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Authors: Anthony Berkeley

El misterio de Layton Court (5 page)

BOOK: El misterio de Layton Court
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Roger se llevó a Alec a un lado.

—¿Sabes que este asunto es muy interesante? —murmuró—. Nunca había visto trabajar a la policía. Pero las novelas se equivocan. Este hombre no es ni muchísimo menos idiota. Me pilló con lo de la máquina de escribir, y con mucha razón. Ahora me parece evidente y no

cómo no se me ocurrió. Eso es lo malo de las ideas fijas, que uno no ve más allá y tampoco en torno a ellas. Vaya, ahora ha ido a comprobar las ventanas.

El inspector había cruzado la habitación y estaba observando el cierre de los grandes ventanales.

—¿Y dice que, cuando entraron, estaban todas cerradas al igual que la puerta? —preguntó dirigiéndose a Jefferson.

—Sí, pero el señor Sheringham podrá decírselo mejor que yo. Fue él quien las abrió.

El inspector le echó un rápido vistazo a Roger.

—¿Y estaban bien cerradas?

—Desde luego —respondió Roger con convicción—. Recuerdo haberlo comentado al abrirlas.

—¿Y por qué las abrió?

—Para que entrase un poco de aire. Olía a muerte, si sabe lo que quiero decir.

El inspector movió la cabeza, satisfecho con la explicación y en ese momento sonó el timbre de la puerta principal.

—Debe de ser el médico —observó Jefferson, dirigiéndose a la puerta—. Iré a ver.

«Ese hombre es un manojo de nervios», musitó Roger para sus adentros. Luego aprovechó la oportunidad para comentar en voz alta:

—Me atrevería a decir que encontrará unos documentos privados en la caja fuerte que tal vez arrojen algo de luz sobre el asunto.

Estaba deseando saber lo que había en el interior de la caja. ¡Y también lo que no había!

—¿Caja fuerte? —preguntó secamente el inspector—. ¿Qué caja fuerte?

Roger señaló el lugar donde se encontraba.

—Tengo entendido que el señor Stanworth siempre la llevaba consigo —observó como de pasada—. Yo diría que eso apunta a que dentro quizá haya algo que pueda sernos útil.

El inspector miró a su alrededor.

—Con los suicidas nunca se sabe —dijo en tono confidencial—. A veces sus razones son evidentes, pero a menudo no parece haber motivo alguno. O bien lo han guardado en secreto, o pierden de pronto la cabeza. La «locura transitoria» es mucho más frecuente de lo que imagina. Ataques de melancolía y cosas así. En eso tal vez pueda sernos de ayuda el médico.

—Helo aquí, si no me equivoco —observó Roger cuando llegó a sus oídos el sonido de unas voces que se acercaban.

Momentos después, volvió a aparecer Jefferson en compañía de un hombre alto y delgado que llevaba un maletín en la mano.

—Es el doctor Matthewson —dijo.

El médico y el inspector se saludaron con la cabeza.

—Ahí tiene el cadáver, doctor —observó el último, señalando con la mano hacia la silla—. No hay nada de particular en el caso, pero ya imagina que el juez de instrucción querrá un informe detallado.

El doctor Matthewson volvió a inclinar la cabeza, dejó el maletín en la mesa, se inclinó sobre la figura inmóvil de la silla y empezó a examinarlo.

No tardó mucho.

—Lleva muerto unas ocho horas —le dijo brevemente al inspector al incorporarse—. Veamos. Ahora son las diez y media, ¿no? Yo diría que murió en torno a las dos de la mañana. El revólver debía de estar a unos cuantos centímetros de la frente cuando disparó. La bala debe de encontrarse... —Palpó con cuidado la nuca del muerto y, sacando un bisturí del bolsillo, hizo una incisión en el cráneo—. Aquí la tenemos —añadió sacando un pequeño objeto metálico de debajo de la piel—. Alojada justo debajo del cuero cabelludo.

El inspector apuntó unas breves notas en su cuaderno.

—Evidentemente, la herida se la infligió el mismo, ¿no?

El médico alzó la mano colgante y observó con atención los dedos que sujetaban el revólver.

—Sí. Para cogerlo así tuvo que empuñarlo estando con vida.

Con un esfuerzo, soltó los dedos muertos y le alcanzó el arma al inspector, que estaba al otro lado de la mesa.

El otro hizo girar el tambor con aire pensativo antes de abrirlo.

—No está cargado del todo y sólo han disparado una bala —anunció y volvió a apuntar algo.

—Los bordes de la herida están ennegrecidos y hay restos de pólvora en la piel —añadió el médico.

El inspector extrajo el casquillo vacío y encajó cuidadosamente la bala en él, luego la comparó con las balas de los cartuchos que no habían disparado.

—¿Para qué hace eso? —preguntó Roger con interés—. Usted sabe que la bala tuvo que dispararse con ese revólver.

—Mi trabajo consiste en no dar nada por sentado, señor —repuso el inspector con cierta hosquedad—, sino en reunir pruebas.

