Read El mapa y el territorio Online
Authors: Michel Houellebecq
—Se lo prometí.
—Y el texto, ¿llegará pronto?
—Antes de fin de mes.
—¿Pero estáis en contacto o no?
—En realidad no. Sólo me ha enviado un e-mail diciendo que volvía a afincarse en Francia, que había conseguido comprar la casa de su infancia en el Loiret. Pero precisaba que eso no cambiaba nada, que tendría el texto a finales de octubre. Confío en su palabra.
En efecto, la mañana del 31 de octubre Jed recibió un mensaje electrónico acompañado de un texto sin título de unas cincuenta páginas que transmitió inmediatamente a Marylin y a Franz, inquieto: ¿no sería demasiado largo? Ella le tranquilizó inmediatamente; al contrario, le dijo, siempre era preferible «tener volumen».
Aun cuando actualmente este texto de Houellebecq —el primero de tamaña importancia consagrado a la obra de Martin— se considera más bien una curiosidad histórica, no por eso contiene menos intuiciones interesantes. Más allá de las variaciones de temas y de técnicas, afirma por primera vez la unidad de la obra del artista y descubre una lógica profunda en el hecho de que después de haber dedicado sus años de formación a rastrear la esencia de los productos manufacturados del mundo, se interese, en una segunda parte de su vida, por sus productores.
La mirada con que Jed Martin observa la sociedad de su tiempo, subraya Houellebecq, es más la de un etnólogo que la de un comentador político. Insiste en que Martin no tiene nada de artista comprometido, y si bien
La entrada en bolsa de la acción Beate Uhse
, una de sus raras escenas de multitudes, puede evocar el período expresionista, nos hallamos muy lejos del tratamiento rechinante, cáustico, de un George Grosz o un Otto Dix. Sus
traders
en pantalón de chándal y sudadera con capucha, que aclaman con una lasitud hastiada la gran industria del porno alemán, son los herederos directos de los burgueses con chaqué que se cruzan interminablemente en las recepciones escenificadas por el Fritz Lang de los
Mabuse
; los trata con el mismo distanciamiento, la misma frialdad objetiva. Tanto en sus títulos como en su pintura, Martin es siempre simple y directo: describe el mundo, casi nunca se consiente una anotación poética, un subtítulo que sirva de comentario. Lo hace, sin embargo, en una de sus obras más conseguidas,
Bill Gates y Steve Jobs conversando sobre el futuro de la informática
, que optó por subtitular «La conversación de Palo Alto».
Arrellanado en una silla de mimbre, Bill Gates separaba ampliamente los brazos mientras sonreía a su interlocutor. Vestía un pantalón de lona y una camiseta caqui de manga corta, y calzaba unas chancletas. No era ya el Bill Gates con traje azul marino de la época en que Microsoft consolidaba su dominio en el mundo y en que él mismo, destronando al sultán de Brunei, se alzaba al rango de primera fortuna mundial. No era todavía el Bill Gates preocupado, dolorido, que visitaba orfanatos de Sri Lanka o hacía un llamamiento a la comunidad internacional para vigilar el rebrote de la viruela en los países de África occidental. Era un Bill Gates intermedio, distendido, manifiestamente feliz por haber abandonado su puesto de
chairman
de la primera empresa mundial de programación informática, un Bill Gates de vacaciones, en suma. Sólo sus gafas de montura metálica, con cristales de muchos aumentos, recordaban su pasado de
nerd
.
Frente a él, Steve Jobs, aunque sentado con las piernas recogidas en el sofá de cuero blanco, paradójicamente parecía una encarnación de la austeridad, del
Sorge
tradicionalmente vinculado con el capitalismo protestante. No había nada californiano en la manera con que su mano derecha se apretaba la mandíbula como para ayudarla en una reflexión difícil, ni en la mirada de incertidumbre que posaba en su interlocutor; y ni siquiera la camisa hawaiana con que Martin le había ataviado lograba disipar la impresión de tristeza generalizada que producía su postura ligeramente encorvada, la expresión de desarraigo que se leía en sus rasgos.
El encuentro, a todas luces, tenía lugar en la casa de Jobs. Mezcla de muebles blancos de diseño depurado y de colgaduras étnicas de colores vivos: todo en la habitación evocaba el universo estético del fundador de Apple, en las antípodas del libertinaje de aparatos
high-tech
, en la frontera de la ciencia ficción, que caracterizaba, según la leyenda, la casa que el fundador de Microsoft se había hecho construir en las afueras de Seattle. Entre los dos hombres había un tablero de ajedrez con piezas artesanales de madera encima de una mesa baja; acababan de interrumpir la partida en una posición muy desventajosa para las negras; es decir, para Jobs.
