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Authors: Anthony Berkeley

El misterio de Layton Court (3 page)

BOOK: El misterio de Layton Court
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—De hecho, has dado en el clavo, Bárbara —intervino Alec—. Jefferson me contó que es un antiguo boxeador. Stanworth lo contrató hace unos años para no sé qué y ha estado con él desde entonces.

—Me gustaría ver un combate entre él y tú, Alec —murmuró Roger sediento de sangre—. No sabría por quién apostar.

—Gracias —rió Alec—. Prefiero dejarlo para otro día. No quiero probar la lona. Debe de pesar diez kilos más que yo.

—Y eso que no eres ningún cobarde. En fin, si cambias de idea, dímelo. Me encargaré de organizar las apuestas.

—Hablemos de otra cosa —dijo Bárbara con un leve escalofrío—. ¡Oh!, buenos días, señora Plant. ¡Hola, mamá! ¿Has dormido bien?

La señora Shannon, rubia y menuda como su hija, era tan diferente de ella como se pueda imaginar. En contraste con la carita decidida de la joven, los rasgos de la señora Shannon eran insípidos como los de una muñeca. Era bastante guapa, en un sentido rollizo y negativo. La actitud de Bárbara con ella era de paciente protección. Al verlas juntas, cualquiera habría pensado que, dejando aparte la edad, Bárbara era la madre y la señora Shannon la hija.

—¿Que si he dormido bien? —repitió con voz quejumbrosa—. Hija mía, ¿cuántas veces tengo que decirte que me resulta imposible conciliar el sueño en este dichoso lugar? Cuando no son los pájaros, son los perros; y, cuando no son los perros, es...

—Sí, mamá —la interrumpió Bárbara en tono conciliador—. ¿Qué te apetece comer?

—¡Oh!, deja que te ayude —exclamó Alec, levantándose de un salto—. Y usted, señora Plant, ¿qué quiere tomar?

La señora Plant, una señora morena y elegante de unos veintiséis años cuyo marido era funcionario colonial en Sudán le indicó sus preferencias por el jamón; la señora Shannon se dejó consolar con un lenguado frito. La conversación se animó.

El comandante Jefferson volvió a asomarse e inspeccionó el comedor con aire preocupado.

—Nadie ha visto al señor Stanworth esta mañana, ¿verdad? —preguntó al grupo en general, y, al no recibir respuesta, se marchó.

Bárbara y Roger se enfrascaron en una discusión sobre los méritos relativos del tenis y el golf, deporte este último que le había valido a Roger una medalla en Oxford. Mientras daba cuenta de su segundo lenguado, la señora Shannon le explicó a Alec con cierto detalle por qué ya no podía comer tanto como antes en el desayuno. Mary Plant acudió en ayuda de Bárbara para demostrar que el golf era un juego para ancianos y lisiados y el tenis la única ocupación veraniega posible para los jóvenes y enérgicos. El comedor bullía muy animado.

La entrada de lady Stanworth hizo que la conversación se interrumpiera de pronto. Normalmente, desayunaba en su cuarto. Era una mujer alta y majestuosa, cuyo cabello empezaba ahora a encanecer, y siempre se comportaba con frialdad y dignidad; sin embargo esa mañana su semblante parecía más serio de lo normal. Por un momento, se quedó en el umbral contemplando el comedor, igual que había hecho unos minutos antes el comandante Jefferson.

Luego dijo muy despacio:

—Buenos días a todos. Señor Sheringham, señor Grierson, ¿podría hablar con ustedes un momento?

En un profundo silencio Roger y Alec apartaron las sillas y se incorporaron. Era evidente que había sucedido algo fuera de lo normal, pero nadie quiso preguntar. De cualquier modo, la actitud de lady Stanworth no animaba a la curiosidad. Esperó a que llegasen a la puerta y les indicó por gestos que pasaran delante. Luego cerró la puerta con cuidado a su espalda.

