Fentiman se removió incómodo en el asiento.
—¡Pero venga! ¿Qué demonios puede tener que ver con la muerte del viejo?
—No lo sé, pero creo que deberíamos tratar de averiguarlo.
—¿Cómo?
—Pues solicitando una orden de exhumación.
—¡Desenterrarlo! —exclamó Fentiman, escandalizado.
—Sí. No se hizo la autopsia, ¿comprendes?
—Ya, pero Penberthy estaba al corriente de su estado y firmó el certificado.
—Sí, pero entonces no había motivos para suponer que algo iba mal.
—Ni ahora tampoco.
—Hay varias circunstancias extrañas, por no decir que algo más.
—Solamente Oliver… y a lo mejor me confundí de tipo.
—Pero yo creía que estabas seguro…
—Y lo estaba, pero… ¡esto es absurdo, Wimsey! ¡Además, piensa en el escándalo que se organizaría!
—¿Por qué? Tú eres el albacea. Puedes presentar una solicitud a título privado y el asunto se llevará en privado.
—Sí, pero seguro que el Ministerio del Interior no la aceptará, con motivos tan endebles.
—Ya me encargaré yo de que la acepten. Saben que no me molestaría por algo endeble. Las pelusillas no son mi estilo.
—Vamos, ponte serio. ¿Qué motivo podemos alegar?
—Aparte de Oliver, uno muy bueno. Podemos decir que queremos examinar el contenido de las vísceras para saber cuánto tiempo pasó desde la última comida hasta la muerte del general. Podría servirnos de gran ayuda para resolver la cuestión de la hora de la muerte. Y en términos generales, la ley se pirra por lo que se denomina la devolución ordenada de la propiedad.
—¡Un momento! ¿Quieres decir que se puede saber cuándo murió un tipo mirándole las tripas?
—No con exactitud, pero te puedes hacer una idea. Si, por ejemplo, descubrimos que acababa de desayunar, demostraría que murió poco después de llegar al club.
—¡Dios del cielo! ¡Menudas perspectivas tendría yo!
—Pero podría ser al revés.
—No me gusta nada, Wimsey. Es muy desagradable. Dios quiera que lleguemos a un acuerdo.
—Pero la dama implicada en el caso no quiere llegar a un acuerdo, y tú lo sabes. Tenemos que esclarecer los hechos como sea. Voy a decirle a Murbles que le proponga la exhumación a Pritchard.
—¡Por Dios! ¿Y qué va a hacer?
—¿Quién, Pritchard? Si es un hombre honrado y su cliente una mujer honrada, apoyarán la solicitud. Si no lo hacen, pensaré que tienen algo que ocultar.
—No me extrañaría. Son unos bellacos. Pero no pueden hacer nada sin mi consentimiento, ¿no?
—No exactamente; al menos no sin meterse en un montón de problemas y de publicidad. Pero si eres honrado, darás tu consentimiento. No tienes nada que ocultar, supongo.
—Pues claro que no. De todos modos parece bastante…
—Ya sospechan que nos traemos algo sucio entre manos —insistió Wimsey—. Ese bestia de Pritchard me lo dio a entender. Supongo que cualquier día de estos me enteraré de que ha pedido la exhumación por su cuenta. Será mejor que nos adelantemos.
—Si es así, supongo que tendremos que hacerlo, pero no creo que vaya a servir de mucho, y seguro que se correrá la voz y se armará un buen jaleo. ¿No hay manera de…? Venga, tú eres muy listo…
—Vamos a ver, Fentiman: ¿quieres esclarecer los hechos o hacerte con el dinero a toda costa? Más vale que me cuentes sinceramente qué pasa.
—Naturalmente que quiero esclarecer los hechos.
—Pues muy bien. Ya te he dicho cuál es el siguiente paso que hay que dar.
—¡Maldita sea! —exclamó Fentiman—. Supongo que habrá que hacerlo, pero no sé a quién recurrir ni cómo hacerlo.
