Read El mapa y el territorio Online
Authors: Michel Houellebecq
El padre de Jed enmudeció, advirtió que su hijo le escuchaba ahora con mucha atención.
—Sí… —comentó—, sin duda existe una relación con lo que tú has intentado hacer en tus cuadros. Hay mucho galimatías en Fourier, en su totalidad es casi ilegible; hay quizá, no obstante, algo provechoso que extraer de sus textos. En fin, era lo que pensábamos en nuestra época…
Se calló, pareció que se volvía a sumir en sus recuerdos. Las borrascas habían amainado y cedido el paso a una noche estrellada, silenciosa; una espesa capa de nieve recubría los tejados.
—Yo era joven… —dijo al fin, con una especie de incredulidad dulcificada—. Quizá tú no puedas darte cuenta del todo, porque naciste en una familia ya rica. Pero yo era joven, me preparaba para ser arquitecto y estaba en París; todo me parecía posible. Y no era el único, París era alegre entonces, tenías la sensación de que podías reconstruir el mundo. Fue allí donde conocí a tu madre, ella estudiaba en el conservatorio, tocaba el violín. Éramos realmente como un grupo de artistas. Bueno, lo único que hicimos fue escribir cuatro o cinco artículos en una revista de arquitectura, que firmamos entre varios. Eran textos políticos, en gran parte. En ellos defendíamos la idea de que una sociedad compleja, ramificada, con múltiples niveles de organización, como la que proponía Fourier, iba de la mano con una arquitectura compleja, ramificada, múltiple, que dejaba un lugar a la creatividad individual. Atacábamos violentamente a Van der Rohe, que proporcionaba estructuras vacías, modulables, las mismas que servirían de modelo a los
open space
de las empresas, y sobre todo a Le Corbusier, que construía incansablemente espacios concentracionarios, divididos en unidades idénticas, solamente adecuadas, escribíamos, para una cárcel modelo. Aquellos artículos tuvieron cierta repercusión, creo que Deleuze habló de ellos; pero tuvimos que empezar a trabajar, los demás también, y la vida se volvió enseguida muchos menos divertida. Mi situación económica mejoró bastante rápido, había mucho trabajo en aquella época, Francia se reconstruía a gran velocidad. Compré la casa de Raincy, pensaba que era una buena idea, por entonces la ciudad era agradable. Y además la conseguí por muy buen precio, fue un cliente el que me pasó la información, un promotor inmobiliario. El propietario era un tipo viejo, un intelectual, a todas luces, siempre vestido con un terno gris y una flor en el ojal, cada vez que le veía llevaba una flor distinta. Parecía salido de la Belle Époque, de los años treinta a lo sumo, no lograba en absoluto asociarle con su entorno. Te habrías imaginado cruzarte con él, no sé, en el Quai Voltaire…, en fin, desde luego no en Raincy. Era un antiguo universitario, especializado en el esoterismo y la historia de las religiones, me acuerdo de que estaba muy empollado sobre la Cábala y la gnosis, pero se interesaba por ellas de una forma muy particular, por ejemplo despreciaba a René Guénon. «Este imbécil de Guénon», así hablaba de él, creo que había escrito varias críticas virulentas de sus libros. Nunca se había casado, total, había
vivido para sus obras
, como se suele decir. Leí un largo artículo suyo en una revista de ciencias humanas, en él desarrollaba consideraciones bastante curiosas sobre el destino, sobre la posibilidad de desarrollar una nueva religión basada en el principio del sincronismo. Su biblioteca habría valido por sí sola el precio de la casa, creo…, había más de cinco mil volúmenes en francés, en inglés y en alemán. Allí descubrí las obras de William Morris.
Se interrumpió observando un cambio de expresión en el rostro de Jed.
—¿Conoces a William Morris?
—No, papá. Pero yo también viví en esa casa y me acuerdo de la biblioteca… —Suspiró, titubeó—. No comprendo por qué has esperado tantos años para hablarme de todo esto —dijo.
—Porque voy a morir pronto, creo —dijo simplemente su padre—. Bueno, no inmediatamente, no pasado mañana, pero no me queda mucho, es evidente… —Miró a su alrededor, sonrió casi alegremente—. ¿Puedo tomar más coñac?
Jed se lo sirvió en el acto. El padre encendió un cigarrillo, aspiró el humo con delectación.
