Authors: Arthur Conan Doyle
—O quizá sea la evaporación la que mantiene el equilibrio —observó Challenger.
De inmediato, ambos sabios se extraviaron en una de sus habituales discusiones científicas, que para el profano eran tan comprensibles como el chino.
Al sexto día completamos nuestra circunvalación de los farallones, encontrándonos de vuelta en el lugar del primer campamento, junto al aislado pináculo de piedra. Constituíamos un grupo desconsolado, porque nuestra investigación no podía haber sido más minuciosa y era ya absolutamente seguro que no existía ningún punto por donde el hombre más activo pudiera tener la posibilidad de escalar el risco. El lugar que las marcas de tiza de Maple White habían señalado como su propia vía de acceso era ahora completamente intransitable. ¿Qué íbamos a hacer ahora? Nuestros depósitos de provisiones, secundados por nuestros fusiles, se mantenían bien, pero llegaría el día en que necesitarían llenarse de nuevo. La estación de las lluvias debería comenzar en un par de meses y entonces seríamos arrastrados de nuestro campamento por las aguas. La roca era más dura que el mármol, y ningún intento de labrar un sendero hasta semejante altura era posible con el tiempo y los recursos de que disponíamos. No debe extrañar que esa noche intercambiáramos miradas lúgubres y fuésemos a buscar nuestras mantas casi sin hablar. Recuerdo que cuando nos dispusimos a dormir, mi última visión fue la de Challenger, puesto en cuclillas junto al fuego, como una monstruosa rana–toro, con su enorme cabeza entre las manos, sumido aparentemente en los más profundos pensamientos y completamente absorto como para oír las «buenas noches» que le deseé.
Pero el Challenger que nos saludó en la mañana siguiente era muy distinto: era un Challenger que resplandecía de satisfacción y autocomplacencia en toda su persona. Cuando nos reunimos para desayunar se nos presentó con un aire de desaprobación y falsa modestia en sus ojos, como si dijese «yo sé que merezco todo lo que ustedes puedan decir, pero les suplico que no me hagan enrojecer de vergüenza diciéndolo». Su barba se erizaba exultante, su pecho se henchía y tenía metida su mano bajo la solapa de su chaqueta. Quizá él se represente algunas veces así en su fantasía, adornando el pedestal vacante de Trafalgar Square y aumentando con uno más los horrores de las calles de Londres.
—¡Eureka! —gritó, con sus dientes brillando a través de la barba—. Caballeros, felicítenme y felicitémonos todos. El problema está resuelto.
—¿Ha descubierto un medio para subir?
—Me atrevo a pensarlo.
—¿Por dónde?
Por toda respuesta apuntó con la mano hacia el pináculo parecido a un campanario que se elevaba a nuestra derecha. Nuestros rostros —el mío al menos— se desanimaron al examinarlo. Nuestro compañero nos daba la seguridad de que podía escalarse. Pero un horrible abismo se abría entre aquél y la meseta.
—Nunca podremos cruzarlo —dije con voz entrecortada.
—Por lo menos podemos alcanzar todos la cima del pináculo —dijo él—. Cuando estemos arriba, seré capaz de demostrarles que los recursos de una mente inventiva aún no están exhaustos.
Después de desayunar desempaquetamos el bulto en que nuestro jefe había traído sus útiles de escalador. Del mismo, Challenger extrajo un rollo de cuerda de la mayor resistencia y ligereza, de ciento cincuenta pies de largo, hierros y ganchos de alpinista y otros artefactos. Lord John era un montañista experimentado y Summerlee había cumplido en varias ocasiones escaladas rudas, de modo que yo era realmente el único novicio de la expedición en materia de alpinismo; pero mi fuerza y mi energía podían contrarrestar mi falta de experiencia.