—Siéntate tranquilamente y yo te dicto la carta.
Robert Fentiman no podía escaparse de aquella, e hizo lo que le decían, aunque a regañadientes.
—Pero también está George. Tendría que consultar con él.
—A George no le afecta, salvo indirectamente. Eso es. Escribe una carta a Murbles: dile lo que estás haciendo y dale instrucciones para que informe a la otra parte.
—¿No deberíamos consultar primero todo el asunto con Murbles?
—Ya lo he consultado con él, y coincide en que es lo que hay que hacer.
—Esos tipos se avendrían a cualquier cosa que implique minutas y problemas.
—De acuerdo, pero los abogados son males necesarios. ¿Has terminado?
—Sí.
—Dame las cartas. Ya me encargaré yo de que se envíen. Y no tienes que preocuparte de nada. Murbles y yo nos haremos cargo de todo, y el señor detective está detrás de Oliver, o sea que puedes irte tranquilo y disfrutar.
—Pero es que tú…
—Sí, ya sé que vas a decir que soy muy amable por tomarme tantas molestias. Estoy encantado. Es un auténtico placer. Tómate una copa.
Desconcertado, el comandante rechazó la copa con cierta brusquedad y se dispuso para salir.
—No pienses que soy un desagradecido y tal y cual, Wimsey, pero es que no me parece decoroso.
—Con la experiencia que tienes, no deberías ponerte tan sensible por un cadáver —dijo Wimsey—. Tú y yo hemos visto muchas cosas bastante más indecorosas que una tranquila resurrección en un cementerio respetable.
—Mira, el cadáver me trae al fresco —replicó el comandante—, pero todo esto no me huele bien. Ni más ni menos.
—Piensa en el dinero —dijo Wimsey con una sonrisa, al tiempo que cerraba la puerta de la casa.
Volvió a la biblioteca, balanceando las dos cartas en una mano.
—Ahora mismo pasea más de un hombre por las calles de Londres gracias a no haberse llevado los triunfos. Echa estas cartas al correo, Bunter —dijo—. Ah, y el señor Parker cenará hoy conmigo. Tomaremos
perdrix aux choux
y algo salado a continuación, y puedes subir dos botellas del Chambertin.
—Muy bien, milord.
La siguiente medida que tomó Wimsey consistió en escribir una nota confidencial a un funcionario del Ministerio del Interior al que conocía muy bien. Una vez terminada, volvió al teléfono y pidió el número de Penberthy.
—¿Eres tú, Penberthy…? Aquí Wimsey… Oye, muchacho, ¿te acuerdas de la historia esa de Fentiman…? Bueno, es que vamos a solicitar la exhumación.
—¿Que vais a solicitar qué?
—La exhumación. No tiene nada que ver con el certificado que tú firmaste. Sabemos que está bien. Es solo para enterarnos de algo más sobre cómo murió el pobre desgraciado.
Explicó un poco su idea.
—¿Piensas que podemos sacar algo? —preguntó Wimsey.
—Pues sí, es posible.
—Me alegro de que lo digas. Soy profano en esta materia, pero me parecía buena idea.
—Sí, brillante.
—Siempre he sido un chico listo. Claro, tú tendrás que estar presente.
—¿Tengo que hacer yo la autopsia?
—Si quieres… Lubbock hará el análisis.
—¿El análisis de qué?
—El contenido de las tripas. Si tomó riñones con tostadas, huevos con panceta y esas cosas.
—Ah, ya. Dudo mucho que averigüemos nada, después de tanto tiempo.
—Es posible que no, pero será mejor que Lubbock le eche un vistazo.
—Sí, desde luego. Como fui yo quien firmó el certificado, es mejor que lo confirme alguien.
—Exacto. Ya sabía yo que pensarías eso. Lo comprendes, ¿verdad?
