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Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (19 page)

BOOK: El mapa y el territorio
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Jed guardó silencio. En la mesa vecina el viejo salió de su somnolencia, se levantó, fue hasta la puerta; su perro le siguió con dificultad, contoneando su grueso cuerpo sobre sus patas cortas.

—En cualquier caso —dijo Franz—, quiero que sepas que sigo siendo tu galerista. Pase lo que pase.

Jed asintió. El dueño salió de la trastienda, encendió las placas de fluorescentes encima del mostrador, sacudió la cabeza en dirección a Jed, que a su vez hizo lo mismo. Eran clientes asiduos, e incluso ahora clientes antiguos, pero entre ellos no se había establecido ninguna familiaridad real. El dueño del local había incluso olvidado que una decena de años antes había autorizado a Jed a sacar de él y de su café las fotos en que se inspiraría para realizar
Claude Vorilhon, gerente de un bar-estanco
, el segundo cuadro de la serie de oficios sencillos y por el que un corredor de bolsa norteamericano acababa de ofrecer la suma de trescientos cincuenta mil euros. Siempre les había considerado clientes atípicos, ni de la misma edad ni del mismo medio que el resto de la parroquia; en suma, no formaban parte de su
público prioritario
.

Jed se levantó, se preguntaba cuándo volvería a ver a Franz y al mismo tiempo cobró conciencia de golpe de que se había convertido en un
hombre rico
, y justo antes de que se dirigiese hacia la puerta Franz le preguntó:

—¿Qué haces en Navidad?

—Nada. Quedaré con mi padre, como de costumbre.

X

No como de costumbre, la verdad, pensó Jed mientras subía hacia la Place Jeanne-d'Arc. Su padre le había parecido por teléfono totalmente abatido y al principio había propuesto que suspendieran su cena anual. «No quiero ser una carga para nadie…» Su cáncer de recto se había agravado de repente, ahora sufría
pérdidas de materia
, había anunciado con una delectación masoquista, habría que implantarle un ano artificial. Ante la insistencia de Jed había accedido a que se vieran, con la condición de que su hijo le recibiera en su casa. «Ya no puedo soportar la jeta de los humanos…»

Al llegar a la anteiglesia de Notre-Dame de la Gare vaciló, y luego entró. La iglesia le pareció al principio desierta, pero al avanzar hacia el altar vio a una muchacha negra, de dieciocho años a lo sumo, arrodillada en una silla del coro, con las manos unidas delante de una estatua de la Virgen; murmuraba palabras en voz baja. Concentrada en su oración, no prestó a Jed la menor atención. Él advirtió, un poco a pesar suyo, que el pantalón de tejido fino moldeaba con mucha precisión el culo de la chica, combado por la postura genuflexa. ¿Tendría pecados por los que pedir perdón? ¿Padres enfermos? Probablemente ambas cosas. Su fe parecía grande. Debía de ser muy práctica, pese a todo, aquella creencia en Dios: cuando ya no podías hacer nada por los demás —lo cual sucedía a menudo en la vida, sucedía así siempre, en el fondo, y sobre todo con respecto al cáncer de su padre—, te quedaba el recurso de
rezar por ellos
.

Salió, molesto. Anochecía sobre la rue Jeanne-d'Arc, las luces rojas de los automóviles se alejaban al ralentí hacia el boulevard Vincent-Auriol. A lo lejos, la cúpula del Panteón estaba bañada en una inexplicable luz verdosa, un poco como si unos extraterrestres esféricos lanzasen un «taque masivo contra la región parisiense. Sin duda moría gente aquí y allá en la ciudad, en aquel minuto mismo.

Sin embargo, al día siguiente, a la misma hora, encendió de nuevo velas de fantasía y depositó las
conchas de salmón
encima de la mesa de caballete, mientras la sombra se extendía sobre la Place des Alpes. Su padre había prometido llegar a las seis.

Llamó abajo a las seis y un minuto. Jed le abrió por el interfono y respiró lenta, profundamente, repetidas veces, durante el trayecto del ascensor.

Rozó rápidamente las mejillas ásperas de su padre, que se plantó inmóvil en el centro de la habitación. «Siéntate, siéntate…», dijo. Su padre le obedeció al instante, se sentó en el borde extremo de una silla y lanzó miradas tímidas a su alrededor. Nunca ha venido, se percató de pronto Jed, nunca ha venido a mi apartamento. También tuvo que decirle que se quitara el abrigo. El padre intentaba sonreír, un poco como un hombre que trata de mostrar que sobrelleva valientemente una amputación. Jed quiso abrir el champán, las manos le temblaban un poco, estuvo a punto de dejar caer la botella de vino blanco que acababa de sacar del congelador: estaba sudando. El padre seguía sonriendo, con una sonrisa un tanto fija. Allí estaba un hombre que había dirigido con dinamismo, y en ocasiones con dureza, una empresa de unas cincuenta personas, que había tenido que despedir y contratar; que había negociado contratos por valor de decenas y a veces centenares de millones de euros. Pero la cercanía de la muerte torna humilde a un hombre y esa noche parecía afanoso de que todo saliera lo mejor posible, parecía sobre todo deseoso de no causar ningún problema, era al parecer su única ambición ahora en la tierra. Jed consiguió abrir el champán, se relajó un poco.

