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Authors: Arthur Conan Doyle

El mundo perdido (10 page)

BOOK: El mundo perdido
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Sucedió que algunos años antes lord John se hallaba en aquella tierra de nadie que forman las fronteras definidas a medias de Perú, Brasil y Colombia. En ese enorme distrito florece el árbol silvestre que produce el caucho, el cual se ha convertido (como también ocurre en el Congo) en una maldición para los nativos, que sólo puede compararse con los trabajos forzados a que los sometían otrora los españoles en las viejas minas de plata del Darién. Un puñado de malvados mestizos dominaba el país, había dado armas a ciertos indios de quienes podía fiarse y convirtió en esclavos a todos los demás, a los que aterrorizaba con las más inhumanas torturas para obligarles a recoger el caucho, que luego era embarcado en el río para llevarlo a Pará. Lord John Roxton trató de disuadirlos para defender a las desdichadas víctimas, pero sólo recibió amenazas e insultos por sus esfuerzos. Entonces declaró formalmente la guerra a Pedro López, el jefe de los esclavizadores; enroló en sus cuadros a una banda de esclavos fugitivos, los armó y emprendió una campaña, que concluyó al dar muerte con sus propias manos al famoso mestizo y al destruir el sistema que éste representaba.

No era de extrañar por lo tanto que la aparición del hombre pelirrojo, de voz suave y maneras libres y sencillas, fuera contemplada ahora con profundo interés en las riberas del gran río sudamericano, aunque los sentimientos que inspiraba estuvieran evidentemente mezclados, ya que la gratitud de los indígenas era igualada por el resentimiento de aquellos que deseaban explotarlos. Un resultado beneficioso de sus experiencias anteriores era que podía hablar fluidamente la
Lingoa Geral
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que es el habla característica, mezcla de un tercio de palabras portuguesas y dos tercios de vocablos indios, de uso corriente en todo el Brasil.

He dicho antes que lord John Roxton era un maníaco de Sudamérica. No podía hablar de aquel gran país sin entusiasmarse ardorosamente, y ese ardor era contagioso, porque, ignorante como yo era, consiguió atraer mi atención y estimular mi curiosidad. Quisiera ser capaz de reproducir el hechizo de sus pláticas, la peculiar mezcla de conocimientos sólidos y chispeante imaginación que les otorgaba su atractivo, hasta conseguir que incluso la sonrisa cínica y escéptica del profesor se fuera desvaneciendo gradualmente de su enjuto rostro a medida que escuchaba. Se disponía a contar la historia del enorme río tan rápidamente explorado (ya que algunos de los primeros conquistadores del Perú cruzaron en realidad todo el continente sobre sus aguas),
[15]
pero aún tan desconocido respecto a todo lo que se ocultaba más allá de sus orillas en continuo cambio.

—¿Qué hay más allá? —exclamaba, señalando hacia el norte—. Selva, pantanos y una jungla impenetrable. ¿Quién sabe lo que eso puede ocultar? ¿Y allá hacia el sur? El yermo de las florestas pantanosas donde ningún hombre blanco ha puesto el pie todavía. Por todas partes se nos enfrenta lo desconocido. ¿Quién conoce algo más allá de las estrechas cintas de los ríos? ¿Quién osaría decir qué cosas pueden suceder en un país semejante? ¿Por qué no podría estar en lo cierto el viejo Challenger? Ante este directo desafio, reaparecía la porfiada sonrisa de burla en el rostro del profesor Summerlee, y permanecía sentado, moviendo su sardónica cabeza en un silencio desprovisto de cordialidad parapetado tras la nube de humo de su pipa de raíz de escaramujo.

Esto es todo, por el momento, acerca de mis dos compañeros blancos, cuyos caracteres y limitaciones serán expuestos con mayor amplitud, como los míos propios, a medida que prosiga este relato. Pero ya habíamos contratado a ciertos asistentes que habrían de jugar una parte de cierta importancia en lo que estaba por venir. El primero es un negro gigantesco llamado Zambo, un Hércules moreno, tan voluntarioso como un caballo y de una inteligencia casi igual. Lo alistamos en Pará por recomendación de la compañía de vapores, en cuyos barcos había aprendido a hablar un inglés titubeante.