En algunas páginas de su autobiografía,
Camino al futuro
, Bill Gates deja transpirar a veces lo que cabría considerar un cinismo completo, en particular en el pasaje en que confiesa con simplicidad que no es forzosamente ventajoso para una empresa ofrecer los productos más innovadores. La mayoría de las veces es preferible observar lo que hacen las empresas rivales (y entonces, de hecho, hace referencia, sin citarlo, a su competidor Apple), dejar que saquen sus productos, que afronten las dificultades inherentes a cualquier innovación, que arriesguen ellos primero, en cierto modo; luego, en un segundo momento, inundar el mercado ofreciendo copias a bajo precio de los productos de la competencia. Houellebecq recalca en su texto que este aparente cinismo no es, sin embargo, la verdad profunda de Gates, la cual se expresa sobre todo en esos pasajes sorprendentes y casi conmovedores en que ratifica su fe en el capitalismo, en la misteriosa «mano invisible»; su convicción absoluta, inquebrantable, de que por muchas vicisitudes que atraviese y ejemplos opuestos que lo desmientan, el mercado, a fin de cuentas, siempre tiene razón, el bien del mercado se identifica siempre con el bien general. Aquí aparece entonces Bill Gates, en su verdad profunda, como una persona de fe, y esta fe, este candor del capitalismo sincero es lo que Jed Martin ha sabido captar representándole con los brazos abiertos de par en par, cordial y amistoso, con las gafas brillando en los últimos rayos del sol poniente sobre el Océano Pacífico. Jobs, por el contrario, adelgazado por la enfermedad, con el rostro desasosegado, punteado por una barba rala, dolientemente apoyado en su mano derecha, recuerda a uno de esos evangelistas itinerantes en el momento en que pronuncia quizá por décima vez sus sermones ante una audiencia escasa e indiferente, es invadido de repente por la duda.
No obstante, era Jobs, inmóvil, debilitado, en posición perdedora, el que daba la sensación de dominar el juego; tal era, destaca Houellebecq en su texto, la profunda paradoja de este lienzo. En su mirada brillaba aún esa llama que no es sólo la de los predicadores y los profetas, sino también la de los inventores tan a menudo descritos por Julio Verne. Si se miraba más atentamente la jugada en el tablero representada por Martin, se advertía que no era necesariamente perdedora, y que Jobs podía sacrificar la reina y dar un audaz mate de alfil y caballo en tres movimientos. Del mismo modo daba la impresión de que podía, mediante la intuición fulgurante de un producto nuevo, imponer súbitamente normas nuevas al mercado. Por el ventanal, detrás de los dos hombres, se divisaba un paisaje de praderas de un verde esmeralda casi surrealista, que descendía en suave pendiente hasta una hilera de acantilados y se reunían allí con un bosque de coníferas. Más lejos, el Océano Pacífico desplegaba sus olas cobrizas, interminables. Unas niñas, a lo lejos, en la hierba, habían empezado a jugar al frisbee. Caía la tarde, magníficamente, en la explosión de una puesta de sol en el norte de California que Martin habría querido casi inverosímil en su suntuosidad anaranjada, y caía la tarde sobre la parte más desarrollada del mundo; era esto también, la tristeza indefinida de los adioses, lo que se leía en la mirada de Jobs.
Dos defensores convencidos de la economía de mercado; dos votantes resueltos, asimismo, del partido demócrata y, sin embargo, dos facetas opuestas del capitalismo, tan distintas entre sí como podía serlo un banquero de Balzac con respecto a un ingeniero de Verne. «La conversación de Palo Alto», decía Houellebecq en su conclusión, era un subtítulo excesivamente modesto; Jed Martin más bien podría haber titulado su cuadro
Una breve historia del capitalismo
, porque, en efecto, eso es lo que era.
Tras algunas tergiversaciones, la inauguración se fijó para el 11 de diciembre, un miércoles; era el día ideal, según Marylin. Confeccionados con urgencia en una imprenta italiana, los catálogos llegaron justo a tiempo. Eran objetos elegantes y hasta lujosos; no había que cicatear en estas cosas, había zanjado Marylin, con la que Franz se mostraba cada vez más sumiso; resultaba curioso, la seguía a todas partes, de una habitación a otra, como un perrito faldero, cuando ella llamaba por teléfono.
Después de haber depositado una pila de catálogos cerca de la entrada y verificado que estaba bien colgado el conjunto de los lienzos, no quedaba nada más que hacer hasta la apertura, prevista para las siete de la tarde, y el galerista empezó a dar muestras palpables de nerviosismo; se había puesto un curioso blusón bordado de campesino eslovaco por encima de sus vaqueros negros Diesel. Marylin, muy
cool
, comprobaba algunos detalles con su móvil, deambulaba de un cuadro a otro, con Franz pisándole los talones.
It's a game
,
it's a million dollar game
.
Hacia las seis y media, a Jed comenzaron a fatigarle las evoluciones de los dos comparsas y anunció quede iba a dar una vuelta.
—Sólo una vuelta por la calle, voy a caminar un poco, no os preocupéis, sienta bien caminar.