—Y luego tu madre se quedó embarazada de ti. El final del embarazo fue problemático, hubo que practicarle una; cesárea. El médico le comunicó que no podría tener más hijos, y además le quedaron unas cicatrices bastante feas. Fue duro para ella; era una mujer hermosa, ya sabes… No éramos desgraciados juntos, no hubo nunca una disputa seria entre nosotros, pero es verdad que yo no hablaba lo suficiente con ella. Está también lo del violín, creo que no debería haber dejado de tocar. Me acuerdo de una noche, en la Porte de Bagnolet, en que yo volvía del trabajo en mi Mercedes, eran ya las nueve pero todavía había embotellamientos, no sé lo que provocó aquello, quizá los edificios de los Mercuriales, porque yo trabajaba muy cerca en un proyecto que me parecía sin interés y feo, pero al verme dentro del coche en medio de los carriles de acceso rápido, delante de aquellos edificios inmundos, de repente me dije que no podía continuar. Tenía casi cuarenta años, había triunfado en mi vida profesional, pero no podía continuar. En cuestión de unos minutos decidí crear mi propia empresa para tratar de hacer arquitectura como yo la entendía. Sabía que sería difícil, pero no quería morirme sin al menos haberlo intentado. Contacté con mis condiscípulos más cercanos de Bellas Artes, pero todos estaban instalados en la vida; también ellos habían triunfado y ya no tenían demasiadas ganas de correr riesgos. Entonces me lancé yo solo. Restablecí el contacto con Bernard Lamarche-Vadel, nos habíamos conocido unos años antes, habíamos simpatizado bastante, me presentó a la gente de la figuración libre: Combas, Di Rosa… ¿Te he hablado ya de William Morris?
—Sí, papá, acabas de hablarme de él hace cinco minutos.
—¿Ah? —Se interrumpió, una expresión desorientada atravesó su rostro—. Voy a probar un Dunhill… —Dio varias caladas—. También está bueno. No comprendo por qué de pronto todo el mundo ha renunciado a fumar.
Se calló, saboreó el cigarrillo hasta el final. Jed aguardaba. Muy lejos, en el exterior, un claxon solitario trataba de interpretar: «Ha nacido, el divino niño», equivocaba las notas, reanudaba el intento; después volvió el silencio, no hubo ya más concierto de cláxones. La capa de nieve era ahora espesa, se había estabilizado sobre los tejados de París; había algo definitivo en aquel silencio, se dijo Jed.
—William Morris era cercano a los prerrafaelitas —continuó su padre—, al principio de Gabriel Dante Rossetti, y hacia el final de Burne-Jones. La idea fundamental de los prerrafaelitas es que el arte había empezado a degenerar justo después de la Edad Media, que desde el comienzo del Renacimiento se había despojado de toda espiritualidad, de toda autenticidad, para convertirse en una actividad meramente industrial y comercial, y que los supuestos
grandes maestros
del Renacimiento, ya fueran Botticelli, Rembrandt o Leonardo da Vinci, se comportaban en realidad pura y simplemente como jefes de empresas comerciales: exactamente igual que Jeff Koons o Damien Hirst hoy, los supuestos
grandes maestros
del Renacimiento dirigían con una mano de hierro talleres de cincuenta, hasta cien ayudantes que producían en cadena cuadros, esculturas, frescos. Por su parte se contentaban con fijar la directriz general, firmar la obra acabada, y sobre todo se dedicaban a las relaciones públicas con los mecenas del momento, príncipes o papas. Para los prerrafaelitas, así como para William Morris, había que abolir la distinción entre el arte y el artesanado, entre la concepción y la ejecución: cualquier hombre, a su escala, podía ser un productor de belleza, ya fuera pintando un cuadro, confeccionando un vestido o fabricando un mueble, y cualquier hombre asimismo tenía derecho a rodearse de bellos objetos en su vida cotidiana. Unía esta convicción a un activismo socialista que le condujo a comprometerse cada vez más con los movimientos de emancipación del proletariado; quería simplemente poner fin al sistema de producción industrial.
Lo curioso es que Gropius, cuando fundó la Bauhaus, seguía exactamente esta misma línea, quizá un poco menos política, con más inquietudes espirituales, aunque él también haya sido socialista, en realidad. En la
proclamación de la Bauhaus
de 1919, declara que quiere superar la oposición entre el arte y el artesanado, proclama el derecho a la belleza para todos: el mismo programa que William Morris. Pero poco a poco, a medida que la Bauhaus se aproxima a la industria, se vuelve cada vez más funcionalista y productivista; Kandinsky y Klee han sido marginados en el interior del cuerpo docente, y para cuando Goering cerró el instituto, de todos modos ya se había pasado al servicio de la producción capitalista.
—Nosotros, por nuestro lado, no estábamos realmente politizados, pero el pensamiento de William Morris nos ayudó a liberarnos de la prohibición de toda forma de ornamentación que Le Corbusier había impuesto. Recuerdo que Combas era bastante reservado al principio; los pintores prerrafaelitas no eran verdaderamente su universo; pero tuvo que reconocer que los motivos de papel pintado dibujados por William Morris eran muy hermosos, y cuando comprendió de verdad de qué se trataba se volvió un absoluto entusiasta. Nada le habría producido más placer que dibujar motivos para tejidos de mobiliario, papeles pintados o frisos exteriores, reproducidos en todo un grupo de edificios. La gente de la figuración libre, de todas formas, estaba bastante sola en aquella época, seguía dominando la corriente minimalista y el
graf
no existía todavía, o al menos no se hablaba de él. Entonces confeccionamos expedientes para todos los proyectos más o menos interesantes que eran objeto de concurso, y esperamos…
El padre volvió a callarse, se quedó como suspendido en sus recuerdos, después se replegó sobre sí mismo, pareció empequeñecerse, adelgazar, y Jed tuvo conciencia de la fogosidad, del entusiasmo con que había hablado durante los últimos minutos. Nunca le había oído hablar así desde que era niño, y nunca más, pensó al instante, volvería a oírle, acababa de revivir por última vez la esperanza y el fracaso que constituían la historia de su vida. En general, la vida humana es poca cosa, puede resumirse en un número restringido de acontecimientos, y esta vez Jed había comprendido cabalmente la amargura y los años perdidos, el cáncer y el estrés, y también el suicidio de su madre.