—¡Oh!, no pretendía insinuar que no estuviera haciendo usted lo correcto —respondió enseguida Roger—. Pero nunca había visto nada parecido y me preguntaba por qué se tomaba usted tantas molestias en recoger pruebas cuando la causa de la muerte es tan evidente.

—Bueno, señor, mi trabajo tampoco es determinar la causa de la muerte —explicó el inspector incorporándose ligeramente ante el obvio interés del otro—. Eso es cosa del juez de instrucción. Lo único que hago es reunir todas las pruebas disponibles, por muy nimias que puedan parecer. Luego las expongo ante él, que a su vez informa al jurado. Ése es el procedimiento correcto.

Roger se echó atrás.

—Ya te dije antes que ese hombre no se chupaba el dedo —le murmuró a Alec, que llevaba un rato callado, pero seguía con interés todo lo que hacía—. Es la tercera vez que me moja la oreja.

—Y, a propósito, señor —estaba diciéndole el inspector al doctor Matthewson—, deduzco del hecho de que lady Stanworth le mandara llamar que ya había venido usted otras veces.

—Está usted en lo cierto, inspector —reconoció el médico—. Me llamó el propio señor Stanworth. Sufrió un leve ataque de alergia.

—¡Ajá! —observó interesado el inspector—. Y supongo que debió de reconocerlo usted por encima.

El médico esbozó una vaga sonrisa. Estaba recordando la fatigosa media hora que había pasado con su paciente en aquella misma habitación.

—De hecho, le hice un chequeo completo. Él me lo pidió, claro. Dijo que llevaba quince años sin ver a un médico y quiso que, ya que estábamos, lo examinara.

—¿Y cómo lo encontró usted? —preguntó el inspector con interés—. ¿Sufría alguna dolencia? ¿El corazón o algo parecido...?

—¿Ves adónde quiere llegar? —le susurró Roger a Alec—. Trata de averiguar si sufría alguna enfermedad incurable que pudiera haberle empujado al suicidio.

—Estaba perfectamente —respondió tajante el médico—. Tan sano como la famosa manzana del dicho popular. De hecho, para tratarse de un hombre de su edad, me pareció que gozaba de una salud ciertamente excelente.

—¡Oh! —Era evidente que el inspector estaba un poco decepcionado—. En fin, ¿y qué hay de esa caja fuerte?

—¿La caja fuerte? —repitió perplejo el comandante Jefferson.

—Sí, señor, creo que tendré que echar un vistazo a su contenido, si no le importa. Podría arrojar luz sobre el asunto.

—Pero..., pero... —El comandante Jefferson dudó y Roger creyó notar que en su rostro habitualmente impasible había auténticos indicios de alarma—. Pero ¿es necesario? —preguntó con más calma—. Ahí dentro puede haber documentos privados de carácter totalmente confidencial. Aunque no tengo ni idea de si es así —añadió con cierta precipitación—, pero el señor Stanworth siempre se mostró muy reservado acerca de su contenido.

—Razón de más para abrirla, señor mío —respondió secamente el inspector—. En cuanto a si encontramos algo confidencial, no necesito decirle que no saldrá de estas cuatro paredes. A menos que haya motivos para lo contrario, claro —añadió con aire torvo.

Aun así Jefferson dudó.

—Por supuesto, si insiste —replicó muy despacio—, no hay más que hablar. De todos modos debo insistir en que me parece de lo más innecesario.

—Eso, señor, me corresponde a mí decidirlo —replicó lacónicamente el inspector—. ¿Puede usted indicarme dónde está la llave y cuál es la combinación?

—Creo que el señor Stanworth acostumbraba a guardar su llavero en el bolsillo derecho del chaleco —respondió impasible Jefferson, como si el asunto hubiera dejado de interesarle—. En cuanto a la combinación, no tengo ni la menor idea de cuál pudiera ser. No disfrutaba de la confianza del señor Stanworth hasta ese punto —añadió con una levísima amargura.

El inspector estaba hurgando en el bolsillo citado.

—Pues aquí no están —dijo. Registró los demás bolsillos con movimientos rápidos y diestros—. ¡Ah! Están aquí. En el de arriba. Debió de meterlas ahí por equivocación. ¿Y dice usted que no sabe la combinación? Quisiera saber cómo vamos a averiguarla. —Sopesó pensativo el llavero.

Roger había cruzado la habitación con aire despreocupado. Si iban a abrir la caja, quería ver bien su contenido. Se detuvo al lado de la chimenea.

—¡Vaya! —observó de pronto—. Alguien ha estado quemando algo aquí. —Se inclinó y miró hacia la chimenea—. ¡Papel! No me sorprendería si esas cenizas fuesen todo lo que queda de sus pruebas, inspector.

El inspector atravesó la habitación a toda prisa y se reunió con él.

—¡Creo que tiene usted razón, señor Sheringham! —dijo con decepción—. Tendría que haberme dado cuenta yo mismo. Gracias. De todos modos, debemos abrir la caja fuerte cuanto antes.

Roger volvió con Alec.

—Un tanto a mi favor —sonrió—. Aunque, si hubiese sido uno de esos inspectores de novela, se habría enfadado conmigo por descubrir algo que se le había pasado por alto. Me gusta este hombre.

El inspector guardó su cuaderno.

