—¿Por qué? —preguntó el señor Murbles—. ¿Qué pensaba encontrar en la ropa?
—Señor, tenga en cuenta el día que era: once de noviembre. ¿Puede concebirse que si el anciano hubiera circulado libremente por la calle el día del Armisticio hubiera ido al club sin su amapola de Flandes? ¿Un viejo militar de pies a cabeza y tan patriota como él? Impensable.
—Entonces ¿dónde estaba? ¿Y cómo entró en el club? Porque estaba allí, desde luego.
—Cierto, allí estaba… y en avanzado estado de
rigor mortis
. Aún más: según el informe de Penberthy, que he comprobado con la mujer que amortajó el cadáver, el
rigor mortis
empezaba a desaparecer. Incluso teniendo en cuenta circunstancias como la temperatura de la habitación y demás, debió de morir mucho antes de las diez de la mañana, la hora a la que solía ir al club.
—¡Dios me ampare! Querido muchacho, eso es imposible. No pudieron llevarlo allí ya muerto. Alguien se habría dado cuenta.
—Por supuesto que se habrían dado cuenta. Y lo raro es que nadie lo viera llegar, y lo que es más, nadie lo viera salir la noche anterior. El general Fentiman, uno de los personajes más conocidos del club, de repente se vuelve invisible. Vamos, eso no se lo cree nadie.
—Entonces, ¿qué piensa? ¿Que pasó aquella noche en el club?
—Creo que pasó aquella noche, durmiendo tranquila y apaciblemente… en el club.
—Me asusta usted lo indecible —dijo el señor Murbles—. He de entender que sugiere que murió…
—Sí. La noche anterior.
—Pero no pudo estar toda la noche en el salón de fumadores. Los criados tendrían que… esto… haber notado su presencia.
—Claro que sí, pero a alguien le interesaba que no lo vieran, alguien que quería que se pensara que no murió hasta el día siguiente, tras la muerte de lady Dormer.
—Robert Fentiman.
—Exacto.
—Pero ¿cómo sabía Robert lo de lady Dormer?
—¡Ah! Esa es una cuestión que no me tiene nada contento. George se entrevistó con el general Fentiman después de que el vejete fuera a ver a su hermana. Niega que el general le hablase sobre el testamento, pero, por supuesto, si es que estaba en el ajo, sería lógico que lo niegue. Estoy muy preocupado por George.
—¿Qué podía sacar él de todo eso?
—Pues si la información que pudiera tener George iba a suponer que Robert se embolsara medio millón, naturalmente esperaría que le dieran una parte del botín, ¿no?
El señor Murbles emitió un gemido.
—Vamos a ver, Peter —intervino Parker—. Es una teoría muy bonita, pero suponiendo que, como dices, el general muriese en la noche del diez, ¿dónde estaba el cadáver? Como dice el señor Murbles, se habría notado un poquito si lo hubieran dejado allí.
—No, no —dijo el señor Murbles, con una idea repentina—. Aun cuando me parece repulsivo, no veo ninguna dificultad en el asunto. Robert Fentiman estaba viviendo entonces en el club. ¡No cabe duda de que el general murió en la habitación de Robert y que se ocultó allí su cadáver hasta la mañana siguiente!
Wimsey negó con la cabeza.
—No funciona. Yo creo que el sombrero, el abrigo y las demás cosas del general podrían haber estado en la habitación de Robert, pero no el cadáver. Piénselo, señor. Aquí tenemos una fotografía del vestíbulo, con la escalera, la puerta, la recepción y la entrada del bar bien visibles. ¿Quién se arriesgaría a bajar un cadáver en plena mañana, con los criados y los miembros del club entrando y saliendo continuamente? Y por la escalera de servicio habría sido incluso peor. Está justo al otro lado del edificio, con todo el trajín de la cocina. No. El cadáver no estaba en la habitación de Robert Fentiman.
—¿Pues dónde?
—Eso digo yo, Peter —intervino Parker—: ¿dónde? Hay que sostener de algún modo esa teoría.