—¿Qué sucede, lady Stanworth? —preguntó Roger bruscamente, en cuanto se quedaron solos.

Lady Stanworth se mordió el labio y dudó como si le costara tomar una decisión.

—Espero que nada —dijo, tras una breve pausa—. Pero nadie ha visto a mi cuñado esta mañana, su cama está sin deshacer, y la puerta y las ventanas de la biblioteca están cerradas por dentro. El comandante Jefferson ha venido a buscarme y hemos decidido forzar la puerta. Sugirió que sería mejor que usted y el señor Grierson estuviesen presentes en caso..., en caso de que sea necesario algún testigo ajeno a la casa. ¿Quieren acompañarme?

Los condujo hasta la biblioteca y ellos la siguieron.

—Supongo que le habrán llamado, ¿no?

—Sí. Tanto el comandante Jefferson como Graves le han llamado desde aquí y desde las ventanas de la biblioteca.

—Es posible que haya sufrido un desvanecimiento —dijo Roger en tono tranquilizador y con mucha más convicción de la que sentía en realidad—. O tal vez sea un ataque. ¿Padece del corazón?

—No que yo sepa, señor Sheringham.

A la puerta de la biblioteca esperaban el comandante Jefferson y el mayordomo; el primero tan impasible como siempre, el segundo claramente intranquilo.

—¡Ah!, ya están aquí —exclamó el comandante—. Siento molestarles así, pero ya comprenderán. Veamos, Grierson, usted, Graves y yo somos los más robustos; si empujamos con el hombro al mismo tiempo, creo que podemos forzarla, aunque parece bastante sólida. Póngase junto al picaporte, Graves, y usted ahí, Grierson. Eso es. Vamos allá, una..., dos..., tres..., ¡empujen!

Al tercer intento, se oyó el ruido de la madera al romperse y la puerta quedó colgando sobre las bisagras. El comandante Jefferson atravesó a toda prisa el umbral. Los otros se apartaron. Al cabo de un momento regresó, con el rostro cetrino levísimamente más pálido.

—¿Qué ocurre? —preguntó preocupada lady Stanworth—. ¿Está Victor ahí?

—Creo que será mejor que no entre usted todavía, lady Stanworth —dijo lentamente el comandante Jefferson, interponiéndose en su camino—. Temo que el señor Stanworth se haya pegado un tiro.

3. El señor Sheringham se queda perplejo

Como muchas otras habitaciones de Layton Court, la biblioteca había sido considerablemente modernizada. Las paredes todavía estaban cubiertas de oscuros paneles de roble, pero habían tapiado la enorme chimenea y la repisa y la habían sustituido por una estufa moderna. La habitación era bastante grande y (suponiendo que estuviésemos justo en el vestíbulo de espaldas a la puerta principal) formaba el ala derecha de la parte trasera de la casa, enfrente del comedor que quedaba al lado. Entre ambos había una salita más pequeña, de la misma anchura que el vestíbulo, que se empleaba como armero, almacén y cuarto trastero. Las dos habitaciones a ambos lados del profundo vestíbulo en la parte delantera eran el salón, al mismo lado de la biblioteca, y el cuarto de estar, que quedaba enfrente. Un estrecho pasillo entre el salón y el comedor conducía a los aposentos de los criados.

Por el lado de la biblioteca que daba al césped de la parte trasera de la casa habían colocado un par de amplios ventanales, igual que habían hecho en el comedor; mientras que en la otra pared, que daba a la rosaleda, había una moderna ventana de guillotina, con un cómodo sillón apoyado contra la pared. La única ventana original que quedaba era una pequeña celosía en un rincón, a la izquierda de la ventana de guillotina. La puerta que conducía a la habitación desde el vestíbulo estaba en el rincón opuesto a la ventana de celosía. La chimenea quedaba justo enfrente de los ventanales.