—En fin, doctor —dijo con energía—, no creo que ni usted ni yo podamos hacer nada más aquí, ¿no cree?

—Desde luego no puedo hacer nada —replicó el doctor Matthewson—. Si no le hago falta, me gustaría marcharme. Hoy estoy muy ocupado. Le haré llegar mi informe cuanto antes.

—Gracias. No, no le necesito más. Le avisaré cuando se realice la investigación judicial. Probablemente mañana. —Luego se volvió hacia Jefferson—. Y ahora, señor, si me permite utilizar el teléfono, llamaré al juez de instrucción para notificárselo. Y después, si puedo disponer de otra habitación, me gustaría interrogar a estos caballeros y también a usted y a los demás miembros de la familia. Tal vez podamos averiguar cuáles son esos motivos a los que aludió aquí el señor Stanworth.

Plegó el documento en cuestión y se lo metió con cuidado en el bolsillo.

—Entonces, ¿ya no necesita utilizar esta habitación? —preguntó Jefferson.

—De momento no. Pero le pediré al oficial que ha venido conmigo que se quede vigilándola. —¡Oh!

Roger miró con curiosidad al que acababa de hablar. Luego se volvió hacia Alec.

—¿Estoy con la mosca tras la oreja —preguntó en voz baja mientras acompañaban a los demás fuera de la habitación— o a ti también te ha parecido que Jefferson se ha llevado una decepción?

—Vete a saber —susurró Alec—. No sé qué pensar de ninguno de ellos. ¡Y de ti tampoco!

—Espera a que estemos solos. Te voy a poner la cabeza como un bombo de tanto hablar —prometió Roger.

El inspector estaba dando instrucciones a un robusto campesino disfrazado de policía que había estado esperando pacientemente en el vestíbulo todo ese tiempo. Mientras Jefferson los llevaba hasta el salón, el otro se dirigió a paso lento hacia la biblioteca. Era la primera vez que se ocupaba de un caso tan relevante, aunque fuese de forma temporal, y se daba mucha importancia.

Al llegar a la escena de la tragedia, frunció el ceño, miró con severidad el cadáver un momento y luego olisqueó solemnemente el tintero. En cierta ocasión había leído una novelucha sobre un caso de suicidio que al final resultaba ser un asesinato cometido con tinta envenenada y no quería correr riesgos.

5. El señor Sheringham plantea una pregunta

—Veamos, caballeros —dijo el inspector, en cuanto los cuatro estuvieron sentados en el salón—, me veo obligado a hacer ciertas preguntas de rutina que tal vez a ustedes les parezcan carentes de importancia. —Esbozó una leve sonrisa en dirección a Roger.

—Al contrario —respondió enseguida dicho caballero—. Todo esto me interesa muchísimo. No se hace una idea de lo útil que me resultará si alguna vez decido escribir una novela de detectives.

—Muy bien, lo primero que quiero saber —prosiguió el inspector— es quién fue la última persona que vio al difunto con vida. Veamos, ¿cuándo lo vio usted por última vez, comandante Jefferson?

—Una hora y media después de cenar. Digamos a las diez. Lo encontré fumando en el jardín con el señor Sheringham, fui a preguntarle cuáles eran sus instrucciones para hoy.

—Cierto —asintió Roger—, lo recuerdo. Fue poco después de las diez. El reloj de la iglesia acababa de dar las campanadas.

—¿Y qué quería usted preguntarle?

—¡Oh!, nada importante. Sólo a qué hora quería el coche por la mañana, en caso de que lo necesitara. Tenía la costumbre de reunirme con él a esa hora de la noche por si tenía alguna instrucción que darme para el día siguiente.

—Comprendo. ¿Y qué le dijo a usted?

—Que esta mañana no iba a necesitar el coche.

—¿Y le pareció a usted normal? ¿No estaba nervioso ni enfadado? ¿Totalmente normal?

—Totalmente.

—¿Y lo había estado todo el día? ¿En la cena, por ejemplo?

—Desde luego. De hecho, estuvo de muy buen humor.

—¿Qué quiere decir? —preguntó rápidamente el inspector—. ¿Es que no lo estaba siempre?

—¡Oh, sí! Normalmente. Pero, como todos los hombres decididos y de carácter, también sabía ser muy desagradable cuando quería.

—En sus funciones como secretario, ¿no sabe usted si ha recibido alguna mala noticia últimamente? Financiera o de cualquier otro tipo...

—No.

—¿Y lo habría sabido de haber sido así?

—Lo dudo. Si se hubiese tratado de algún asunto de dinero, tal vez me lo hubiera dicho, pues con frecuencia me pedía que le escribiese cartas a propósito de sus inversiones y demás. Pero, de lo contrario, estoy bastante seguro de que no lo habría hecho. El señor Stanworth era muy reservado con sus asuntos personales.

—Comprendo. Tengo entendido que disfrutaba de una situación bastante desahogada, ¿no es cierto?

—Mucho. Se podría decir bastante más que eso.

—Un hombre rico. ¿Y qué me dice de sus inversiones? ¿Había invertido, por ejemplo, casi todo su dinero en un solo valor?

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