Read El mapa y el territorio Online
Authors: Michel Houellebecq
El croata llevó a cabo la reparación y se embolsó los cincuenta euros. No le presentó ninguna factura y él, por su parte, tampoco se la esperaba. Acababa de cerrarse la puerta tras el fontanero, cuando volvió a llamar con unos golpecitos secos. Jed entreabrió la puerta.
—A propósito, señor —dijo el hombre—. Feliz Navidad. Quería decírselo: feliz Navidad.
—Sí, es verdad —dijo Jed, incómodo—. Feliz Navidad también a usted.
Entonces cayó en la cuenta del problema del taxi. Tal como se esperaba,
AToute
se negó en redondo a llevarle a Raincy, y
SpeedTax
aceptó como mucho a transportarle hasta la estación, a lo sumo hasta el ayuntamiento, pero no, desde luego, hasta las cercanías de la ciudad de las Cigales. «Motivos de seguridad, señor…», susurró el empleado, con un ligero reproche. «Sólo cubrimos las zonas totalmente seguras, señor», señaló a su vez el recepcionista de Coches Fernand Garcin, con neutro tono compungido. Jed se iba sintiendo culpable de querer cenar en Nochebuena en una zona tan inconveniente como la ciudad de las Cigales, y como todos los años empezó a albergar rencor contra su padre, que se empeñaba en no abandonar la casa burguesa, rodeada de un extenso parque, que los movimientos de la población habían ido relegando al corazón de una zona cada vez más peligrosa y, desde hacía poco, totalmente controlada por las bandas.
En principio hubo que reforzar la tapia y coronarla con una verja electrificada, instalar un sistema de videovigilancia conectado con la comisaría, y todo para que su padre pudiera deambular solitario por las doce habitaciones imposibles de calentar que nunca visitaba nadie, aparte de Jed en Nochebuena. Hacía mucho que habían desaparecido los comercios de vecindario, y era imposible salir a pie por las calles de las inmediaciones: ni siquiera eran infrecuentes las agresiones contra los coches en los semáforos. El ayuntamiento de Raincy le había concedido una asistenta, una senegalesa desabrida y hasta malvada que se llamaba Fatty y que le había cogido ojeriza desde los primeros días, se negaba a cambiarle las sábanas más de una vez al mes y seguramente le sisaba en la compra.
En cualquier caso, la temperatura en la habitación aumentaba lentamente. Jed sacó una foto del cuadro que estaba pintando, así al menos tendría algo que enseñarle a su padre. Se quitó el pantalón y el jersey, se sentó con las piernas recogidas en el estrecho colchón colocado en el suelo que le servía de cama y se tapó con una manta. Disminuyó gradualmente el ritmo respiratorio. Visualizó olas que rompían lenta, perezosamente, sobre un crepúsculo mate. Intentó dirigir su espíritu hacia un espacio de calma; hizo lo posible por mentalizarse para la cena de este año con su padre.
La preparación mental surtió su efecto y la velada fue un lapso de tiempo neutro, casi distendido; hacía mucho que no esperaba más.
A la mañana siguiente, hacia las siete, suponiendo que las bandas también habrían
celebrado
la Nochebuena, Jed fue andando hasta la estación de Raincy y llegó sin percances a la estación del Este.
Un año más tarde, la reparación había aguantado y era la primera vez que la caldera daba indicios de debilidad.
El arquitecto Jean-Pierre Martin abandonando la dirección de su empresa
estaba terminado desde hacía mucho tiempo y almacenado en la trastienda del galerista de Jed, a la espera de una exposición personal que tardaba en organizarse. El propio Jean-Pierre Martin —para sorpresa de su hijo, y aunque desde mucho antes había renunciado a decírselo— había decidido abandonar el chalet de Raincy para instalarse en una residencia asistida para jubilados de Boulogne. Su cena anual tendría lugar esta vez en una
brasserie
de la avenue Bosquet llamada Chez Papa. Jed la había escogido en el
Pariscope
, fiándose de un anuncio publicitario que prometía una calidad tradicional,
a la antigua
, y la promesa, en conjunto, se había cumplido. Papas Noel y abetos adornados con guirnaldas tapizaban la sala medio vacía, ocupada sobre todo por grupitos de personas mayores, incluso muy mayores, que masticaban con aplicación, a conciencia y casi con ferocidad platos de cocina tradicional. Había jabalí, lechón, pavo; de postre, por descontado, el establecimiento, cuyos camareros educados, desdibujados, operaban en silencio, como en una unidad de grandes quemados, ofrecía un tronco de Navidad
a la antigua
