Read El mapa y el territorio Online
Authors: Michel Houellebecq
«Pero ¿de qué se trata, exactamente?», se interrogaba el portal de Internet sobre la isla de Hvar, antes de responder en los siguientes términos: «Aquí tiene usted las llanuras de espliego, los viejos olivos y las viñas en una armonía única, y así el visitante que quiera acercarse a la naturaleza visitará primero la pequeña
konoba
de Hvar (pequeña taberna) en lugar de ir al restaurante más lujoso, degustará el auténtico vino ordinario en lugar del champán, cantará una antigua canción popular de la isla y olvidará la rutina cotidiana», seguramente era esto lo que había seducido a Sean Penn, y Jed se imaginó la estación muerta, los meses de octubre aún templados, al ex-fontanero tranquilamente sentado a la mesa delante de un risotto de mariscos, estaba claro que la elección era comprensible y hasta disculpable.
Un poco a su pesar, se acercó al
Damien Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercado del arte
, posado sobre el caballete en medio del taller, y le embargó de nuevo la insatisfacción, más amarga todavía. Se percató de que tenía hambre, lo que no era normal porque había cenado un menú completo con su padre, con entrada, quesos y postre, no había faltado nada, pero tenía hambre y calor, ya no conseguía respirar. Volvió a la cocina, abrió una bandeja de canalones en salsa y se los tragó uno por uno, contemplando el cuadro fallido con una mirada sombría. Koons no era obviamente lo bastante ligero, lo bastante aéreo; quizá tendría que haberle dibujado alas como al dios Mercurio, pensó estúpidamente; allí, con su traje de rayas y su sonrisa de comercial, recordaba un poco a Silvio Berlusconi.
En la clasificación ArtPrice de las más grandes fortunas artísticas, Koons era el número 2 mundial; hacía unos años que Hirst, diez años más joven, le había arrebatado el primer puesto. Jed, por su parte, había alcanzado unos diez años antes el puesto quinientos ochenta y tres, pero era el decimoséptimo francés. Luego, como dicen los comentadores del Tour de Francia, «había sido relegado a las profundidades de la clasificación», antes de desaparecer totalmente de ella. Terminó la bandeja de canalones, encontró un resto de coñac. Encendió la regleta de halógenos a su máxima potencia y los enfocó hacia el centro del lienzo. Mirando de cerca, ni siquiera la noche estaba bien: no tenía esa suntuosidad, ese misterio que asociamos con las noches de la Península Arábiga; habría debido emplear un azul cerúleo en vez de uno ultramar. El cuadro que estaba pintando era en realidad una auténtica mierda. Cogió un cuchillo de pescado, reventó el ojo de Damien Hirst, ensanchó el agujero con esfuerzo: era una tela de fibras de lino apretadas, muy resistente. Aferrando con una mano el lienzo pegajoso, lo desgarró de un solo golpe, lo que desequilibró el caballete, que se desplomó en el suelo. Se detuvo, un poco calmado, contempló sus manos pringosas de pintura, apuró el coñac antes de saltar con los pies juntos sobre el cuadro, y lo pisoteó y restregó contra el suelo, que se volvía resbaladizo. Acabó perdiendo el equilibrio y cayó, el marco del caballete le golpeó violentamente el occipucio, eructó y vomitó, de golpe se sintió mejor, el aire fresco nocturno circulaba libremente por su rostro, cerró los ojos de felicidad: era evidente que había llegado al final de un ciclo.
Jed ya no se acordaba de cuándo había empezado a dibujar. Indudablemente, todos los niños dibujan más o menos, él no conocía niños, no estaba seguro. Su única certeza ahora era que había empezado a dibujar flores con lápices de colores en cuadernos de pequeño formato.
Los miércoles por la tarde, y algunos domingos, había vivido momentos de éxtasis, solo en el jardín soleado, mientras la canguro telefoneaba a su novio del momento. Vanessa tenía dieciocho años, estaba en primer año de Económicas en la Universidad de Saint-Denis/Villetaneuse, y durante largo tiempo fue la única testigo de sus primeros ensayos artísticos. A ella sus dibujos le parecían bonitos, se lo decía y era sincera, pero algunas veces le lanzaba miradas perplejas. Los niños dibujan monstruos sanguinarios, insignias nazis y aviones de caza (o, los más adelantados, coños y pollas), rara vez flores.
