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Authors: Anthony Berkeley

El misterio de Layton Court (4 page)

BOOK: El misterio de Layton Court
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—He visto a gente más afectada por la muerte de un hombre con quien han vivido veinte años que ese caballero —le murmuró Roger al oído a Alec alzando las cejas con aire expresivo.

—Le agradeceré que tenga usted la bondad de informar a los del comedor —observó la señora Stanworth—. Yo no me veo con ánimos.

—Por supuesto —respondió en el acto Jefferson—. De hecho, creo que es mucho mejor que suba usted a su habitación y descanse un poco antes de que llegue la policía, lady Stanworth. Va a estar sometida a una gran tensión. Le diré a una de las criadas que le suba una taza de té.

Lady Stanworth pareció sorprenderse y por un momento dio la impresión de ir a poner a alguna objeción. No obstante, si ese era el caso, evidentemente cambió de idea, pues se limitó a decir muy despacio:

—Gracias. Sí, creo que será lo mejor. Por favor, avíseme en cuanto llegue la policía.

Se marchó con aire fatigado por las amplias escaleras y desapareció de la vista.

Jefferson se volvió hacia Roger.

—De hecho, creo que sería preferible que informara usted a las señoras, si no le importa, Sheringham. Lo hará usted mucho mejor que yo. No se me da bien contar de forma agradable las cosas que no lo son.

—Desde luego, como quiera. Alec, es preferible que te quedes aquí con el comandante.

Jefferson dudó.

—De hecho, Grierson, me estaba preguntando si tendría usted la bondad de ir a los establos a pedirle a Chapman que tenga el coche preparado, es posible que lo necesitemos. ¿Le importa?

—Por supuesto —respondió enseguida Alec, y se marchó encantado de tener ocasión de hacer algo. Todavía no se había recuperado de la primera impresión de ver al muerto iluminado por la luz del sol.

Roger anduvo muy despacio hasta la puerta del comedor; sin embargo, no estaba meditando lo que iba a decir. Estaba repitiéndose, una y otra vez: «¿Por qué estaría Jefferson tan ansioso por librarse de los cuatro tan deprisa? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?».

Al poner la mano en el picaporte se le ocurrió una posible respuesta en forma de otra pregunta: «¿Por qué no quería Jefferson admitir que no debían tocar el cadáver hasta que llegara la policía?».

Fue un Roger bastante distraído el que abrió la puerta del comedor y procedió a informar a las tres perplejas damas del hecho, sin duda sorprendente, de que su anfitrión acababa de volarse la tapa de los sesos.

El modo en que recibieron la noticia no habló muy bien del tacto de Roger. Puede que la preocupación que le rondaba por la cabeza le impidiera lucirse, pero el hecho sigue siendo que incluso a él le impresionó considerablemente el modo en que se comportaron, y Roger no era fácil de impresionar.

Lo cierto es que la señora Shannon se limitó a señalar, con comprensible irritación, que aquello era un auténtico incordio, pues lo había arreglado todo para pasar allí al menos otros diez días. Ahora tendrían que marcharse enseguida, ¿y dónde demonios iban a ir, si la casa de la ciudad estaba cerrada y todos los criados se habían ido? Por su parte, Bárbara se puso en pie muy despacio y con el rostro lívido, trastabilló un poco, volvió a sentarse de pronto y se quedó mirando fijamente el jardín iluminado por el sol. La señora Plant perdió el dominio de sí misma y se desmayó sin decir palabra.

Sin embargo, Roger tenía otras cosas que hacer que atender a unas señoras histéricas y desmayadas. Dejó con muy pocas ceremonias a la señora Plant al cuidado de Bárbara y su madre y se apresuró a volver a la biblioteca, tratando de no hacer ruido. Lo que vieron sus ojos fue justo lo que había esperado ver.

El comandante Jefferson estaba inclinado sobre el muerto registrándole rápida y metódicamente los bolsillos.

—¡Vaya! —observó con desenfado desde el umbral—. ¿Enderezándolo un poco?

El comandante se llevó un susto de muerte. Luego se mordió el labio y se incorporó muy despacio.

—Sí —dijo tras una brevísima pausa—. Sí, no soporto verlo en esta postura contraída.

—Es horrible —dijo compasivo Roger, entrando despreocupadamente en la habitación y cerrando la puerta a su espalda—. Lo sé. Pero, si fuese usted, no lo movería. Al menos hasta que lo haya visto la policía. Tengo entendido que son muy quisquillosos con eso.

Jefferson se encogió de hombros y frunció el ceño.

—Pues a mí me parece una estupidez —respondió bruscamente.

—Oiga —observó de pronto Roger—, no debe usted dejarse llevar por los nervios. Venga a dar un paseo por el jardín conmigo. —Entrelazó su brazo con el del otro, reparó en sus más que evidentes dudas y lo arrastró hacia los ventanales abiertos—. Le sentará bien —insistió.

Jefferson se dejó convencer.