—Perfectamente. Desde luego, si hubiéramos sabido que iban a surgir tantas dudas, habría hecho la autopsia en su momento.
—Por supuesto. En fin, no puede evitarse. Ya te diré cuándo va a ser. Supongo que querrán mandar a alguien del Ministerio del Interior. Me ha parecido mejor que lo supieras.
—Has hecho muy bien. Sí, me alegro de saberlo. Espero que no nos encontremos con nada desagradable.
—¿Estás pensando en lo del certificado?
—Bueno… no… eso no me preocupa mucho, pero claro, nunca se sabe. Estaba pensando en lo del
rigor mortis
. ¿Has visto al capitán Fentiman últimamente?
—Sí. No había dicho nada porque…
—No. Mejor así, a no ser que sea absolutamente necesario. Bueno, tendré noticias tuyas dentro de poco, ¿no?
—Esa es la idea. Adiós.
Aquel día estuvo plagado de incidentes.
Alrededor de las cuatro llegó un recadero jadeante que enviaba el señor Murbles (quien se negaba a que su bufete se profanase con un teléfono). Saludos del señor Murbles, y que si lord Peter tendría la amabilidad de leer aquella nota y enviar respuesta al señor Murbles de inmediato.
La nota decía lo siguiente:
Estimado lord Peter:
En relación con el difunto Fentiman. Noticias del señor Pritchard. Me informa de que su cliente está dispuesta a llegar a un acuerdo sobre el reparto del dinero si lo permiten los tribunales. Antes de consultar con mi cliente, el comandante Fentiman, le quedaría muy agradecido si me comunicara su opinión sobre el actual estado de la investigación.
Atentamente,
Murbles
Y lord Peter contestó como sigue:
Estimado señor Murbles:
En relación con el difunto Fentiman. Demasiado tarde para un acuerdo, a menos que quiera prestarse a ser cómplice de una estafa. Robert ha solicitado la exhumación. ¿Puede cenar conmigo a las ocho?
P. W.
Tras haber enviado la nota, su señoría llamó a Bunter.
—Como bien sabes, Bunter, rara vez bebo champán, pero en este momento tengo cierta apetencia. Tráete una copa para ti también.
El corcho saltó alegremente, y lord Peter se puso en pie.
—Vamos a brindar, Bunter —dijo—. ¡Por el triunfo del instinto sobre la razón!
Lord Peter gana una baza
El subinspector Parker fue a la cena rodeado de una pequeña aureola de triunfo. El misterio del cajón se había resuelto bien, y el inspector jefe se había expresado en términos que daban a entender un ascenso en un futuro inmediato. Parker dio buena cuenta de la comida y, una vez que los comensales hubieron pasado a la biblioteca, se centró, con el animoso interés del conocedor que cata un oporto de buena cosecha, en el relato de lord Peter sobre el asunto del Bellona. En cambio, el señor Murbles fue deprimiéndose a medida que lord Peter iba contando la historia.
—¿A ti qué te parece? —preguntó Wimsey.
Parker estaba a punto de contestar cuando se le adelantó el señor Murbles.
—Parece muy escurridizo, ese tal Oliver —dijo.
—Sí, ¿verdad? —replicó secamente Wimsey—. Casi tan escurridizo como la famosa señora Harris. ¿Qué pensarían si les dijera que, cuando pregunté con la mayor discreción en Gatti’s, no solo me enteré de que nadie recordaba a Oliver, sino de que el comandante Fentiman no había hecho la menor averiguación al respecto?
—¡Dios mío! —exclamó el señor Murbles.
—Fuiste muy ingenioso obligándolo a actuar al enviarlo a Charing Cross con tu detective privado —comentó Parker, elogioso.
—Bueno, tenía la intuición de que a menos que hiciéramos algo en serio, Oliver seguiría desapareciendo y reapareciendo como el gato de Cheshire cada vez que las investigaciones adquiriesen un cariz molesto.