Jed ignoraba entonces, al igual que Vanessa, que las flores son sólo órganos sexuales, vaginas abigarradas que adornan la superficie del mundo, entregadas a la lubricidad de los insectos. Los insectos y los hombres, y también otros animales, parecen perseguir un objetivo, sus desplazamientos son rápidos y orientados, mientras que las flores permanecen fijas y deslumbrantes en la luz. La belleza de las flores es triste porque son frágiles y están destinadas a morir, como todas las cosas que hay en la tierra, por supuesto, pero las flores muy especialmente, y su cadáver, como el de los animales, no es sino una grotesca parodia de su ser vital, y su cadáver, como el de los animales, hiede; todo esto uno lo comprende bien cuando ya ha vivido el paso de las estaciones y la podredumbre de las flores, y Jed lo había comprendido a la edad de cinco años y quizá antes, porque había muchas flores en el parque que rodeaba la casa de Raincy, y también muchos árboles, y sus ramas agitadas por el viento eran tal vez una de las primeras cosas que había visto cuando le paseaba en su cochecito una mujer adulta (¿su madre?), aparte de las nubes y el cielo. La voluntad de vivir de los animales se manifiesta mediante transformaciones rápidas —una humectación del orificio, una rigidez del tallo y más tarde la emisión de líquido seminal—, pero esto sólo lo descubriría más adelante, en un balcón de Port-Grimaud, gracias a Marthe Taillefer. La voluntad de vivir de las flores se manifiesta mediante la formación de manchas de color deslumbrantes que rompen la banalidad verdosa del paisaje natural, al igual que la trivialidad en general transparente del paisaje urbano, al menos en los municipios floridos.
El padre de Jed volvía por la noche, se llamaba «Jean-Pierre», sus amigos le llamaban así. Jed, en cambio, le llamaba «papá». Era un buen padre, sus amigos y subordinados consideraban que lo era; hace falta mucho valor siendo viudo para criar solo a un hijo. Jean-Pierre había sido un buen padre los primeros años, ahora lo era un poco menos, pagaba más horas de canguro, cenaba frecuentemente fuera (muy a menudo con clientes, a veces con subordinados, cada vez más esporádicamente con amigos porque el tiempo de la amistad empezaba a declinar para él, lo cierto era que ya no creía que se pudiese tener amigos, que esta relación de amistad pudiera tener verdadera importancia en la vida de un hombre o modificar su destino), regresaba tarde y no intentaba siquiera acostarse con la canguro, lo que sin embargo intentan la mayoría de los hombres; escuchaba el relato de la jornada, sonreía a su hijo, pagaba la tarifa que le pedían. Era el cabeza de una familia descompuesta y no tenía pensado recomponerla. Ganaba mucho dinero: director general de una empresa de construcción, se había especializado en construir balnearios llave en mano; tenía clientes en Portugal, las Maldivas, Santo Domingo.
De aquel período Jed había conservado sus cuadernos, que contenían la totalidad de sus dibujos de la época, y todo esto moría lentamente, sin prisa (el papel no era de muy buena calidad, los lápices tampoco), aún podía durar dos o tres siglos, las cosas y los seres tienen una duración vital.
Una pintura a la aguada que probablemente se remontaba a los primeros años de la adolescencia de Jed se titulaba:
El heno en Alemania
(lo cual era bastante misterioso, porque Jed no conocía Alemania y, a mayor abundamiento, nunca había participado en la siega del «heno»). Unas montañas nevadas, aunque la iluminación recuerda con toda claridad el pleno verano, cerraban la escena; trataba con vivos colores lisos a los campesinos que cargaban el heno con sus bieldos, a los burros uncidos a sus carros; era tan hermoso como un Cézanne o cualquier otro pintor. La cuestión de la belleza es secundaria en la pintura, a los grandes pintores del pasado se les consideraba tales cuando habían desarrollado una visión del mundo a la vez coherente e innovadora, lo cual significa que pintaban siempre de la misma manera, que utilizaban siempre el mismo método, los mismos procedimientos para transformar los objetos del mundo en objetos pictóricos, y que esta manera que les era propia no había sido empleada nunca antes. Se les apreciaba aún más como pintores cuando su visión del mundo parecía exhaustiva, parecía aplicable a todos los objetos y todas las situaciones existentes o imaginables. Esta visión de la pintura era la clásica y fue en la que Jed tuvo ocasión de iniciarse durante sus estudios secundarios, y que se basaba en el concepto de
figuración
, concepto al que Jed, bastante extrañamente, volvería durante algunos años de su carrera y al que, aún más extrañamente, debía a fin de cuentas la fortuna y la gloria.
Consagró su vida (al menos su vida profesional, que bastante pronto se confundiría con el conjunto de su vida) al arte, a la producción de representaciones del mundo en las cuales la gente, sin embargo, no debería vivir en absoluto. Por ello podía producir representaciones críticas, críticas en cierta medida, porque el movimiento general del arte, así como de toda la sociedad, se inclinaba en los años de juventud de Jed hacia una aceptación del mundo, a veces entusiasta, más a menudo matizada de ironía. Su padre no tenía esta libertad de elección, tenía que producir configuraciones habitables de una forma absolutamente nada irónica, en las que la gente estaba destinada a vivir y debía tener la posibilidad de disfrutarlo, como mínimo durante sus vacaciones. Él era el responsable en caso de deficiencias graves de la máquina habitable, si un ascensor se desplomaba, por ejemplo, o si se atascaban los inodoros. No era responsable si invadía la residencia una población brutal, violenta, no controlada por la policía y las autoridades establecidas; su responsabilidad quedaba atenuada en caso de seísmo.
