—¡De ninguna manera! —exclamó el abogado—. No podría ni probarlo. Lord Peter…
—¿Una copa de jerez? —sugirió solícitamente su señoría.
—No, nada, gracias. Ha ocurrido algo espantoso. Nos hemos quedado…
—Esto va mejor. Precisamente es lo que yo necesito, un buen susto. Mi café con leche, Bunter… y puedes poner el agua para el baño. Y ahora, señor mío… suelte lo que tenga que soltar. Estoy preparado para todo.
—Robert Fentiman ha desaparecido —anunció el señor Murbles en tono solemne, y dio un golpe con el paraguas.
—¡Dios mío! —exclamó Wimsey.
—Se ha marchado —repitió el abogado—. Me personé en sus habitaciones de Richmond; me personé, a las diez de la mañana, con el fin de hacerle comprender más eficazmente la situación en la que se encuentra. Toqué el timbre y pregunté por él. La doncella me dijo que se había marchado la noche anterior, y le pregunté adónde había ido. Me dijo que no lo sabía, y que se había llevado una maleta. Interrogué a la dueña de la casa, quien me dijo que el comandante Fentiman había recibido un recado urgente en el transcurso de la tarde y que le había comunicado que lo requerían en algún sitio. No le explicó adónde iba ni cuándo regresaría. Dejé una nota dirigida a él y volví enseguida a Dover Street. La casa estaba cerrada, sin nadie. Ese tal Woodward no estaba por ninguna parte. Por eso he venido inmediatamente a verlo, y lo encuentro…
El señor Murbles hizo un expresivo movimiento con la mano hacia Wimsey, que en ese momento recogía de manos de Bunter una sobria bandeja de plata con una cafetera y una lechera de estilo reina Ana y un montoncito de correspondencia.
—Sí, una verdadera depravación, me temo. ¡Hum! Da la impresión de que Robert se ha olido los problemas y no quiere apechugar con las consecuencias. —Dio unos delicados sorbos al café con leche, con la cabeza, muy parecida a la de un pájaro, ladeada—. Pero ¿por qué preocuparse? No puede haber llegado muy lejos.
—Puede haberse marchado al extranjero.
—Es probable. Pues mejor. La otra parte no querrá entablar juicio. Demasiadas molestias, por mucho rencor que sientan. ¡Vaya! Reconozco esta letra. Sí, es de mi detective, de Sleuths Incorporated. ¿Qué querrá ahora? Le dije que se fuera a casa y enviara la factura… ¡Uf!
—¿Qué ocurre?
—Es del tipo que persiguió a Fentiman hasta Southampton. No el que continuó hacia Venecia en pos del inocente señor Postlethwaite, sino el otro. Escribe desde París. Dice:
Milord:
Mientras hacía ciertas pesquisas en Southampton de conformidad con la investigación que me había encomendado su señoría (¡qué maravilla el lenguaje con que escriben estos tipos, ¿verdad? Casi como la policía profesional), me topé casi por casualidad (este «casi» está bien) con una pista insignificante que me llevó a suponer que el sujeto a quien su señoría me ordenó mantener bajo vigilancia estaba menos errado de lo que habíamos llegado a suponer, y que le había inducido a error una confusión de identidad natural en un caballero sin instrucción científica en el arte de seguir a personas sospechosas. En resumen (¡gracias a Dios!), en resumen, creo haber dado con la pista de O. (estos tipos son increíblemente cautelosos. Podría haber escrito Oliver y sanseacabó), y he seguido al individuo en cuestión hasta su casa. He telegrafiado al caballero, su amigo (supongo que se refiere a Fentiman), para que se reúna conmigo enseguida con el fin de identificar al sujeto. Naturalmente, mantendré al corriente a su señoría sobre cualesquiera acontecimientos referentes al caso, y créame que… (etcétera).
—¡Maldita sea!
—Ese hombre debe de haberse equivocado, lord Peter.