En realidad, la empresa no era muy dura, a pesar de que hubo momentos en que se me erizaron los cabellos. La primera mitad era completamente fácil, pero de allí hacia arriba la pared se empinaba cada vez más hasta que, en los últimos cincuenta pies, teníamos literalmente que adherirnos con los dedos de manos y pies a los estrechos rebordes y grietas de la roca. Y no'habría sido capaz de lograrlo, ni tampoco Summerlee, si Challenger no hubiese ganado la cima (era extraordinario ver semejante actividad en un ser tan pesado) y fijado la cuerda alrededor del tronco del gran árbol que crecía allí. Con este apoyo fuimos capaces de trepar rápidamente por la pared mellada hasta que nos hallamos sobre la pequeña plataforma herbosa, de alrededor de veinticinco pies de anchura, que formaba la cumbre.
La primera impresión que recibí una vez recobrado el aliento fue la del extraordinario panorama del país que habíamos atravesado y que desde allí se divisaba. Toda la planicie brasileña parecía yacer a nuestros pies, extendiéndose cada vez más lejos hasta terminar en una oscura neblina azul sobre la más remota línea del horizonte. En primer plano estaba la extensa ladera sembrada de rocas y salpicada de helechos arborescentes; más allá, a media distancia, mirando por encima de la arqueada colina, podía ver la masa amarilla y verde de bambúes que habíamos atravesado; y entonces, poco a poco, la vegetación se acrecentaba hasta formar la enorme floresta que se extendía hasta perderse de vista no menos de dos mil millas más allá.
Aún estaba embebido en este maravilloso panorama cuando la pesada mano del profesor se apoyó sobre mi hombro.
—Por este lado, mi joven amigo —dijo—;
vestigia nulla retrorsum
. Nunca se vuelva a mirar atrás, sino hacia nuestra gloriosa meta.
Al darme vuelta, observé que el nivel de la meseta era exactamente igual al de la plataforma en donde nos encontrábamos, y el verde margen de arbustos, con árboles ocasionales, parecía tan cercano que resultaba difícil darse cuenta de lo inaccesible que seguía estando. A ojo de buen cubero, la sima parecía tener cuarenta pies de ancho, pero tal como estaban las cosas, era lo mismo que si tuviera cuarenta millas. Pasé un brazo alrededor del tronco del árbol y me asomé al abismo. Muy lejos, allá abajo, estaban las pequeñas figuras oscuras de nuestros servidores, que miraban hacia arriba en nuestra dirección. La pared era totalmente vertical, exactamente igual que la que tenía enfrente.
—Es verdaderamente curioso —se oyó decir a la voz chirriante del profesor Summerlee.
Me volví, hallando que el profesor estaba examinando con gran atención el árbol en que yo me apoyaba. Aquella lisa corteza y aquellas hojas pequeñas con nervaduras parecieron familiares a mis ojos.
—¡Vaya! —exclamé—. ¡Pero si es un haya!
—Exactamente —dijo Summerlee—. Una compatriota familiar que hallamos en un país lejano.
—No sólo una compañera y compatriota, mi estimado señor —dijo Challenger—, sino también, si me permite ampliar su comparación, un aliado de valor inestimable. Esta haya va a ser nuestra salvadora.
—¡Por Dios! —exclamó lord John—. ¡Un puente!
—Exactamente, amigos míos. ¡Un puente! No en vano empleé una hora la noche pasada enfocando mi inteligencia sobre la situación. Creo recordar que dije en cierta ocasión a nuestro joven amigo aquí presente que G. E. C. llega a su mejor nivel cuando está entre la espada y la pared. Deberán admitir que anoche todos estábamos contra la pared. Pero cuando el intelecto y la voluntad van juntos, siempre se halla una salida. Era necesario hallar un puente levadizo que pudiera tenderse sobre el abismo. ¡Helo aquí!
Ciertamente era una idea brillante. El árbol tenía sus buenos sesenta pies de altura y, si caía en el lugar apropiado, cruzaría fácilmente el abismo. Challenger se había colgado al hombro el hacha del campamento cuando ascendió a la roca. Ahora me la alcanzó.
