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Authors: Arthur Conan Doyle

El mundo perdido (14 page)

BOOK: El mundo perdido
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—Tampoco quedan muchas dudas de cómo halló la muerte —dijo lord John—. Cayó o fue empujado desde lo alto, y así quedó empalado. ¿Cómo pudo de otro modo resultar con todos sus huesos rotos y atravesado por esas cañas cuyas puntas han crecido tan alto por encima de nuestras cabezas?

El silencio cayó sobre todos los que rodeábamos aquellos restos destrozados al comprender la verdad que encerraban las palabras de lord Roxton. La cresta saliente del farallón se proyectaba sobre el matorral de cañas. Sin duda había caído desde arriba. Pero,
¿se había caído?
¿Había sido un accidente?... Alrededor de la tierra desconocida comenzaban ya a formarse posibilidades ominosas y terribles.

Nos alejamos de allí en silencio y seguimos costeando la línea de los acantilados, que proseguía tan idéntica y sin soluciones de continuidad como algunos de esos monstruosos campos de hielo de la Antártida, que había visto descritos abarcando todo el horizonte y cayendo a plomo sobre los mástiles del navío explorador. En cinco millas no vimos ni una grieta, ni una abertura. Y de pronto percibimos algo que nos llenó de nuevas esperanzas. En un hueco de la roca protegido de la lluvia había una flecha dibujada rústicamente con tiza, que apuntaba hacia el oeste.

—Maple White otra vez —dijo el profesor Challenger—. Tenía algún presentimiento de que otros dignos pasos seguirían pronto a los suyos.

—Por lo visto llevaba tiza, ¿no es cierto?

—Una caja de tizas de colores figuraba entre los efectos que yo encontré en su mochila. Recuerdo que la blanca estaba desgastada hasta que apenas quedaba un resto.

—Ciertamente éstas son pruebas de peso —dijo Summerlee—. Sólo tenemos que seguir su guía y avanzar hacia el oeste. Habríamos recorrido otras cinco millas cuando de nuevo vimos una flecha blanca sobre las rocas. Se hallaba en un punto donde la superficie del farallón se plegaba por primera vez en una estrecha grieta. Dentro de esa hendidura otra señal de guía apuntaba hacia adelante pero con la punta algo inclinada hacia arriba, como si el sitio indicado estuviera por encima del nivel del suelo.

Era un lugar solemne, porque las murallas eran tan gigantescas y la hendidura de cielo azul tan estrecha y oscurecida por una doble franja de vegetación que sólo penetraba hasta el fondo una luz confusa y sombría. Hacía muchas horas que no probábamos bocado y estábamos agotados por la jornada a través de suelos irregulares y pedregosos, pero nuestros nervios estaban demasiado tensos para que nos permitiésemos un alto. Ordenamos que se instalase el campamento, sin embargo, y dejando a los indios para que dispusieran esa tarea, nosotros cuatro, con los dos mestizos, proseguimos por la estrecha garganta.

Su boca no tenía más de cuarenta pies de anchura, pero se iba cerrando rápidamente hasta que concluía en un ángulo agudo, demasiado recto y liso para ascenderlo. Ciertamente no era ése el sitio que nuestro predecesor había querido indicar. Desanduvimos nuestro camino —la garganta entera no tenía más de un cuarto de milla de profundidad— y de improviso los veloces ojos de lord John se posaron sobre lo que estábamos buscando. Muy alto por encima de nuestras cabezas, entre las oscuras sombras, se vislumbraba un círculo de tinieblas más profundas. Sólo podía tratarse de la abertura de una cueva.

La base del farallón estaba cubierta en ese lugar de piedras sueltas y por eso no fue difícil trepar hasta allí. Cuando alcanzamos el lugar descartamos toda duda. No sólo había una abertura en la roca, sino que uno de sus lados estaba marcado de nuevo con el signo de la flecha. Aquél era el lugar y ése era el medio por el cual Maple White y su desventurado compañero habían realizado su ascenso.

Estábamos demasiado excitados para retornar al campamento; debíamos iniciar nuestra primera exploración en el acto. Lord John tenía una linterna eléctrica en su mochila y ella nos serviría para alumbrarnos. Avanzó, proyectando su pequeño y claro círculo de luz amarilla por delante, mientras nosotros seguíamos sus huellas en fila india.

Era evidente que la cueva había sido perforada por las aguas, porque los costados eran lisos y el piso estaba cubierto de cantos rodados. Sus dimensiones sólo facilitaban el paso de un hombre agachado. Durante unas cincuenta yardas corría en línea casi recta dentro de la roca, y luego ascendía en ángulo de cuarenta y cinco grados. De improviso esa inclinación se hizo más empinada aún y tuvimos que trepar con manos y rodillas, por entre los pedruscos sueltos que resbalaban debajo de nosotros. De pronto brotó una exclamación de lord Roxton:

—¡Está obstruida! —dijo.

Arracimándonos detrás de él, vimos en el amarillo campo de luz de su linterna una pared de rotas piedras basálticas que se extendía hasta la bóveda.