El comentario delataba un optimismo exagerado, y se dio cuenta de ello en cuanto puso el pie en el boulevard Vincent-Auriol. Pasaban coches a toda velocidad salpicando, hacía frío y llovía a cántaros, era lo único que se podía conceder aquella noche al boulevard Vincent-Auriol. Un hipermercado Casino, una gasolinera Shell eran los únicos centros de energía perceptibles, las únicas ofertas sociales que podían suscitar deseo, felicidad, alegría. Jed conocía ya estos lugares de vida: del hipermercado Casino había sido durante años un cliente asiduo, antes de pasarse al Franprix del boulevard de L'Hópital. En cuanto a la gasolinera Shell también la conocía bien: había apreciado poder avituallarse los domingos de Pringles y de botellas de Hépar, pero esta noche era inútil, habían organizado un cóctel, por supuesto, y habían recurrido a los servicios de un
traiteur
.
Entró, sin embargo, en la gran superficie, entre docenas de otros clientes, y enseguida pudo advertir diferentes mejoras. Cerca de la zona de librería, una estantería de prensa ofrecía ahora una variedad importante de periódicos y revistas. Habían reforzado aún más la oferta de pasta fresca italiana, nada, realmente, parecía capaz de frenar el avance de aquella pasta, y sobre todo las existencias
food court
de la tienda se habían enriquecido con un estupendo y flamante Salad Bar de libre servicio, que exponía una quincena de variedades, de las cuales algunas parecían deliciosas. Aquello le despertó ganas de volver; unas
condenadas
ganas de volver, como habría dicho Houellebecq, cuya ausencia de repente Jed lamentó dolorosamente delante del Salad Bar donde unas mujeres de mediana edad calculaban, dubitativas, el valor calórico de los componentes. Sabía que el escritor compartía su gusto por la gran distribución, la
auténtica
distribución, le gustaba decir, que al igual que Jed hacía votos, en un futuro más o menos utópico y remoto, por la fusión de las distintas cadenas de tiendas en un hipermercado total que cubriese el conjunto de las necesidades humanas. ¡Cómo le habría gustado visitar juntos aquel hipermercado Casino remozado, darse codazos para señalarse mutuamente la aparición de segmentos de productos inéditos o un nuevo etiquetado nutritivo especialmente exhaustivo y claro…!
¿Le estaba invadiendo un
sentimiento de amistad
por Houellebecq? La palabra habría sido exagerada, y Jed, de todos modos, no creía estar en condiciones de experimentar un sentimiento de esta naturaleza: había atravesado la adolescencia, la primera juventud, sin haber entablado amistades muy intensas, a pesar de que esos períodos de la vida se consideran particularmente propicios para su nacimiento; era poco verosímil que la amistad le llegase ahora,
tardíamente
. Pero, en suma, en definitiva había apreciado el mutuo encuentro y sobre todo le gustaba el texto de Houellebecq, le parecía incluso de una calidad intuitiva sorprendente, teniendo en cuenta la evidente falta de cultura pictórica del autor. Le había invitado a la inauguración, por supuesto; Houellebecq había contestado que «intentaría pasar», lo que quería decir que las posibilidades de verle eran prácticamente nulas. Cuando habían hablado por teléfono, estaba muy excitado por acondicionar su nueva casa: dos meses antes, cuando había regresado, en una especie de peregrinaje sentimental, al pueblo donde había pasado su infancia, la casa donde había crecido estaba en venta. Lo había considerado «absolutamente milagroso», una señal del destino, y la había comprado al instante, sin discutir el precio, había trasladado allí sus pertenencias —bien es verdad que la mayor parte nunca había salido de las cajas de embalaje— y se ocupaba ahora de amueblarla. No había hablado de otra cosa, en suma, y el cuadro de Jed parecía la última de sus preocupaciones; no obstante, Jed le había prometido llevárselo en cuanto pasaran la inauguración y los primeros días de la exposición, cuando a veces se presentaban algunos periodistas rezagados.
Hacia las siete y veinte horas, en el momento en que Jed volvió a la galería, vio por los ventanales a unas cincuenta personas que deambulaban por las filas de lienzos. La gente había llegado puntual, lo cual probablemente era una buena señal. Marylin le vio de lejos y agitó el puño hacia él en ademán de victoria.
—Hay peces gordos… —dijo ella, cuando se reunió con Jed—. Peces muy gordos.
En efecto, a unos metros de distancia vio a Franz conversando con François Pinault, escoltado por una joven encantadora, posiblemente de origen iraní, que le ayudaba a dirigir su fundación artística. El galerista tenía aspecto de pasarlo mal, agitaba los brazos de un modo desordenado y Jed sintió un fugaz deseo de acudir en su auxilio, pero entonces recordó lo que sabía desde siempre y que Marylin le había repetido claramente unos días antes: siempre estaba mejor callado.