—Eso espero, desde luego —replicó Wimsey, con el rostro enrojecido—. Sería un poco irritante que apareciese Oliver justo cuando hemos demostrado de forma concluyente que no existe. ¡París! Supongo que quiere decir que Fentiman reconoció al verdadero hombre en Waterloo y que lo perdió en el tren o entre el gentío que subía al barco. Y en su lugar agarró a Postlethwaite. Curioso. Y ahora Fentiman se va a Francia. Probablemente tomaría el barco de las diez y media para Folkestone. No sé cómo vamos a agarrarlo.
—¡Es inconcebible! —exclamó el señor Murbles—. ¿Desde dónde escribe ese detective?
—Solo pone «París» —contestó Wimsey—. Con papel malo y peor tinta. Y una manchita de vino de mesa. Probablemente lo escribiría en algún café ayer por la tarde. No hay muchas esperanzas por ese lado, pero sin duda me comunicará hasta dónde han llegado.
—Debemos enviar a alguien inmediatamente a París para que los busque —manifestó el señor Murbles.
—¿Por qué?
—Para traer al comandante Fentiman.
—Sí, pero fíjese en una cosa, señor. Si realmente existe Oliver, se desbaratan nuestros cálculos, ¿no?
El señor Murbles reflexionó unos momentos.
—No veo que afecte a nuestras conclusiones sobre la hora de la muerte del general —dijo.
—Quizá no, pero altera de un modo considerable nuestra postura ante Robert Fentiman.
—Sí… sí, es cierto. Sin embargo —añadió el señor Murbles con gravedad—, sigo considerando que el asunto requiere una investigación rigurosa.
—De acuerdo. Veamos. Iré a París a ver qué puedo hacer, y será mejor que usted intente ganar tiempo con Pritchard. Dígale que piensa que no habrá necesidad de llegar a un acuerdo y que esperamos esclarecer los hechos muy pronto. Eso le demostrará que no queremos ningún trato que huela a chamusquina. Ya le enseñaré yo a echarme flores.
—¡Ay, Dios mío! Y hay otra cosa. Tenemos que intentar encontrar al comandante Fentiman para que no se lleve a cabo la exhumación.
—¡Dios! Sí. Eso es un poco delicado ¿No puede detenerla usted?
—No lo creo. El comandante Fentiman la ha solicitado en calidad de albacea y no veo qué podría hacer yo sin su firma. El Ministerio del Interior no…
—Sí. Comprendo que no pueda enredar con el Ministerio del Interior. Pero eso es fácil. A Robert nunca le entusiasmó la idea de la resurrección. En cuanto tengamos su dirección, le enviará de buena gana una nota para que se suspenda el asunto. Déjelo de mi cuenta. Al fin y al cabo, incluso si no encontramos a Robert hasta dentro de unos días y hay que desenterrar al viejo, las cosas no pueden empeorar, ¿no?
El señor Murbles lo reconoció, no muy convencido.
—Bueno, voy a poner este viejo cuerpo mío en movimiento —dijo Wimsey alegremente, retirando las sábanas de golpe y levantándose—. Me largo a la Ciudad de la Luz. ¿Me disculpa unos momentos, señor? El baño me espera. Bunter, pon algunas cosas en una maleta y prepárate para venir conmigo a París.
Pensándoselo mejor, Wimsey esperó al día siguiente, con la esperanza, como explicó, de recibir alguna novedad del detective. Pero como no le llegó nada, decidió partir, tras dejar instrucciones en la central de Sleuths Incorporated para que le telegrafiaran cualquier información al hotel Meurice. La siguiente noticia que el señor Murbles recibió de él fue una postal escrita desde un expreso, que sencillamente decía:
La presa ha ido a Roma. Estamos sobre la pista. P. W.
El día siguiente llegó un telegrama del extranjero:
Me dirijo a Sicilia. Desfallecido pero continúo. P. W.