. Jed se daba perfecta cuenta de que hacía el tonto invitando a su padre a semejante cena. Aquel hombre seco, serio, de rostro largo y austero, nunca pareció muy inclinado a las delicias de la mesa, y las raras veces en que Jed había comido con él fuera, cuando había necesitado verle cerca de su lugar de trabajo, su padre había elegido un restaurante de sushi, siempre el mismo. Era patético e inútil querer establecer con él una convivencia gastronómica que ya no tenía ocasión de producirse, que seguramente ni siquiera se había producido nunca: su mujer, cuando vivía, detestaba cocinar. Pero era Navidad, ¿qué hacer, si no? Indiferente a las cuestiones de indumentaria, el padre ya no parecía interesarse por casi nada. Según la directora de la residencia, estaba «razonablemente integrado», lo que probablemente quería decir que apenas dirigía la palabra a nadie. De momento masticaba laboriosamente su cochinillo, más o menos con la misma expresión que si fuese un bloque de caucho, nada indicaba que quisiera romper un silencio que se prolongaba, y Jed, febril (no debería haber tomado Gewürztraminer con las ostras, lo había comprendido nada más pedirlo, el vino blanco le embrollaba siempre las ideas), buscaba frenéticamente algo que pudiera asemejarse a un tema de conversación. Si hubiera estado casado, si por lo menos hubiese tenido una amiga, o sea, una mujer cualquiera, las cosas habrían sido distintas; las mujeres se desenvuelven mejor que los hombres en estas historias de familia, es un poco su especialidad de partida, incluso cuando no hay niños reales están ahí, de modo potencial, en el horizonte de la conversación, y ya se sabe que los viejos se interesan por sus nietos, los asocian con los ciclos de la naturaleza o algo por el estilo, bueno, hay una especie de emoción que consigue nacer en su anciana cabeza, el hijo es la muerte del padre, claro, pero para el abuelo el nieto es una especie de renacimiento o de desquite, y esto puede ser más que suficiente, como mínimo durante el tiempo de una cena navideña. Jed se decía a veces que debería alquilar una
escort
para aquellas cenas, improvisar una pequeña ficción, habría bastado con aleccionar a la chica dos horas antes, a su padre no le interesaban mucho los detalles de la vida de los demás, como les sucede a todos los hombres en general.
En los países latinos, la política puede bastar para las necesidades de la conversación de varones de edad media o elevada; en las clases inferiores, el deporte la sustituye a veces. En las personas muy influenciadas por los valores anglosajones, el papel de la política lo asumen más bien la economía y las finanzas; la literatura puede proporcionar una ayuda adicional. En este caso, ni a Jed ni a su padre les interesaba realmente la economía, y tampoco la política. Jean-Pierre Martin aprobaba en conjunto la forma en que estaba gobernado el país y su hijo no tenía opinión al respecto; entre una cosa y otra, pudieron al menos, repasando ministerio por ministerio, aguantar hasta el carrito de los quesos.
Al llegar el carro el padre se animó un poco y le preguntó a su hijo por sus proyectos artísticos. Por desgracia, en esta ocasión era Jed el que amenazaba con ensombrecer el ambiente, porque su último cuadro,
Damien Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercado del arte
, ya no lo sentía, estaba estancado, había una especie de fuerza que le empujaba desde hacía uno o dos años y que se agotaba, se pulverizaba, pero para qué contarle todo eso a su padre, que no podía hacer nada, nadie podía por lo demás, ante una confidencia así la gente sólo podía entristecerse un poco, a decir verdad las relaciones humanas no son gran cosa.
—Preparo una exposición personal en primavera —anunció, finalmente—. Bueno, se retrasa un poco. Franz, mi galerista, quisiera un escritor para el catálogo. Ha pensado en Houellebecq.
—¿Michel Houellebecq?
—¿Le conoces? —preguntó Jed, sorprendido. Nunca habría sospechado que su padre pudiera interesarse por alguna forma de producción cultural.
—Hay una pequeña biblioteca en mi residencia; he leído dos novelas suyas. Me parece un buen autor. Es agradable de leer, y tiene una visión de la sociedad bastante acertada. ¿Te ha respondido?
—No, todavía no…
Ahora Jed reflexionaba a toda velocidad. Si alguien tan profundamente paralizado dentro de una rutina desesperada y mortal, alguien tan profundamente adentrado como su padre en la vía sombría, en la alameda de las Sombras de la Muerte, había reparado en la existencia de Houellebecq, sin duda ese autor tenía algo. Cayó entonces en la cuenta de que había omitido contactar con Houellebecq por correo electrónico, como Franz le había pedido ya varias veces que hiciese. Y sin embargo era urgente. A la vista de las fechas de Art Basel y de la Frieze Art Fair, había que organizar la exposición en abril, a más tardar en mayo, y difícilmente se podía pedir a Houellebecq que escribiera un texto de catálogo en quince días, era un autor célebre, incluso mundialmente, al menos según Franz.
La excitación de su padre había remitido, masticaba su saint-nectaire con tan poco entusiasmo como el cochinillo. Sin duda por compasión, suponemos en los ancianos una gula especialmente intensa, porque queremos convencernos de que cuando menos les queda eso, mientras que en la mayoría de los casos los placeres gustativos se apagan irremediablemente, como todo lo demás. Subsisten los trastornos digestivos y el cáncer de próstata.