—Si lo he comprendido bien —intervino el señor Murbles—, insinúa que ese tal Oliver en realidad no existe.
—Oliver era la zanahoria delante del burro, y mi noble persona desempeñaba el papel del burro —replicó Wimsey—. Sin preocuparme por el papel, me saqué de la chistera otra zanahoria encarnada en la persona de Sleuths Incorporated. No bien había salido mi confiado detective en busca de su almuerzo cuando he aquí que vuelve a formarse el revuelo con Oliver. Allá que va tras él el amigo Fentiman, y allá que va el detective número dos, que estaba allí todo el tiempo, hábilmente escondido, vigilando a Fentiman. No sé por qué Fentiman llegaría al extremo de agredir a un perfecto desconocido y acusarle de ser Oliver. Supongo que su pasión por el rigor lo impulsó a esmerarse demasiado.
—Pero ¿qué es exactamente lo que ha estado haciendo el comandante Fentiman? —preguntó el señor Murbles—. Es un asunto muy doloroso, lord Peter. No puedo expresar mi consternación con palabras. ¿Sospecha que es… esto…?
—Bueno, comprendí que había pasado algo raro en cuanto vi el cadáver del general, cuando le quité con tanta facilidad el
Morning Post
de las manos —contestó Wimsey—. Si hubiera muerto sujetándolo, debido al
rigor mortis
lo habría tenido aferrado de tal manera que habría habido que separarle los dedos a la fuerza para que lo soltara. ¡Y además, la articulación de la rodilla!
—Eso no acabo de entenderlo.
—Bueno, sabrá que cuando una persona muere, el
rigor mortis
empieza tras un período de pocas horas, que varía según la causa de la muerte, la temperatura de la habitación y un montón de circunstancias. Comienza en la cara y la mandíbula, y se extiende gradualmente por todo el cuerpo. Por lo general dura unas veinticuatro horas y se disipa en el mismo orden en el que había empezado; pero si durante el período de rigidez se relaja una articulación por la fuerza, no vuelve a ponerse rígida, sino que se queda relajada. Esa es la razón por la que, si las enfermeras de un hospital dejan que un paciente muera sin ocuparse de él con las rodillas levantadas, como se ponen rígidas, tienen que avisar al empleado más gordo para que se siente sobre ellas para rompérselas y relajar las articulaciones.
El señor Murbles se estremeció con un gesto de asco.
—De modo que —prosiguió Wimsey—, teniendo en cuenta la relajación de la articulación de la rodilla y el estado del cadáver, saltaba a la vista desde el principio que alguien había manipulado al general. Naturalmente, Penberthy lo sabía, pero claro, al ser médico no quería montar un escándalo si podía evitarlo. Es que no merecía la pena.
—Supongo que no.
—Bien, y entonces usted acude a mí y se empeña en montar el escándalo. Se lo advertí, que más valía dejar las cosas como estaban.
—Ojalá me lo hubiera dejado más claro.
—Si lo hubiera hecho, ¿usted habría querido acallarlo?
—En fin… —replicó el señor Murbles, mientras se limpiaba las gafas.
—Pues sí. El siguiente paso consistía en intentar averiguar qué le había ocurrido al general entre la noche del diez y la mañana del once. Y cuando me presenté en su casa me encontré con dos testimonios totalmente contradictorios. En primer lugar, la historia de Oliver, en apariencia aceptable, y en segundo lugar, el testimonio de Woodward sobre la ropa.
—¿Qué ocurre con eso?
—Recordará que le pregunté si había sacado algo de la ropa después de haberla recogido en el guardarropa del Bellona y él me dijo que no. Su memoria parecía bastante fiable en otros detalles, así que pensé que era honrado y sincero. Por eso llegué a la conclusión de que, dondequiera que hubiera pasado la noche el general, desde luego no había puesto el pie en la calle a la mañana siguiente.