—Me he enterado de tu éxito… —dijo el padre, levantando la copa—. Bebamos por tu éxito.

Era una pista, se dijo Jed al instante, un resquicio para una posible conversación, y se puso a hablar de sus cuadros, del trabajo que había emprendido hacía ya un decenio, de su voluntad de describir por medio de la pintura los diversos engranajes que contribuyen al funcionamiento de una sociedad. Habló con soltura durante casi una hora, escanciándose a cada rato champán y después vino, mientras comían los platos comprados la víspera en un
traiteur
, y al día siguiente se percató asombrado de que lo que decía nunca se lo había dicho a nadie. Su padre le escuchaba atentamente, hacía de tanto en tanto una pregunta, tenía la expresión sorprendida y curiosa de un niño, todo fue, en suma, de maravilla hasta los quesos, cuando la inspiración de Jed empezó a agotarse y su padre, como bajo el efecto de la pesadez, recayó en un abatimiento doloroso. La cena, sin embargo, le había vigorizado un poco, y no fue con verdadera tristeza, sino más bien sacudiendo la cabeza, incrédulo, como soltó a media voz:

—Joder… Un ano artificial…

»¿Sabes? —dijo, con una voz que delataba una ligera ebriedad—. En un sentido me alegro de que tu madre ya no esté. Ella, que era tan refinada, tan elegante… No habría soportado la decadencia física.

Jed se quedó paralizado. Ya está, se dijo. Ya está,
ha sucedido
; va a hablar, al cabo de los años. Pero su padre había advertido su cambio de expresión.

—¡No voy a revelarte esta noche por qué se suicidó tu madre! —exclamó en voz alta, casi colérica—. ¡No voy a revelártelo porque no lo sé!

Se calmó casi al instante, se quedó encogido. Jed transpiraba. Quizá hiciese un calor excesivo, era casi imposible regular la caldera, siempre tenía miedo de que volviese a averiarse, seguramente se mudaría ahora que tenía dinero, es lo que hace la gente cuando tiene dinero, trata de mejorar su tren de vida, pero ¿mudarse adonde? No tenía ningún deseo inmobiliario especial. Iba a quedarse, quizá hacer algunas obras, en cualquier caso cambiar la caldera. Se levantó, intentó más o menos manipular los mandos del aparato. Su padre daba cabezadas, pronunciaba palabras en voz baja. Jed volvió a su lado. Tendría que haberle cogido de las manos, tocarle el hombro o algo, pero ¿cómo hacerlo? Nunca lo había hecho.

—Un ano artificial… —murmuró de nuevo, con una voz soñadora—. Sé que no estaba satisfecha con nuestra vida —prosiguió—, pero ¿es suficiente razón para morir? Yo tampoco estaba satisfecho con mi vida, te confieso que esperaba otra cosa de mi carrera de arquitecto, y no construir residencias balnearias de mierda para turistas débiles, bajo el control de promotores profundamente deshonestos y de una vulgaridad casi infinita; pero bueno, era el trabajo, las costumbres… Probablemente ella no amaba la vida, eso es todo. Lo que más me impresionó fue lo que me contó la vecina, que se cruzó con ella justo antes. Volvía de hacer las compras, posiblemente de agenciarse el veneno…, nunca supimos cómo, por otra parte. La mujer me dijo que tenía un aspecto feliz, increíblemente entusiasta y feliz. Me dijo que tenía exactamente la expresión de alguien que se dispone a partir de vacaciones. Era cianuro, debió de morir casi instantáneamente; estoy absolutamente convencido de que no sufrió.

Después se calló y el silencio se prolongó largo rato, Jed acabó perdiendo ligeramente la conciencia. Tuvo la visión de praderas inmensas cuya hierba agitaba un viento ligero, la luz era la de una eterna primavera. Se despertó de golpe, su padre seguía cabeceando y mascullando, continuaba un penoso debate interior. Jed vaciló; había previsto un postre: había profiteroles de chocolate en la nevera. ¿Debía sacarlos? ¿O, por el contrario, debía esperar a saber más del suicidio de su madre? En el fondo, no tenía casi ningún recuerdo de su madre. Probablemente, era sobre todo importante para su padre. Decidió, de todos modos, esperar un poco para sacar el postre.