Wimsey extendió el resto de fotografías sobre la mesa.
—Véanlo ustedes mismos —dijo—. Esto es el cubículo del extremo de la biblioteca, donde el general se puso a escribir notas sobre el dinero que iba a heredar. Un sitio apartado, acogedor, invisible desde la puerta, con tinta, papel secante, papel para escribir y toda clase de comodidades modernas, como las obras de Charles Dickens en elegante encuadernación de tafilete. Esta es una foto de la biblioteca tomada desde el salón de fumadores, con la antesala y el pasillo bien visibles (otro ejemplo de los buenos servicios del Bellona Club). Fíjense en lo convenientemente que está situada la cabina telefónica, por si acaso…
—¿La cabina telefónica?
—Que, como recordarán, tenía un fastidioso cartel de «No funciona» cuando Wetheridge quiso telefonear. Y, por cierto, no he encontrado a nadie que recuerde haber puesto semejante aviso.
—Pero ¡por Dios, Wimsey! Es imposible. ¿Y el riesgo?
—¿Qué riesgo? Si alguien abría la puerta, se encontraría con el viejo general Fentiman, que había entrado sin fijarse en el cartel y había muerto víctima de la furia por no poder hacer una llamada: la agitación afecta a un corazón débil y todo eso. En realidad, no es demasiado arriesgado, a menos que a alguien se le hubiera ocurrido averiguar lo del cartel, cosa que probablemente no se le ocurriría a nadie en medio de aquel alboroto.
—Mira que eres bruto e ingenioso, Wimsey —dijo Parker.
—¿A que sí? Pero podemos demostrarlo. Vamos al Bellona Club a demostrarlo ahora mismo. Las once y media. Buena hora, tranquila. ¿Les digo qué vamos a encontrar en esa cabina?
—¿Huellas dactilares? —aventuró ansiosamente el señor Murbles.
—Me temo que sería demasiado esperar, después de tanto tiempo. ¿Qué dices tú, Charles?
—Pues que encontraremos un rayón alargado en la pintura, donde estaba apoyado el pie del cadáver antes de quedar rígido en esa postura —respondió Parker.
—Hoyo de un solo golpe, Charles. Y entonces fue cuando alguien tuvo que doblar con fuerza la pierna para sacar el cadáver de allí.
—Y, como estaba sentado, naturalmente encontraremos un asiento en la cabina —añadió Parker.
—Sí, y con suerte, podríamos encontrar un clavo que sobresale o lo que fuera que se enganchó a la pernera de los pantalones del general cuando retiraron el cadáver.
—Y tal vez una alfombra.
—¿Que coincida con el hilo que recogí de la bota derecha del cadáver? Eso espero.
—¡Válgame Dios! —exclamó el señor Murbles—. Vámonos de inmediato. De verdad, es fascinante. Quiero decir, estoy profundamente apenado. Ojalá no concuerde con lo que ustedes dicen.
Bajaron apresuradamente y se quedaron unos momentos esperando a que pasara un taxi. De repente Wimsey se precipitó hacia un rincón oscuro junto al porche. Se oyó ruido de pelea y salió a la luz un hombre de baja estatura, enfundado en un grueso abrigo y con el sombrero calado hasta las cejas, como un detective en una obra de teatro. Wimsey le descubrió la cabeza con el gesto de un prestidigitador que saca un conejo del sombrero.
—Conque es usted, ¿eh? Ya decía yo que me sonaba su cara. ¿Qué demonios se propone siguiendo a la gente?
Aquel hombre dejó de forcejear y dirigió a Wimsey una dura mirada con sus ojos oscuros, redondos y brillantes.
—¿Considera oportuno hacer uso de la violencia, milord? —preguntó.
—¿Quién es? —intervino Parker.
—El pasante de Pritchard —contestó Wimsey—. Lleva días rondando a George Fentiman, y ahora ha empezado conmigo. Probablemente sea el tipo que ha estado merodeando por el Bellona. Mire, si sigue usted colgándose de nuestra chepa, a lo mejor acaba colgando de otro sitio. A ver, ¿quiere que lo entregue a las autoridades?