También contratamos en Pará a Gómez y Manuel, dos mestizos de la región situada en el curso superior del río y que acababan de bajar por el mismo con un cargamento de madera de palo de rosa. Eran individuos de piel morena, barbudos y fieros, tan activos y tensos como panteras. Ambos habían pasado su vida en esa zona del curso superior del Amazonas, precisamente la que queríamos explorar, y por esa circunstancia recomendable lord John los había contratado. Uno de ellos, Gómez, tenía la ventaja suplementaria de hablar un inglés excelente. Estos hombres se ofrecieron voluntariamente a trabajar como nuestros criados personales, a cocinar, remar o a hacerse útiles de cualquier otro modo, por una paga de quince dólares mensuales. Además de ellos, habíamos contratado a tres indios mojo de Bolivia, porque, de todas las tribus ribereñas, aquélla era la más hábil para la pesca y la navegación. Al jefe de estos indios le llamamos Mojo, con el nombre de su tribu, y a los otros dos los conocíamos como José y Fernando. Tres blancos, dos mestizos, un negro y tres indios constituíamos pues el personal de la pequeña expedición, que permanecía en Manaos esperando instrucciones antes de partir en pos de su extraña búsqueda.

Por fin, después de una semana tediosa, llegaron el día y la hora señalados. Le pido que se represente la sombreada estancia de la
fazenda
Santo Ignacio, dos millas tierra adentro desde la ciudad de Manaos. En el exterior, resplandecía el sol con una luz amarilla, broncínea, que recortaba las sombras de las palmeras en contornos tan negros y definidos como los árboles mismos. El aire estaba en calma, lleno del eterno zumbido de los insectos, que formaban un coro tropical de muchas octavas desde el bajo profundo de la abeja hasta la flauta aguda y afilada de los mosquitos. Detrás del pórtico o galería había un pequeño jardín despejado, con cercas de cactos y adornado con macizos de arbustos floridos, donde revoloteaban grandes mariposas azules y cruzaban como saetas diminutos colibríes que trazaban arcos de luz rutilante. Nosotros estábamos en el interior, sentados alrededor de la mesa de caña sobre la cual estaba el sobre sellado. En su anverso, trazadas con la mellada letra del profesor Challenger, se leían estas palabras:

«Instrucciones para lord John Roxton y su grupo. Para ser abierto en Manaos el día 15 de julio, a las doce en punto de la mañana».

Lord John había colocado su reloj sobre la mesa, ante sí.

—Faltan todavía siete minutos —dijo—. El querido viejo es muy estricto.

El profesor Summerlee sonrió agriamente, al tiempo que recogía el sobre con su mano flaca.

—¿Qué puede importar si lo abrimos ahora o dentro de siete minutos? —dijo—. Todo esto es parte del mismo sistema de charlatanería y falta de sentido común que caracteriza notoriamente al autor de la carta, lamento tener que decirlo.

—Oh, vamos, tenemos que jugar nuestra partida de acuerdo con las reglas —dijo lord John—. El espectáculo pertenece al viejo Challenger y nosotros estamos aquí gracias a su buena voluntad, de modo que sería una acción pésima y deplorable la de no seguir sus instrucciones al pie de la letra.

—¡Bonito negocio! —exclamó amargamente el profesor—. Ya me sonaba absurdo en Londres, pero me siento inclinado a decir que visto de cerca lo es aún más. No sé lo que contiene este sobre, pero, a menos que traiga instrucciones bien definidas, me sentiré muy tentado a tomar el primer barco que salga río abajo, para tomar el Bolivia nada más llegar a Pará. Después de todo, tengo en el mundo tareas de mayor responsabilidad que andar corriendo para desautorizar las afirmaciones de un lunático. Vamos, Roxton, seguramente ya es la hora.