—¡Se ha hundido el techo!

En vano arrancamos algunos de sus trozos. La única consecuencia fue que las piedras mayores se desprendieran amenazando con rodar por la pendiente y aplastarnos. Era evidente que el obstáculo era muy superior a cuantos esfuerzos hiciéramos para removerlo. El camino que Maple White había seguido en su ascenso ya no era accesible.

Demasiado descorazonados para hablar, descendimos a tropezones por el oscuro túnel y desanduvimos el camino hacia nuestro campamento.

Sin embargo ocurrió un incidente, antes de que abandonásemos la garganta, que tiene importancia, teniendo en cuenta lo que sucedió después.

Estábamos juntos, formando un pequeño grupo al pie de aquel abismo, unos cuarenta pies por debajo de la boca de la cueva, cuando una enorme roca rodó de pronto hacia abajo y pasó junto a nosotros lanzada con tremenda fuerza. Fue una escapada casi milagrosa para todos y cada uno de nosotros. No podíamos ver de dónde había venido la roca, pero nuestros criados mestizos, que todavía estaban en la boca de la cueva, dijeron que había pasado ante ellos, y que posiblemente había caído desde la cumbre. Al mirar hacia arriba, no pudimos ver ningún signo de movimiento entre la maraña verde que coronaba la cima del risco. Sin embargo, poca duda había de que la piedra estaba asestada contra nosotros. ¡Por lo tanto, el incidente apuntaba hacia la existencia de seres humanos —seres humanos malignos— sobre la meseta!

Abandonamos rápidamente la sima con nuestras mentes invadidas por estas nuevas perspectivas y su repercusión sobre nuestros planes. La situación era ya harto difícil antes de lo sucedido; pero si a los obstáculos de la naturaleza se sumaba la deliberada oposición del hombre, nuestro caso era verdaderamente desesperado. No obstante, al mirar hacia arriba y contemplar aquella hermosa faja de verdura a unos pocos cientos de pies sobre nuestras cabezas, ni uno solo de nosotros concibió la idea de retornar a Londres hasta haber explorado sus profundidades.

Discutiendo nuestra situación, decidimos que nuestra mejor conducta sería continuar costeando la meseta con la esperanza de hallar algún otro medio de alcanzar la cumbre. La línea de farallones, que había disminuido considerablemente en altura, había empezado a torcerse desde el oeste hacia el norte, y si nosotros podíamos representarnos esto como el arco de un círculo, la circunferencia total no podía ser muy grande. En el peor de los casos, entonces, podíamos estar de regreso en nuestro punto de partida dentro de unos pocos días.

Aquel día hicimos una marcha que totalizó unas veintidós millas, sin ningún cambio en nuestras perspectivas. Debo mencionar que nuestro aneroide indicaba que en nuestro continuo ascenso en pendiente, que seguíamos desde que abandonamos las canoas, habíamos llegado a una altura no inferior a los tres mil pies sobre el nivel del mar. Por eso se observa un considerable cambio en la temperatura y en la vegetación. Nos hemos sacudido gran parte de la horrible familia de los insectos, que son la maldición de los viajes por los trópicos. Todavía sobreviven algunas palmeras y muchos helechos arborescentes, pero los árboles amazónicos han quedado atrás. Resultaba placentero ver el convólvulo, la pasionaria y la begonia, flores todas que me traían el recuerdo de la patria entre estas rocas inhóspitas. Había una begonia roja de un color exactamente igual al de la que había visto en un tiesto en la ventana de cierto chalé de Streatham... Pero me estoy dejando llevar por reminiscencias privadas.

Aquella noche —hablo todavía del primer día de nuestra circunnavegación de la meseta— nos esperaba una gran experiencia, una experiencia tal que eliminó para siempre cualquier duda que pudiéramos haber mantenido acerca de las maravillas que estaban tan cerca de nosotros.

Cuando usted lea esto, mi querido McArdle, se dará cuenta, posiblemente por vez primera, de que el periódico no me ha enviado a una empresa quimérica, y que será un reportaje inconcebiblemente atractivo el que recibirá el mundo cuando el profesor nos dé permiso para hacer uso de sus datos. Yo no me atrevería a publicar estos artículos hasta que pueda llevar mis pruebas a Inglaterra, porque, en caso contrario, sería saludado como el Münchhausen periodístico de todos los tiempos. No dudo que usted sentiría lo mismo y que no querría arriesgar todo el crédito de la
Gazette
en esta aventura mientras no podamos hacer frente al coro de censura y escepticismo que estos artículos deberán forzosamente suscitar. Por eso este extraordinario incidente, que serviría para hacer un titular soberbio de nuestro viejo periódico, deberá esperar su turno en el cajón del editor.

Y, a pesar de todo, aquello fue como un relámpago, y no hubo secuelas, salvo en nuestras propias convicciones.