—No he conocido a ninguna otra mujer… —dijo su padre, con una voz átona—. Ninguna otra en absoluto. Ni siquiera he sentido el deseo.

A continuación reanudó sus cabeceos y murmuraciones. Jed decidió finalmente sacar los profiteroles. El padre los miró estupefacto, como a un objeto totalmente nuevo para el cual nada, en su vida anterior, le había preparado. Cogió uno, le dio vueltas entre los dedos, mirándolo con tanto interés como habría mirado una caca de perro; pero al final se lo metió en la boca.

Siguieron dos o tres minutos de frenesí mudo en que ambos atrapaban los profiteroles uno tras otro, rabiosamente, sin decir palabra, de la caja decorada de cartón de la pastelería, y los engullían al momento. Después las cosas se calmaron y Jed propuso tomar un café. Su padre aceptó de inmediato.

—Me apetece un cigarro… —dijo—. ¿Tienes?

—No fumo. —Jed se levantó de un salto—. Pero puedo ir a buscarlo. Conozco un estanco en la Place d'Italie que está abierto hasta tarde por la noche. Y ahora… —consultó su reloj con incredulidad— sólo son las ocho.

—¿Crees que estará abierto en Nochebuena?

—Puedo probar.

Se puso el abrigo. Al salir le azotó una borrasca violenta; copos de nieve se arremolinaban en la atmósfera glacial, debía de hacer diez grados bajo cero. El bar-estanco de la Place d'Italie estaba cerrando. El dueño volvió a colocarse detrás del mostrador, renegando.

—¿Qué le pongo?

—Cigarrillos.

—¿De qué marca?

—No sé. Unos buenos.

El otro le dirigió una mirada crispada.

—¡Dunhill! ¡Dunhill y Gitanes! ¡Y un mechero!

Su padre no se había movido, siempre encogido en su silla, no reaccionó siquiera al oír que la puerta se abría. Sacó, de todas formas, un Gitanes del paquete y lo miró con curiosidad antes de encenderlo.

—Hace veinte años que no fumo… —comentó—. Pero ahora, ¿qué más da? —Dio una calada, luego otra—. Es fuerte —dijo—. Está bueno. En mi juventud todo el mundo fumaba. En las reuniones de trabajo, las charlas en los cafés, se fumaba todo el tiempo. Es curioso cómo cambian las cosas…

Bebió un trago del coñac que su hijo le había puesto delante y volvió a callarse. En el silencio, Jed oyó los silbidos del viento, cada vez más virulentos. Echó una ojeada por la ventana: los copos de nieve se arremolinaban, muy densos, aquello empezaba a ser una auténtica tormenta.

—Siempre quise ser arquitecto, creo… —continuó el padre—. Cuando era pequeño me interesaban los animales, seguramente como a todos los niños, cuando me lo preguntaban decía que de mayor quería ser veterinario, pero en el fondo creo que ya me atraía la arquitectura. Recuerdo que a los diez años intenté construir un nido para las golondrinas que pasaban el verano en el cobertizo. Había encontrado en una enciclopedia indicaciones sobre la manera en que las golondrinas construyen sus nidos, con tierra y saliva, y dediqué semanas a la tarea…

La voz le temblaba ligeramente, se interrumpió de nuevo, Jed le miró con inquietud; antes de proseguir tomó de golpe un gran trago de coñac.

—Pero ellas nunca quisieron utilizar mi nido. Nunca. Hasta dejaron de anidar en el cobertizo… —El anciano rompió de pronto a llorar, las lágrimas le rodaban por la cara y era espantoso.

—Papá… —dijo Jed, completamente desamparado—, papá… —Al parecer, no podía parar de sollozar—. Las golondrinas no utilizan nunca los nidos construidos por la mano del hombre —dijo Jed, muy deprisa—, es imposible. Incluso cuando un hombre ha tocado su nido lo abandonan para construir otro nuevo.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo leí hace años en un libro sobre el comportamiento animal, me estaba documentando para un cuadro.

Era falso, no había leído nada semejante, pero su padre pareció aliviado instantáneamente y se calmó en el acto.

¡Y pensar, se dijo Jed, que ha llevado ese peso en el corazón desde hace más de sesenta años! ¡Que probablemente le habría acompañado a lo largo de toda su carrera de arquitecto!