—Así es, y usted ya puede tocar el pito —dijo lord Roxton. Levantó el sobre y lo cortó con su cortaplumas. Extrajo de su interior una hoja de papel doblada. La desplegó con mucho cuidado y la extendió sobre la mesa. Era una hoja en blanco. Le dio la vuelta. También estaba en blanco. Nos miramos unos a otros en azorado silencio, que fue roto por el discordante estallido de la risa burlesca del profesor Summerlee.

—Es una clara confesión —exclamó—. ¿Qué más quieren ustedes? Ese fulano es un embaucador confeso. Sólo nos resta regresar a casa e informar que es un impostor descarado.

—¿Tinta invisible? —sugerí.

—¡No lo creo! —dijo lord Roxton mirando el papel al trasluz—. No, compañerito–camarada, no sirve de nada engañarse a sí mismo. Puedo garantizar que en este papel no se ha escrito nunca nada.

—¿Puedo entrar? —retumbó una voz desde la galería.

La sombra de una figura rechoncha se interponía en la franja de sol. ¡Aquella voz! ¡Aquella monstruosa anchura de hombros! Nos pusimos de pie de un salto con el aliento entrecortado por la sorpresa, al ver que Challenger, tocado con un sombrero de paja redondo y juvenil, con una cinta de color... Challenger, con las manos en los bolsillos de su chaqueta y sus zapatos de lona haciendo elegante palanca sobre las puntas al caminar..., aparecía en el espacio vacío que se abría ante nosotros. Echó atrás la cabeza y se quedó envuelto en el resplandor dorado, con toda la exuberancia de su barba de la antigüedad asiria y toda su ingénita insolencia, marcada en sus párpados entornados y sus ojos intolerantes.

—Me temo que llego con algunos minutos de retraso —dijo, sacando su reloj—. Debo confesar que cuando les entregué ese sobre no tenía la menor intención de que lo abriesen, porque ya entonces había determinado estar con ustedes antes de la hora fijada. El infortunado retraso debe repartirse, en partes iguales, entre la torpeza de un piloto y la intrusión de un banco de arena. Sospecho que esto habrá dado ocasión a mi colega, el profesor Summerlee, para que blasfeme un poco.

—Siento la obligación de decirle, señor —contestó lord John con algo de severidad en la voz—, que su regreso nos ha producido un alivio considerable, porque nuestra misión parecía haber llegado ya a un fin prematuro. Incluso ahora, que me ahorquen si comprendo por qué ha obrado usted de manera tan extraordinaria.

En lugar de contestar, el profesor Challenger entró, nos estrechó las manos a lord John y a mí, se inclinó con abrumadora insolencia ante el profesor Summerlee y se sentó en un sillón de mimbre, que crujió y se cimbró bajo su peso.

—¿Está todo preparado para iniciar nuestra jornada? —preguntó.

—Podemos salir mañana.

—Pues entonces saldrán. Ya no necesitan mapas con instrucciones, puesto que disfrutarán de la inestimable ventaja de que sea yo el guía. Desde el principio estaba decidido a presidir yo mismo sus investigaciones. Ustedes deben admitir enseguida que los mapas más completos serían un pobre sustituto de mi propia inteligencia y mi consejo. En cuanto a esta pequeña artimaña que he usado para burlarme de ustedes, en el asunto del sobre, está claro que, si yo les hubiese comunicado mis intenciones, me habría visto obligado a resistir a molestas presiones para que viajase en compañía de ustedes.

—¡No de mi parte, señor! —exclamó el profesor Summerlee apasionadamente—. Al menos mientras hubiese otro barco que cruzase el Atlántico.

Challenger hizo caso omiso del profesor con un ademán de su manaza peluda.