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El padre de su padre había sido fotógrafo; sus propios orígenes se perdían en una especie de charco sociológico poco apetitoso, estancado desde tiempos inmemoriales, esencialmente compuesto de obreros agrícolas y campesinos pobres. ¿Qué habría llevado a aquel hombre salido de un medio miserable a enfrentarse con las técnicas incipientes de la fotografía? Jed no tenía la menor idea y su padre tampoco, pero había sido el primero de una larga estirpe en huir de la pura y simple reproducción de lo mismo. Se había ganado la vida fotografiando mayormente bodas, a veces comuniones o fiestas de fin de curso escolar en un pueblo. Viviendo en aquel departamento desde siempre abandonado, marginado, que es la Creuse, casi no había tenido oportunidad de fotografiar inauguraciones de edificios ni visitas de políticos de envergadura nacional. Era un artesano mediocre, poco lucrativo, y el acceso de su hijo a la profesión de arquitecto constituía ya una seria promoción social, incluso sin contar sus posteriores éxitos de empresario.
En la época en que ingresó en Bellas Artes de París, Jed había dejado el dibujo por la fotografía. Dos años antes había descubierto en el desván de su abuelo una cámara fotográfica Linhof Master Technika Classic, que él ya no utilizaba cuando se jubiló, pero que funcionaba perfectamente. Le había fascinado aquel objeto prehistórico, pesado, extraño, pero de una calidad de fabricación excepcional. Un poco a tientas había aprendido a dominar el descentrado, la basculación, la ley de Scheimpflug antes de lanzarse a lo que habría de ocupar la cuasi totalidad de sus estudios artísticos: la fotografía de los objetos manufacturados del mundo. Trabajaba en su habitación, por lo general con una iluminación natural. Las carpetas colgantes, las pistolas, las agendas, los cartuchos de impresora, los tenedores: nada escapaba a su ambición enciclopédica, consistente en confeccionar un catálogo exhaustivo de los objetos fabricados por el hombre en la era industrial.
Aunque este proyecto, debido a su carácter a la vez grandioso y maniático, valga decir un poco demente, le valió el respeto de sus profesores, no le permitió en modo alguno unirse a uno de los grupos que se formaban a su alrededor, impulsados por una ambición estética común o, más prosaicamente, por un intento colectivo de entrar en el mercado del arte. Hizo, no obstante, amistades, aunque no muy intensas, sin darse cuenta de hasta qué punto serían efímeras. Entabló también algunas relaciones amorosas, ninguna de las cuales se prolongaría tampoco. Al día siguiente de obtener su título, se percató de que en adelante iba a estar bastante solo. Su trabajo de los últimos seis años había producido un poco más de once mil fotos. Almacenadas en formato TIFF, con una copia JPEG de resolución más baja, cabían de sobra en un disco duro de 640 Gb, de marca Western Digital, que pesaba un poco más de 200 gramos. Ordenó cuidadosamente su cámara y sus objetivos (poseía un Rodenstock Apo-Sironar de 105 mm, que abría a 5.6, y un Fujinon de 180 mm, que abría asimismo a 5.6) y luego examinó el resto de sus pertenencias. Estaba su ordenador portátil, su iPod, alguna ropa, algunos libros: no era mucho, en realidad, cabría holgadamente en dos maletas. Hacía bueno en París. No había sido infeliz en aquella habitación, ni tampoco muy feliz. Su alquiler expiraba al cabo de una semana. Dudó en salir a dar una última vuelta por el barrio, por las orillas de la dársena del Arsenal, y después llamó a su padre para que le ayudara en la mudanza.
Su convivencia en la casa de Raincy, por primera vez al cabo de tanto tiempo, en realidad por vez primera desde la infancia de Jed, aparte de ciertos períodos de vacaciones encolares, fue de inmediato tan fácil como vacía. Su padre todavía trabajaba mucho, distaba mucho de haber soltado las riendas de su empresa de entonces, raramente volvía antes de las nueve e incluso de las diez de la noche; se arrellanaba delante de la televisión mientras Jed recalentaba uno de los platos cocinados que había comprado semanas antes, llenando el maletero del Mercedes, en el Carrefour de Aulnay-sous-Bois; intentaba variar, aproximarse a cierto equilibrio alimentario, también había comprado queso y frutas. De todos modos, su padre prestaba poca atención a su comida; zapeaba indolentemente y solía acabar viendo alguno de los tediosos debates económicos de la LCI. Se acostaba casi inmediatamente después de la cena; por la mañana se había ido incluso antes de que Jed se levantara. Los días eran hermosos y uniformemente calurosos. Jed se paseaba entre los árboles del parque, se sentaba debajo de un tilo grande con un libro de filosofía en la mano que no solía abrir. Le asaltaban recuerdos de infancia, poco numerosos; luego volvía a casa para ver las retransmisiones del Tour de Francia. Le gustaban aquellos aburridos planos largos, desde un helicóptero, que seguían el avance perezoso del pelotón por la campiña francesa.