—Después del bachillerato me inscribí en Bellas Artes de París. Eso inquietaba un poco a mi madre, que habría preferido que estudiase en una facultad de ingenieros, pero me apoyó mucho tu abuelo. Creo que tenía ambición de artista como fotógrafo, pero nunca tuvo la posibilidad de hacer otra cosa que bodas y comuniones…

Jed sólo había visto a su padre ocuparse de los problemas técnicos, y hacia el final, cada vez más a menudo, de problemas financieros; la idea de que también hubiera cursado Bellas Artes, de que la arquitectura perteneciese a las disciplinas artísticas, le resultaba sorprendente, incómoda.

—Sí, yo también quería ser artista… —dijo su padre con acritud, casi con maldad—. Pero no lo conseguí. Cuando yo era joven, la corriente dominante era el funcionalismo, la verdad es que ya dominaba desde hacía varios decenios, en arquitectura no había sucedido nada desde Le Corbusier y Van der Rohe. Todos los pueblos nuevos, todas las urbanizaciones que se construyeron en el extrarradio en los años cincuenta y sesenta han estado marcadas por su influencia. Yo y algunos otros de Bellas Artes teníamos la aspiración de hacer algo distinto. No rechazábamos realmente la primacía de la función ni el concepto de «máquina de vivir»; lo que cuestionábamos era lo que ocultaba el hecho de vivir en alguna parte. Como los marxistas, como los liberales, Le Corbusier era un productivista. Imaginaba para el hombre edificios de oficinas, cuadrados, utilitarios, sin ningún tipo de decoración, y edificios de viviendas casi idénticos, con algunas funciones adicionales: guardería, gimnasio, piscina; entre los dos, vías rápidas. En su unidad de vivienda, el hombre debía disfrutar de aire puro y de luz, en su opinión esto era muy importante; y entre las estructuras de trabajo y las de vivienda, el espacio libre quedaba reservado para la naturaleza salvaje: bosques, ríos…; me imagino que, a su modo de ver, las familias humanas tenían que poder pasearse por ella los domingos, de todas maneras él quería preservar este espacio, era una especie de
ecologista adelantado
, para él la humanidad debía reducirse a módulos habitables circunscritos en medio de la naturaleza, pero de ningún modo debían modificarla. Es espantosamente primitivo, si lo pensamos, una regresión aterradora con respecto a cualquier paisaje rural: mezcla sutil, compleja, evolutiva, de prados, campos, bosques, pueblos. Es la visión de un espíritu brutal, autoritario. Le Corbusier nos parecía un espíritu totalitario y brutal, movido por un gusto intenso por la fealdad, pero fue su visión la que ha prevalecido a lo largo de todo el siglo XX. A nosotros nos influyó más bien Charles Fourier… —Sonrió al ver la expresión de sorpresa de su hijo—. Han sobrevivido sobre todo las teorías sexuales de Fourier, y es verdad que son bastante burlescas. Es difícil leer a Fourier literalmente, con sus historias de torbellinos, de mujeres faquires y de hadas del ejército del Rhin, nos sorprende incluso que tuviera discípulos, que hubiera gente que le tomase en serio, que realmente se propusiera construir un modelo nuevo de sociedad basada en sus libros. Es incomprensible si intentas ver en él a un
pensador
, porque de su pensamiento no se entiende absolutamente nada, pero en el fondo Fourier no es un pensador sino un
gurú
, el primero de su especie, y, como a todos los gurús, el éxito le llegó no por la adhesión intelectual a una teoría, sino, al contrario, gracias a la incomprensión general, asociada con un optimismo inalterable, especialmente en el aspecto sexual, la gente tiene una necesidad increíble de optimismo sexual. Sin embargo, el verdadero tema de Fourier, lo que le intesa en primer lugar no es el sexo, sino la organización de la producción. La gran pregunta que se hace es: ¿por qué trabaja el hombre? ¿Qué hace que ocupe un lugar determinado en la organización social, que acepte atenerse a ella y cumplir su tarea? A esta pregunta los liberales respondían que era pura y simplemente el afán de lucro; nosotros pensábamos que era una respuesta insuficiente. Los marxistas, por su parte, no respondían nada, ni siquiera se interesaban por el tema, y por eso precisamente el comunismo ha fracasado: en cuanto suprimieron el acicate económico la gente dejó de trabajar, saboteaban el trabajo, el absentismo aumentó en proporciones enormes; el comunismo nunca ha sido capaz de garantizar la producción y la distribución de los bienes más elementales. Fourier había conocido el Antiguo Régimen y era consciente de que mucho antes de que apareciese el capitalismo había habido investigaciones científicas, progresos técnicos, y que la gente trabajaba con ahínco, sin que la empujara el afán de lucro, sino algo que a los ojos de un hombre moderno es mucho más vago: el amor a Dios, en el caso de los monjes, o más sencillamente el honor de la función.

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