—Estoy seguro de que su buen sentido hallará razonables mis reparos y comprenderán que era mejor que yo pudiera dirigir mis propios movimientos y apareciese únicamente en el momento exacto en que mi presencia fuera necesaria. Ese momento ha llegado al fin. Están ustedes en buenas manos. Llegarán a destino sin contratiempos. Desde este momento tomo el mando de esta expedición y tengo que pedirles que completen su preparación esta noche, a fin de que seamos capaces de salir por la mañana temprano. Mi tiempo es valioso y lo mismo puede decirse, sin duda —aunque en menor grado—, del de ustedes. Propongo, pues, que avancemos tan rápidamente como sea posible, hasta que les haya demostrado las cosas que han venido a ver.

Lord John Roxton había fletado una gran lancha de vapor, la
Esmeralda
, que debía llevarnos río arriba. Por lo que atañe al clima, era indistinto el momento que eligiésemos para nuestra expedición, porque la temperatura, lo mismo en invierno que en verano, fluctúa entre los setenta y cinco y los noventa grados,
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sin apreciable diferencia en el calor. Sin embargo, en lo que respecta a la humedad, la cosa varía; de diciembre a mayo se extiende el período de las lluvias, y durante el mismo el río crece lentamente hasta alcanzar una altura de casi cuarenta pies sobre su nivel más bajo. Cubre las orillas, se extiende en grandes lagunas sobre una monstruosa extensión de territorio y forma un inmenso distrito, llamado en la región el Gapo, que en su mayor parte es demasiado pantanoso para atravesarlo a pie y demasiado poco profundo para que sea navegable en lancha. A mediados de junio las aguas comienzan a descender, y alcanzan su nivel más bajo en octubre o noviembre. Así, nuestra expedición transcurría en medio de la estación seca, cuando el gran río y sus afluentes se hallaban más o menos en condiciones normales.

La corriente del río es débil, con una pendiente que no sobrepasa las ocho pulgadas por milla. Ningún otro río podría resultar más conveniente para la navegación, ya que los vientos dominantes son los que soplan del sudoeste, y las barcas pueden navegar a vela hasta la frontera peruana; al regreso, se dejan llevar por la corriente. En nuestro caso, la excelente máquina de la
Esmeralda
podía despreciar la perezosa corriente del río, e hicimos progresos tan rápidos como si estuviésemos navegando por un lago de aguas estancadas. Durante tres días avanzamos hacia el noroeste por un río que aun allí, a mil millas de su desembocadura, seguía siendo tan enorme que sus orillas, vistas desde el centro de la corriente, parecían meras sombras sobre la lejana línea del horizonte. Al cuarto día de haber dejado Manaos, doblamos por un afluente cuya desembocadura era muy poco menor en anchura que el río principal. Sin embargo fue estrechándose rápidamente, y después de otros dos días de navegación a vapor llegamos a una aldea india, en la que el profesor insistió en que debíamos desembarcar, en tanto la
Esmeralda
era devuelta a Manaos. Explicó que muy pronto caeríamos sobre unos rápidos que harían imposible el uso de aquella embarcación. Añadió, confidencialmente, que nos estábamos aproximando a la puerta del país desconocido y que cuanto menor fuese el número de personas que tuviese parte en nuestras revelaciones, tanto mejor sería. Con esta finalidad, nos requirió a cada uno de nosotros la palabra de honor de que no publicaríamos ni diríamos nada que pudiera dar la clave exacta del paradero de nuestro viaje, y con la misma finalidad tomó juramento solemne a nuestros servidores. Por esta razón me veo obligado a emplear en mi narración ciertas indefiniciones, y quiero advertir a mis lectores que en todos los mapas y diagramas que adjunto la relación entre los diversos lugares es correcta, pero los puntos de referencia de la brújula han sido cuidadosamente confundidos, para que en ningún caso puedan ser tomados como guía para llegar al país. Las razones que tiene el profesor Challenger pueden ser válidas o no, pero a nosotros no nos quedó otra opción que aceptarlas, porque él estaba dispuesto a abandonar la expedición antes que modificar las condiciones bajo las cuales iba a servirnos de guía.

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