En respuesta, el señor Murbles le telegrafió lo siguiente:
Exhumación dispuesta para pasado mañana. Por favor, apresúrese.
A lo que Wimsey contestó:
Regreso para exhumación. P. W.
Volvió él solo.
—¿Dónde está Robert Fentiman? —preguntó el señor Murbles, muy agitado.
Con el pelo enmarañado y húmedo y la cara blanca de haber viajado día y noche, Wimsey sonrió débilmente.
—Me da la impresión de que Oliver está haciendo de las suyas otra vez —respondió con voz débil.
—¿Otra vez? —repitió el señor Murbles, horrorizado—. Pero la carta del detective era auténtica.
—Sí, claro que lo era, pero hasta los detectives se pueden dejar sobornar. Sea como sea, no les hemos visto el pelo a nuestros amigos. Siempre se nos adelantaban. Como el Santo Grial: «Tenue de día, mas siempre de noche rojo sangre, deslizándose por el pantano ennegrecido, rojo sangre…» y tan rojo y tan maldito por cierto. Bueno, aquí estamos. ¿Cuándo tendrá lugar la ceremonia? Discretamente, supongo. ¿Sin flores?
La «ceremonia» tuvo lugar, como ocurre siempre en estas ocasiones, al abrigo de la oscuridad. George Fentiman, que asistió en calidad de representante de la familia en ausencia de Robert, estaba nervioso y deprimido. Es muy duro ir al funeral de amigos y familiares, entre las grotescas pompas de las carrozas fúnebres, los caballos negros, las coronas y los himnos «maravillosamente» interpretados por un coro muy bien pagado, y sin embargo, como comentó irritado George, la gente que se queja de los funerales no se da cuenta de la suerte que tiene. Por deprimente que pueda resultar el ruido sordo de la tierra al caer sobre la tapa del ataúd, parece música en comparación con los estertores de la grava y las palas que anuncian una resurrección prematura e irreverente y sin presencia del clero.
El doctor Penberthy también parecía abstraído e impaciente por terminar con aquel asunto lo antes posible. Hizo el trayecto hasta el cementerio instalado en un rincón del amplio carruaje, hablando sobre anormalidades del tiroides con el doctor Horner, el ayudante de sir James Lubbock, que iba a participar en la autopsia. Naturalmente, el señor Murbles estaba sumido en la tristeza. Wimsey se dedicó a revisar la correspondencia que tenía acumulada, de la que solo una carta guardaba relación con el caso de Fentiman. Era de Marjorie Phelps, y decía lo siguiente:
Si quieres conocer a Ann Dorland, ¿te gustaría ir a una «reunión» en casa de los Rushworth el miércoles? Será una pesadez, porque el nuevo novio de Naomi Rushworth va a dar una conferencia sobre las glándulas sin conducto, algo de lo que nadie tiene la menor idea. Sin embargo, parece que las glándulas sin conducto serán «noticia» dentro de nada, algo de mucha más actualidad que las vitaminas, así que los Rushworth están que no paran con las glándulas, quiero decir, socialmente hablando. Seguro que Ann D. estará allí porque, como te dije, le ha dado por la aventura esa del cuerpo sano para todos, o lo que sea, así que será mejor que vayas. Me harás compañía. Yo tengo que ir de todos modos, porque supuestamente soy amiga de Naomi. Además, dicen que si pintas, esculpes o modelas tienes que saber un montón sobre glándulas, por cómo te agrandan la mandíbula y te cambian la cara, o algo parecido. Ven, porque de lo contrario se me pegará algún pesado insoportable y tendré que aguantar a Naomi elogiando interminablemente a ese hombre, algo que sería espantoso.