—Los funcionalistas ocupaban una posición dominante en todos los jurados… —terminó su padre, suavemente—. Choqué de cabeza contra una pared; todos chocamos contra una pared. Combas y Di Rosa no cejaron enseguida, me telefonearon durante años para saber si algo se desbloqueaba… Después, viendo que nada ocurría, se concentraron en su obra pictórica. Y yo tuve que acabar aceptando un encargo normal. El primero fue el de Port-Ambarés, y luego se acumularon, sobre todo acondicionamientos de centros balnearios. He ordenado mis proyectos dentro de unas cartulinas, están en Raincy, en un armario de mi despacho, podrás ir a verlos…
Se abstuvo de añadir: «cuando haya muerto», pero Jed había comprendido perfectamente.
—Es tarde —dijo, enderezándose en su asiento.
Jed echó un vistazo a su reloj: las cuatro de la mañana.
Su padre se levantó, fue al baño y al volver se puso el abrigo. Durante los dos o tres minutos que duró la operación, Jed tuvo la sensación fugaz, alternativa, de que acababan de iniciar una nueva etapa en sus relaciones o, por el contrario, que no volverían a verse. Como su padre se plantaba finalmente delante de él, en una actitud de espera, dijo:
—Voy a llamarte a un taxi.
Cuando despertó, la mañana del 25 de diciembre, París estaba cubierto de nieve; en el boulevard Vincent-Auriol pasó por delante de un mendigo de barba tupida e hirsuta, con la piel casi parda de mugre. Depositó dos euros en su escudilla y luego, volviendo sobre sus pasos, añadió un billete de diez euros; el otro emitió un gruñido sorprendido. Jed era ahora un hombre rico, y los arcos metálicos del metro aéreo sobrevolaban un paisaje suavizado, letal. La nieve se fundiría durante la jornada, todo aquello se transformaría en barro, en agua sucia; después la vida seguiría su curso, con un ritmo asaz lento. Entre estos dos momentos fuertes, de alta intensidad relacional y comercial, que son las cenas de Nochebuena y Nochevieja, transcurre una semana interminable, que en el fondo sólo es un vasto tiempo muerto; la animación se reanudaría, aunque fulgurante, explosiva, al principio de la noche del 31.
Ya de regreso en su casa, examinó la tarjeta de visita de Olga: Michelin TV, avenue Pierre I
er
de Serbie, directora de programas. Ella también había triunfado en su vida profesional, sin haberlo buscado con una avidez especial, pero no se había casado, y este pensamiento le incomodó. Sin pensarlo realmente, todos aquellos años, siempre se había imaginado que ella habría encontrado el amor, o cuando menos una
vida de familia
en algún lugar de Rusia.
Llamó a última hora de la mañana siguiente, esperando que todo el mundo estaría de vacaciones, pero no fue así: al cabo de cinco minutos de espera, una secretaria estresada le respondió que Olga estaba reunida y que le diría que había llamado.
A medida que pasaban los minutos, esperando inmóvil cerca del teléfono, aumentaba su nerviosismo. Tenía enfrente el cuadro de Houellebecq, posado en el caballete; esa misma mañana había ido al banco a retirarlo. La mirada del escritor, demasiado intensa, acrecentaba su malestar. Se levantó, dio la vuelta al lienzo hacia el lado del bastidor. Setecientos cincuenta mil euros…, se dijo. No tenía ningún sentido. Picasso tampoco tenía ningún sentido; todavía menos, probablemente, si es que se puede establecer una gradación en la falta de sentido.
Sonó el teléfono justo cuando se dirigía a la cocina. Se precipitó a descolgarlo. La voz de Olga no había cambiado. La voz de la gente no cambia nunca, como tampoco la expresión de su mirada. En medio del derrumbamiento físico generalizado en que se resume la vejez, la voz y la mirada aportan el testimonio dolorosamente irrecusable de la persistencia del carácter, las aspiraciones, los deseos, de todo lo que constituye una personalidad humana.
—¿Has ido a la galería? —preguntó, un poco por empezar la conversación en un
terreno neutral
, y después se asombró de que su obra pictórica se hubiese convertido en un
terreno neutral
para él mismo.