La habitación no estaba demasiado abarrotada de muebles. Había un sillón o dos junto al fuego y una mesita con una máquina de escribir junto a la pared al lado de la puerta. En el ángulo que quedaba entre la ventana de guillotina y la chimenea se encontraba un sofá tapizado de negro. El mueble más destacable era un enorme escritorio que había justo en mitad de la habitación, enfrente de la ventana. Las paredes estaban forradas de estanterías.

Esa fue la imagen que pasó por el retentivo cerebro de Roger cuando se plantó con el pequeño grupo delante de la puerta de la biblioteca y oyó el breve y casi brutal anuncio del comandante. Con una curiosidad instintiva se preguntó dónde yacería el lúgubre añadido a la escena. Un momento después el mismo instinto le hizo volverse y escrutar el rostro de su anfitriona.

Lady Stanworth no había gritado ni se había desmayado, no era de ésas. De hecho, aparte de contener breve e involuntariamente el aliento, no hizo nada que denotase la menor emoción.

—¿Que se ha pegado un tiro? —repitió con calma—. ¿Está usted seguro?

—Me temo que no cabe la menor duda —respondió muy serio el comandante Jefferson—. Debe de llevar muerto varias horas.

—Y ¿cree usted que es mejor que no entre?

—No es una imagen agradable —dijo secamente el comandante.

—Bien. En todo caso será mejor telefonear al médico. Yo lo haré. Víctor llamó al doctor Matthewson cuando tuvo aquel ataque de alergia hace unas semanas, ¿verdad? Lo llamaré.

—Y a la policía —dijo Jefferson—. Habrá que notificárselo. Yo me encargaré.

—Puedo hacerlo yo —replicó lady Stanworth cruzando el vestíbulo en dirección al teléfono.

Roger y Alec intercambiaron una mirada.

—Siempre dije que era una mujer increíble —susurró el primero en voz baja, mientras se disponían a seguir al comandante a la biblioteca.

—¿Hay algo que pueda hacer, señor? —preguntó el mayordomo desde el umbral.

El comandante Jefferson le echó una mirada penetrante.

—Sí, venga usted también, Graves. Así tendremos otro testigo.

Los cuatro hombres entraron en fila india en la habitación. Las cortinas seguían bajadas, y la luz era tenue. Jefferson avanzó a grandes zancadas y apartó las cortinas de los ventanales. Luego se volvió e indicó con la cabeza hacia el gran escritorio.

En la silla que había detrás, y que estaba ligeramente apartada de la mesa, se encontraba sentado, o más bien reclinado, el cadáver del señor Stanworth. Su mano derecha, que colgaba a su lado sobre el suelo, estaba aferrada a un pequeño revólver, el dedo seguía apretando convulsivamente el gatillo. En el centro de su frente, justo en la línea del pelo, había un pequeño agujero circular, cuyos bordes parecían extrañamente ennegrecidos. La cabeza colgaba indolente sobre el respaldo de la silla y los ojos muy abiertos miraban vidriosamente al techo.

Como había dicho Jefferson, no era una imagen agradable.

Roger fue el primero en romper el silencio.

—¡Así me cuelguen! —dijo en voz baja—. ¿Por qué demonios habrá hecho una cosa así?

—¿Por qué lo haría cualquiera? —preguntó Jefferson mirando la figura inmóvil como si tratara de desvelar su secreto—. Supongo que debía de tener un buen motivo.

Roger se encogió de hombros con cierta impaciencia.

—Sin duda. Pero ¡precisamente el señor Stanworth! Habría jurado que no tenía la menor preocupación en el mundo. No es que yo lo conociera mucho, claro; pero ayer mismo le dije a Alec... —Se interrumpió de pronto. El rostro de Alec se había puesto fantasmalmente lívido mientras contemplaba con ojos horrorizados la figura de la silla—. Olvidaba —le murmuró en voz baja a Jefferson— que el chico es demasiado joven para haber estado en la guerra; sólo tiene veinticuatro años. El primer cadáver siempre impresiona un poco. Sobre todo tratándose de esta clase de cosas. ¡Uf! Se nota el hedor de la muerte. Abramos esas ventanas. —Se volvió y abrió los ventanales dejando que entrase una ráfaga de aire caliente en la habitación—. Es cierto que están cerradas por dentro. Vamos, Alec, sal conmigo un momento. No es raro que te sientas un poco mareado.