Wimsey tomó nota mentalmente de asistir a aquella animada fiesta y, al mirar a su alrededor, vio que estaban llegando a la necrópolis: enorme, reluciente con las coronas recubiertas de cristal, imponente con los monumentos que se alzaban hacia el cielo; no le habría hecho justicia un nombre más sencillo. A la entrada fueron recibidos por el propio señor Pritchard (con agrios modales y exageradamente cortés con el señor Murbles) y por el representante del Ministerio del Interior (ampuloso, insulso y predispuesto a ver reporteros acechando tras cada tumba). Una tercera persona que se acercaba resultó ser un funcionario de la empresa del cementerio, que se encargó de llevar al grupo por los senderos pulcramente recubiertos de gravilla hasta el lugar donde ya se habían iniciado las operaciones de excavación.
Finalmente se sacó el ataúd y se identificó por la placa de bronce; después lo trasladaron con cuidado a un edificio cercano que parecía un cobertizo en la vida cotidiana transformado en depósito de cadáveres temporal gracias a una tabla y un par de caballetes. Y entonces hubo unos momentos de confusión, cuando los médicos exigieron, con naturalidad, entre joviales y agresivos, que hubiera más luz y más espacio para trabajar. Colocaron el ataúd sobre un banco; alguien sacó un hule y lo extendió sobre la mesa con caballetes; llevaron lámparas y las situaron de forma adecuada, tras lo cual se aproximaron los obreros, no de muy buena gana, para desatornillar la tapa del ataúd, precedidos por el doctor Penberthy, que iba rociando formalina como un turiferario infernal en un sacrificio especialmente repulsivo.
—¡Ah, estupendo! —exclamó agradecido el doctor Horner cuando sacaron el cadáver del ataúd y lo llevaron a la mesa—. Magnífico. No tendremos grandes dificultades con esto. Es lo bueno que tiene meterse en faena inmediatamente. ¿Cuánto tiempo dicen que lleva enterrado? ¿Tres o cuatro semanas? Pues no lo parece. ¿Quién hace la autopsia, usted o yo? Como le parezca. ¿Dónde he dejado mi maletín? Gracias, señor… señor… —Pausa desagradable durante la cual se escapó George Fentiman, murmurando que se iba afuera a fumar—. No cabe duda, un problema del corazón… Yo no veo otros indicios, ¿y usted…? Mejor dejar el estómago tal y como está… ¿Puede pasarme el intestino? Gracias. ¿Le importaría sujetarlo mientras sigo con esta ligadura? Gracias. —¡Chas, chas!—. Tiene los tarros detrás de usted. Gracias. ¡Cuidado! ¡Ja, ja, ha estado a punto de tirarlo! Me recuerda a lo de Palmer… y el estómago de Cook… una historia muy curiosa, ¡ja, ja…! No quiero sacar el hígado entero, solo una muestra, por una cuestión de cortesía, y partes de lo demás… Sí, ya puestos, vamos a echarle un vistazo al cerebro. ¿Tiene el serrucho grande?
—Qué insensibles parecen estos médicos —murmuró el señor Murbles.
—No significa nada para ellos —dijo Wimsey—. Horner hace este trabajo varias veces a la semana.
—Sí, pero no hace falta que meta tanto ruido. El doctor Penberthy se comporta decorosamente.
—Penberthy lleva una consulta —replicó Wimsey con una leve sonrisa—. Tiene que contenerse un poco. Además, él conocía al viejo Fentiman, y Horner no.
Tras haber depositado las partes relevantes del general Fentiman en botellas y tarros adecuados, devolvieron el cadáver al ataúd y lo atornillaron. Penberthy se acercó a Wimsey y lo cogió del brazo.
—Nos convendría tener una idea bastante clara de lo que quieres saber —dijo—. La descomposición está muy poco avanzada, debido al ataúd, que está excepcionalmente bien hecho. Por cierto —bajó la voz—, esa pierna… ¿Se te ha ocurrido, o mejor dicho, has encontrado alguna explicación?
—Tenía una idea al respecto —admitió Wimsey—, pero todavía no sé si es acertada. Probablemente lo sepa dentro de un par de días.