A unos metros a su izquierda, tres octogenarias parecían concentrarse en su macedonia de frutas, quizá como homenaje a sus maridos difuntos. Una de ellas extendió la mano hacia su copa de champán y después la dejó caer sobre la mesa; su pecho se alzaba por el esfuerzo. Al cabo de unos segundos reanudó su tentativa, le temblaba terriblemente la mano, la concentración le crispaba la cara. Jed se abstenía de intervenir, no estaba en absoluto en condiciones de hacerlo. Ni siquiera lo estaba ya el camarero apostado a unos metros, que supervisaba la operación con una mirada inquieta; aquella mujer se encontraba ahora en contacto directo con Dios. Probablemente estaba más cerca de los noventa que de los ochenta.
Para consumarlo todo, sirvieron a su vez los postres. El padre de Jed acometió con resignación el tronco de Navidad de tradición pastelera. Ya no habría muchos más, ahora. El tiempo transcurría entre ellos de una forma extraña; aunque no dijeran nada, aunque el silencio duradero establecido ya alrededor de la mesa habría podido dar la sensación de una pesadez total, parecía que los segundos y hasta los minutos transcurrieran con una rapidez fulminante. Media hora después, sin que un solo pensamiento se le hubiera pasado realmente por la mente, Jed acompañó a su padre hasta la parada de taxis. Sólo eran las diez de la noche, pero Jed sabía que los otros inquilinos de la residencia consideraban ya un privilegiado a su padre por haber tenido compañía, durante unas horas, en Navidad. «Tiene un buen hijo…», le habían dicho en varias ocasiones. Cuando ya ha ingresado en la residencia asistida, el anciano jubilado —convertido en un
viejo
, de manera irreversible— se encuentra un poco en la situación de un niño interno en un colegio. A veces tiene visitas: entonces es la felicidad, puede descubrir el mundo, comer galletas Pepito y ver al payaso Ronald McDonald. Pero la mayoría de las veces no las recibe: entonces deambula tristemente entre los postes de balonmano, por el suelo asfaltado del internado desierto. Aguarda la liberación, alzar el vuelo.
Al volver a su taller, Jed comprobó que el calentador seguía funcionando y la temperatura era normal y hasta calurosa. Se desvistió parcialmente antes de tenderse sobre el colchón y se durmió al instante, con el cerebro absolutamente vacío.
Despertó sobresaltado en mitad de la noche; el despertador marcaba las 4.43. En la habitación hacía un calor casi sofocante. Le había despertado el ruido de la caldera, pero no eran los chasquidos habituales, sino que ahora el aparato emitía un ronquido prolongado, grave, casi infrasónico. Abrió con un golpe brusco la ventana de la cocina, cuyos azulejos estaban recubiertos de escarcha. El aire glacial irrumpió en la habitación. Seis pisos más abajo, gruñidos porcinos perturbaron la noche de Navidad. Cerró de inmediato. Era muy probable que unos vagabundos se hubiesen introducido en el patio; al día siguiente aprovecharían las sobras de la cena amontonadas en los cubos de basura del inmueble. Ningún vecino se atrevería a llamar a la policía para desembarazarse de ellos: no el día de Navidad. Por lo general, la que terminaba por ocuparse de ello era la inquilina del primero, una mujer de unos sesenta años, de pelo gris teñido con henna, que llevaba jerséis a retazos de colores vivos, y que Jed suponía que era una psicoanalista jubilada. Pero no la había visto desde hacía días, posiblemente estaría de vacaciones, a no ser que se hubiera muerto de repente. Los vagabundos se quedarían varios días, el olor de sus defecaciones llenaría el patio, Impediría abrir las ventanas. Con los inquilinos se mostraban educados y hasta obsequiosos, pero las reyertas entre ellos eran feroces y las cosas solían acabar así, aullidos de agonía se elevaban en la noche, alguien llamaba al SAMU y encontraban a un tío bañado en su propia sangre y con una oreja medio arrancada.
Jed se acercó a la caldera, que se había silenciado y levantó prudentemente la tapa de acceso a los mandos; al momento el aparato emitió un ronquido breve, como si se sintiera amenazado por la intrusión. Un chivato amarillo parpadeaba rápidamente, indescifrable. Con suavidad, milímetro a milímetro, Jed giró el botón de subida hacia la izquierda. Si las cosas iban mal, conservaba el número de teléfono del croata, pero ¿seguiría en activo? No tenía intención de «enmohecerse en la fontanería», le había confesado sin ambages a Jed. Su ambición, en cuanto «hubiese juntado un dinero», era volver a su país, Croacia, más concretamente a la isla de Hvar, y abrir allí una empresa de alquiler de motos acuáticas. Entre paréntesis, uno de los últimos expedientes que su padre había estudiado antes de retirarse era una licitación para edificar un centro marítimo de lujo en Stari Grad, en la isla de Hvar, que en efecto empezaba a convertirse en un destino de prestigio, el año pasado podrías haberte cruzado allí con Sean Penn y Angelina Jolie, y Jed experimentó una oscura decepción humana ante la idea de que aquel hombre dejase la fontanería, artesanado noble, para alquilar motores ruidosos y estúpidos a pequeños petimetres forrados de pasta que vivían en la rue de la Faisanderie.