Esto fue lo que ocurrió. Lord John había matado un agutí
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—que es un animal pequeño, parecido al cerdo— y, después de haber dado la mitad del mismo a los indios, estábamos cocinando la otra mitad sobre nuestro fuego. La temperatura es bastante fría después de oscurecer y todos nos habíamos agrupado cerca de la hoguera. La noche era sin luna, pero brillaban algunas estrellas y era posible ver en la llanura a corta distancia. De pronto, en medio de la oscuridad, en medio de la noche, algo se precipitó zumbando como un aeroplano. Todo nuestro grupo se vio por un instante cubierto por un dosel de alas correosas, y yo tuve la visión momentánea de un cuello largo, parecido al de una serpiente, de unos ojos feroces, rojos y áridos, de un gran pico que se abría y cerraba con chasquidos y lleno, para gran sorpresa mía, de dientes pequeños y relucientes. Un instante después había desaparecido... y también nuestra cena. Una inmensa sombra negra, de veinte pies de anchura, ascendía en vuelo rasante. Las alas del monstruo borraron por un instante las estrellas y enseguida desapareció por encima de la cumbre del farallón que se alzaba sobre nosotros. Todos nos quedamos sentados en asombrado silencio alrededor del fuego, como los héroes de Virgilio cuando las Harpías
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descendieron sobre ellos. Summerlee fue el primero en hablar.

—Profesor Challenger —dijo con voz solemne y vibrante de emoción—, le debo a usted disculpas. Señor, estaba completamente equivocado y le ruego que olvide lo pasado.

Lo dijo generosamente, y los dos hombres se estrecharon las manos por primera vez. Hemos ganado mucho con esta clara aparición de nuestro primer pterodáctilo. Acercar a dos hombres como aquéllos bien valía el robo de una cena.

Mas si la vida prehistórica existía sobre la meseta, no era demasiado abundante, porque en los próximos tres días no volvimos a vislumbrarla. Durante ese tiempo atravesamos una región árida y repugnante, en la que alternaban desiertos pedregosos y ciénagas desoladas, llenas de muchas especies de aves silvestres. Estaba situada al norte y al oeste de los pedregosos farallones. Por aquel lado, la región era realmente inaccesible, y de no ser por un reborde de terreno endurecido que corría por la base misma del precipicio, hubiésemos tenido que retroceder. Muchas veces tuvimos que avanzar metidos hasta la cintura en el limo y el légamo pegajoso de una antigua ciénaga semitropical. Para agravar las cosas, aquel lugar parecía el criadero favorito de la serpiente jaracaca, la más venenosa y agresiva de América del Sur. Una y otra vez, aquellos horribles animales nos acometían entre retorcimientos y brincos por la superficie de aquel pútrido fangal, y sólo podíamos sentirnos a salvo de ellos teniendo nuestros fusiles siempre listos para disparar. Una depresión en forma de embudo que había en aquella ciénaga y cuyo lívido color verde se debía a algunos líquenes que crecían en ella quedará siempre en mi mente como el recuerdo de una pesadilla. Parecía que aquel lugar había sido un nido especial para aquellos bichos asquerosos; sus laderas parecían pulular de ellas, todas retorciéndose en nuestra dirección, porque una característica de la serpiente jaracaca es que ataca siempre al hombre en cuanto le ve. Eran demasiadas para que las matásemos a tiros, de modo que pusimos pies en polvorosa y corrimos hasta quedar exhaustos. Recordaré siempre que cuando mirábamos hacia atrás podíamos ver las cabezas y cuellos de nuestras horribles perseguidoras alzándose y cayendo entre las cañas. En el mapa que estamos levantando se llamará Ciénaga de las Jaracacas.

Los farallones que se sucedían por el lado más lejano habían perdido su color rojizo para adquirir un tinte castaño achocolatado; la vegetación era más raleada en la cima de los mismos y su altitud había descendido a trescientos o cuatrocientos pies. Pero por ningún lugar encontramos punto alguno que permitiese escalarlos. En verdad, resultaban más impracticables que en el primer lugar que habíamos explorado. En la fotografía que saqué del desierto pedregoso puede apreciarse su absoluto empinamiento.

—Pero, sin duda —dije yo cuando discutíamos la situación—, la lluvia debe labrarse un camino por algún lado. Debe haber alguna clase de canales por donde salga el agua en las rocas.

—Nuestro joven amigo tiene intervalos de lucidez —dijo el profesor Challenger dándome palmaditas en el hombro. —Por algún lado tiene que pasar la lluvia —insistí.

—Se aferra con firmeza a la realidad. El único inconveniente es que hemos probado en forma concluyente con nuestro examen ocular que no hay canales de agua bajo las rocas.

—¿Entonces adónde va? —insistí.

—Creo que se puede asegurar imparcialmente que si el agua no corre hacia afuera es porque corre hacia adentro.

—Pues entonces debe haber un lago en el centro.

—Eso creo yo.

—Es más que probable que el lago sea un antiguo cráter —dijo Summerlee—. La totalidad de la formación es, por supuesto, eminentemente volcánica. Pero como quiera que sea, yo presumo que hallaremos que la superficie de la meseta forma un declive hacia el interior, con un considerable depósito de agua en el centro, que debe de desaguar por algún canal subterráneo en los pantanos de la Ciénaga de las Jaracacas.

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