—Como plazca a su señoría —replicó el pasante con sorna—. Hay un policía a la vuelta de la esquina, si desea darle publicidad al asunto.
Wimsey se lo quedó mirando unos momentos y se echó a reír.
—¿Cuándo ha visto al señor Pritchard por última vez? ¡Vamos, suéltelo! ¿Ayer? ¿Esta mañana? ¿Lo ha visto después de la hora del almuerzo?
Una sombra de indecisión cruzó el rostro de aquel hombre.
—¿No lo ha visto? Estoy seguro de que no, ¿verdad?
—¿Y por qué no, milord?
—Vuelva con el señor Pritchard —dijo Wimsey en tono imperativo y, sacudiendo suavemente a su prisionero por el cuello del abrigo para dar fuerza a sus palabras, añadió—: Y si no le da contraórdenes para que abandone su actividad detectivesca (que, por cierto, realiza usted como un aficionado), le voy a dar una buena. ¿Entendido? Y ahora, largo de aquí. Sé dónde encontrarlo y usted sabe dónde encontrarme. Buenas noches y que Morfeo cubra su lecho y bendiga su sueño. Aquí viene un taxi.
Triunfan picas
Era casi la una cuando los tres hombres salieron del solemne portal del Bellona Club. El señor Murbles estaba muy apagado. Wimsey y Parker hacían gala del sobrio júbilo de quienes han demostrado la corrección de sus cálculos. Habían encontrado los rayones. Habían encontrado el clavo en el asiento de la silla. Incluso habían encontrado la alfombra. Además, habían descubierto el origen de Oliver. Para reconstruir el crimen, se sentaron en el cubículo del extremo de la biblioteca, como podría haberlo hecho Robert Fentiman, mirando a su alrededor mientras reflexionaba sobre la mejor manera de esconder y ocultar aquella defunción tan sumamente inoportuna. Observaron que las letras doradas del lomo de un libro reflejaban el destello de la lámpara de lectura:
Oliver Twist
. Si bien Fentiman no registró conscientemente el nombre en su momento, se le vino a la cabeza un par de horas después, cuando al llamar desde Charing Cross se vio obligado a improvisar un apellido.
Y, por último, situando al señor Murbles, de cuerpo ligero y enjuto, a pesar de sus protestas, en la cabina telefónica, Parker demostró que un hombre bastante alto y fuerte podía haber sacado el cadáver, haberlo llevado al salón de fumadores y colocado en el sillón junto a la chimenea en algo menos de cuatro minutos.
El señor Murbles hizo una última tentativa en defensa de su cliente.
—Mi estimado lord Peter, hubo gente en el salón de fumadores durante toda la mañana. Si ocurrió lo que usted sugiere, ¿cómo podría haber evitado Fentiman que lo observaran mientras metía el cadáver en la habitación?
—¿Hubo gente durante toda la mañana, señor? ¿No hubo ciertos momentos en los que, con absoluta certeza, todo el mundo estaba en la calle o arriba, en el balcón grande de la fachada del primer piso, mirando… y escuchando? Por si no lo recuerda, era el día del Armisticio.
El señor Murbles se quedó horrorizado.
—¿Durante los dos minutos de silencio? ¡Que Dios me ampare! ¡Es abominable! De verdad, no tengo palabras para… Es lo más vergonzoso que he visto en mi vida. En un momento en que los pensamientos de todos debían centrarse en los valientes que ofrecieron su vida por nosotros… dedicarse a perpetrar un fraude… una blasfemia…
—Medio millón de libras es un buen pellizco de dinero —replicó Parker pensativamente.
—¡Es terrible! —exclamó el señor Murbles.
—Sí, pero ¿qué propone que hagamos? —preguntó Wimsey.