Ambos estuvieron varios minutos yendo y viniendo por el césped y Roger se aseguró de charlar sólo de cuestiones insustanciales. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, Jefferson siguió mirando el reloj, y era evidente que estaba contando los minutos que faltaban para que llegase la policía. Lo que no pudo descubrir Roger, por mucho que lo observó, fue si su acompañante estaba deseando que llegara o todo lo contrario. De lo único que estaba seguro era de que, por uno u otro motivo, aquel hombre tan imperturbable estaba muy agitado. Roger pensó que era posible que el simple hecho de la indecorosa muerte de su patrón le hubiese inducido aquel estado de ánimo, pues Jefferson y el viejo Stanworth llevaban mucho tiempo juntos. Por otro lado, también era posible que no fuese así. Y, si no era ese el motivo, entonces ¿cuál era?

Ya habrían dado tres vueltas en torno a la rosaleda cuando de repente Jefferson se detuvo.

—La policía debe de estar al llegar —dijo de pronto—. Saldré a recibirles a la entrada de la finca. Le llamaré cuando le necesitemos.

Era difícil imaginar una despedida más brusca. Roger la aceptó con toda la elegancia que pudo.

—De acuerdo —asintió—. Estaré por ahí.

Jefferson desapareció enseguida por el camino y Roger siguió con su paseo a solas. Pero no tenía intención de aburrirse. Tenía mucho en lo que pensar y no le desagradó tener la oportunidad de disfrutar de unos minutos de soledad. Volvió andando lentamente al césped chupando la pipa y dejando un rastro de humo a su espalda.

Pero Roger no iba a tener ocasión de pensar todavía. Apenas pisó el césped, Alec llegó un poco acalorado de los establos. Se reunió con Roger y empezó a explicarle por qué había tardado tanto.

—¡No podía librarme de ese tipo! —exclamó—. He tenido que contárselo todo de principio a... ¡Eh!, ¿qué ocurre?

Roger se había detenido y estaba mirando por las ventanas de la biblioteca.

—Juraría que había dejado la puerta cerrada —dijo en tono de perplejidad—. Alguien la ha abierto. ¡Vamos!

—¿Adónde vas? —preguntó sorprendido Alec.

—A ver quién está en la biblioteca —replicó Roger a mitad de camino ya por el césped. Aceleró el paso, echó a correr y entró por uno de los grandes ventanales, con Alec pisándole los talones.

Una mujer que estaba agachada junto a algo que había al otro extremo de la habitación se puso en pie de pronto al verlos llegar. Era la señora Plant, y el objeto sobre el que estaba inclinada era una enorme caja fuerte que había al lado de la pared, cerca de la mesita con la máquina de escribir. Roger tuvo tiempo para ver que estaba toqueteando febrilmente las ruedecillas antes de que se incorporase al oír sus pasos.

Se enfrentó a ellos con la respiración agitada y los ojos espantados, sujetando con una mano los pliegues del vestido y con la otra cerrada junto al costado. Era evidente que estaba muerta de miedo.

—¿Buscaba usted algo? —preguntó educadamente Roger, y se maldijo por la banalidad de aquellas palabras nada más pronunciarlas.

La señora Plant dio la impresión de hacer un tremendo esfuerzo por serenarse.

—Mis joyas —murmuró con voz entrecortada—. El otro día le pedí al señor Stanworth que... las guardase en su caja fuerte. Pensé que la policía podría llevárselas. Se me ocurrió que sería mejor si...

—No se preocupe, señora Plant —la interrumpió Roger en tono tranquilizador—. Creo que la policía no se las llevaría en ningún caso; y usted podrá identificarlas fácilmente. Están seguras, créame.

El color estaba volviendo a sus mejillas y su respiración se estaba volviendo menos rápida.

—Muchísimas gracias, señor Sheringham —dijo ella más tranquila—. Sin duda, ha sido absurdo por mi parte, pero son bastante valiosas y de pronto me entró el pánico. Por supuesto, no debería haber tratado de cogerlas yo. ¡No puedo creer que lo haya hecho! —Soltó una risa nerviosa—. La verdad, estoy avergonzada. No me hará usted quedar mal por haber sido tan estúpida, ¿verdad?

Había una nota de súplica en sus palabras que desmentía la frivolidad de sus palabras.

Roger sonrió para tranquilizarla.

—Por supuesto que no —respondió enseguida—. Ni se me pasaría por la cabeza.

—¡Oh, no sabe cuánto se lo agradezco. Sé que puedo confiar en usted. Y también en el señor Grierson. Bueno, supongo que será mejor que me vaya antes de que alguien más me encuentre aquí.

Salió de la habitación apartando cuidadosamente la mirada de la silla que había al lado del escritorio.

Roger se volvió hacia Alec y silbó muy despacio.

—¿Por qué nos habrá mentido así? —preguntó con las cejas arqueadas.

—¿Crees que estaba mintiendo? —preguntó Alec muy perplejo—. Yo habría dicho que la señora Plant era una mujer muy recta.

Roger se encogió de hombros fingiendo desesperación.