Alec esbozó una vaga sonrisa; se las había arreglado para dominarse y el color estaba volviendo a sus mejillas.

—¡Oh!, estoy bien —dijo un poco tembloroso—. Al principio, me ha impresionado un poco.

La brisa había alborotado los papeles que había sobre la mesa y uno había caído al suelo. Graves, el mayordomo, se adelantó para recogerlo. Antes de dejarlo en su sitio, miró por encima lo que estaba escrito en él.

—¡Señor! —exclamó muy agitado—. ¡Mire esto!

Le alcanzó el papel al comandante Jefferson, que lo leyó impaciente.

—¿Algo de interés? —preguntó con curiosidad Roger.

—Sin duda —replicó secamente Jefferson—. Es una declaración. Se la leeré: «A quien pueda interesar: por razones que sólo a mí me conciernen, he decidido suicidarme». Está firmado. —Retorció pensativo el trozo de papel—. Ojalá hubiese explicado también sus motivos —añadió en tono confundido.

—Sí, es un documento muy escueto —asintió Roger—. Pero está muy claro, ¿no les parece? ¿Puedo verlo? —Lo cogió de la mano extendida del otro y lo examinó con interés. El papel estaba ligeramente arrugado y habían mecanografiado el texto. La firma, Victor Stanworth, era clara y firme, pero justo encima había otro intento, que sólo había llegado hasta V-i-c y daba la impresión de haber sido escrito con una pluma sin tinta—. Debe de haberlo hecho con una deliberación extraordinaria —comentó Roger—. Se tomó la molestia de mecanografiarlo en lugar de escribirlo; y cuando vio que no había mojado lo suficiente la pluma en el tintero, volvió a firmarlo tranquilamente. Y ¡miren la firma! ¡Ni rastro de nerviosismo!

Devolvió el papel y el comandante volvió a mirarlo.

—Stanworth nunca fue un hombre nervioso —observó brevemente—. Y no cabe ninguna duda de que la firma es auténtica. Estaría dispuesto a jurarlo.

Alec no pudo sino tener la sensación de que Jefferson había contestado a una pregunta que Roger había evitado plantear.

—En fin, no entiendo mucho de estas cosas —observó Roger—, pero supongo que hay algo que está claro: nadie debe tocar el cadáver hasta que llegue la policía.

—¿Incluso en caso de suicidio? —preguntó Jefferson en tono dubitativo.

—En cualquier caso, desde luego.

—No creí que tuviera tanta importancia en estos casos —dijo Jefferson con cierta reticencia—. Aun así es posible que tenga usted razón. Aunque tanto da... —añadió rápidamente.

Se oyó llamar a la puerta entreabierta.

—He telefoneado al doctor Matthewson y a la policía —dijo la voz imperturbable de lady Stanworth—. Enviarán enseguida a un inspector desde Elchester. ¿No creen que deberíamos contárselo a los que esperan en el comedor?

—Desde luego que sí —respondió Roger, que era el que estaba más cerca de la puerta—. No tiene sentido seguir demorándonos. Además, si se lo decimos ahora, tendrán tiempo de serenarse un poco antes de que llegue la policía.

—Cierto —coincidió Jefferson—. Y lo mismo los criados. Graves, será mejor que vaya usted a la cocina a comunicarles la noticia. Sea discreto.

—De acuerdo, señor.

Con una última mirada inexpresiva a su difunto amo, la corpulenta figura se volvió y salió despacio de la habitación.

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