—¿Que qué hacemos? —farfulló el abogado con indignación—. ¿Que qué hacemos? Robert Fentiman tendrá que confesar esta vergonzosa maniobra. ¡Dios me ampare! ¡Pensar que voy a verme metido en semejante historia! Tendrá que buscarse a otra persona para que lleve sus asuntos. Tendremos que explicárselo a Pritchard y pedirle disculpas. Sinceramente, no sé cómo decírselo.
—Me imagino que ya alberga sospechas al respecto —dijo Parker refrenándose un tanto—. Si no, ¿por qué habría puesto a ese empleado suyo a espiarte a ti y a George Fentiman? Me imagino que también andará detrás de Robert.
—No me extrañaría —replicó Wimsey—. Desde luego, cuando fui a verlo me trató como si yo fuera un conspirador. Lo único que me tiene desconcertado es por qué se ha ofrecido de repente a llegar a un acuerdo.
—A lo mejor la señorita Dorland se ha hartado, o han perdido las esperanzas de demostrar nada —dijo Parker—. Mientras Robert mantuviera la historia de Oliver, habría resultado muy difícil demostrar nada.
—Efectivamente —dijo Wimsey—. Por eso he tenido que esperar tanto y presionar a Robert. Yo podía sospechar que Oliver no existía, pero no se puede demostrar lo negativo.
—¿Y si siguiera aferrándose a esa historia?
—Bueno, supongo que podríamos meterle el miedo en el cuerpo —replicó Wimsey—. Cuando expongamos las pruebas que tenemos y le digamos lo que hizo exactamente entre el diez y el once de noviembre, le quedarán menos ánimos que a la reina de Saba en su tumba.
—Hay que hacerlo enseguida —dijo el señor Murbles—. Y, por supuesto, hay que detener lo de la autopsia. Iré a ver a Robert Fentiman mañana… es decir, esta misma mañana.
—Será mejor que le diga que se acerque él por su casa —dijo Wimsey—. Llevaré todas las pruebas allí, y pediré el análisis del barniz de la cabina para demostrar que se corresponde con la muestra que recogí de las botas del general. A ver si puede ser alrededor de las dos, y así podemos ir todos después a ver a Pritchard.
Parker apoyó la propuesta. El señor Murbles estaba tan agitado que habría ido de buen grado a enfrentarse inmediatamente con Robert Fentiman. Sin embargo, cuando le recordaron que Fentiman estaba en Richmond, que una alarma a hora tan intempestiva podría inducirlo a hacer una locura y que, además, los tres investigadores necesitaban descansar, el anciano caballero cedió y consintió que lo llevaran a casa, a Staple Inn.
Wimsey fue a casa de Parker, en Great Ormond Street, a tomar una copa antes de acostarse, y la velada se prolongó hasta que la madrugada se tornó en amanecer y los primeros trabajadores empezaron a salir a la calle.
Tras haber tendido su trampa, lord Peter durmió el sueño de los justos hasta casi las once de la mañana. Lo despertaron unas voces fuera, y al momento siguiente se abrió de golpe la puerta de su dormitorio para dar paso ni más ni menos que al señor Murbles, sumamente agitado, seguido por Bunter, que no dejaba de protestar.
—¡Vaya, señor! —exclamó su señoría, pasmado—. ¿Ocurre algo?
—¡Se han burlado de nosotros! —gritó el señor Murbles, blandiendo el paraguas—. ¡Se nos han adelantado! Deberíamos haber ido a ver al comandante Fentiman anoche. Es lo que yo quería hacer, pero me dejé convencer, aun a sabiendas de que era un error. Esto me servirá de lección.
Se sentó, un poco jadeante.
—Mi estimado señor Murbles —dijo Wimsey con toda amabilidad—, su método para recordarle a uno la rutina que le aguarda al despertar es tan encantador como inesperado, y apenas puedo imaginar nada mejor calculado para disipar tan aletargante sensación. Pero discúlpeme… Parece usted un tanto sofocado. ¡Bunter! ¡Whisky con soda para el señor Murbles!