo un proceso continuo, se puede más bien caracterizar la vida como una sucesión de escalones separados por caídas bruscas. Cuando nos encontramos con alguien a quien hemos perdido de vista desde hace años, a veces tenemos la impresión de que ha
envejecido de repente
; a veces, por el contrario, la de que no ha cambiado. Impresión falaz: la degradación, secreta, primero se abre camino a través del interior del organismo, antes de aparecer a plena luz del día. Durante diez años, Olga se había mantenido en un escalón radiante de su belleza, sin que por ello hubiera bastado para hacerla dichosa. Él tampoco, creía, había cambiado durante esos diez años, había
producido una obra
, como se suele decir, sin encontrar tampoco, sin vislumbrarla siquiera, la felicidad.

Jean-Pierre Pernaut se calló, ingirió un trago de
Beaumes-de-Venise
, la mirada de Olga se apartó unos grados y de repente vio a Jed, inmóvil en medio de la multitud de invitados. Unos segundos pueden bastar, si no para decidir una vida, al menos para revelar el carácter de su orientación principal. Olga posó una mano liviana en el antebrazo del presentador, pronunció una palabra de disculpa, se plantó con unos saltos delante de Jed y le besó en plena boca. Después se separó y le cogió de las manos, durante unos segundos guardaron silencio.

Benévolo con su chaqué Arthur van Aschendonk, Jean-Pierre Pernaut les vio volver hacia él. Con el rostro ampliamente acogedor, dio en aquel minuto la impresión de conocer la vida, y hasta de simpatizar con ella. Olga hizo las presentaciones.

—¡Le conozco! —exclamó el animador, ensanchando la sonrisa aún más—. ¡Venga conmigo!

Atravesando rápidamente el último salón, rozando al paso el brazo de Patrick Le Lay (que había intentado infructuosamente adquirir una participación en el capital de la cadena), les precedió hacia un amplio pasillo de paredes altas y abovedadas, de caliza maciza. Más aún que un palacete, la residencia de Jean-Pierre Pernaut recordaba una abadía romana, con sus corredores y sus criptas. Se detuvieron delante de una puerta gruesa, acolchada con cuero rojizo. «Mi despacho…», dijo Pernaut.

Se paró en el umbral para dejarles que vieran la habitación. Una hilera de librerías de caoba contenía, sobre todo, guías turísticas de todas las tendencias,
Le Guide du Routard
en las cercanías de la
Guide Bleu
, el
Petit Fute
al lado de la
Lonely Planet
. Unos expositores mostraban los libros de Jean-Pierre Pernaut, desde
Los magníficos oficios artesanales
hasta
La Francia de los sabores
. Una vitrina albergaba los cinco Sept d'Or
[14]
que había ganado durante su carrera, así como copas deportivas de origen indeterminado. Profundos sillones de cuero formaban un corro alrededor de un escritorio ministerial de caoba. Detrás del escritorio, discretamente iluminada por una regleta de halógenos, Jed reconoció inmediatamente una de las fotos de su período Michelin. Curiosamente, el animador, al escogerla, no se había decantado por un cliché espectacular, de un pintoresco inmediato, como las que había hecho de la cornisa del Var o las gargantas del Verdón. La foto, centrada en Gournay-en-Bray, estaba tratada con un color liso, sin efecto de iluminación ni de perspectiva; Jed se acordó de que la había tomado exactamente en vertical. Las manchas blancas, verdes y pardas se repartían en ella con igualdad, atravesadas por la red simétrica de los departamentos. Ninguna aglomeración destacaba claramente, todas parecían aproximadamente de la misma importancia; el conjunto daba una impresión de calma, de equilibrio y casi de abstracción. Cobró conciencia de que aquel paisaje era probablemente el que había sobrevolado a baja altura, inmediatamente después de despegar del aeropuerto de Beauvais cuando había ido a visitar a Houellebecq en Irlanda. En presencia de la realidad concreta, de aquella discreta yuxtaposición de prados, campos, de pueblos, había experimentado lo mismo: equilibrio, armonía apacible.

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