—¡Y yo también! Eso es lo extraordinario. Pero desde luego estaba mintiendo. ¡Como un bellaco! ¡Y de un modo ridículo! En cuanto abran la caja se verá que su historia es falsa. Debe de haber dicho lo primero que se le pasó por la cabeza. ¡Alec, muchacho, aquí está pasando algo muy raro! La señora Plant no es la única que miente. Salgamos al jardín y veamos la falsedad de Jefferson.

4. El comandante Jefferson se muestra reticente

El inspector Mansfield, de la policía de Elchester, era una persona metódica. Sabía con exactitud lo que tenía que hacer y cómo hacerlo. Y poseía sólo la imaginación necesaria para llevar a cabo su trabajo, ni una pizca más. Tener demasiada imaginación puede ser una grave desventaja para un policía meticuloso, por mucho que digan las novelas de detectives.

Cuando el inspector entró con Jefferson en la biblioteca, procedente del vestíbulo, Roger, que los había oído llegar y estaba decidido a perderse lo menos posible de aquella interesante situación, se plantó delante de los ventanales con el fiel Alec todavía tras sus talones.

—Buenos días, inspector —dijo alegremente.

Jefferson frunció un poco el ceño; tal vez estuviese recordando las últimas palabras que le había dicho a Roger.

—Son el señor Sheringham y el señor Grierson, inspector —explicó con cierta brusquedad—. Ambos estaban presentes cuando forzamos la puerta.

El inspector asintió con la cabeza.

—Buenos días, caballeros. Es un triste asunto. Muy triste. —Echó un rápido vistazo a la biblioteca—. ¡Ah!, ahí está el cadáver. Disculpe, comandante.

Cruzó rápidamente la habitación, se inclinó sobre la figura de la silla y la examinó atentamente. Luego se arrodilló y observó con atención la mano que sostenía el revólver.

—No debemos tocar nada hasta que lo vea el médico —explicó brevemente volviendo a ponerse en pie y sacudiéndose el polvo de los pantalones—. ¿Puedo ver el documento del que me habló, señor?

—Desde luego, inspector. Está sobre la mesa.

Jefferson le indicó dónde estaba el papel y el inspector lo cogió. Roger se adentró más en la habitación. Nadie había discutido su presencia ni tampoco la de Alec y quería establecer su derecho a estar allí. Además, tenía mucha curiosidad por oír lo que opinaba el inspector sobre el notable documento que estaba observando.

El inspector alzó la mirada.

—¡Ejem! —observó sin pronunciarse y volviendo a dejar el papel en la mesa—. Directo al grano, no hay duda. ¿Tenía el señor Stanworth costumbre de utilizar la máquina de escribir en lugar de la pluma?

—Eso mismo pregunté yo, inspector —le interrumpió Roger.

—¿Ah, sí? —respondió educadamente el inspector. Luego se volvió hacia Jefferson—. ¿Lo sabe usted, comandante Jefferson?

—Creo que sí —repuso pensativo Jefferson—. Desde luego escribía todas sus cartas a máquina. Supongo que la utilizaba mucho.

—Pero ¡sentarse a escribir una cosa así! —exclamó Roger—. No sé por qué, pero parece un tanto innecesario.

—Entonces, ¿cómo lo interpreta usted, señor Sheringham? —preguntó el inspector con un interés tolerante.

—Yo diría que demuestra una premeditación y una sangre fría que prueban que el señor Stanworth era un hombre excepcional —replicó enseguida Roger.

El inspector esbozó una vaga sonrisa.

—Veo que está más acostumbrado a considerar la personalidad de la gente que sus actos —respondió—. Ahora yo debería decir que una explicación más sencilla podría ser que el señor Stanworth tuviese que escribir algo a máquina y, ya puestos, metiese otra hoja de papel.

—¡Oh! —observó Roger un poco confundido—. Sí, no se me había ocurrido.

—Es sorprendente las cosas tan sencillas que pasamos por alto a veces —dijo el inspector con aire astuto.

—Pero, en ese caso —observó pensativo Roger—, ¿no sería lógico encontrar el otro documento que estuviera escribiendo? No puede haber salido de la habitación.

—Es imposible decirlo —dijo el inspector, como quien da por zanjada una cuestión—. No tenemos ni idea de lo que hizo anoche el señor Stanworth. Puede que saliera y echara al correo una carta o dos antes de dispararse; y, a menos que alguien lo viera, tal vez no lleguemos a saberlo nunca. ¿Debo entender entonces, caballero —añadió volviéndose hacia el comandante Jefferson—, que el señor Stanworth era un hombre brusco y decidido?

Jefferson se quedó pensativo.

—Desde luego era un hombre decidido. Pero no sé si lo llamaría exactamente brusco. ¿Por qué?

—El modo en que está redactada esta declaración. Es un poco..., en fin, fuera de lo común, ¿no les parece?

—Es típico de él —respondió lacónico Jefferson.

—¿Ah, sí? A eso me refería. ¿Sabe usted cuáles pueden ser esos motivos a los que alude?

—Ni mucho menos. No tengo ni la más remota idea.

—¡Ah! Bueno, tal vez lady Stanworth pueda ofrecer alguna luz sobre eso más tarde. —Fue hacia la puerta y empezó a examinar la cerradura.

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