—Nuestro joven amigo tiene músculo y nervio —dijo—. Creo que será el más útil para esta tarea. Debo rogarle, sin embargo, que tenga la bondad de abstenerse de pensar por sí mismo y que haga exactamente lo que le digan.
Bajo su dirección, hice algunas incisiones en los costados del árbol para asegurar que caería en la dirección deseada. No fue cosa difícil, porque ya tenía una fuerte inclinación natural hacia la meseta. Por último, me puse a trabajar en serio sobre el tronco, turnándome de tanto en tanto con lord John. En poco más de una hora de trabajo se produjo al fin un fuerte crujido, el árbol se inclinó hacia adelante y luego se desplomó con estruendo, sepultando sus ramas entre los arbustos del otro lado.
El tronco cortado rodó hasta el borde mismo de nuestra plataforma y durante un terrible segundo todos pensamos que iba a caer al vacío. Pero se equilibró a unas pocas pulgadas del borde y quedó así formando nuestro puente hacia lo desconocido.
Todos nosotros, sin decir una palabra, estrechamos la mano del profesor Challenger, que a su vez se quitaba el sombrero y se inclinaba profundamente ante cada uno de nosotros.
—Reclamo el honor —dijo— de ser el primero en cruzar hasta la tierra desconocida... un digno tema, sin duda, para una futura pintura histórica.
Ya estaba cerca del puente cuando lord John apoyó su mano en la chaqueta del profesor.
—Mi querido camarada, yo no puedo permitir eso. —¿Cómo que no puede permitirlo, señor? —La cabeza se alzó hacia atrás y la barba se proyectó hacia adelante. —Cuando se trata de asuntos científicos, como usted sabe, yo le sigo como jefe porque es su campo, es usted un hombre de ciencia. Pero a usted le toca seguirme a mí cuando se trata de asuntos que entran en mi ramo.
—¿Su ramo, señor?
—Todos tenemos nuestra profesión y la mía es la milicia. De acuerdo con lo que pienso, estamos invadiendo un nuevo país que lo mismo puede estar atestado de enemigos como no estarlo. El embarcarse ciegamente en él, por falta de un poco de sentido común y paciencia, no entra en mi concepción del mando.
Era tan razonable esta amonestación que no podía ser desatendida. Challenger movió la cabeza y se encogió de hombros.
—¿Y bien, señor, qué propone usted?
—Por todo lo que sabemos, puede haber una tribu de caníbales esperándonos para almorzar entre esos arbustos —dijo lord John mirando al otro lado del puente—. Es mejor aprender a ser cuerdos antes de meterse en un caldero de agua hirviente; de modo que nos contentaremos con esperar que no habrá problemas aguardándonos, pero al mismo tiempo obraremos como si los hubiese. Malone yyo bajaremos otra vez y traeremos los cuatro rifles. Haremos subir también a Gómez y al otro mestizo. Luego podrá pasar un hombre mientras el resto lo cubre con los rifles, hasta que compruebe que todos los demás pueden cruzar con seguridad.
Challenger se sentó en el tronco cortado y gruñó de impaciencia; pero Summerlee y yo estuvimos de acuerdo en que lord John fuera nuestro jefe cuando se trataba de cuestiones prácticas.
El escalamiento era más sencillo ahora que la cuerda pendía en el tramo más difícil de la ascensión. En menos de una hora subimos los rifles y la escopeta. También ascendieron los dos mestizos, y bajo las órdenes de lord John habían acarreado un fardo de provisiones, para el caso de que nuestra exploración fuese prolongada. Cada uno de nosotros llevaba bandoleras de cartuchos.
—Adelante, Challenger, si insiste usted realmente en ser el primero en pasar.
—Le quedo muy agradecido por su amable autorización —dijo el iracundo profesor; por cierto, nunca hubo hombre tan refractario a toda forma de autoridad como él—. Ya que usted es tan bondadoso como para permitírmelo, ciertamente cargaré sobre mi persona la misión de actuar como explorador en esta ocasión.
Sentado a horcajadas en el tronco, con las piernas colgando sobre el abismo y el hacha sujeta a la espalda, Challenger se deslizó con pequeños enviones, apoyándose en las manos, llegando enseguida al otro lado. Trepó hasta arriba y agitó sus brazos en el aire.
—¡Al fin! —gritó—, ¡al fin!
Yo lo observaba ansiosamente, con la vaga sensación expectante de que algo terrible podría lanzarse sobre él desde la verde cortina de vegetación que se alzaba detrás de él. Pero todo estaba en calma, salvo que un extraño pájaro multicolor alzó el vuelo bajo sus pies y desapareció entre los árboles.
Summerlee fue el segundo. Semejante energía en tensión, encerrada en un armazón tan frágil, siempre resultaba maravillosa. Insistió en llevar dos rifles colgados de sus espaldas, para que de ese modo ambos profesores estuvieran armados una vez que él hubiese pasado. Enseguida pasé yo, tratando de no mirar hacia abajo, a la sima horrorosa que estaba trasponiendo. Summerlee me extendió la culata de su rifle y un instante después pude agarrarle de la mano. En cuanto a lord John, cruzó caminando, ¡caminando y sin apoyo! Debe tener nervios de acero.
Y ya estábamos allí los cuatro, en el país de los sueños, en el mundo perdido de Maple White. A todos nos pareció que era el momento de nuestro supremo triunfo. ¿Quién iba a sospechar que era el preludio de nuestro supremo desastre? Permítame describirle en pocas palabra el golpe demoledor que cayó sobre nosotros.
Nos habíamos alejado del borde y penetrado unas cincuenta yardas en el espeso matorral cuando llegó a nuestros oídos el espantoso crujido de algo que se desgarraba. Como impulsados por un mismo movimiento, todos desanduvimos a la carrera el camino que habíamos seguido. ¡El puente había desaparecido!
Cuando me asomé a mirar por el borde vi muy lejos allá abajo, al pie del farallón, una masa revuelta de ramas y del tronco hecha astillas. Era nuestra haya. ¿Había cedido el borde de la plataforma dejándola caer? Por un instante, ésa fue la explicación que se nos ocurrió a todos. Pero un momento más tarde fue asomando lentamente del lado externo del pináculo rocoso una cara morena, la cara del mestizo Gómez. Sí, era Gómez, pero no ya el Gómez de sonrisa formal y expresión de máscara. Era una cara de ojos relampagueantes y facciones distorsionadas, una cara convulsa de odio y con la alegría demencial que revelaba una venganza satisfecha.
—¡Lord Roxton! —gritó—. ¡Lord John Roxton!
—Bien —dijo nuestro compañero—. Aquí estoy.
—¡Sí, ahí está usted y ahí se quedará, perro inglés! He esperado, he esperado mucho, pero al fin llegó mi ocasión. Subir les ha resultado difícil, pero más difícil les resultará bajar. ¡Malditos idiotas, estáis atrapados, todos, todos!
Estábamos demasiado asombrados para hablar. Sólo podíamos permanecer inmóviles, con la mirada fija y llena de asombro. Una gran rama rota, que yacía sobre la hierba, mostraba de dónde había sacado la palanca que había usado para volcar nuestro puente. La cara había desaparecido, pero volvió a emerger, aún más frenética que antes.
—Ya estuvimos a punto de mataros con una piedra desde la cueva —gritó—, pero esto es mejor. Es más lento y terrible. Vuestros huesos se blanquearán ahí arriba y nadie sabrá dónde yacen para venir a enterrarlos. Y cuando esté agonizando, acuérdese de López, a quien mató usted en el río Putumayo hace cinco años. Yo soy hermano suyo y moriré feliz ahora, porque su memoria ha sido vengada.